LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (14 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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Ygorla ocupaba su lugar acostumbrado en el estrado, sentada en lo que gustaba denominar «el Trono de los Dominios Mortales». En un momento de irritación había destruido el centenario sillón ceremonial del Alto Margrave, diciendo que era tosco y no estaba a su altura, y en su lugar había creado una escultura de altísimo respaldo de mármol, metales preciosos y gemas, sobre la que se reclinaba en medio de lujosos montones de almohadones. Bandas de colores pálidos se movían entre las piedras del respaldo en forma de concha del trono. A Strann le recordaban de manera inquietante los colores que rasgaban el cielo durante un Warp, y muy pronto aprendió que eran influidos por el estado de humor de Ygorla. Leyó rápidamente los tonos: azul pastel, plata, verde mar… Todo iba bien; al menos por el momento estaba de un humor tratable.

En la sala habría media docena más de personas, todas reunidas a los pies de su dueña, ofreciéndole con deferencia vino, frutas y dulces. Para gran alivio de Strann, no se veía a sus fantasmagóricos sabuesos-felinos, aunque algo grande y sinuoso se movía perezosamente en las sombras detrás del trono, y otras formas fantasmales lo contemplaban desde donde colgaban, con manos y pies como de lagarto, en los relieves más altos de las columnas de la sala. Había aprendido a soportar las formas fantasmales y a los espectros, pero los sabuesos-felinos eran de otra clase totalmente distinta y, empujado por los terribles recuerdos del destino del capitán Fyne, Strann era víctima del pánico cada vez que los veía.

Al escuchar el sonido de sus pasos, Ygorla alzó la mirada, con los ojos azules lanzando brillantes destellos.

—¡Ah, mi ratita! ¡El gato te ha hecho salir de la madriguera y te ha traído trotando a mi lado!

—Dulce señora… —La educada voz de bardo de Strann resonó en la enorme sala—. Acudo a vuestra llamada y cumplo con satisfacción vuestras órdenes. —Hizo una florida reverencia que había perfeccionado tras horas de práctica ante su reflejo en la ventana de su habitación, y advirtió las miradas de los criados que se habían vuelto para observarlo. Como siempre, sintió una breve y nauseabunda sensación de culpabilidad, pero la reprimió, como había hecho antes muchas veces.

—Strann. —Odiaba la manera en que Ygorla pronunciaba su nombre; en sus labios sonaba como una obscenidad—. Estamos esperando a unos visitantes y quiero que inventes un pequeño entretenimiento en su honor. Ven aquí. Ven y siéntate en tu lugar preferido.

Se acercó a ella y, al hacerlo, ella chasqueó los dedos de manera imperiosa al grupo que la rodeaba.

—Fuera —ordenó, y se alejaron, apresurándose como si fueran ratas y lanzando miradas furibundas a Strann al pasar junto a él. Ygorla sonrió cuando el último salió por la puerta de doble hoja; luego estiró un elegante pie y tocó el cojín de terciopelo azul que reposaba a sus pies en el estrado. Strann sabía que era mejor no esperar otra indicación; se sentó con las piernas cruzadas en el cojín y besó la punta de su zapatilla.

Con gesto descuidado, Ygorla señaló los restos de su festín privado, que los esclavos habían dejado sin recoger.

—Come, ratita. Las ratas siempre tienen hambre. Mordisquea un dulce; el cocinero jefe realmente se ha superado hoy.

Dioses, pensó Strann, de verdad que estaba de buen humor esta mañana, y su mente despierta comenzó de manera inmediata a buscar una posible causa. Cogió una de las golosinas, mirando hacia arriba al hacerlo y atreviéndose a esbozar una sonrisa que esperaba pareciera de arrobamiento.

—Un bocado de la mesa de mi dueña. Soy el más feliz de los hombres.

Ygorla se rió; un sonido delicioso, pero que a Strann lo sobrecogía en lo más hondo.

