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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (6 page)

BOOK: La reina descalza
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Una noche, el alfarero no bajó. La siguiente tampoco. A la tercera sí que lo hizo, pero en lugar de ir hacia ella se dirigió a la puerta del taller. La abrió y franqueó el paso a otro hombre, luego le indicó dónde se encontraba Caridad. El alfarero esperó junto a la puerta a que aquel satisficiese sus deseos, le cobró, y luego lo despidió.

A partir de aquella noche, Caridad dejó de trabajar en el taller. El hombre la encerró en un cuartucho de la planta baja, sin ventilación, y colocó un jergón y un bacín junto a algunos trastos inservibles.

—Si creas problemas, si gritas o intentas escapar, te mataré —la amenazó el alfarero la primera vez que le llevó de comer—. Nadie te echará de menos.

«Es cierto», se lamentó Caridad mientras escuchaba cómo el hombre echaba la llave a la puerta: ¿quién iba a echarla de menos? Se sentó en el jergón con el cuenco de potaje de verduras en las manos. Nunca antes la habían amenazado con la muerte; los amos no mataban a sus esclavos, valían mucho dinero. Un esclavo servía para toda la vida. Una vez adiestrado, como lo había sido Caridad de niña, los negros alcanzaban la vejez en sus vegas tabaqueras, trapiches o ingenios azucareros. La ley prohibía vender un esclavo por mayor importe del que había costado, por lo que ningún amo, después de haberle enseñado un oficio, se desprendía de él; perdería dinero. Podía maltratárseles o forzárseles hasta la extenuación, pero el buen capataz era aquel que conocía dónde se encontraba el límite de la muerte. Eran los esclavos quienes se quitaban la vida; en el amanecer menos pensado, la luz iba descubriendo la silueta del cuerpo inerte de un negro colgado de un árbol… o quizá de varios de ellos que habían decidido acompañarse en la huida definitiva. Entonces el amo montaba en cólera, como cuando alguna madre mataba a su recién nacido para librarle de la esclavitud o como cuando un negro se mutilaba para no trabajar. El domingo siguiente, en misa, el sacerdote del trapiche les gritaba que aquello era pecado, que irían al infierno, como si pudiera existir un infierno peor que aquel. ¿Morir? «Quizá sí —se dijo Caridad—, quizá ha llegado la hora de escapar de este mundo donde nadie me espera.»

Esa misma noche fueron dos los hombres que disfrutaron de ella. Luego el alfarero volvió a cerrar la puerta y Caridad quedó en la más absoluta oscuridad. No lo pensó. Canturreó durante lo que quedaba de la noche, y cuando los primeros rayos de luz se colaron entre los resquicios de las maderas del cuartucho, rebuscó entre los trastos hasta encontrar una vieja soga. «Podría servir», concluyó tras tirar de ella para comprobar su estado. Se la ató al cuello y se encaramó sobre una caja desvencijada. Lanzó la cuerda por encima de una viga de madera, sobre su cabeza, la tensó y anudó el otro extremo. En alguna ocasión había envidiado aquellas figuras negras que colgaban de los árboles rompiendo el paisaje de la vega cubana, libres ya de sufrimiento.

—Dios es el más grande de los reyes —clamó—. Solo deseo no convertirme en un alma en pena.

Saltó del cajón. La soga aguantó su peso, no así la viga de madera, que se quebró y le cayó encima. El estruendo fue tal que el alfarero no tardó en presentarse en la cárcel de Caridad. La aherrojó y, a partir de ese día, Caridad dejó de comer y de beber, suplicando la muerte hasta cuando el alfarero y su hijo la alimentaban a la fuerza.

Las visitas de hombres de la calle se repitieron, generalmente uno, a veces más, hasta que, en una ocasión, un anciano que trataba de montarla con torpeza se levantó y se apartó de ella con agilidad asombrosa.

—¡Esta negra está ardiendo! —gritó—. Tiene fiebre. ¿Pretendes que me contagie alguna enfermedad extraña!

