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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (53 page)

BOOK: La reina descalza
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Seguro que habría gitanos descendientes de aquella prima en Madrid, pero desde su última visita, antes de ser condenado a galeras, bien podían haber emparentado con otras familias enemigas de los Vega. Tendría que comprobarlo. De lo que sí estaba seguro Melchor era de que, hasta que no lo hiciese, los gitanos de Madrid no debían saber de la presencia de Caridad; la sentencia de muerte que con toda seguridad habría dictado el consejo de ancianos de Triana ya sería conocida incluso allí. Milagros…, su niña, había escupido a sus pies y Ana estaba encarcelada en Málaga. No podía arriesgarse a perder también a la morena.

—Pelayo —dijo el gitano—, os compro una piedra de esas si nos acompañáis a algún lugar de confianza en el que podamos dormir. Sobre todo que sea discreto.

Accedieron. Siguieron todos juntos por la calle de Toledo y algo más adelante giraron a la derecha por la del Carnero. Con los chillidos de los animales que eran sacrificados durante la noche, llegaron al cerrillo del Rastro, un montículo de tierra que se alzaba entre los edificios, junto al matadero viejo, y que se mantenía inculto para orear aquella zona. En la noche, chapotearon en el reguero de sangre que descendía desde el matadero por la calle de Curtidores y, siempre en dirección a la derecha, atravesaron Mesón de Paredes y Embajadores. Allí se despidieron de Diego, que se introdujo con las piedras falsas en una casa. Pelayo continuó con Melchor y Caridad hasta una posada secreta en la calle de los Peligros. Según les dijo, conocía a Alfonsa, la viuda que la regentaba, así que no tendrían problemas. Ella no daría parte a los alguaciles, como estaban obligados a hacer los posaderos con todos los huéspedes que alojaban.

Les costó despertar a Alfonsa.

—¿Acaso esperabas al duque de Alba? —le espetó Melchor ante la mirada torcida que les dirigió la posadera después de hablar con Pelayo.

La mujer fue a contestar, pero enmudeció a la vista de los dineros que le mostró el gitano. Pelayo se despidió. Alfonsa cobró lo suyo, y Caridad y Melchor siguieron sus pasos y ascendieron por una oscura escalera, tan estrecha como empinada, los tres en fila rozando las paredes húmedas y desconchadas, hasta llegar al desván: un cuartucho inmundo que tendrían que compartir con otros tres huéspedes que ya dormían. Alfonsa les señaló un camastro.

—No dispongo de más —adujo sin ánimo alguno de excusarse antes de volver la espalda para bajar a su casa, en el piso inferior.

—¿Y ahora? —preguntó Caridad.

—Ahora espero que te acurruques en un ladito de esa cama para que podamos dormir un poco. Ha sido un día duro.

—Quiero decir…

—Ya sé lo que quieres decir, morena —la interrumpió Melchor al tiempo que tiraba de ella y trataba de sortear los enseres esparcidos por el suelo de los otros huéspedes—. Mañana iré a ver quién nos puede echar una mano.

24

Llevaba cinco días allí encerrada. Nada podía hacer en el cuartucho infecto que compartía con un albañil, la hermana del albañil, que aseguraba dedicarse a lavar ropa en el Manzanares, y un tercer huésped sin duda dedicado a actividades turbias por más que el hombre sostuviese, con igual empeño que la lavandera, que era tajador.

—Voy en busca del escribano. No salgas de la posada —le había susurrado Melchor la primera mañana, cuando los demás huéspedes estaban todavía desperezándose—. No hables con nadie ni les cuentes de mí y mucho menos del rapé.

Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo. Toqueteó la empuñadura de su navaja y lanzó una mirada asesina a los demás, lavandera incluida, los tres pendientes de ellos. Entonces se volvió y besó en la boca a Caridad.

—¿Has entendido, morena? Quizá me retrase, pero volveré, no te quepa duda. Espérame y vigila la cama, no vaya a ser que la amiga de Pelayo la venda como «media con limpio».

«Media con limpio» —Caridad ignoraba el significado y Melchor tampoco se lo explicó antes de andar escaleras abajo— era una expresión acuñada en el Madrid de los suplicantes, de los mendigos y holgazanes, malhechores y todo tipo de gentes que, sin recursos económicos, vagabundeaban por la gran ciudad, unos a la espera de alguna merced real —una renta, un empleo en la administración, el resultado de un pleito—, otros pendientes del azaroso negocio que los tenía que enriquecer en aquella magnífica corte y los más, atentos al rateo y al chamarileo, cuando no al robo. Muchos de ellos, llegada la noche, acudían a algunas casas donde por dos cuartos se les alquilaba una cama que tenían que compartir con un compañero, siempre que este fuese limpio, es decir, que no tuviese piojos, sarna o tiña.