—Entonces coge otro. Toma, yo te daré de comer. —Cogió otro dulce de la bandeja de restos—. ¿No me lo vas a pedir, rata?

Menos mal que —por una vez— nadie más estaba presente para contemplar su humillación. Strann se puso de rodillas, alzó las manos y las dobló en una imitación bastante buena de las patas delanteras de una rata. La risa de Ygorla creció hasta convertirse en un carillón desinhibido, y por un instante el respaldo del trono adquirió un brillo dorado.

—¡Mi predecesor fue un estúpido al no tenerte aquí encerrado bajo llave para que lo distrajeras! —Puso un dulce entre sus labios—. Toma. Saboréalo.

Aparentó saborear el bocado, pero al mismo tiempo su nariz notó un aroma tenue y distinto en los dedos de Ygorla. No era su perfume acostumbrado, pues lo había olido un par de veces con anterioridad, y había algo en él que hacia sonar una campanilla en lo más profundo de su psique. Almizcle y hierro caliente y algún otro ingrediente indefinido. Aunque había tenido poco contacto con los asuntos arcanos, la intuición le decía a Strann que aquello era una vaharada de los dominios demoníacos.

¿Cuándo y dónde había olido ese aroma? Era familiar, pero no conseguía localizarlo; no acababa de encajar. Antes de que pudiera bucear en su memoria, sin embargo, la voz de Ygorla, dulce como néctar pero rebosante de veneno bajo la superficie, lo distrajo.

—Ahora, mi pequeño roedor favorito, nuestros visitantes y su entretenimiento. Estás componiendo la balada de mi llegada triunfal a la Isla de Verano, ¿Está terminada?

Los colores del trono cambiaron fugazmente; se oscurecieron un instante, pero fue suficiente para advertir a Strann que debía ser precavido.

—No está tan acabada como yo desearía, mi reina —respondió—. Soy demasiado consciente de que mis esfuerzos jamás podrán haceros justicia, y aun así día y noche me veo empujado por mi deseo de emular vuestra perfección. —Hizo un gesto como despreciándose, al tiempo que la observaba cuidadosamente a través de sus pestañas medio bajadas—. Lucho en mis sueños y durante todas mis horas de vigilia, pero no es suficiente.

La sonrisa de Ygorla se hizo rapaz.

—Yo juzgaré eso, rata. Quiero escuchar tu balada. Después, si me complace, la cantarás ante mis invitados cuando vengan ante mí.

—¿Invitados, señora? —dijo Strann.

Ella hizo una pausa y lo miró sagazmente.

—Te tiemblan los bigotes. Curioso ¿eh? Bueno, como estoy de humor indulgente, te lo contaré. Tenemos nuevos invitados en el palacio. Invitados quizás algo en contra de su voluntad, lo reconozco, pero estoy segura de que pronto vencerán su timidez inicial. Pienso presentarlos a mi corte y convencerlos para que pasen algunos días disfrutando de nuestra hospitalidad; luego los enviaré de regreso a sus distintas provincias para que den a conocer sus experiencias.

Strann comenzó a hacerse una idea y pudo imaginar las circunstancias en las que los «invitados» de Ygorla se habían encontrado en la Isla de Verano. El buen oído y la mente rápida le habían servido bien en los últimos días, y sabía que Ygorla no perdía el tiempo en difundir su red más allá de las costas de la Isla de Verano. Cuando habían llegado las primeras aves mensajeras procedentes de las provincias del continente, cada una con una carta que exigía conocer el significado de su declaración, ella se había reído, había matado a las aves y se había desquitado con pequeñas pero letales demostraciones de su poder. Escogió sus blancos de entre la nómina de funcionarios claves del Alto Margrave en los Margraviatos de provincia, y en Shu, Chaun Meridional, Perspectiva y Wishet, ciertos hombres y mujeres de alta posición murieron de manera súbita y terrible a manos de manifestaciones demoníacas. Cada «lección», como calificaba Ygorla a sus rapacidades, fue seguida por otro mensajero tenebroso con un cínico y saludable aviso; pero ahora parecía que Ygorla había decidido cambiar de táctica. Strann se preguntó cuántos desgraciados habrían sido arrancados del refugio de sus hogares por sus siervos sobrenaturales y en qué estado habrían llegado a la Isla de Verano. También se preguntó —y la idea no era tranquilizadora— si habría algún rostro conocido entre ellos.

