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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (9 page)

BOOK: La reina descalza
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Despertó de repente, sobresaltada, empapada en sudor, y se encontró con el silencio de la gitanería en la noche cerrada.

—Muchacha —dijo al cabo la vieja María—, no sé lo que habrás soñado, pero me espanta imaginarlo.

Entonces Caridad notó que la gitana, sentada a su lado, mantenía su mano agarrada. El contacto de aquella mano áspera y rugosa la tranquilizó. Hacía tanto tiempo que nadie la cogía de la mano para consolarla… Marcelo… Era ella quien arrullaba al pequeño. No. No era eso. Quizá…, quizá desde que la habían robado y apartado de su madre, en África. Casi no podía recordar sus facciones. ¿Cómo era? La vieja debió de presentir su desasosiego y le apretó la mano. Caridad se dejó mecer por el calor de la gitana, por el sentimiento que quería transmitirle, pero continuaba tratando de evocar a su madre. ¿Qué habría sido de ella y de sus hermanos? ¿Cómo eran la tierra y la libertad de su niñez? Recordaba haberse esforzado por delinear el rostro de su madre en su mente…

No llegó a conseguirlo.

A la luz del atardecer que se colaba en el patinejo, Caridad miró a su alrededor, donde se acumulaba la suciedad y olía a desechos. Intuyó la presencia de alguien y se puso nerviosa: dos mujeres que ocupaban todo el ancho del corredor, paradas en él, la observaban con curiosidad.

—¿Simplemente que canta bien? —susurró una sorprendida Milagros a su madre, sin desviar la mirada de Caridad.

—Eso me ha dicho tu padre —le contestó Ana con un simpático gesto de incomprensión que trocó en seriedad al recuerdo de los gritos y aspavientos de José. «¡Que canta bien, dice! ¡Solo nos falta una negra!», había aullado tras arrastrar a su esposa al interior de la herrería. «Tú te peleas con la Trianera, abofeteas a su nieto, y tu padre nos trae una negra. ¡La ha instalado en el patinejo! ¿Qué pretende! ¿Una boca más que alimentar? Quiero a esa negra fuera de esta casa…» Pero Ana interrumpió sus monsergas como siempre que su esposo destilaba ira al quejarse de su suegro: «Si mi padre dice que canta bien, es que canta bien, ¿entiendes? Por cierto, él paga su propia comida, y si quiere pagar la comida de una negra que canta bien, lo hará».

—¿Y para qué la quiere el abuelo? —inquirió Milagros en voz baja.

—No tengo ni idea.

Dejaron de murmurar, y las dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, se centraron en Caridad, que había bajado la mirada y permanecía sentada en el suelo. Madre e hija contemplaron el viejo vestido de bayeta gris descolorido que llevaba, el sombrero de paja que sostenía en sus manos, y el hatillo y el odre a cada uno de sus costados.

—¿Quién eres? —preguntó Ana.

—Caridad —respondió ella con la cabeza gacha.

Los gitanos jamás habían dejado de mirar a alguien directamente a los ojos, por eminente o distinguido que fuera su interlocutor. Aguantaban la mirada de los nobles allí donde ni sus más íntimos colaboradores se atrevían a hacerlo; escuchaban a los jueces dictar sus sentencias siempre erguidos, altivos, y se dirigían a todos ellos con desparpajo. ¿Acaso no era un gitano, solo por haber nacido gitano, más noble que el mejor de los payos? Las dos esperaron durante unos instantes a que Caridad alzase la vista. «¿Qué hacemos?», preguntó Milagros a su madre con la mirada ante la terca timidez de aquella mujer.

Ana se encogió de hombros.

Al final fue la muchacha quien se decidió. Caridad parecía un animal asustado e indefenso y, a fin de cuentas, «Si el abuelo la ha traído…», pensó. Se acercó a ella, apartó el odre, se sentó a su lado, inclinó el torso y ladeó la cabeza para intentar ver su rostro. Los segundos corrieron con lentitud hasta que Caridad se atrevió a volverse hacia ella.

