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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (5 page)

BOOK: La reina descalza
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El grumete a quien había invitado a tabaco la acompañó. Atracaron en un embarcadero de Triana, pasado el puerto de camaroneros, para descargar unas mercancías con destino al arrabal.

—Aquí te bajas tú, morena —le ordenó el capitán de la tartana.

El niño sonrió a Caridad. Habían fumado un par de veces más durante la travesía. Debido al efecto del tabaco, Caridad incluso había llegado a contestar con algún apocado monosílabo a todas las cuestiones que le planteó el muchacho, rumores que circulaban por el puerto sobre esa tierra lejana. Cuba. ¿Era cierta la riqueza de la que se hablaba? ¿Había muchos ingenios de azúcar? Y esclavos, ¿eran tantos como se decía?

—Algún día viajaré en uno de esos grandes barcos —aseguraba él dejando volar la imaginación—. ¡Y seré el capitán! Cruzaré el océano y conoceré Cuba.

Atracada la tartana, Caridad, igual que había sucedido en Cádiz, se detuvo y dudó en la estrechísima franja de terreno que se abría entre la orilla del río y la primera línea de edificios de Triana, algunos de ellos con los cimientos al descubierto por la acción de las aguas del Guadalquivir, tal era su proximidad. Uno de los porteadores le gritó que se apartara para descargar un gran saco. El grito captó la atención del capitán, que negó con la cabeza desde la borda. Su mirada se cruzó con la del grumete, también pendiente de Caridad; ambos conocían su destino.

—Tienes cinco minutos —le concedió a este.

El chico agradeció el permiso con una sonrisa, saltó a tierra y tiró de Caridad.

—Corre. Sígueme —la apremió. Era consciente de que el capitán le dejaría en tierra si no se apresuraba.

Superaron la primera línea de edificios y llegaron hasta la iglesia de Santa Ana; siguieron alejándose del río dos manzanas más, el grumete nervioso, tirando de Caridad, sorteando a la gente que los observaba extrañada, hasta situarse delante de la Cava.

—Esas son las Mínimas —indicó el muchacho señalando un edificio en el margen opuesto de la Cava.

Caridad miró en la dirección que señalaba el dedo del grumete: un edificio bajo, encalado, con una iglesia humilde; luego dirigió la mirada al antiguo foso defensivo que se interponía en su camino, hundido, repleto de basura en muchos puntos, precariamente allanado en otros.

—Tienes algunos lugares para cruzar —añadió el muchacho imaginando lo que pasaba por la cabeza de Caridad—, hay uno en San Jacinto pero está algo alejado. La gente cruza por cualquier sitio, ¿ves? —Y señaló a algunas personas que descendían o ascendían por los lados del foso—. Debo volver al barco —le advirtió al ver que Caridad no reaccionaba—. Suerte, morena.

Caridad no dijo nada.

—Suerte —repitió antes de emprender la vuelta a todo correr.

Una vez sola, Caridad se fijó en el convento, el lugar indicado por don Damián. Cruzó el foso por un caminito abierto entre las basuras. En la vega no había basuras, pero en La Habana sí; había tenido oportunidad de verlas cuando el amo la había llevado a la ciudad para entregar las hojas de tabaco al almacén del puerto. ¿Cómo podían los blancos desechar tantas cosas? Alcanzó el convento y empujó una de las puertas. Cerrada. La golpeó con la mano. Esperó. Nada sucedió. Volvió a llamar, con timidez, como si no quisiera molestar.

—Así no, morena —le dijo una mujer que pasaba por su lado y que, casi sin detenerse, tiró de una cadena que hizo sonar una campanilla.

Al poco se abrió una mirilla enrejada en una de las puertas.

—La paz del Señor sea contigo —escuchó que decía la portera; por la voz, una mujer ya anciana—. ¿Qué es lo que te trae a nuestra casa?

Caridad se quitó el sombrero de paja. Aunque no llegaba a ver a la monja, bajó la vista al suelo.

