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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (44 page)

BOOK: La reina descalza
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El joven Pedro García permanecía plantado en el interior de la herrería, las piernas abiertas y los brazos en jarras frente a su abuelo y a su padre, Elías, los tres apartados de los demás miembros de la familia García que peleaban con las forjas portátiles.

—No tendré problemas con esa niña —alardeó sonriente el joven.

—Pedro, no se trata de un amorío más —le advirtió el Conde, preocupado por el recuerdo de los escarceos de su nieto, todos con mujeres payas, por fortuna, en los que había tenido que acudir en su ayuda. En algunas ocasiones había bastado con amenazar a padres o esposos engañados, en otras había tenido que apoquinar algunos dineros que luego, frente a los demás miembros de la familia, había simulado recuperar con una sobrecarga de trabajo; el joven le gustaba y era su preferido—. Te casarás con la muchacha —sentenció—. Debes cumplir la ley gitana con ella: no la tocarás hasta que se haya consumado la boda.

El joven gitano respondió con un aspaviento burlón. Abuelo y padre endurecieron sus facciones al tiempo, gesto más que suficiente para que el otro entendiera la trascendencia de lo que se estaba fraguando.

—Podrás… deberás hablar con ella, incluso hacerle algún regalo, pero nada más. Prohibido salir juntos del callejón si no os acompañan miembros adultos de las familias; no quiero quejas de la vieja o de los Carmona. Te prometo que no tendrás que soportar un noviazgo largo. ¿Has entendido?

—Sí —confirmó este con seriedad.

—Buen gitano —le felicitó su abuelo palmeándole en la mejilla.

El Conde se disponía a volverse cuando advirtió la expresión de su nieto, que lo interrogaba con las cejas ostensiblemente alzadas sobre sus ojos.

—¿Qué? —preguntó a su vez.

—¿Y mientras tanto? —inquirió Pedro meneando la cabeza de un lado al otro—. Esta noche me espera la esposa de un carpintero sevillano…

Padre y abuelo soltaron una sonora carcajada.

—¡Diviértete cuanto quieras! —le animó el Conde entre risas—. Móntala también por mí. Tu abuela ya no…

—¡Padre! —le recriminó Elías.

—¿Quiere venir conmigo, abuelo? —propuso el nieto—. Le aseguro que esa mujer tiene para los dos.

—¡No digas necedades! —intervino de nuevo el padre del joven.

—¡Usted no la ha visto! —insistió Pedro mientras el Conde sonreía—. Tiene un culo y un par de tetas…

—Quería decir…

El abuelo dio un golpe al aire con su mano.

—Sabemos lo que querías decir —interrumpió a su hijo—. En cualquier caso, tú, Pedro, ten cuidado de no enfadar a la niña Vega; a poco que se parezca a su abuelo, será orgullosa —añadió mudando el semblante con el recuerdo del Galeote—. La muchacha no debe saber tus correrías. —Rafael García aprovechó el momento de seriedad para advertir a su nieto—: Pedro: tu abuela, yo, tu padre, nuestra familia tiene mucho interés en ese matrimonio. No nos falles.

—¡Vieja!

Eran muchos los que la llamaban «vieja», pero María sabía reconocer cuándo lo utilizaban como un apelativo cariñoso y cuándo con ánimo de ofenderla. En aquella ocasión no le cupo duda alguna de que se trataba de lo segundo. No hizo caso al grito que había surgido de la herrería y continuó cruzando el patio del corral de vecinos, sola. Milagros se había negado a acompañarla a comprar y, para su desesperación, se había quedado en el piso superior cuchicheando con Caridad… Sobre Pedro García, sin duda.

Hacía días que el joven la acosaba y, sin disimulo alguno, ni para María ni para quien quiera que lo presenciase, se hacía el encontradizo en el callejón de San Miguel. Solo Milagros parecía no darse cuenta y una y otra vez se deshacía en su presencia, hasta que María espantaba al gitano. Luego venían las discusiones, que la curandera zanjaba mencionando las palabras de la madre de Milagros: «Nunca olvides que eres una Vega». Se refería al odio entre ambas familias. Pero lo que no podía impedir era que Milagros cuchichease con Caridad, siempre atenta a sus palabras, impasible con su cigarro en la boca, y eso la irritaba hasta tal punto que había pensado no comprar más tabaco para la morena.