—Caridad —musitó entonces la muchacha con voz dulce—, dice mi abuelo que cantas muy bien.

Ana sonrió, abrió las manos y se marchó dejándolas allí sentadas.

Primero fueron miradas furtivas mientras Caridad contestaba con parquedad a las ingenuas preguntas de la muchacha: ¿qué haces en Triana?, ¿qué te ha traído aquí?, ¿de dónde eres? A medida que avanzaba la tarde, Milagros sintió que Caridad clavaba sus ojillos en ella. Buscó algún fulgor en su mirada, algún resplandor, siquiera el reflejo de la humedad de unas lágrimas, pero no encontró nada. Y sin embargo… De repente fue como si Caridad hubiese encontrado por fin a quien confiarse, y a medida que le contaba su vida, la muchacha sintió en sí misma el dolor que se desprendía de sus explicaciones.

—¿Hermosa? —replicó Caridad con tristeza cuando Milagros le pidió que le hablara de aquella Cuba que tan hermosa decían que era—. No existe nada hermoso para una esclava.

—Pero… —quiso insistir la gitana. Calló sin embargo ante la mirada de Caridad—. ¿Tenías familia? —preguntó tratando de cambiar de tema.

—Marcelo.

—¿Marcelo? ¿Quién es Marcelo? ¿No tenías a nadie más?

—No, nadie más. Solo a Marcelo.

—¿Quién es?

—Mi hijo.

—Entonces…, si tienes hijos… ¿Y tu hombre?

Caridad negó con la cabeza casi imperceptiblemente, como si la ingenuidad de la muchacha la superase; ¿acaso no sabía qué era la esclavitud?

—No tengo hombre ni esposo —aclaró cansina—. Los esclavos no tenemos nada, Milagros. Me separaron de mi madre de muy niña, y luego me separaron de mis hijos; a uno el amo lo vendió.

—¿Y Marcelo? —se atrevió a preguntar Milagros al cabo de un rato de silencio—, ¿dónde está? ¿No te separaron de él?

—Quedó en Cuba. —Él sí que la veía hermosa, pensó.

Caridad esbozó una sonrisa y se perdió en sus recuerdos.

—¿No te separaron de él? —repitió Milagros al cabo.

—No. Marcelo no era útil a los blancos.

La gitana dudó. No se atrevió a insistir.

—¿Lo extrañas? —preguntó en su lugar.

Una lágrima recorrió la mejilla de Caridad antes de que lograse asentir. Milagros se abrazó a ella y sintió cómo lloraba; un extraño llanto: sordo, silencioso, oculto.

El día siguiente por la mañana, Melchor se topó con Caridad al salir de su habitación.

—¡Por todos los diablos! —maldijo. ¡La negra! La había olvidado.

Caridad bajó la cabeza frente al hombre de la chaqueta de seda azul celeste orlada en plata. Clareaba, los martillos todavía no habían empezado a sonar, aunque ya se oía el trajinar de gente alrededor del patio en el que se hallaba el pozo, más allá del corredor cubierto. Hacía mucho tiempo que Caridad no había conciliado el sueño como esa noche, y eso a pesar de la cantidad de personas que habían pasado sobre ella para llegar a la letrina. Las palabras que había escuchado de boca de la muchacha gitana la tranquilizaron: le había prometido que la ayudaría a cruzar el puente.

—¿Pagar? —Milagros había soltado una sonora carcajada.

Caridad se encontraba bastante mejor que el día anterior y se atrevió a mirar a Melchor; su tez extremadamente morena le permitió hacerlo con cierta espontaneidad, como si se dirigiera a otro esclavo de la negrada. Contaría unos cincuenta años, calculó comparándolo con los negros de aquella edad que había conocido en Cuba, y era delgado y fibroso. Observó aquel rostro descarnado y percibió en él las huellas de años de sufrimientos y maltratos, las mismas que en los esclavos negros.