Bruscamente, Ygorla se incorporó en su asiento y Strann dio un respingo lleno de culpa al darse cuenta de que había corrido el peligro de distraerse, algo que nunca era bueno hacer en su presencia. Por suerte, sin embargo, ella no parecía haber advertido su distracción, porque tenía sus propias preocupaciones.

—Organizaremos una fiesta para nuestros invitados esta noche —dijo con gran satisfacción en su voz—. Algo que los convenza sin lugar a dudas de que sus señores del continente serían muy estúpidos si se opusieran a mi gobierno. —Alzó su copa de vino, y Strann se apresuró a llenarla de nuevo—. Tengo una serie de ideas que creo que servirán muy bien para hacer valer mis argumentos. Con ellas, y con tu música y tus poderes de persuasión como bardo, creo que nuestros invitados dejarán la Isla de Verano muy bien instruidos. Así que, Strann, la balada.

—¿Ahora, señora?

—Ahora. Estoy segura —y, de pronto, su voz adquirió un tenue tono malévolo— de que me gustará. Espero que me guste.

Strann no se hizo más de rogar y, cogiendo su manzón, lo colocó sobre su rodilla. Había llegado ya a odiar su nueva saga acerca de los logros de aquella mujer. Compuesta con el único fin de halagar su monstruoso ego y cantar sus alabanzas a los cielos, degradaba su virtuosismo y, pensaba él, lo rebajaba más que a un buhonero sin talento que contara cualquier sarta de mentiras por unas pocas monedas. El hecho de que en lugar de conseguir unas monedas se tratara de preservar la vida no le importaba: se sentía sucio. Algún día, se prometió, escribiría una parodia de aquel himno obsceno. Algún día…

Pulsó el acorde inicial, después un complicado e impresionante arpegio, para comenzar a continuación con la melodía que anunciaba el primer verso de la balada. Era sencilla —había descubierto bien pronto que el gusto musical de Ygorla no era nada refinado, para decirlo de manera amable—, pero rítmica, majestuosa y llena de pompa y circunstancia. Vio que las comisuras de la boca de Ygorla se curvaban y, animado, tomo aliento y comenzó a cantar.

Ygorla escuchaba. Pronto empezó a sonreír.

«Dioses, daría cinco años de mi vida —pensó Strann— por no tener que volver a pasar por esta experiencia o algo que se le parezca.» Apoyó el rostro contra la piedra clara y fría de la pared del pasillo, sin importarle que alguien lo viera, deseando tan sólo que el frescor de la pared aliviara el martilleo en su cabeza. No estaba borracho, o si lo estaba, era sólo un poco. Con mucho, lo peor de sus náuseas no provenía del cuerpo, sino del alma.

Ahora estaban camino del puerto; los embajadores, los había bautizado Ygorla, y su risa burlona había llenado la sala de audiencias mientras les otorgaba ese título. Tres hombres y una mujer, aterrorizados casi hasta el borde de la locura, los ojos vidriosos y los cerebros dando vueltas con los recuerdos de lo que habían visto en su breve visita a la corte de la Isla de Verano.

