La reina descalza (55 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Hicieron tiempo hasta el anochecer para regresar con la tinaja. Abandonarían Madrid, decidió Melchor durante la espera. Dejaría arreglado lo de Ana y ellos dos irían a contrabandear con tabaco, mano a mano, sin unirse a partida alguna. ¡Jamás había disfrutado tanto pasando tabaco como lo había hecho con la morena en Barrancos! El riesgo… el peligro adquiría otra dimensión ante la sola posibilidad de que la detuvieran a ella, y eso le insuflaba vida. Sí. Harían eso. De vez en cuando él volvería a Madrid, solo, a comprobar cómo iban las gestiones para liberar a su hija.

Accedieron a la capital por el hueco de una casa que hacía de cerca. Ni siquiera pagaron.

—Otro picador de toros —explicó el Cascabelero.

Se dirigieron a la plazuela de Santa Cruz cargados con la tinaja. Si alguien en la oscuridad de las calles de Madrid tuvo la tentación de hacerse con aquel tesoro, a buen seguro desistió ante el cortejo que lo acompañaba.

Pasadas las once de la noche, Melchor y sus gitanos se hallaban en el piso superior del estanco, serios y en silencio, amenazadores, tanto como los dos acompañantes que se había procurado el estanquero. Este y su esposa comprobaron la calidad y pesaron a satisfacción las libras de rapé. Ramón Álvarez asintió y, en silencio, entregó a Melchor una bolsa con los dineros. El gitano desparramó las monedas sobre una mesa y las contó. Luego tomó algunas de oro y se las ofreció al escribano.

—Quiero a mi hija Ana libre en un mes —exigió.

Carlos Pueyo ni se dejó amedrentar ni cogió los dineros.

—Melchor, los milagros ahí delante, cruzada la plazuela, en la iglesia de Santa Cruz. —Ambos enfrentaron sus miradas un instante—. Haré cuanto esté en mi mano —añadió el escribano—, es lo más que puedo prometerte. Te lo he dicho en varias ocasiones.

El gitano dudó. Se volvió hacia Zoilo y el Cascabelero, que se encogieron de hombros. Se lo había recomendado Eulogio y le había parecido una persona capaz de moverse —la rápida venta del rapé era buena prueba de ello—, sin embargo, llegado el momento de la entrega de dineros, su confianza flaqueaba. Pensó en Ana encarcelada en Málaga y en el rechazo de su querida nieta Milagros, unida a los García por matrimonio, y se dijo que aquellos dineros tenían poca importancia. ¡Miles podía conseguir si los suyos los necesitaban!

—De acuerdo —cedió.

La tensión desapareció tan pronto como el escribano alargó la mano y Melchor dejó caer en ella las monedas. Luego, allí mismo, entregó otras a los Costes, sin olvidar al joven Martín que solo se atrevió a cogerlas cuando su padre le hizo un gesto afirmativo.

—¡Habrá que celebrarlo! —levantó la voz Zoilo.

—Vino y fiesta —añadió uno de sus cuñados.

El estanquero se llevó las manos a la cabeza y su mujer palideció.

—La ronda…, los alcaldes… —advirtió el primero—. Si nos encuentran con rapé… Silencio, os lo ruego.

Pero los gitanos no callaron.

—Melchor, ahí delante —intervino entonces el escribano señalando hacia un lado— está la cárcel de Corte y la Sala de Alcaldes. Allí hay alguaciles y es donde se reúnen las rondas. Exceptuando el palacio del Buen Retiro, con el rey y sus guardias, estáis eligiendo el sitio menos indicado de la ciudad para armar bulla.

Melchor y el Cascabelero comprendieron y acallaron con gestos de las manos a los gitanos. Luego, empujados por el estanquero y su esposa, abandonaron el edificio sin poder reprimir algunos comentarios y risas por lo bajo.

—En unos días pasaré por tu escribanía para saber de los trámites del asunto de mi hija —advirtió Melchor al escribano, parapetado este junto al estanquero tras la puerta del estanco.