—Don Damián me ha dicho que venga aquí —susurró.

—No te entiendo.

Caridad había hablado rápido, atropelladamente, como hacían los bozales cubanos al dirigirse a los blancos.

—Don Damián… —se esforzó—, él me ha dicho que venga aquí.

—¿Quién es don Damián? —inquirió la portera después de unos instantes de silencio.

—Don Damián…, el sacerdote del barco, de
La Reina
.

—¿La reina? ¿Qué dices de la reina? —exclamó la monja.


La Reina
, el barco de Cuba.

—¡Ah! Un barco, no su majestad. Pues…, no sé. ¿Don Damián, has dicho? Espera un momento.

Cuando la mirilla volvió a abrirse, la voz que surgió de ella era autoritaria, firme.

—Buena mujer, ¿qué te ha dicho ese sacerdote que debías hacer aquí?

—Solo me dijo que viniera.

La monja no volvió a hablar hasta transcurridos unos segundos. Lo hizo con voz dulce.

—Somos una comunidad pobre. Nos dedicamos a la oración, a la abstinencia, a la contemplación y a la penitencia, no a la caridad. ¿Qué podrías hacer tú aquí?

Caridad no contestó.

—¿De dónde vienes?

—De Cuba.

—¿Eres esclava? ¿Y tus amos?

—Soy… soy libre. Además sé rezar. —Don Damián le había instado a que dijese eso.

Caridad no llegó a ver la resignada sonrisa de la monja.

—Escucha —dijo esta—: tienes que acudir a la cofradía de Nuestra Señora de los Ángeles, ¿entiendes?

Caridad permaneció en silencio. «¿Para qué me ha hecho venir aquí don Damián?», se preguntó.

—La cofradía de los Negritos —explicó la monja—, la tuya. Ellos te ayudarán… o te aconsejarán. Atiende: camina hasta la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, cerca de la Cruz del Campo. Sigue toda la Cava hacia el norte, hacia San Jacinto. Allí podrás atravesar la Cava, gira a la derecha y continúa por la calle de Santo Domingo hasta llegar al puente de barcas, crúzalo y después…

Caridad dejó las Mínimas tratando de retener en su mente el itinerario. «Los Ángeles.» Le habían dicho que tenía que ir allí. «Los Ángeles.» La ayudarían. «En la Cruz del Campo», recitaba en voz baja.

Absorta en sus pensamientos, caminó ajena a las miradas de la gente: una negra voluptuosa, vestida con harapos grisáceos y sosteniendo un pequeño hatillo, que no cesaba de murmurar. En el Altozano, sobrecogida ante el monumental castillo de San Jorge al inicio del puente, chocó con una mujer. Trató de excusarse pero las palabras no surgieron; la mujer la insultó y Caridad fijó la vista en Sevilla, en la otra orilla. Decenas de carros y caballerías cruzaban el puente en un sentido u otro; la madera crujía sobre las barcas.

—¿Dónde te crees que vas, morena?

Se sobresaltó ante el hombre que le cerraba el paso.

—A la iglesia de los Ángeles —contestó ella.

—Te felicito —dijo aquel con sarcasmo—. Allí están los negritos. Pero para llegar con los tuyos, primero tendrás que pagarme.

Caridad se sorprendió mirando al pontazguero directamente a los ojos. Azorada, corrigió su actitud, se destocó y bajó la mirada.

—No…, no tengo dinero —balbució.

—En ese caso no hay negritos. Vete de aquí. Tengo mucho trabajo. —Hizo ademán de dirigirse a cobrar el pontazgo a un mulero que esperaba tras Caridad, pero al ver que esta seguía ahí parada, se giró de nuevo hacia ella—. ¡Fuera o llamo a los alguaciles!