—¡Vieja! —volvió a oír, esta vez ya desde el mismo patio.

Se volvió y distinguió a Inocencio en la puerta de la herrería que comunicaba interiormente con el patio, donde ya volvían a acumularse algunos hierros viejos y herrumbrosos que los gitanos, sin embargo, eran incapaces de trabajar con los medios de que disponían.

—¡Ten cuidado con la lengua, Inocencio! —se revolvió ella.

—Nada he dicho que pueda molestarte —replicó el patriarca de los Carmona mientras se acercaba.

—Pero lo vas a hacer, ¿me equivoco?

—Eso dependerá de cómo te lo tomes.

Inocencio había llegado a su altura. También era viejo, como todos los patriarcas. Quizá no tanto como el Conde y mucho menos que María, pero lo era: un gitano viejo, acostumbrado a mandar y a que le obedeciesen.

—Di lo que tengas que decir —le animó ella.

—Deja de interponerte entre Milagros y el joven García.

La anciana titubeó. Nunca habría esperado tal advertencia.

—Haré lo que tenga por conveniente —acertó a decir—. Es una Vega. Está bajo mi…

—Es una Carmona.

—¿Los mismos Carmona que la defendisteis en el consejo de ancianos? —rió con sarcasmo—. La expulsasteis del callejón y me la entregasteis. Incluso su padre consintió. La muchacha está bajo mi protección.

—¿Y por qué vive en el callejón, entonces? —replicó Inocencio—. El castigo ha sido anulado, lo sabes. Los Vargas la han perdonado. Es una Carmona y depende de mí, como todos.

«Quizá tenga razón», reflexionó María; no pudo evitar un estremecimiento al pensarlo.

—¿Por qué no has reclamado antes tu autoridad? Va a hacer un mes que estamos…

—La muchacha se siente Vega —reconoció Inocencio—. No me interesan sus dineros ni mucho menos tener un conflicto con los Vega, aunque ahora…

—Melchor volverá —trató de amedrentarle ella.

—No le deseo ningún mal a ese viejo loco.

Parecía sincero.

—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Por qué quieres fomentar su relación con Pedro García? ¿No podrías encontrar otro hombre para Milagros? Alguien que no fuera un García, alguien que no fuera ese libertino; todo el mundo conoce sus andanzas. Encontrarías muchos pretendientes para la muchacha y todas las familias estaríamos de acuerdo.

—No puedo.

María le pidió explicaciones extendiendo frente a ella una de sus manos agarrotadas.

—Me habéis pedido la liberación de Ana y José, y para eso necesito la ayuda de Rafael García.

La mano de la anciana, a la altura de sus pechos secos, empezó a crisparse. Inocencio se percató.

—Sí —afirmó entonces—. El Conde ha puesto como condición el matrimonio de la muchacha con su nieto.

María cerró la mano con fuerza y la agitó desesperada. Sus dedos contraídos en forma de garfio no le permitieron convertirla en el puño con el que hubiera deseado golpear al propio Inocencio. Sintió como si a través de aquellos dedos torcidos se le escapasen las razones.

—¿Por qué es necesaria la intervención de Rafael? —inquirió pese a conocer la respuesta.

—Es el único que puede conseguir que los párrocos de Santa Ana aporten una cédula de matrimonio para los padres de la muchacha. Sin ese papel no hay libertad. Siempre ha sido quien ha tratado con ellos en nombre del consejo de ancianos; a mí ni siquiera me recibirían. Y esa es su única condición: Milagros y Pedro deben contraer matrimonio.

—Ana Vega nunca consentirá en recuperar su libertad a cambio de esa unión.

—Ana Vega se plegará a lo que ordene su esposo —zanjó Inocencio—, y los Carmona nada tienen contra los García.

—Hasta que vuelva la madre, no consentiré esas relaciones —se revolvió la curandera.

A la luz de la mañana que entraba en el patio para colarse entre la herrumbre retorcida, los dos se retaron con la mirada. Inocencio negó con la cabeza.