—No tengas tanta prisa —contestó aquel.

Melchor se disponía a replicar cuando la puerta se cerró y quedaron ante el majestuoso edificio —dos pisos más la buhardilla y tres grandes torres coronadas por chapiteles— destinado a la cárcel de Corte y Sala de Alcaldes, allí donde se administraba justicia. Lo habían evitado y rodeado cuando llegaron cargados con la tinaja y ahora advirtieron que el escribano tenía razón: por sus alrededores se movían los alguaciles que iban y venían, con varas gruesas en sus manos y ataviados con trajes de golilla, como los que se usaban en épocas anteriores, los cuellos erectos y aprisionados en las tiras de cartón forrado, y que habían sido prohibidos por el rey al común de la gente.

—Vamos con los jóvenes a divertirnos —le propuso el Cascabelero a Melchor.

El Galeote dudó. Caridad le estaría esperando.

—¿Tienes algo mejor que hacer? —insistió el otro.

—Vamos —cedió Melchor, incapaz de decirle que le esperaba una negra, por hermosa que esta fuera. Al fin y al cabo, al día siguiente abandonarían Madrid.

Se apostaron junto a una de las paredes de la iglesia de Santa Cruz, allí donde, por encima del nivel de la calle de Atocha, se alzaba la lonja que daba acceso al pórtico principal del templo y en la que dormían algunos desahuciados que no debían de ser de interés para los alguaciles. A una señal de Zoilo se escabulleron rodeando la lonja y se encaminaron calle Atocha abajo. Sabían que corrían un riesgo: en las calles de Madrid, pasadas las doce de la noche (hora que las campanas ya habían anunciado hacía rato), todo ciudadano que fuera sorprendido armado, como lo iban ellos, y sin farol que alumbrase sus pasos, debía ser detenido. Sin embargo, cuando dejaron atrás la lonja del convento de los Trinitarios Calzados y se hallaban lejos de la cárcel y de sus muchos funcionarios, empezaron a charlar con indolencia, seguros de que ninguna ronda iba a atreverse con seis gitanos. Rieron a carcajadas al cruzar la plazuela de Antón Martín, donde a menudo se apostaba uno de los alcaldes de cuartel, y continuaron descendiendo despreocupadamente por la calle de Atocha haciendo caso omiso a hombres y mujeres borrachos, tropezando con mendigos tirados en el suelo y llegando incluso a retar a aquellos que reconocían embozados en sus capas largas, los rostros ocultos en la noche bajo sus sombreros chambergos de ala ancha, apostados a la espera de algún incauto a quien atracar.

Al final de la calle, pasaron por el hospital General y se internaron en el prado de Atocha. En aquel lugar, la cerca que rodeaba Madrid no finalizaba con los últimos edificios de la ciudad sino que se abría por detrás de huertas y olivares para llegar a rodear el sitio real del Buen Retiro con sus muchas construcciones y jardines anexos. No tardaron en oír la música y el alboroto: los vecinos de Lavapiés y del Rastro se juntaban en los descampados para beber, bailar y divertirse.

Llevaban dinero. La inquietud por Caridad desapareció en Melchor al ritmo de la fiesta, del vino, el aguardiente o incluso el chocolate, de Caracas, escuchó Melchor que exigía el Cascabelero, el mejor, con azúcar, canela y unas gotas de agua de azahar. Comieron los dulces que anunciaban los vendedores ambulantes: rosquillas, «tontas» o «listas», según las endulzasen o no con un baño de azúcar, clara de huevo y zumo de limón; bartolillos a la crema y los deliciosos barquillos que voceaban los vendedores. A la vista de unas bolsas que parecían no menguar por más monedas que salieran de su interior, se les unieron otros gitanos y algunas mujeres con las que los hombres no fueron más allá del flirteo, ya que el patriarca siempre estaba atento a la honra de sus hijas.

—Ve tú —animaron sin embargo los demás al joven Martín—, tienes dinero y estás soltero. ¡Disfruta de estas payas!