Después de dejar el puente sí que se sintió observada. No tenía dinero para cruzar a Sevilla. Así pues, ¿qué podía hacer? El hombre del puente no le había dicho cómo conseguir dinero. A sus veinticinco años, Caridad nunca jamás había ganado una simple moneda. Lo más que había llegado a conseguir, aparte de la comida, la ropa y el barracón para dormir, era la «fuma», el tabaco que el amo les regalaba para su consumo personal. ¿Cómo podía ganar dinero? No sabía hacer nada que no fuera cuidar del tabaco…

Se apartó de la gente, se retiró hacia el río y se sentó a su orilla. Era libre, sí, pero de poco le servía esa libertad si ni siquiera podía cruzar un puente. Siempre le habían dicho lo que tenía que hacer. Siempre había sabido lo que tenía que hacer desde que salía el sol hasta que se escondía, día tras día, año tras año. ¿Qué iba a hacer ahora?

Fueron muchos los trianeros que a su paso por la ribera contemplaron la figura de una negra sentada en la orilla, inmóvil, con la mirada perdida… en el río, en Sevilla o quizá en sus recuerdos o en el incierto futuro que se le abría por delante. Alguno de ellos volvió a pasar al cabo de una hora, otros al cabo de dos, incluso de tres o cuatro, y la mujer negra seguía allí.

Al anochecer, Caridad sintió hambre y sed. La última vez que había comido y bebido había sido con el grumete, que compartió con ella un bizcocho duro y enmohecido y algo de agua. Decidió fumar para enmascarar su penuria, como hacían todos los esclavos en la vega cuando el cansancio o el hambre les asaltaban. Quizá por eso el amo era generoso con la «fuma»: cuanto más fumaban, menos comida tenía que proporcionarles. El tabaco sustituía muchos bienes y hasta se trocaba por nuevos esclavos. El olor del cigarro atrajo a dos hombres que andaban por la orilla. Le pidieron de fumar. Caridad obedeció y les entregó su cigarro. Fumaron. Charlaron entre ellos pasándose el cigarro de uno a otro, ambos en pie. Caridad, todavía sentada, lo reclamó para sí extendiendo un brazo.

—¿Quieres tener algo en la boca, morena? —dijo riendo uno de los hombres.

El otro soltó una carcajada y tiró del cabello de Caridad para alzar su cabeza al tiempo que el primero se bajaba los calzones.

Caridad no opuso resistencia y se prestó a la felación.

—Parece que le gusta —dijo nervioso aquel que la agarraba del cabello—. ¿Te gusta, negra? —le preguntó al tiempo que presionaba la cabeza contra el pene de su compañero.

Luego la montaron uno tras otro y la dejaron allí tirada.

Caridad se recompuso el vestido. ¿Dónde estaría el resto del cigarro? Había visto que uno de ellos lo lanzaba antes de que la agarrasen del cabello. Quizá no hubiera llegado al agua. Se arrastró entre las hierbas y los juncos, palpando el suelo, atenta por si el rescoldo todavía estuviera vivo… ¡Y lo estaba! Lo cogió y, de bruces, tocando el agua, inhaló con todas sus fuerzas. Se sentó de nuevo y permitió que sus pies se mojasen en la orilla. Hacía frío, pero en ese momento no lo notaba; no sentía nada. ¿Debía gustarle? Eso le había preguntado uno de ellos. ¿Cuántas veces le habían preguntado lo mismo? El amo ya lo había hecho cuando solo era una bozal, una niña recién arrancada de su tierra. Entonces ni siquiera llegó a entender lo que le preguntaba aquel hombre que la manoseó y babeó antes de rasgarla. Luego, después de muchas veces, tras su embarazo, la sustituyó por una nueva niña, y entonces fueron el capataz y los demás esclavos de la negrada quienes se lo preguntaban entre jadeos. Un día volvió a parir… a Marcelo. El dolor que sintió en esa ocasión, cuando se le rajó el vientre después de horas de parto, le indicó que nunca más tendría otro hijo. «¿Te gusta?», le preguntaban los domingos, en el baile, cuando algún esclavo la cogía del brazo y se la llevaba fuera del barracón, allí donde otras parejas fornicaban también. Luego volvían a cantar y a bailar desenfrenadamente, a la espera de que alguno de sus dioses los montaran. En ocasiones repetían y volvían a abandonar el barracón. No, no le gustaba, pero tampoco sentía nada; le habían ido robando los sentimientos, cacho a cacho, desde la primera noche en que el amo la forzó.