Aquella noche, Ygorla se había superado a sí misma. Superado en arrogancia, en rencor y en un nivel de infantil crueldad mental que asombró incluso a Strann, quien creía conocerla bien, a fondo. Convocó a toda su corte, en apariencia para recibir a los distinguidos visitantes de la Isla de Verano, pero en realidad para entregarse a una verdadera orgía de terror y persecución, para grabar con creces en sus invitados la lección que deseaba que aprendieran. Y con los jirones de sus mentes que todavía quedaran intactos, la recordarían el resto de sus vidas.

La fiesta aquella noche comenzó de manera bastante inofensiva, al menos comparado con lo que vendría después. Strann, fortalecido con más vino del que debería haberse permitido, fue conducido a la abarrotada sala de audiencias, con una fina cadena de oro atada a su collar, y se postró a los pies de Ygorla, mientras escuchaba a su alrededor risas de desprecio. Los visitantes, había que reconocerlo, no tuvieron la sabiduría de unirse al estridente coro del séquito aterrorizado de Ygorla. Sencillamente, miraron, algunos asqueados, otros compasivos, todos desconcertados, mientras que, con rostro sonriente y el corazón de piedra, Strann representaba su papel en la charada antes de ocupar su lugar acostumbrado en el cojín con borlas a los pies de Ygorla y coger su manzón. La balada que había compuesto fue acogida con entusiastas aplausos por sus compañeros de esclavitud y con avergonzado silencio por los recién llegados, y, cuando hubo acabado, Ygorla se puso en pie para anunciar su intención de recompensar a su rata mascota encargándole la composición de una nueva epopeya.

—La epopeya —dijo, con los ojos azules centelleando cuando miró a los invitados en un desafío directo y terrible— de un nuevo reino y una nueva era en este mundo. El reinado de Ygorla, ¡hija del Caos y Margravina de los Dominios Mortales!

La mujer del grupo de visitantes emitió un pequeño sonido involuntario, que sonó como si se estuviera ahogando. La mirada de Ygorla se endureció y se clavó en ella.

—¿Escucho una nota de escepticismo, señora? ¿O es incluso de desacuerdo?

La mujer alzó la vista al estrado, y las palabras surgieron antes de que pudiera frenarlas.

—Estáis loca…

—¿Loca? —Ygorla ladeó la cabeza como un ave rapaz que evalúa a una víctima potencial—. Creo que habláis movida por la ignorancia. ¿Sabéis lo que es la locura? ¿Habéis experimentado personalmente la locura, en cualquiera de sus grotescas formas? —Los labios de la mujer se abrieron en un movimiento brusco e inseguro, e Ygorla sonrió con dulzura—. No. Ya veo que no. Bien, debemos corregir eso.

Chasqueó los dedos. Arriba, cerca del techo de la sala, algo emitió una risita. La mujer alzó la vista, vio lo que bajaba deslizándose por una de las columnas de mármol, con los brazos extendidos hacia ella, y comenzó a gritar.

Ni siquiera Strann se atrevió a volver la cabeza mientras la mascota sobrenatural de Ygorla gozaba perversamente con la mujer que no dejaba de gritar. Nadie intentó ayudarla, y ni uno de sus compañeros llegó siquiera a protestar en voz alta. Cuando todo acabó y la cosa, que se reía ya satisfecha, salió de la sala, dejando tras de sí el olor a fruta podrida, dos de los guardias sin rostro de Ygorla arrastraron hasta sus pies a la víctima. Ygorla contempló desapasionadamente el rostro desencajado que la miraba a través de una greña de cabellos, y volvió a esbozar su dulce sonrisa.

—¿Ha sido eso la locura, señora? ¿O quizá todavía no estáis convencida? ¿Queréis que os enseñe otro de sus muchos rostros?

Donde hacía un instante se encontraba ella, apareció en el estrado un perro sin pelo del tamaño de un caballo, con una piel de un blanco enfermizo y ojos de llamas amarillas, babeando y abriendo y cerrando la boca. Sus labios se abrieron, mostrando enormes dientes rotos, y habló con la melodiosa voz de Ygorla.

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