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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (57 page)

BOOK: La reina descalza
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—¿Dónde lo has obtenido? —saltó el portero inclinándose por encima de la mesa para cogerlo.

—¿Qué más da todo eso ahora? —terció el alguacil—. Es tarde y tenemos que continuar la ronda. No vamos a estar toda la noche aquí. Limítate a consignar nombre, apellidos, fecha y hora en la que entra, bienes que se le encuentran y motivo de la detención. No interesa más.

Con la mirada fija en la piedra azul que el portero dejó sobre el escritorio, Caridad escuchó el rasgueo de la pluma al deslizarse por el papel.

—¿Y cuál es el motivo de la detención? —preguntó al fin el hombre.

—¡Prostitución! —resonó en la estancia.

La cárcel real de la Galera para mujeres deshonestas y escandalosas se hallaba en un edificio rectangular de dos pisos con un patio central. A su lado, en la misma manzana, se alzaba el hospital de la Pasión, también exclusivo para mujeres, que a su vez, mediante un arco que cruzaba por encima de la calle del Niño Perdido, se unía al hospital General, última de las construcciones de Madrid que daba a la puerta de Atocha.

Una vez que los alguaciles firmaron en el registro y se marcharon a continuar su ronda, Caridad siguió los pasos del portero hasta el piso superior. El hombre había tomado un bastón y la vela del escritorio, con la que trató de iluminar una sala alargada, una galería con ventanas al patio interior y a la calle llena de mujeres durmiendo, algunas en camastros, las más sobre el suelo. Caridad escuchó renegar al portero de una celadora que debía estar controlando a las reclusas. Dormía. «Lo de siempre», pareció conformarse el hombre. Como si no desease dar un paso más, iluminó con la vela a su derecha, al rincón que daba a la puerta, donde dos mujeres se acurrucaban la una junto a la otra. Utilizó el bastón para despertarlas. Las dos refunfuñaron.

—¡Haced sitio! —les ordenó.

La que estaba más cerca de la pared empujó a la otra ante el golpeteo sobre su espalda con que el portero las instaba a obedecer y que cesó en cuanto se abrió un pequeño hueco entre la mujer y la pared.

—Apáñate ahí —le indicó a Caridad con el bastón.

Antes de que ella llegara a agacharse, el hombre ya había desaparecido y, con él, la luz de la linterna humeante, que poco a poco fue sustituida por el vislumbre de la luna y las mil sombras que conformaba.

Caridad se tumbó en el suelo, aprisionada entre la pared y la otra mujer. Pugnó por mover su brazo para llevarlo bajo la cabeza, a modo de almohada. La acusación de prostitución acudió a su mente tan pronto como logró acomodarse. Ella no era ninguna prostituta. Estaba cansada. Se sintió reconfortada por el contacto con la mujer contra la que se arrimaba. Sus temores arreciaron: miedo a lo que iba a sucederle, miedo por Melchor, que regresaría a la posada y no la encontraría allí. Escuchó los ruidos de la noche. Toses y ronquidos. Suspiros y palabras reveladas en sueños. Como en el bohío, en la vega, cuando dormía con los demás esclavos. Los mismos sonidos. Solo le faltaba Marcelo… Se acarició el cabello igual que hacía con el de su hijo y cerró los ojos. Seguro que alguien estaría cuidando de él. Y, pese a todo, agotada, cayó dormida.

Las obligaron a ponerse en pie a las cinco de la mañana, cuando una punta de claridad empezaba a colarse por las ventanas. Varias celadoras escogidas entre reclusas de confianza recorrieron las diversas galerías del segundo piso y despertaron a gritos a las demás. Caridad tardó unos instantes en comprender dónde estaba y el porqué de las treinta o cuarenta mujeres que por delante de ella, en pie en el rincón junto a la puerta, bostezaban, se desperezaban o increpaban a las celadoras.

—Nueva, ¿eh?

Las palabras provinieron de la mujer que había dormido a su lado: rondaba los cuarenta años y era enjuta, de rasgos forjados por la miseria y desgreñada como la compañera hacia la que se volvió para señalarle a Caridad. No hubo más palabras ni presentaciones; en su lugar, el parloteo fue subiendo de tono, confundido aquí y allá con algún grito o discusión. Caridad observó a las mujeres: muchas de ellas se habían puesto en fila para orinar en el interior de un bacín. Una tras otra las vio levantarse las faldas sin recato alguno y acuclillarse sobre el orinal, las demás urgiendo a aquella que le tocaba el turno y que se retrasaba por hacer mayores. Luego cogían el bacín, se encaramaban a un cajón para alcanzar la alta ventana y vertían la orina a través de ella antes de reponerlo en su lugar para la siguiente.

—¡Agua va! —oyó gritar a alguna de las mujeres al lanzar la orina a la calle.

—¡A ver si aciertas en la calva del alcaide!

Un par de carcajadas acogieron la ocurrencia.

Caridad sintió la necesidad de orinar y se sumó a la fila.

—Ayer no teníamos ninguna negra, ¿no?