No habría transcurrido una hora cuando uno de aquellos hombres volvió e interrumpió sus pensamientos.

—¿Quieres trabajar en mi taller? —le preguntó iluminándola con un candil—. Soy alfarero.

«¿Qué es un alfarero?», se preguntó Caridad tratando de vislumbrarlo en la oscuridad. Ella solo quería…

—¿Me darás dinero para cruzar el puente? —inquirió.

El hombre percibió la duda en su rostro.

—Ven conmigo —le ordenó.

Eso sí lo entendió: una orden, como cuando algún negro la agarraba del brazo y la llevaba fuera del barracón. Le siguió en dirección a la Cava Vieja. A la altura del castillo de la Inquisición, sin volverse, el alfarero la interrogó:

—¿Te has fugado?

—Soy libre.

A las luces del castillo, Caridad vio que el hombre asentía con la cabeza.

Se trataba de un pequeño taller, con vivienda en el piso superior, en la calle de los Alfareros. Entraron y el hombre le indicó un jergón de paja en un rincón del taller, junto a la leña y el horno. Caridad se sentó en él.

—Mañana empezarás. Duerme.

El calor de los rescoldos del horno acunó a una Caridad aterida por la humedad del Guadalquivir, y durmió.

Desde la época musulmana, Triana era conocida por sus manufacturas de barro cocido, sobre todo por los azulejos vidriados de cuenca o relieve, en los que los maestros expertos hundían una cuerda en el barro fresco y conseguían dibujos magníficos. Sin embargo, hacía algún tiempo que aquella cerámica artesanal había degenerado en piezas repetitivas sin encanto, a lo que hubo que sumar la competencia de la loza de pedernal inglesa y el cambio de gustos de la gente, que se inclinó hacia la porcelana oriental. En el arrabal, por tanto, el oficio decaía.

Al día siguiente, al amanecer, Caridad empezó a trabajar junto al hombre de la noche, un jovenzuelo que debía de ser su hijo y un aprendiz que no le quitaba ojo de encima. Cargó leña, transportó arcilla, barrió mil veces y se ocupó de las cenizas del horno. Así empezaron a transcurrir los días. El alfarero —Caridad nunca vio salir a una mujer del piso de arriba— la visitaba durante las noches.

«Tengo que cruzar el puente para ir a la iglesia de los Ángeles, donde están los negritos», hubiera querido decirle en una de ellas, cuando el hombre, después de haberla poseído, se disponía a marchar. En su lugar se limitó a balbucir:

—¿Y mi dinero?

—¡Dinero! ¿Quieres dinero? Comes más de lo que trabajas y tienes un lugar donde dormir —le contestó el alfarero—. ¿Qué más podría desear una negra como tú? ¿Prefieres estar en la calle pidiendo limosna como la mayoría de los negros libres?

En esos días, la esclavitud casi había desaparecido de Sevilla: la crisis demográfica y económica, la guerra de 1640 con Portugal, el gran proveedor de esclavos del mercado sevillano, la peste bubónica que sufrió la ciudad unos años después, que se ensañó con los negros esclavos, junto con las constantes y numerosas manumisiones que los piadosos sevillanos venían ordenando en sus testamentos, tuvieron como consecuencia una significativa disminución de la esclavitud. Sevilla perdió sus esclavos al compás de la pérdida de su poderío económico.

«Comes más de lo que trabajas», resonaba en los oídos de Caridad. La cantinela del capataz del amo José en la vega le vino entonces al recuerdo: «No trabajáis lo que coméis», les recriminaba antes de soltar el látigo sobre la espalda de alguno de ellos. Poco había cambiado su vida, ¿de qué le servía ser libre?

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