Pero el gitano se excusó y permaneció junto a Melchor, el Galeote que había sobrevivido a la tortura y que contrabandeaba con tabaco, capaz de matar a su propio yerno por el honor de los Vega. Martín lo escuchaba con atención, riendo sus bromas, sintiéndose orgulloso cuando se dirigía a él. A lo largo de la noche, Melchor y Martín hablaron de los Vega, del honor, del orgullo, de la libertad, de la gitanería y de lo que hubiera complacido al gitano de Triana que su nieta eligiera a alguien como él en lugar de a un García. «Debía de estar perturbada», alegaba Melchor. «Seguro», asentía el muchacho. Fandangos y seguidillas los acompañaron hasta el amanecer junto a todo tipo de gentes. Los gitanos, ataviados con sus ropas coloridas, se mezclaron con manolos y manolas, ellos con su chaquetilla y su chaleco coloreados, faja de seda, calzón ajustado, media blanca, zapato con gran hebilla casi en la punta, capa franjeada y montera, siempre armados con una buena navaja y un perenne cigarro en los labios; las mujeres: jubón, brial y basquiña, muy volanteada, cofia o mantilla y zapato de seda.

Melchor echó en falta el sentimiento gitano más que sus acompañantes; el hechizo de aquellas voces rotas que surgían espontáneas desde el rincón más insospechado de la gitanería de la huerta de la Cartuja. Sin embargo, la alegría y el jaleo continuó resonando en sus oídos cuando la música cesó y la luz del día vino a encontrarles en un prado en el que ya solo remoloneaban los rezagados.

—¿Tenéis hambre? —preguntó entonces Zoilo.

Saciaron su apetito en el mesón de San Blas, en la misma calle de Atocha, entre carreteros, arrieros y ordinarios de Murcia y La Mancha, que eran los que paraban en aquel lugar. Igual que habían hecho durante la fiesta de la noche anterior, alardearon de su bolsa e hicieron tiempo con pan con manteca en rebanadas previamente tostadas, mojadas en agua, fritas con la manteca y espolvoreadas con azúcar y canela. Luego prosiguieron con pollo guisado en salsa hecha con sus propios higadillos machacados hasta que estuvo cocinado el plato principal: una hermosa cabeza de cordero partida por la mitad, aderezada con perejil, ajos majados, sal, pimienta, y lonchas de tocino por debajo de las ternillas, atada de nuevo para ser asada envuelta en pliegos de papel de estraza. Dieron buena cuenta de los sesos, la lengua, los ojos y las carnes adheridas, algunas tiernas, otras gelatinosas, todo ello regado con vino de Valdepeñas, fuerte y recio, sin aguar, como correspondía a aquel mesón repleto de hombres sucios y vocingleros que les miraban de reojo con la envidia patente en sus rostros y ademanes.

—¡Una ronda para todos los presentes! —gritó Melchor, saciado, achispado por el vino.

Antes de que aquellos hombres pudieran agradecer la generosidad, un grito retumbó en el local:

—¡No queremos beber tu vino!

Melchor y el Cascabelero, sentados de espaldas, percibieron la tensión en el rostro de Zoilo y sus dos cuñados, enfrentados estos a la puerta. Martín, junto a Melchor, fue el único del grupo que volvió la cabeza.

—No creía que fueran tan rápidos —comentó el patriarca a Melchor.

La mayoría de los clientes, fascinados ante la reyerta que se avecinaba, se arrinconaron en el lado opuesto a aquel donde se hallaban los gitanos y abrieron espacio a los recién llegados. Pocos fueron los que abandonaron el local. El Cascabelero y Melchor mantenían la mirada al frente.

—Cuanto antes, mejor —dijo este al tiempo que reprimía un suspiro por no haberse retirado antes. De haberlo hecho, estaría con Caridad, a salvo. ¿O no? Igual no, ¿quién sabía? Chasqueó la lengua—. Lo hecho, hecho está —murmuró para sí.