—Escucha, vieja: careces de autoridad. Harás lo que te he dicho; en caso contrario te desterraremos de Triana y me haré cargo de la muchacha aunque sea a la fuerza. Ella desea el regreso de sus padres… y tengo entendido que tampoco ve con malos ojos una relación con el nieto de Rafael. ¿Qué más puedes pretender? José Carmona pertenece a mi familia: es el hijo de mi primo y haré todo lo que esté en mi mano para liberarlo, como a todos los que faltan. No voy a permitir que por tu tozudez el Conde se eche atrás. ¡Está procurando la libertad de una Vega! ¡La hija del Galeote, su enemigo acérrimo! ¿Quieres que hable con Milagros? —María llegó a retroceder un paso, como si Inocencio la hubiera empujado con tal amenaza; sus pies descalzos se arañaron con uno de los hierros—. ¿Quieres que le diga que estás poniendo en peligro la libertad de sus padres?

La anciana sintió un repentino mareo. La boca se le llenó de saliva y el color ocre de la herrumbre, que ahogaba el fulgor de los rayos del sol, bailó confuso ante ella desde todos los rincones del patio. Inocencio hizo ademán de ayudarla, pero ella lo rechazó de un torpe manotazo. ¿Qué sucedería si efectivamente hablaba con Milagros? La niña estaba cautivada por el joven García. La perdería. Se sintió desfallecer. La figura de Inocencio se desdibujó ante ella. Entonces apretó con fuerza el pie sobre el hierro que había pisado, hasta notar cómo se le clavaba una de sus aristas y cómo empezaba a correr la sangre por su planta encallecida. El dolor real, físico, la reanimó para encararse con el Carmona, que contemplaba en silencio cómo alrededor del pie de la anciana se formaba un pequeño charco oscuro que empapaba la tierra.

Los dos comprendieron qué significaba el daño que la anciana se infligía y cuyos signos de dolor trataba de reprimir en su rostro: se rendía.

—Guarda tu sangre… María. Ya eres vieja para despreciarla —le recomendó el patriarca de los Carmona antes de darle la espalda y regresar a la herrería.

Horas después, la anciana se separó de Milagros tan pronto como Pedro García salió a su paso. Lo hizo en silencio y cojeando, con el pie vendado, tratando no obstante de mantener erguida la cabeza. Milagros se sorprendió ante la inesperada libertad que le ofrecía quien hasta entonces había luchado denodadamente por impedirle el trato con el joven. Y además… ¡no mascullaba improperios! La sonrisa y la cálida mirada con que Pedro la invitó a acercarse y charlar con él la llevaron a olvidarse por completo de la anciana e incluso a hacer un imperioso gesto con la mano a Caridad para que también se alejase. Desde ambos lados del callejón, la Trianera en uno, Inocencio en el otro, los dos a la vista, como testigos que quisieran verificar el cumplimiento de un pacto, intercambiaron miradas de asentimiento ante la retirada de María.

Por la noche, la propia anciana se vio forzada a reconocer que la voz con que Milagros embriagó a las gentes que la escuchaban en la posada se alzó matizada por un sentimiento que hasta entonces nunca había existido. Fermín, a la guitarra, volvió la cabeza hacia ella y le preguntó con la mirada qué había sucedido; también lo hicieron Roque y Sagrario. María no contestó a ninguno de ellos. No le había explicado el porqué de su cambio a Milagros, no quería hacerlo, y la muchacha tampoco había preguntado, quizá temerosa de que si lo hacía se rompiese el encanto.

Esa misma noche el Conde volvió a hablar con su esposa, ambos tumbados sobre el jergón de paja y ramas. Había conseguido la cédula de matrimonio y el compromiso de los curas de testificar en el expediente secreto a favor de José Carmona y la mujer Vega; también contaba con el apoyo del alguacil de Triana. Reyes lo felicitó.

—No te arrepentirás —añadió.

—Eso espero —dijo él—. Ha costado mucho dinero. Más del que Inocencio me ha proporcionado. He tenido que firmar documentos por los que me obligo a pagar esa deuda.

—Recuperarás esos dineros con creces.