Madrid era incapaz de absorber la incesante inmigración. Encerrada en la cerca que la rodeaba, más allá de la cual estaba prohibida la construcción, dos tercios de la propiedad de su superficie se los repartían la Corona y la Iglesia; el tercio restante, amén del que aquellas dos instituciones decidían arrendar, tenían que disputárselo los cerca de ciento cincuenta mil habitantes que colmaban la Villa y Corte a mediados de siglo; además, tenían que hacerlo sobre unas casas mal compuestas, de estancias minúsculas, oscuras y carentes de cualquier comodidad, fruto todo ello de la construcción de «casas a la malicia», ardid que durante los siglos anteriores habían utilizado los madrileños para burlar la regalía de aposento por la que estaban obligados a ceder gratuitamente al rey parte de sus viviendas para el uso de los miembros de la corte, De esa forma, y pese a las pragmáticas reales acerca de la calidad en las construcciones que debían ornar la capital del reino, más de la mitad de las diez mil casas que se alzaban en Madrid en el siglo anterior eran de un solo piso, inhábiles por lo tanto para acoger a los ministros y criados de la Corona. Ya entrado el siglo XVIII, con la total conversión de la regalía de aposento en contribuciones económicas, el caserío de Madrid fue reformándose y las edificaciones de una sola planta fueron reconstruidas o simplemente elevadas para acoger a la inmigración que no cesaba de llegar a la capital.

Al albur de esa necesidad nacieron las posadas secretas, como la que alojaba a Melchor y Caridad. Si bien la ciudad disponía de suficientes mesones y botillerías, no abundaban las posadas públicas, que además de ser caras estaban constantemente vigiladas y fiscalizadas por los alcaldes de corte y los alguaciles durante sus rondas. Por eso surgieron las posadas secretas, que aunque nadie sabía a ciencia cierta cuántas eran sí se sabía que todas se asemejaban al sucio y desordenado cuartucho del desván donde Caridad dejaba correr las horas sin un cigarro que llevarse a los labios y con el que acallar el hambre que no lograba saciar la inconsistente olla podrida con la que Alfonsa pretendía alimentar a sus huéspedes, y en la que los garbanzos, los nabos, las cebollas y las cabezas de ajo parecían no haber dejado sitio al puerco, el carnero, la ternera o la gallina.

Hacía cinco días que Melchor había salido de la posada y Caridad vivía atenazada por la angustia. ¿Le habría sucedido algo? Milagros y su madre habían ido desvaneciéndose en sus pensamientos a medida que transcurrían los días. Melchor, Melchor y Melchor. ¡El gitano constituía su única preocupación! Le había dicho que no saliera de la posada, se recordaba una y otra vez mientras recorría el cuartucho arriba y abajo, oprimida entre aquellas paredes, asqueada del hedor que ascendía de la calle. No tenía más contacto con el exterior que el bullicio y el tránsito a través de un ventanuco en lo alto del desván, muy por encima de su cabeza. Insultó a aquella ventana inútil. Se sentó en la cama. Le había dicho que la vigilase… Ella sonrió con tristeza. «¿Dónde te has metido, maldito gitano?» Podía salir, pero no sabía adónde ir ni qué hacer. No iba a acudir a los justicias para denunciar la desaparición de un gitano contrabandista. Además, Melchor también le había dicho que no hablara de él con nadie. Hasta el fulgor del falso zafiro que le había regalado y que apretaba en su mano parecía haberse apagado.

A lo largo de esos días, el albañil y la que se decía su hermana habían cejado en sus intentos de obtener de ella más allá de un monosílabo, pero Juan, el tajador, insistía en sonsacarle y la interrogaba una y otra vez, persistente pese al silencio y la mirada baja con la que Caridad recibía sus preguntas.

—¿Dónde está tu amo? ¿Qué negocios le han traído a Madrid?

El tajador sorprendió a Caridad regresando a la posada la mañana del quinto día cuando ya los otros dos se habían marchado. Juan era un hombre de mediana edad, alto, calvo, de rostro picado por la viruela y de dientes tan negros como las largas uñas que sobresalían de sus dedos y que en ese momento contrastaban con la hogaza de pan blanco que agarraba. Caridad no pudo impedir que sus ojos se desviasen un breve instante hacia la hogaza: tenía hambre. El otro se percató de ello.

—¿Quieres un pedazo?

Caridad vaciló. ¿Qué hacía allí el tajador?

—La he comprado en la Red de San Luis —dijo el hombre al tiempo que la partía en dos y le ofrecía una de las mitades—. Tú y yo podríamos conseguir muchas como esta. Cógela —insistió—, no voy a hacerte nada.

Caridad no lo hizo. El tajador se acercó a ella.

—Eres una mujer deseable. Quedan pocas negras en España, todas se han ido blanqueando.

Ella retrocedió un par de pasos hasta que su espalda dio contra la pared. Vio cómo los ojos encendidos del tajador, taladrándola, se adelantaron a su llegada.

—Toma, coge el pan.

—No lo quiero.

—¡Cógelo!

Caridad obedeció y lo agarró con la mano libre del zafiro falso.

—Así me gusta. ¿Por qué ibas a rechazarlo? Me ha costado mis buenos dineros. Come.

Ella mordisqueó la media hogaza. El tajador la miró hacerlo unos segundos antes de lanzar la mano hacia uno de sus pechos. No llegó a tocarlo; Caridad lo había previsto y la apartó de un manotazo. El tajador insistió y ella volvió a rechazarle.

