—Si se trata de la misma persona —dijo—, eso nos señala una dirección especialmente peligrosa, y con ello me refiero a la fuente de poder de la usurpadora. —Encogió los hombros para protegerse de una repentina ráfaga de aire frío que agitó la enredadera de las murallas del Castillo—. Como sabes, mi padre creía firmemente que lo sucedido en Chaun Meridional en aquella ocasión olía al Caos.
Arcoro frunció el entrecejo, reflexionando sobre aquello; luego, lenta y deliberadamente, hizo la señal de reverencia a los catorce dioses, con los dedos extendidos y separados.
—Tirand, no estoy cualificado para comentar eso. Sé que Chiro sentía mayor lealtad hacia Aeoris que hacia Yandros, y sé que tú sientes lo mismo. Pero no comparto tu predisposición. Soy lo que podría llamarse un observador neutral cuando se trata de preferir al Orden o al Caos. —Alzó la vista y miró a Tirand con fijeza—. No es mi misión ofrecer un consejo no solicitado al Sumo Iniciado…
—Dioses, Arcoro, ¡no digas esas cosas! Viniendo de alguien con tu veteranía…
—De acuerdo, entonces seré sincero. No dejes que los prejuicios nublen tu entendimiento, Tirand. Puede que no sientas inclinación por los dioses del Caos, pero recuerda que de todas maneras son dioses. ¿De verdad crees que se tomarían la molestia de involucrarse en algo tan mezquino para sus pautas como es esto? ¿Sinceramente ves a Yandros utilizando a un humano megalómano para conseguir sus fines?
—No —admitió Tirand a regañadientes—. Tienes razón; no tiene mucho sentido. Pero ese demonio…
—No era más de lo que cualquiera de nuestros adeptos de alto rango podría invocar y controlar.
—Intentamos someterlo y no lo conseguimos.
—Sin previo aviso ni la oportunidad de prepararse, ¿es eso tan sorprendente?
—No…, no, supongo que no. Pero es prueba suficiente de que esa mujer, sea quien fuere, tiene poder.
—Poder, sí. ¿Pero la bendición de Yandros? Lo dudo mucho.
Tirand suspiró.
—Espero que estés en lo cierto, Arcoro. De hecho, ruego fervientemente que así sea; porque, si estás equi vocado, entonces nos enfrentamos a algo mucho peor que una hechicera loca.
—Sigue mi consejo y no pienses siquiera en esa posibilidad. —Arcoro se puso en pie con esfuerzo—. Aquí fuera hace un frío que haría temblar a un cadáver. Entremos antes de que perdamos algunos dedos.
Tirand asintió, y ambos se dirigieron hacia las puertas principales. Ya se veían luces en la planta baja, ahora que el Castillo comenzaba a despertar al nuevo día. El Sumo Iniciado no veía con entusiasmo la perspectiva de las horas venideras, pero sabía que debía afrontarlas, y ya estaba empezando a formular el informe que sometería ante el Consejo de Adeptos al completo cuando Arcoro le tocó el brazo.
—Tirand… —El anciano adepto fruncía el entrecejo mientras miraba algo que se encontraba muy alto por encima de la muralla suroeste—. Tienes mejor vista que yo, ¿es eso un ave mensajera que llega?
Tirand entrecerró los ojos para examinar el cielo que clareaba.
—Sí —dijo al cabo de unos instantes—. Creo que lo es. Dioses, ¡que no se trate de más malas noticias!
—Supongo que era de esperar. Apostaría a que esta vez se trata de Han Oriental o, si no, de Perspectiva. ¿Voy a buscar a Handray?
—Quizá sería lo mejor; el ave necesitará comida y descanso. Lo encontrarás en… —Tirand se paró, y miró con más fijeza el punto negro que se acercaba.
—¿Qué pasa? —preguntó Arcoro.
Todavía no podía estar seguro, pero…, maldita sea, pensó, su primera intuición era acertada; ¡era demasiado grande para tratarse de un halcón! Era…
—¡Arcoro, quítate de en medio! —dijo con brusquedad el Sumo Iniciado—. Sube la escalera, busca refugio en la puerta… ¡rápido!
Mientras hablaba, echó a correr hacia la escalera, tirando de Arcoro. Cuando llegaron al arco de la puerta, oyeron un áspero grito a sus espaldas, y Tirand se volvió a tiempo para ver a la cosa —porque aquello no era un ave— que comenzaba su vertiginoso descenso hacia el patio. Bajaba a increíble velocidad, tanta que pareció que iba a estrellarse contra las baldosas, pero en el último instante sus alas de murciélago se desplegaron, golpeando el aire con un crujido que sonó como un pequeño trueno, y comenzó a elevarse de nuevo hacia el cielo, chillando, riéndose de aquella manera humana y de pesadilla que Tirand recordaba tan bien.
Con un ruido sordo, la carga que transportaba cayó en la fuente seca.
Arcoro maldijo en voz baja y durante algún tiempo; luego, recobrándose, miró a Tirand.
—¿Es el mismo mensajero? —preguntó concisamente.