El alfarero se acercó a Caridad y puso la mano sobre su frente sudorosa.

—Vete —le ordenó azuzándola con el pie en las costillas mientras pugnaba por descerrajar y recuperar las cadenas con que la mantenía presa—, ahora mismo, ¡ya! —gritó tras conseguirlo. Sin esperar a que se levantase, cogió el hatillo de Caridad y lo lanzó a la calle.

¿Era posible que hubiese oído una canción? No era más que un murmullo que se confundía con los ruidos de la noche. Melchor aguzó el oído. ¡Ahí estaba otra vez!

—Yemayá asesú…

El gitano se quedó quieto en la oscuridad, en mitad de la vega de Triana, rodeado de huertos y frutales. El rumor de las aguas del Guadalquivir le llegaba con nitidez, igual que el silbar del viento entre la vegetación, pero…

—Asesú yemayá.

Parecía un diálogo: un susurro que entonaba el solista para luego responderse a sí mismo a modo de coro. Se volvió en la dirección de la que provenía la voz; algunos de los abalorios que colgaban de su chaqueta tintinearon. La oscuridad era casi absoluta, solo rota por los hachones del convento de la Cartuja, algo más allá de donde se encontraba.

—Yemayá oloddo.

Melchor se apartó del camino y se internó en un naranjal. Pisó piedras y hojarasca, tropezó en varias ocasiones y hasta maldijo a todos los santos a gritos, y sin embargo, pese a lo que en la noche resonó como un trueno, el triste canturreo no cesó. Se paró entre varios árboles. Era allí, allí mismo.

—Oloddo yemayá. Oloddo…

Melchor entrecerró los ojos. Una de las pertinaces nubes que habían cubierto Sevilla durante todo el día permitió el paso de un tenue atisbo de luna. Entonces entrevió una mancha grisácea en el suelo, frente a él, a solo un par de pasos. Avanzó y se acuclilló hasta reconocer a una mujer tan negra como la noche vestida con ropas grises. Estaba sentada con la espalda contra el naranjo, como si buscase refugio en el árbol. Tenía la mirada perdida, ajena a su presencia, y continuó canturreando, en voz baja, monótonamente, repitiendo una y otra vez el mismo estribillo. Melchor comprobó que, pese al frío, tenía el rostro perlado de sudor. Tiritaba.

Se sentó a su lado. No entendía lo que decía, pero aquella voz cansada, aquel timbre, la monotonía, la resignación que impregnaba su voz dejaban traslucir un dolor inmenso. Melchor cerró los ojos, se rodeó las rodillas con los brazos y se dejó transportar por la canción.

—Agua.

El ruego de Caridad rompió el silencio de la noche. Hacía rato que ya no se oía su canturreo; se había ido apagando como una brasa. Melchor abrió los ojos. La tristeza y melancolía de la canción habían conseguido trasladarle, una vez más, al banco de la galera. Agua. ¿Cuántas veces había tenido que pedir agua él mismo? Creyó sentir cómo los músculos de sus piernas, de sus brazos y de su espalda se tensaban como cuando el cómitre aumentaba el ritmo de la boga en persecución de alguna nave sarracena. El torturante silbato del cómitre aguijoneaba sus sentidos mientras arrancaban a latigazos la piel de su espalda desnuda para que remase con más y más fuerza. El castigo podía durar horas. Al final, con los músculos de todo el cuerpo a punto de reventar y las bocas resecas, de las hileras de bancos solo surgía una súplica: ¡agua!

—Sé lo que es la sed —murmuró para sí.

—Agua —imploró de nuevo Caridad.

—Ven conmigo. —Melchor se levantó con dificultad, entumecido tras casi una hora sentado al pie del naranjo.

El gitano se estiró e intentó orientarse para encontrar el camino de la Cartuja. Se dirigía a los huertos del monasterio, donde vivían muchos de los gitanos de Triana, cuando el canturreo había llamado su atención.

—¿Vienes o no? —le preguntó a Caridad.