El comentario provino de una gorda que se había colocado tras ella.

—Yo no recuerdo ninguna —se escuchó de entre la fila.

—Pues esta es como para recordarla —rió la gorda de detrás.

Caridad se sintió observada por muchas de las mujeres. Trató de sonreír, pero ninguna le hizo caso. La reclusa que utilizaba el bacín justo antes que ella la miró con descaro durante todo el rato que tardó en evacuar.

—Todo tuyo —le dijo tras levantarse. No vació el orinal.

Caridad dudó.

—Morena —intervino la gorda que la seguía—, Frasquita es una meona. A ver si con lo tuyo va a rebosar el bacín, te mojas el coño y lo manchas todo. ¡Que luego hay que limpiarlo!

Caridad lanzó las aguas de Frasquita por la ventana, orinó y repitió la operación. Se apartó de la fila. Nadie le había indicado qué debía hacer a continuación, así que observó cómo muchas de las reclusas descendían escaleras abajo y volvió a sumarse al grupo. A su espalda, los gritos de las celadoras apremiaban a las que quedaban arriba.

Misa. Escuchó misa en una pequeña capilla, en el piso inferior, abarrotada por cerca de ciento cuarenta reclusas en pie, a las que el sacerdote no dejó de recriminar su irrespetuoso comportamiento durante la ceremonia, sus charlas y hasta alguna que otra sonora carcajada. Luego rezaron la estación al Santísimo, una oración que Caridad desconocía. Salieron de la capilla y volvieron a formar una larga fila a la entrada de otra estancia en la que había dispuesto un hogar para cocinar y donde les entregaron un pedazo de «pan sentado», cocinado hacía días, correoso. También podían beber con un cucharón de un cubo de agua. Mientras avanzaba en la fila, Caridad vio que el portero de la noche anterior la señalaba al tiempo que hablaba con un par de celadoras que asentían a sus palabras sin dejar de mirarla. Dio buena cuenta del pan incluso antes de volver a la galería del piso superior.

—¿Sabes coser, morena? —le preguntó allí una de las celadoras.

—No —contestó ella.

Y mientras las demás reclusas se dedicaban a coser la ropa blanca del hospital de la Pasión y del General, sábanas, fundas de almohada y camisas, Caridad fue destinada a fregar y limpiar. A las doce la llamaron a comer: algo de carne y otro pedazo de pan sentado. Vuelta al trabajo hasta las seis de la tarde, hora en la que cenaron unas pocas verduras, rezaron el rosario y la salve y se retiraron a dormir. Ella volvió al mismo rincón de la noche anterior.

Al día siguiente, antes del almuerzo, la celadora de su galería la llevó donde el portero. Allí la esperaba un alguacil que sin mediar palabra la condujo calle Atocha arriba. Caridad se detuvo en la calle; el sol, en lo alto, la deslumbró. El alguacil la empujó, pero a ella le importó poco. Por primera vez desde que había llegado, reparó en esa ciudad que tan importante era al decir del Melchor; en las demás ocasiones había transitado por ella de noche o como alma que lleva el diablo perseguida por el tajador. Frunció los labios con tristeza al recuerdo: había logrado escapar de él para acabar encarcelada como prostituta. Eso era lo que había anotado el portero en los papeles.

—¡Vigila, morena!

El grito provino del alguacil. Caridad se detuvo antes de chocar con un carro de dos ruedas, desvencijado, cargado de arena y tirado por una mula que ascendía en su misma dirección. Paseó la mirada por la calle y le asaltó la angustia: la multitud iba y venía. Las casas, la mayoría con comercios en sus bajos, se extendían a ambos lados de una de las calles más anchas de Madrid. Dejaron atrás el hospital General y el de la Pasión, la cárcel de la Galera y el convento de Clérigos Agonizantes frente a ella. Tras los pasos del alguacil, desvió la mirada hacia los comercios: una cerería, una zapatería, carpinterías, botillerías, tabernas y hasta uno de libros, también un beaterio y el orfanato de los Desamparados. Las gentes entraban y salían cargadas con cestas o tinajas de agua; charlaban, reían o discutían en un universo que se le escapaba. Al poco, entrevió por delante de ella la fuente coronada por el ángel a la que se había lanzado sedienta antes de ser detenida. A partir de allí cambiaba el aspecto de la calle: entre las casas se alzaban imponentes construcciones. Caridad no pudo dejar de contemplarlas a su derecha e izquierda: el hospital de Convalecientes poco antes de llegar a la plaza; el de Nuestra Señora del Amor de Dios, destinado al tratamiento de enfermedades venéreas, o el de Nuestra Señora de Montserrat, que acogía a los naturales de la corona de Aragón y que la empequeñeció con su fachada extremadamente decorada; el colegio de Loreto a la derecha, ya pasada la plaza. Luego el hospital de Antón Martín y la iglesia de San Sebastián, con el cementerio trasero en el que se había escondido. Allí casi llegó a detenerse a la vista de la lonja de la iglesia: en la plataforma elevada sobre la calle que daba acceso al templo se amontonaban un sinfín de petimetres que charlaban. En Sevilla los había visto, pero no tantos y en un mismo sitio… Le sorprendieron los trajes coloridos, las pelucas blancas, su manera de moverse, reírse, gesticular mientras charlaban unos con otros.

