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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza

BOOK: La reina descalza
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«Canta hasta que la boca te sepa a sangre...» En enero de 1748, una mujer negra deambula por las calles de Sevilla. Atrás ha dejado un pasado esclavo en la lejana Cuba, el hijo al que nunca volverá a ver y un largo viaje en barco hasta las costas españolas. Caridad ya no tiene un amo que le dé órdenes, pero tampoco un lugar donde cobijarse cuando se cruza en su camino Milagros Carmona, una joven gitana de Triana por cuyas venas corre la sangre de la rebeldía y el arte de los de su raza. Las dos mujeres se convierten en inseparables y, entre zarabandas y fandangos, la gitana confiesa a su nueva amiga su amor por el apuesto y arrogante Pedro García, de quien la separan antiguos odios entre ambas familias. Por su parte, Caridad se esfuerza por acallar el sentimiento que está naciendo en su corazón hacia Melchor Vega, el abuelo de Milagros, un hombre desafiante, bribón y seductor aunque también firme defensor del honor y la lealtad para con los suyos. Pero cuando un mandato real convierte a todos los gitanos en proscritos, la vida de Milagros y Caridad da un trágico vuelco. Aunque sus caminos se separan, el destino volverá a unirlas en un Madrid donde confluyen contrabandistas y cómicos, nobles y villanos; un Madrid que se rinde a la pasión que emana de las voces y bailes de esa raza de príncipes descalzos. Ildefonso Falcones nos propone un viaje a una época apasionante, teñida por los prejuicios y la intolerancia. Desde Sevilla hasta Madrid, desde el tumultuoso bullicio de la gitanería hasta los teatros señoriales de la capital, los lectores disfrutarán de un fresco histórico poblado por personajes que viven, aman, sufren y pelean por lo que creen justo. Fiel reflejo de unos hombres y mujeres que no agacharon la cabeza y que alzaron la voz para enfrentarse al orden establecido.

Ildefonso Falcones

La reina descalza

ePUB v1.0

AlexAinhoa
28.02.13

Título original:
La reina descalza

© 2013, Ildefonso Falcones de Sierra

Diseño de la cubierta: Manuel Esclapez / Random House Mondadori

Ilustración de la cubierta: © Bridgeman Art Library (abanico) y © Shutterstock (fondo de la cubierta)

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

A la memoria de mis padres

«Y ser flamenco es cosa:

es tener otra carne

alma, pasiones, piel, instintos y deseos;

es otro ver el mundo,

con el sentido grande;

el sino de la conciencia,

la música en los nervios,

fiereza independiente,

alegría con lágrimas,

y la pena, la vida y

el amor ensombreciendo;

odiar lo rutinario,

el método que castra;

embeberse en el cante,

en el vino y los besos;

convertir en un arte sutil,

y de capricho y libertad, la vida;

sin aceptar el hierro de la mediocridad;

poner todo a un envite;

saborearse, darse, sentirse,

¡vivir!»

TOMÁS BORRÁS,

«Elegía del cantaor»

1

Puerto de Cádiz,

7 de enero de 1748

En el momento en que iba a poner pie en el muelle de Cádiz, Caridad dudó. Se encontraba justo al final de la pasarela de la falúa que los había desembarcado de
La Reina
, el navío de la armada con caudales que había acompañado a los seis mercantes de registro con preciadas mercaderías del otro lado del océano. La mujer alzó la vista al sol de invierno que iluminaba el bullicio y el ajetreo que se vivía en el puerto: uno de los mercantes que habían navegado con ellos desde La Habana estaba siendo descargado. El sol se coló por las rendijas de su raído sombrero de paja y la deslumbró. El escándalo la sobresaltó y se encogió asustada, como si los gritos fueran contra ella.

—¡No te detengas ahí, morena! —le espetó el marinero que la seguía al tiempo que la adelantaba sin contemplaciones.

Caridad trastabilló y estuvo a punto de caer al agua. Otro hombre que iba tras ella hizo amago de adelantarla, pero entonces la mujer saltó con torpeza al muelle, se apartó y volvió a detenerse mientras parte de la marinería continuaba desembarcando entre risas, chanzas y todo tipo de apuestas procaces acerca de cuál sería la hembra que les haría olvidar la larga travesía oceánica.

—¡Disfruta de tu libertad, negra! —gritó otro hombre cuando pasó junto a ella, al tiempo que se permitía propinarle un sordo cachete en las nalgas.

Algunos de sus compañeros rieron. Caridad ni siquiera se movió, tenía la mirada fija en la larga y sucia coleta que, bailando en la espalda del marinero y rozando su camisa harapienta al ritmo de un caminar inestable, se alejaba en dirección a la puerta de Mar.

«¿Libre?», alcanzó a preguntarse entonces. ¿Qué libertad? Observó más allá del muelle, las murallas, donde la puerta de Mar daba acceso a la ciudad: gran parte de los más de quinientos hombres que componían la dotación de
La Reina
se iban apelotonando frente a la entrada, donde un ejército de funcionarios —alcaides, cabos e interventores— los registraban en busca de mercancías prohibidas y los interrogaban acerca de la derrota de las naves, por si alguna de ellas se había separado del convoy y de su ruta para contrabandear y burlar a la hacienda real. Los hombres esperaban impacientes a que se cumpliesen los trámites rutinarios; los más alejados de los funcionarios, amparados en el gentío, exigían a gritos que los dejasen pasar, pero los inspectores no cedían.
La Reina
, majestuosamente fondeada en el caño del Trocadero, había transportado en sus bodegas más de dos millones de pesos y casi otros tantos en marcos de plata labrada, otro más de los tesoros de Indias, además de a Caridad y a don José, su amo.