—O su hermano gemelo. —Tirand bajó corriendo los escalones y se dirigió hacia la fuente, seguido por el anciano, y ambos miraron en el estanque vacío.
Esta vez no era un pergamino enrollado, sino algo mucho más grande, envuelto y cuidadosamente atado. Introducida entre las envolturas se veía una hoja doblada de pergamino. Tirand saltó el parapeto para recoger el paquete. Era más pesado de lo que esperaba, y con los dedos helados no consiguió deshacer los nudos.
—Acompáñame a mi estudio, Arcoro —dijo al tiempo que saltaba de nuevo el murete y el anciano se acercaba para examinar la ofrenda—. Prefiero examinar esto en un lugar más privado.
Para su alivio, sólo se cruzaron con criados camino de los aposentos privados de Tirand. El fuego seguía ardiendo perezosamente; Tirand lo reavivó y añadió leña mientras Arcoro encendía las lámparas. Después concentraron su atención en el paquete. En cuanto desdobló el pergamino, Tirand reconoció la caligrafía. El mensaje era breve y directo.
«
Al Sumo Iniciado, Tirand Lin, saludos
.
»
A estas alturas ya habrás recibido mi primera declaración, y la falta de una respuesta digna a mis órdenes me desilusiona profundamente. Había esperado algo mejor de ti, que con seguridad te cuentas entre los más iluminados de mis súbditos. Por lo tanto, te envío este regalo, como modesta prueba de mi sinceridad, no vaya a ser que caigas en la tentación de dudar de mi palabra y del hecho de que soy
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»
Tu Alta Margravina e indiscutible Señora
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»
Ygorla
.»
Sin decir palabra, Tirand le entregó la carta a Arcoro, luego cogió un cuchillo del primer cajón de su escritorio y comenzó a cortar la envoltura del paquete con innecesaria ferocidad.
—Está loca —dijo con furia y apretando los dientes—. «Indiscutible Señora…» Por el corazón de Aeoris, debe de tomarnos por unos completos idiotas si piensa que… ¡aahhh!
En el mismo instante en que lanzaba el repentino y brusco grito, el hedor golpeó a ambos hombres como una bofetada. Aturdido, Arcoro alzó la vista… y contempló lo que Tirand ya había visto, la naturaleza del regalo de Ygorla.
No había sangre, porque las venas y arterias llevaban ya bastante tiempo secas; tan sólo había manchas, ahora secas y de un tono marrón, que teñían el rostro de mortal palidez y piel arrugada y la carne en el lugar donde la cabeza había sido cortada. Las puntas de la rubia cabellera estaban pegadas formando una horrible greña de color de óxido; la boca colgaba abierta, grotescamente deformada; los ojos, horribles al comenzar a degenerar y gélidos como los ojos de un pescado medio podrido, miraban a Tirand con lo que parecía, terriblemente, una expresión de ligera sorpresa.
Tirand cerró los ojos y se tapó la boca con una mano, mientras su estómago amenazaba con vaciar su contenido. Arcoro había vuelto con rapidez la cabeza y murmuraba oraciones y juramentos con los dientes muy apretados. Al fin, con manos temblorosas, Tirand consiguió tapar aquella cosa horrible y pestilente; luego avanzó dando traspiés hacia la ventana y la abrió de par en par. Al asomarse y aspirar grandes bocanadas de aire fresco, su mente se vio asaltada por imágenes y recuerdos: la Isla de Verano y la gran fiesta de la boda; la música, el baile, las risas. La joven Alta Margravina Jianna, cogida de la mano de su nuevo esposo mientras avanzaban en triunfal procesión a través del resplandeciente palacio. El mismo Blis Hanmen Alacar, sonrojado de felicidad mientras recibía los parabienes de los invitados. Blis sonriente. Blis riendo. La cabeza cortada de Blis que lo miraba estúpidamente, enviada al Casti llo como prueba definitiva y demoledora de las aspiraciones de la usurpadora…
—Tirand… —La mano de Arcoro aferró el hombro del Sumo Iniciado—. Tirand, ¿te encuentras bien? ¿Estás mareado, o…?
—No, no. Estoy bien… —Despacio, tembloroso, Tirand se apartó, procurando no posar la vista en el escritorio y lo que sobre él había.
—Será mejor que convoquemos al Consejo inmediatamente —dijo Arcoro en voz baja—. ¿Quieres que yo…?
Tirand sacudió la cabeza y alzó una mano para detenerlo al ver que, durante unos momentos, la garganta no le obedecía.
—Todavía no —consiguió decir por fin—. Hay algo que debemos hacer antes, Arcoro. Aquí no, pero… quizá podríamos usar tus aposentos. Creo… —Tragó saliva con dificultad—. Creo que sería más llevadero si sólo somos dos y no todo el Consejo de Adeptos en pleno. Haz que un criado vaya a buscar a Calvi. Ahora tiene que saberlo. Y nosotros…, nosotros tenemos que ofrecer la fidelidad del Círculo a nuestro nuevo Alto Margrave.
U
na cabeza sin cuerpo, con el rostro de un felino deforme y piel transparente a través de la cual se veían latir venas amarillas y músculos de un azul grisáceo, se deslizaba por una de las soleadas galerías del palacio de la Isla de Verano, llamando con un aullido monótono:
—¿Dónde está la rata? ¿Dónde está la rata?