—¿Quieres ponérmelo difícil? —masculló el hombre, al tiempo que, visiblemente excitado, lanzaba el pan sobre uno de los camastros y se frotaba las manos. Los dientes negros destacaban tras una sonrisa procaz.

El pan y el zafiro cayeron al suelo en el momento en que Caridad extendió los brazos para repeler la embestida del tajador. Tras un forcejeo, logró detenerlo agarrándolo de las muñecas. Su propia reacción la sorprendió y la hizo dudar: ¡era la primera vez que se enfrentaba a un blanco! El hombre aprovechó su indecisión: se soltó, gritó algo incomprensible y la abofeteó. No le dolió. Lo miró a los ojos. Volvió a golpearla y ella continuó mirándole. La pasividad de la mujer ante su violencia excitó todavía más al tajador. Caridad pensó que volvería a pegarle, pero en vez de eso se abrazó a ella y empezó a morderle cuello y orejas. Trató de librarse de él, pero no lo consiguió. El hombre, frenético, la agarraba ahora del pelo rizado y buscaba su boca, sus labios…

De repente la soltó y se dobló. Ella ladeó la cabeza, como si quisiera escuchar con mayor atención el sordo y largo quejido que surgía directamente de la garganta del tajador. Había visto hacerlo a su amiga María, la mulata con la que hacía los coros, un domingo de fiesta en el ingenio azucarero: María había permitido que el negro que la acosaba se acercase a ella, que la abrazase, que se encelase y entonces le había golpeado con la rodilla en los testículos. Aquel negro se había doblado y había aullado igual que el tajador, con ambas manos agarrando su entrepierna. Caridad respiraba con agitación mientras buscaba el zafiro con la mirada. Se agachó y extendió el brazo para cogerlo; le temblaban las manos. No podía controlarlas. El sofoco parecía querer reventar dentro de ella. Cogió la piedra, también el pan, a su lado, y se levantó, confusa ante el cúmulo de sensaciones tan nuevas para ella.

—¡Te mataré!

Fijó la atención en el tajador: se estaba reponiendo y casi lograba mantenerse erguido. Lo haría, la mataría; sus facciones contraídas lo proclamaban; la navaja que destelló en una de sus manos la azuzó como si ya se dispusiera a clavársela. ¡La posadera era su única posibilidad de salvación! Caridad corrió escaleras abajo. La puerta del piso estaba cerrada. La aporreó con fuerza, pero sus golpes se vieron superados por los gritos del tajador que descendía tras ella.

—¡Puta! ¡Te voy a cortar el cuello!

Caridad se lanzó por el último tramo de escaleras. Chocó con dos mujeres al irrumpir en la calle de los Peligros, una vía estrecha que no superaba los cinco pasos. Las quejas de las mujeres se enredaron en aquella algarabía que había estado escuchando durante cinco días y que ahora estallaba en toda su crudeza. Miró repetidamente hacia ambos lados de la calle sin saber qué hacer. Una de las mujeres trataba de recoger un sinfín de garbanzos que se habían desparramado por el suelo a causa del tropiezo; la otra la insultaba. La gente permanecía atenta; muchos de los transeúntes se habían detenido y contemplaban la escena, igual que el tajador, parado a la puerta del edificio. Tres pasos escasos los separaban. Cruzaron sus miradas. Allí, en público, Caridad trató de serenarse: no se atrevería a matarla. En el semblante resignado del hombre, que guardó la navaja y se llevó una mano al mentón, vio que él había llegado a la misma conclusión. Caridad dejó escapar el aire con un bufido, como si lo hubiese estado reteniendo desde que empezara a descender por las escaleras.

—¡Ladrona! —reverberó entonces entre los edificios—. ¡El pan! ¡Me ha robado el pan!

Caridad corrió su mirada desde la media hogaza de pan, todavía en su mano, al tajador, que sonreía.

—¡A la ladrona!

El grito que escuchó a sus espaldas acalló su intento de negar la acusación. Alguien trató de agarrarla del brazo. Se soltó. La mujer que recogía garbanzos la miraba, la que la insultaba se abalanzó sobre ella, igual que el tajador. Caridad esquivó a la mujer y la empujó contra el hombre, momento en que aprovechó para escapar y precipitarse calle abajo.

Los otros salieron en su persecución. Ella corrió, ciega. Chocó contra hombres y mujeres, sorteó a algunos y manoteó para liberarse de otros que pretendían detenerla. El ruido y los gritos de quienes trataban de darle alcance la espoleaban en una carrera inconsciente. Superó la bocacalle de los Peligros y se encontró en una amplia avenida. Allí estuvo a punto de ser atropellada por un lujoso carruaje tirado por dos mulas enjaezadas. Desde el pescante, el cochero la insultó al tiempo que chasqueaba el látigo en su dirección. Caridad trastabilló. Circulaban más carruajes: carrozas, calesas y curiosas literas con una mula delante y otra detrás. Caridad serpenteó entre ellas hasta que encontró una bocacalle y se adentró en ella corriendo; parecía que el griterío se le hubiera adherido a los oídos, no era consciente de que este quedaba ya muy lejos.

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