¡Maldito don José! Caridad lo había cuidado durante la travesía. «Peste de las naos», dijeron que tenía. «Morirá», aseguraron también. Y en verdad llegó su hora tras una lenta agonía a lo largo de la cual su cuerpo se fue consumiendo día a día entre tremendas hinchazones, calenturas y hemorragias. Durante un mes amo y esclava permanecieron encerrados en un pequeño y viciado camarote con una sola hamaca, a popa, que don José, tras pagar sus buenos dineros, consiguió que el capitán le construyese con tablones, robando espacio al que era de uso común de los oficiales. «Eleggua, haz que su alma no descanse jamás, que vague errante», había deseado Caridad percibiendo en el reducido espacio la poderosa presencia del Ser Supremo, el Dios que rige el destino de los hombres. Y como si el amo la hubiese escuchado, le suplicó compasión con sus escalofriantes ojos biliosos al tiempo que extendía la mano en busca del calor de la vida que sabía se le escapaba. Sola con él en el camarote, Caridad le negó ese consuelo. ¿Acaso no había extendido también ella la mano cuando la separaron de su pequeño Marcelo? ¿Y qué había hecho entonces el amo? Ordenar al capataz de la vega que la sujetase y gritar al esclavo negro que se llevase al pequeño.

—¡Y hazle callar! —añadió en la explanada frente a la casa grande, donde los esclavos se habían reunido para saber quién sería su nuevo amo y qué suerte les aguardaba a partir de entonces—. No soporto…

Don José calló de repente. El asombro de los esclavos era evidente en sus rostros. Caridad había logrado zafarse del capataz con un inconsciente manotazo e hizo ademán de correr hacia su hijo, pero enseguida se dio cuenta de su imprudencia y se detuvo. Durante unos instantes solo se escucharon los agudos y desesperados chillidos de Marcelo.

—¿Quiere que la azote, don José? —preguntó el capataz mientras volvía a agarrar a Caridad de un brazo.

—No —decidió este tras pensarlo—. No quiero llevármela estropeada a España.

Y aquel negro grande, Cecilio se llamaba, la soltó y arrastró al niño hacia el bohío tras un severo gesto del capataz. Caridad cayó de rodillas y su llanto se mezcló con el del niño. Esa fue la última vez que vio a su hijo. No la dejaron despedirse de él, no le permitieron…

—¡Caridad! ¿Qué haces ahí parada, mujer?

Al oír su nombre volvió a la realidad y entre el bullicio reconoció la voz de don Damián, el viejo capellán de
La Reina
, que también había desembarcado. De inmediato dejó caer su hatillo, se destocó, bajó la mirada y la fijó en el raído sombrero de paja que empezó a estrujar entre sus manos.

—No puedes quedarte en el muelle —continuó el sacerdote al tiempo que se acercaba a ella y la tomaba del brazo. El contacto duró un instante; el religioso lo rompió azorado—. Vamos —le instó con cierto nerviosismo—, acompáñame.

Recorrieron la distancia que los separaba de la puerta de Mar: don Damián cargado con un pequeño baúl, Caridad con su hatillo y el sombrero en las manos, sin apartar la mirada de las sandalias del capellán.

—Paso a un hombre de Dios —exigió el sacerdote a los marineros que se apiñaban frente a la puerta.

Poco a poco la multitud fue apartándose para franquearle el paso. Caridad le seguía, arrastrando los pies descalzos, negra como el ébano, cabizbaja. La sencilla camisa larga y grisácea que le servía de vestido, de lienzo grueso y tosco, no conseguía ocultar a una mujer fuerte y bien formada, tan alta como algunos de los marineros que levantaron la mirada para fijarse en su recio pelo negro ensortijado, mientras otros la perdían en sus pechos, grandes y firmes, o en sus voluptuosas caderas. El capellán, sin dejar de andar, se limitó a alzar una mano cuando escuchó silbidos, comentarios desvergonzados y alguna que otra atrevida invitación.

—Soy el padre Damián García —se presentó el sacerdote extendiendo sus papeles a uno de los alcaides una vez superada la marinería—, capellán del navío de guerra
La Reina
, de la armada de su majestad.

El alcaide ojeó los documentos.

—¿Vuestra paternidad me permitiría inspeccionar el baúl?

—Efectos personales… —contestó el sacerdote mientras lo abría—, las mercancías se hallan debidamente registradas en los documentos.

El alcaide asintió mientras revolvía en el interior del baúl.

—¿Algún contratiempo en el viaje? —preguntó el oficial sin mirarle, sopesando una barrita de tabaco—. ¿Algún encuentro con naves enemigas o ajenas a la flota?

—Ninguno. Todo como estaba previsto.

El alcaide asintió.

—¿Su esclava? —inquirió señalando a Caridad después de dar por finalizada la inspección—. No consta en los papeles.

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