—¿Has tomado el brebaje de la vieja María? —inquirió el gitano interrumpiendo sus pensamientos; le extrañó ver la manta de colores con que se tapaba y el jergón en el que descansaba, pero no era su problema de dónde los había obtenido.

—Sí —contestó ella.

—Continúa haciéndolo —añadió Melchor antes de darle la espalda para penetrar en el angosto corredor y perderse en dirección a la puerta de salida del corral de vecinos.

«¿Eso es todo?», se preguntó entonces Caridad. ¿No iban a hacerla trabajar o a montarse sobre ella? Aquel hombre, «el abuelo», como lo había llamado en repetidas ocasiones Milagros, había dicho que cantaba bien. ¿Cuántas veces la habrían halagado a lo largo de su vida? «Canto bien», se dijo Caridad con satisfacción. «Nadie te molestará si el abuelo te protege», le había asegurado también la muchacha. El calor de los rayos de sol que se colaban en el patinejo la confortó. ¡Tenía un pequeño jergón, una preciosa manta de colores que le había proporcionado Milagros y podría cruzar el puente! Cerró los ojos y se permitió caer en un placentero sopor.

A esas horas el callejón de San Miguel estaba todavía tranquilo. Melchor lo recorrió y, cuando llegó a la altura de las Mínimas, como si hubiera abandonado el amparo gitano y saliera a territorio hostil, palpó el paquete que llevaba en el bolsillo interior de su chaquetilla. En verdad era buen polvo de tabaco el que le había entregado el tío Basilio. El día anterior, nada más entrar en su habitación, después de dejar a Caridad en el patinejo, Melchor extrajo el polvo de la tripa de cerdo en que venía envuelto, no sin una mueca de asco, depositó una pizca en el dorso de su mano derecha y lo aspiró con fuerza: fino y molido. Él prefería el tabaco torcido, pero sabía reconocer la calidad de un buen tabaco en polvo. Probablemente «monte de India», pensó, polvo en bruto que se traía de las Indias y que se lavaba y repasaba en la fábrica de tabacos sevillana. Disponía de una buena cantidad. El tío Basilio ganaría un buen dinero…, aunque podría ganar aún más si…, rebuscó entre sus pertenencias. Estaba seguro de que lo tenía. La última vez que traficó en polvo había utilizado… ¡Ahí estaba! Un frasco con almagre, fina tierra rojiza. Ya de noche, a la luz de una vela, empezó a mezclar el polvo de tabaco y la tierra, con mucho tiento, procurando no excederse.

A la vista de San Jacinto, Melchor volvió a palpar con satisfacción el paquete que llevaba escondido: había logrado que ganara peso y no parecía que su calidad hubiera mermado en demasía.

—Buen día, padre —dijo Melchor al primer fraile que encontró en las inmediaciones de la iglesia en construcción—. Busco a fray Joaquín.

—Está leyendo gramática a los niños —contestó el dominico casi sin volverse, pendiente de los trabajos de uno de los carpinteros—. ¿Para qué lo quieres?

«Para venderle el tabaco en polvo que un gitano ha robado de la fábrica metiéndoselo en el culo y del que seguro usted disfrutará metiéndoselo por las narices», pensó Melchor. Sonrió a espaldas del fraile.

—Esperaré —mintió.

El fraile hizo un distraído gesto de asentimiento con la mano, todavía concentrado en las maderas que trasladaban a la obra.

Melchor se volvió hacia el antiguo hospital de La Candelaria, anexo a la ermita sobre la que se levantaba la nueva iglesia, y que los predicadores utilizaban ahora como convento.

—Su compañero de ahí fuera —advirtió al portero del convento, señalando hacia las obras— dice que se apresure usted. Parece que su nueva iglesia está a punto de hundirse.

En cuanto el portero corrió al exterior sin pensarlo dos veces, Melchor se coló en el pequeño convento. La cantinela de las lecturas en latín le guió hacia una sala en la que se hallaba fray Joaquín con cinco niños que repetían con monotonía las lecciones.