Ella trató de levantarse agarrándose al tronco del naranjo. Tenía fiebre. Tenía hambre y frío. Pero sobre todo tenía sed, mucha sed. Consiguió erguirse cuando Melchor ya se había puesto en marcha. ¿Le daría agua si lo seguía o la engañaría como habían hecho tantos otros a lo largo de los días que llevaba en Triana? Caminó tras él. La cabeza le daba vueltas. Casi todos lo habían hecho; casi todos se habían aprovechado de ella.

Una serie de luces provenientes de unas chozas arracimadas en el camino iluminaron la chaqueta de seda azul celeste del gitano. Caridad hizo un esfuerzo por seguir su paso. Melchor no se preocupaba de ella. Andaba lentamente pero erguido, altivo, apoyándose sin necesidad en el bastón de dos puntas propio del jefe de una familia; a veces se le oía hablar a la noche. La mujer arrastraba los pies descalzos tras él. A medida que se acercaban a la gitanería, la quincallería que adornaba las vestiduras de Melchor y el ribeteado de plata de sus medias refulgieron. Caridad percibió un buen presagio en aquellos destellos: aquel hombre no la había tocado. Le proporcionaría su agua.

3

Esa misma noche, la fiesta se alargó en el callejón de San Miguel. Como si de una competición se tratara, cada una de las familias herreras se empeñó en demostrar sus dotes a la hora de bailar y cantar, de tocar la guitarra, las castañuelas o las panderetas. Lo hicieron los García, los Camacho, los Flores, los Reyes, los Carmona, los Vargas y muchos más de los veintiún apellidos que habitaban el callejón. Romances, zarabandas, chaconas, jácaras, fandangos, seguidillas o zarambeques, todos aquellos palos sonaron y se bailaron al resplandor de una hoguera alimentada por las mujeres a medida que transcurrían las horas. Alrededor del fuego, sentados en primera fila, se hallaban los gitanos que componían el consejo de ancianos, encabezados por Rafael García, un hombre que contaría unos sesenta años, enjuto, serio y seco, al que llamaban el Conde.

Corrió el vino y el tabaco. Las mujeres contribuyeron con alimentos que habían llevado de sus casas: pan, queso, sardinas y camarones, pollo y liebre, avellanas, bellotas, membrillo y fruta. Las fiestas se compartían; cuando se cantaba y se bailaba se olvidaban las rencillas y las enemistades atávicas, y ahí estaban los ancianos para garantizarlo. Los gitanos herreros de Triana no eran ricos. Continuaban perteneciendo a ese mismo pueblo que desde la época de los Reyes Católicos sufría persecución en España: no podían vestir sus coloridos trajes ni hablar en su jerga, andar los caminos, decir la buenaventura o mercadear con caballerías. Se les había prohibido cantar y bailar, ni siquiera tenían permitido vivir en Triana o trabajar como herreros. En varias ocasiones los gremios payos de herreros sevillanos habían intentado que se les impidiese trabajar en sus forjas elementales, y las pragmáticas reales y las órdenes habían insistido en ello, pero todo fue en vano: los herreros gitanos garantizaban el suministro de las miles de herraduras imprescindibles para las caballerías que trabajaban los campos del reino de Sevilla, por lo que continuaron forjando y vendiendo sus productos a los mismos herreros payos que pretendían terminar con sus actividades pero que tampoco podían afrontar la ingente demanda.

Mientras los niños, casi desnudos, trataban de emular a sus progenitores al fondo del callejón, Ana y Milagros se arrancaron con una alegre zarabanda junto a dos parientes de la familia de José, los Carmona. Madre e hija, una al lado de la otra, sonriendo cuando sus miradas se cruzaban, quebraron sus cinturas y juguetearon con la sensualidad de sus cuerpos al son de la guitarra y el cante. José, como tantos otros, miraba, palmeaba y las jaleaba. En cada movimiento de baile, como si de un lance se tratara, las mujeres incitaban a los hombres, los acosaban con los ojos proponiéndoles un romance imposible. Se acercaban y se alejaban, y giraban a su alrededor al ritmo impúdico de sus caderas, alardeando de sus pechos, exuberantes los de la madre, jóvenes los de la hija. Las dos bailaban erguidas, alzando los brazos sobre sus cabezas o revoleándolos a sus costados; los pañuelos que Milagros llevaba atados a las muñecas cobraban vida propia en el aire. Algunas mujeres, en corro, acompañaban a las guitarras con sus castañuelas o panderetas, muchos gitanos palmeaban y jaleaban la voluptuosidad de las dos mujeres; más de uno no pudo impedir una mirada de lujuria cuando Ana agarró el ribete de la falda con la mano derecha y continuó bailando al tiempo que mostraba las pantorrillas y los pies descalzos.