—¿Qué dices?

—Que nos esperan —contestó el Galeote poniéndose en pie, la mano ya en la empuñadura de su navaja.

El Cascabelero lo imitó, los demás también. Los García debían de ser ocho, quizá más, no podía saberse con seguridad al verlos arracimados en la puerta.

—¡Estúpidos! —escupió Melchor tan pronto como cruzó su mirada con el que parecía el jefe de la partida—. El vino que paga un Vega únicamente irá a mojar las tumbas de los García, allí donde todos deberíais estar.

—Manuel —se escuchó de boca del Cascabelero, ya rodeado de su gente—, vas a cometer el mayor error de tu vida.

—La ley gitana… —trató de replicar este.

—¡Deja ya de hablar! —le interrumpió Melchor—. Ven a por mí si tienes cojones.

Uno de los allí presentes jaleó la bravata.

El chascar de las navajas abriéndose al tiempo restalló en el interior del mesón; las hojas brillaron aun en la penumbra.

—¿Por qué…? —empezó a preguntar el Cascabelero a Melchor.

—Aquí no tienen espacio suficiente —contestó el otro—. Estaremos más o menos igualados. Fuera nos machacarían.

Tenía razón. Por más que los García apartaron mesas y sillas a su paso, su grupo no pudo llegar a abrirse frente a los Vega. Seis contra seis, siete a lo más. «El resto vendrá luego», pensó Melchor al lanzar el primer navajazo, que sajó con asombrosa facilidad el antebrazo del García que tenía frente a sí. Los demás seguían tentándose, sin llegar a entrar en liza. Entonces se dio cuenta de otra circunstancia aún más importante: no sabían pelear. Aquellos gitanos no habían corrido sierras y campos; vivían en Madrid, acomodados, y sus pendencias no eran contra contrabandistas o delincuentes que luchaban con saña, despreciando incluso sus vidas. Lanzó otro navajazo, el brazo extendido, y el García herido retrocedió hasta empujar al pariente que tenía a su espalda.

Con todo, un sudor frío empapó la espalda de Melchor en aquel preciso instante. ¡Martín! Permanecía a su lado, como siempre, y mientras el resto continuaba sin decidirse, entrevió cómo el joven se lanzaba trastornado, ciego, sobre otro de los García. ¡La navaja! ¡No dominaba…! Escuchó el aullido aterrorizado que surgió de boca del Cascabelero cuando el golpe del adversario hirió la muñeca de su hijo menor y lo desarmó.

—¡Quietos! —gritó Melchor justo en el momento en que el García se disponía a atacar el cuello del muchacho.

La navaja se detuvo. El mundo entero pareció detenerse para Melchor. Dejó caer su arma y esbozó una sonrisa triste en dirección al rostro atemorizado del joven gitano Vega.

—Aquí me tenéis, perros malnacidos —se rindió entonces, abriendo los brazos.

No lo miró, no quiso humillarlo, pero supo que el Cascabelero mantenía la vista en el suelo, quizá en su propia navaja. Se acercó a los García, y antes de que estos se abalanzasen sobre él, tuvo oportunidad de revolver el cabello de Martín.

—La sangre de los Vega tiene que continuar viviendo en ti, no en los viejos como yo —sentenció antes de que lo sacaran del mesón entre insultos, patadas y empellones.

No se atrevió a carraspear para no ser descubierta por más que sintiera el hedor a muerto agarrado a su boca reseca. La noche primaveral se le había echado encima y tenía sed, mucha sed, un apremio que sin embargo desaparecía tan pronto como la más suave de las brisas acariciaba su cuerpo y erizaba su vello; entonces temblaba sintiéndose asediada por los fantasmas que, estaba convencida, surgían de las muchas tumbas de aquel cementerio. Y mientras los hombres situados tras la lápida contra la que Caridad se protegía efectuaban sus apuestas y posturas en unos susurros que a ella se le antojaban aullidos, los escalofríos por el contacto con los muertos vivientes se sucedían una y otra vez.

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