—También he tenido que prometer a los curas que el Carmona y la Vega se casarán por la Iglesia en cuanto sean libres, que la muchacha se bautizará y que cantará villancicos en la parroquia de Santa Ana esta Navidad. Habían oído hablar de ella.

—Lo hará.

—Quieren comprobar que efectivamente los gitanos nos acercamos a la Iglesia, que nuestro empeño sea público, que todo el mundo lo vea y se dé cuenta. ¡Me han obligado a confesarme! No sé…

—¿No era eso lo que se acordó en el último consejo? ¿Les has hablado de crear una cofradía?

—Se han reído. Pero creo que en el fondo les ha complacido. —El Conde guardó unos instantes de silencio—. ¿Y si la Vega se niega a contraer matrimonio por la Iglesia?

—¡No seas ingenuo, Rafael! A Ana Vega nunca la pondrán en libertad. Desde que está en Málaga arrastra más condenas que un malhechor. Está detenida entre las gitanas simplemente por no estar en la cárcel. No la liberarán.

—Entonces… no podrá casarse.

—Mejor para ti. Ana Vega nunca lo hubiera hecho.

Reyes se giró hasta darle la espalda, dando por finalizada la conversación, pero Rafael insistió.

—Me he comprometido. Si no se casa…

—¿Y qué puedes hacer si no la liberan? Tú ya tienes la excusa, y para entonces Pedro ya estará casado con la muchacha —le interrumpió ella—. Si tanto desean los curas que la Vega se case, que hablen con el rey para que la indulte.

A mediados de diciembre, cuando tuvieron confirmación de que el expediente secreto ya había sido diligenciado y remitido a La Carraca y a Málaga, las familias García y Carmona se reunieron en el patio del corral de vecinos de la novia, libre de hierros retorcidos y oxidados, como merecía la ocasión; Inocencio había ordenado trasladarlos a la herrería. Días antes, había vuelto a abordar a María.

—¿Se lo dices tú o se lo digo yo? —le preguntó.

—Tú eres el patriarca —soltó la anciana sin pensar. Con todo, antes de que Inocencio le tomara la palabra, rectificó—: Lo haré yo.

El piso seguía tan vacío como cuando regresaron a Triana; la mayor variación desde entonces consistía en un montón de carbón bajo el nicho en el que se hallaba el hornillo para cocinar, un viejo caldero y un cucharón, tres tazones descascarillados de loza de Triana, todos diferentes, y algunos alimentos colocados en una alacena de obra que no habían podido rapiñar los soldados.

—Espéranos abajo —ordenó María a Caridad.

En cuanto Milagros oyó que la anciana echaba a Caridad con aquellas dos palabras pronunciadas severamente, se dirigió a la ventana que abría al callejón y se acodó en el alféizar. No quería escuchar sus monsergas. Era consciente de que llevaban días evitando hablar del asunto, pero ella estaba viviendo los mejores de su vida: Inocencio le había asegurado la libertad de sus padres, cantaba y era admirada casi tanto por su voz como por la relación que mantenía con Pedro García. ¡Las demás gitanas, sus amigas, la envidiaban! Inclinó el busto fuera de la ventana, como si quisiera huir de las quejas de la vieja. ¿Qué sabría ella del amor? ¿Qué sabría del encanto que se creaba entre Pedro y ella cuando se encontraban? Charlaban y reían por cualquier cosa: de los vestidos de la gente, de un simple hierro retorcido, del chiquillo que tropezaba… Reían y reían. Y se miraban con ternura. Y a veces se rozaban. Y cuando sucedía eso era como la quemadura de una pavesa al saltar de la fragua: un alfilerazo. A Milagros nunca le habían alcanzado las chispas de la fragua, pero Pedro le dijo que esa era la sensación que él mismo había sentido un día en que se acercaron el uno al otro más de lo conveniente. Él se separó simulando embarazo, Milagros hubiera deseado que ese instante se alargara de por vida. Los dos se volvieron hacia el callejón por si alguien los había visto. «¡Sí, como una pavesa!», confirmó ella, con las piernas todavía trémulas. Debía de ser eso, sin duda. ¿Qué sabía la vieja de las pavesas que se clavaban como alfileres? ¡No! No quería escuchar los sermones de María.

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