—¡Mirad al cielo, gitanos, que Dios quiere bajar a bailar con mi hija! —gritó José Carmona.

Los jaleos se sucedieron.

—¡Olé!

—¡Toma que toma!

—¡Olé, olé y olé!

Milagros, espoleada por el requiebro de su padre, imitó a Ana, se alzó la falda y entre las dos rodearon una y otra vez a sus parejas de baile, envolviéndolos en un halo de pasiones mientras la música se elevaba hasta el cenit. Los gitanos estallaron en vítores y aplausos al finalizar la zarabanda. Madre e hija soltaron de inmediato sus faldas y las alisaron con las manos. Sonrieron. Una guitarra empezó a sonar, templando, preparando un nuevo baile, un nuevo cante. Ana acarició la mejilla de su hija y, cuando se acercó a ella para besarla en la mejilla, el rasgueo cesó. Rafael García, el Conde, mantenía la mano medio alzada hacia el guitarrista. Un rumor corrió entre los gitanos y hasta los niños se acercaron. Reyes la Trianera, la esposa del Conde, una mujer gorda cercana a los sesenta años, con el rostro cobrizo surcado por mil arrugas, había levantado a uno de los otros ancianos de su silla mediante un simple y enérgico gesto de su mentón y se había sentado en ella.

A la luz de la hoguera, solo Ana fue capaz de advertir la mirada que la Trianera le dedicó. Fue un segundo, quizá menos. La mirada de una gitana: fría y dura, capaz de penetrar hasta el alma. Ana se irguió, dispuesta a enfrentarse al reto, pero se encontró con la mirada del Conde. «¡Escucha y aprende!», le dijo su rostro.

La Trianera cantó a palo seco, sin música, sin nadie que gritara, palmeara o jaleara. Una debla: un canto a las diosas gitanas. Su voz cascada y vieja, débil, destemplada, se coló sin embargo en lo más profundo de quienes la escuchaban. Cantaba con las manos entreabiertas y temblorosas por delante de sus pechos, como si con ello tomara fuerzas, y lo hizo a las muchas penas de los gitanos: a las injusticias, a la cárcel, a los amores rotos… en unos versos sin metro que solo encontraban sentido en el ritmo que la voz de la Trianera les quería conceder y que siempre culminaban con una loa en jerga gitana. «Deblica barea», magnífica diosa.

La debla parecía no tener fin. La Trianera podría haberla alargado cuanto su imaginación o sus recuerdos le hubieran permitido, pero al final dejó caer las manos sobre las rodillas y alzó la cabeza que había mantenido inclinada mientras cantaba. Los gitanos, Ana entre ellos, con la garganta tomada, estallaron una vez más en aplausos; muchos con los ojos anegados en lágrimas. Milagros también aplaudía, mirando de reojo a su madre.

En ese momento, al ofrecerle su aplauso y al ver que también su hija lo hacía, Ana se alegró de que Melchor no estuviera presente. Sus manos chocaron entre sí con desidia por última vez y aprovechó el jaleo para escabullirse entre la gente. Se apresuró al presentir la mirada del Conde y la Trianera clavada en su espalda; los imaginó sonriendo engreídos, ellos y todos los suyos. Empujó a los gitanos que todavía celebraban el cante y, una vez fuera del corro, se dirigió al portal de su casa, en una de cuyas jambas buscó apoyo.

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