El religioso no mostró sorpresa ante la irrupción de Melchor; los niños, sí. Desde sus sillas, con la mirada clavada en el gitano, uno dejó de recitar, otro balbució y los demás equivocaron sus lecciones.

—Continuad, continuad. ¡Más alto! —les ordenó el joven fraile encaminándose hacia Melchor—. Me pregunto cómo has hecho para llegar hasta aquí —susurró una vez a su lado, entre la algarabía de los niños.

—Pronto lo sabrá.

—Eso me temo. —El fraile negó con la cabeza.

—Tengo una buena cantidad de polvo. De calidad. A buen precio.

—De acuerdo. Andamos cortos de tabaco, y los hermanos se ponen muy nerviosos si no tienen suficiente. Nos encontramos donde siempre, a mediodía. —El gitano asintió—. Melchor, ¿por qué no has esperado? ¿Por qué has interrumpido…?

No le dio tiempo a finalizar la pregunta. El portero, el fraile que vigilaba las obras y dos religiosos más irrumpieron en la estancia.

—¿Qué haces tú aquí? —gritó el portero.

Melchor extendió los brazos con las palmas extendidas, como si quisiera detener el tropel que se le venía encima. Fray Joaquín lo observó con curiosidad. ¿Cómo saldría de esa?

—Permítanme que me explique —solicitó el gitano con tranquilidad. Los religiosos se detuvieron a un paso de él—. Tenía que contar a fray Joaquín un pecado, un pecado muy grande —se excusó. Fray Joaquín entornó los ojos y reprimió un suspiro—. Un pecado de esos que llevan al infierno directamente —continuó el gitano—, de esos de los que uno no se salva ni con mil plegarias por las almas en pena.

—¿Y no podías haber esperado? —le interrumpió uno de los frailes.

Los cinco niños miraban atónitos.

—¿Con un pecado tan grande? Un pecado así no puede esperar —se defendió Melchor.

—Podías haberlo dicho en la entrada…

—¿Me hubieran hecho caso?

Los frailes se miraron entre sí.

—Bueno —intervino el más anciano—, ¿y qué? ¿Ya te has confesado?

—¿Yo? —Melchor simuló sorpresa—. ¡Yo, no, eminencia! Yo soy un buen cristiano. El pecado es de un amigo. Sucede que está esquilando unos borricos, ¿entienden?, y como el hombre está muy preocupado, me ha pedido a ver si yo podía acercarme por aquí y confesar en su nombre.

Uno de los niños soltó una carcajada. Fray Joaquín hizo un gesto de impotencia hacia sus hermanos antes de que el fraile que había interpelado al gitano, con el rostro congestionado, reventase.

—¡Fuera! —gritó el fraile más anciano señalando la puerta—. ¿Qué os habéis pensado…?

—¡Gitanos!

—¡Infames!

—¡Os tendrían que detener a todos! —escuchó a sus espaldas.

—¡Esto es polvo cucarachero, Melchor! —se quejó fray Joaquín nada más percibir el color rojo del almagre que el gitano había mezclado con el tabaco. Estaban a la orilla del Guadalquivir, cerca del puerto de camaroneros—. Tú me dijiste…

—De la mejor calidad, fray Joaquín —repuso Melchor—, recién salido de la fábrica…

—¡Pero si se reconoce el rojo!

—Será que lo han secado malamente.

Melchor trató de echar un vistazo al tabaco que sostenía el fraile. ¿Tanto se había excedido? Quizá fuera que el joven iba aprendiendo.

—Melchor…

—¡Lo juro por mi nieta! —El gitano cruzó los dedos pulgar e índice hasta formar una cruz que se llevó a los labios y besó—. De primera calidad.

—No jures en vano. Y de Milagros también tenemos que hablar —apuntó fray Joaquín—. El otro día, el de las candelas, estuvo burlándose de mí mientras predicaba…

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