—Venga, morena —escuchó que la apremiaba el alguacil, que le había permitido recrearse unos instantes en la contemplación del espectáculo.

A la lonja le sucedieron el convento de la Trinidad y el de Santo Tomás, en la siguiente manzana. La iglesia de la Santa Cruz…

—Ya hemos llegado.

—¿Adónde? —preguntó ella sin pensar.

—A la cárcel de Corte.

Caridad se volvió hacia la izquierda: el imponente edificio de ladrillo colorado se alzaba en una plaza triangular, la de la Provincia, con una fuente en su centro. Cruzaron la plaza sorteando a la gente y a los carruajes que la colmaban y accedieron a él.

—¿Me cambian de cárcel? —preguntó entonces Caridad.

—Aquí te juzgarán —explicó el alguacil.

El sosiego repentino que asaltó a Caridad al traspasar el frontón clásico que cubría las tres puertas del edificio —después del escándalo que formaba la multitud en la plaza—, se desvaneció tan pronto como se encontró a los pies de la escalinata que dividía el edificio en dos: porteros de maza, alguaciles, escribanos, abogados, procuradores y fiscales; detenidos y reos, familiares de aquellos; comerciantes y hasta nobles. Todos iban y venían, con prisas, crispados, hablando a gritos, cargados con legajos o arrastrando a los presos. Caridad se encogió; muchos la miraban, otros la apartaban de su paso sin contemplaciones. Siguió al alguacil hasta una antesala en la que esperaron en pie. El alguacil habló con uno de los porteros de maza y señaló hacia Caridad; el hombre la observó, luego comprobó en sus papeles y asintió.

Cada mañana, temprano, los diversos alguaciles daban cuenta a los alcaldes de los cuarteles en los que se dividía Madrid, y a cuyas órdenes se sometían, del resultado de sus rondas nocturnas, de los detenidos y de cualquier incidente que se hubiera producido. Cada mañana, los alcaldes de cuartel de Madrid, reunidos en la Sala de Alcaldes, preparaban un informe para el Consejo en el que dejaban constancia de todos esos incidentes: las muertes, incluidas las naturales o accidentales; los heridos que habían ingresado en los hospitales; los sucesos acaecidos en las comedias o en los paseos; los resultados de la inspección del alcalde del repeso, haciendo especial mención del estado de abastecimiento y precio de los víveres que se vendían en la plaza Mayor, en la Carnicería y en los demás puestos públicos. Cada mañana, después de oír misa en la capilla, los alcaldes, divididos en dos salas, juzgaban a los delincuentes y veían los pleitos civiles.

Caridad fue llevada a la sala segunda.

Después de presenciar junto al alguacil cómo entraban los delincuentes en la sala para salir a los pocos minutos, algunos compungidos, otros airados, llegó su turno. Hundió la mirada en el entablado de madera oscura tan pronto como vislumbró su interior: hombres vestidos de negro con birretes y pelucas, todos a un nivel superior, sentados tras imponentes mesas desde las que se sintió escrutada. Sin embargo, no le concedieron la menor importancia. Una prostituta. Un tema menor de aquellos que juzgaban y sentenciaban al instante, sin mayores trámites, fulminando al reo.

—Don Alejandro —dijo uno de los hombres que se sentaban frente a ella—, abogado de pobres. Don Alejandro te defenderá.

Desconcertada, Caridad alzó la mirada y, en lo que se le presentó como una distancia insalvable en aquella gran sala, acomodado en un estrado que se elevaba por encima de todos los demás, vio a un hombre que señalaba a su derecha. Siguió la dirección de su dedo para toparse con otro hombre que ni siquiera le devolvió la mirada, absorto como estaba en la lectura de unos papeles. «Caridad Hidalgo…» Antes incluso de que hubiera tenido tiempo de volver a esconder su mirada, el escribano había dado comienzo a la lectura de la denuncia efectuada por el alguacil que la había detenido. Luego, el fiscal la interrogó:

—Caridad Hidalgo, ¿qué hacías a altas horas de la noche, sola, en las calles de Madrid?

Ella titubeó.

—¡Contesta! —gritó el alcalde.

—Yo… Tenía sed —murmuró.

—¡Tenía sed! —resonó en la sala—. ¿Y pretendías saciar tu sed con dos hombres? ¿Esa es la sed que tenías?

—No.

—¡Te detuvieron casi desnuda junto a dos hombres que te besaban y manoseaban! ¿Es eso cierto?

—Sí —titubeó ella.

—¿Acaso te forzaban?

—Sí. Yo no quería…

—¿Y esto? ¿Qué es esto? —aulló el fiscal.

Caridad levantó la mirada del suelo y la dirigió hacia el fiscal. En su mano brillaba el zafiro falso.

Transcurrieron unos segundos antes de que intentara contestar.

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