Una criada salió apresurada de un pasillo lateral y casi chocó con aquella cosa. Soltó un chillido y retrocedió de un salto. La monstruosidad se detuvo e, indiferente, le espetó con una boca llena de dientes:
—Busca a la rata. Trae a la rata.
Una vez dada la orden, siguió su camino, dejándola temblando de miedo y contemplando cómo se alejaba.
Desde su habitación, Strann oyó la llamada monótona y supo que los mayordomos de palacio estarían comenzando una agitada búsqueda de su persona. Por un instante tuvo la tentación de ajustar algunas cuentas no revelando su paradero, antes de que la razón arguyera que un retraso tan sólo haría que la ira de Ygorla cayera sobre su cabeza, además de sobre la de otros. Con un gesto automático —cuando se paraba a pensarlo, se sentía consternado por la rapidez con que se había convertido en un gesto habitual— se llevó una mano al cuello para asegurarse de que el collar enjoyado seguía en su sitio. Mientras lo hacía, la puerta de su habitación se onduló de forma súbita y breve, y la cabeza de felino se materializó atravesando la sólida madera, flotando a casi dos metros sobre el suelo.
—Se reclama tu presencia —anunció la voz áspera y monótona—. Enseguida. Se reclama tu presencia. Trae música. Trae palabras. Ve sin demora a la sala de audiencias.
Strann aspiró hondo e hizo un esfuerzo para mirar a la cabeza directamente.
—Entiendo —dijo secamente, y después, cuando la cosa no hizo ademán de partir—. ¡He dicho que entiendo! ¡Vuelve al pozo del que has salido, cualquiera que sea!
Afortunadamente se marchó, y Strann exhaló un suspiro de alivio. Odiaba a aquellos deformes elementales que Ygorla conjuraba para llevar sus mensajes o, sencillamente, cuando le daba por ahí, para asustar e importunar a sus esclavos humanos. Parecía preferir lo feo, lo deforme, lo pesadillesco, cualquier cosa que estuviera en chocante contraste con su belleza. Strann sabía, además, que los elementales no sólo eran mensajeros pasivos; había visto el daño que eran capaces de hacer en la carne humana cuando algún infeliz criado fallaba a la hora de complacer a su dueña.
Aquel pensamiento lo hizo apresurarse, y atravesó la habitación para sacar su manzón del estuche. Al coger el instrumento, se detuvo un instante para contemplar el marco de la ventana, donde, medio oculto por la rica cortina de brocado, había hecho una serie de marcas en la blanda madera, una por cada día en su privado infierno, utilizando para ello una cuerda de manzón de repuesto.
Nueve días ya. Nueve días, y los progresos todavía eran de una frustrante lentitud. Creía que Ygorla comenzaba a pensar que su lealtad era sincera; había trabajado en ello con asiduidad, usando su única debilidad, su ego, para ganarse su favor y, esperaba, su confianza. Pero seguía sabiendo demasiado poco acerca de ella; ignoraba quién era realmente, de dónde venía y, lo más importante, la fuente de donde extraía su terrible poder.
Strann no podía imaginar qué ventajas le reportarían a largo plazo sus investigaciones clandestinas, pero proporcionaban una salida a sus energías, cosa que lo ayudaba a mantenerse cuerdo, y un antídoto para su papel público de mascota aduladora de Ygorla. En sus instantes más negros lograba consolarse con la idea de que en algún momento del futuro —un momento indeterminado, pero prefería no pensar en ello— cualquier información que pudiera descubrir ahora se convertiría en una herramienta invaluable a la hora de escapar de la Isla de Verano y encontrar la manera de vengarse de aquella monstruosa mujer. Porque el estímulo que ahora lo impulsaba era la venganza, pura y dulce. Venganza de su vergüenza, de las mentiras que se veía obligado a decir y de los fingimientos que tenía que adoptar para seguir con vida, y sobre todo del hecho de que Ygorla le había arrebatado lo que él apreciaba por encima de todo: el respeto por sí mismo. En los últimos días, Strann había llegado a odiarse, y sólo por eso quería ya cobrarse justo desquite.
Pero el desquite todavía no estaba a su alcance. Por el momento debía fortalecerse contra el nauseabundo asco por sí mismo y contra una conciencia que gritaba, y debía seguir interpretando el papel de Strann el chaquetero, Strann el traidor, Strann, que había vendido su lealtad a una asesina por un puñado de chucherías vergonzosas y que lamía los pies de una usurpadora para salvar la piel lujosamente. La rata mascota. Muy adecuado, pensó con amargura mientras se colgaba el manzón del hombro. Rata. Roedor que mordisquea. Sabandija.
Dio un furioso portazo al salir de la habitación y con el corazón compungido se dirigió hacia la sala de audiencias.
Dos sombras, con forma humana pero sin rasgos visibles, cerraron el paso a Strann cuando éste se acercó a las vistosas puertas de doble hoja. Strann permaneció inmóvil y en silencio mientras era registrado; después se apartaron y las puertas se abrieron.