—¿Lo entiendes? —añadió.
Martín alzó la cabeza. Él mismo se sentía avergonzado por la actitud de su familia.
—Sí —contestó.
—No te preocupes por mí, ya me espabilaré. Debo… debo encontrar a una persona…
—¿La morena? —le interrumpió Martín.
—Sí.
—¿Es a la que también condenaron en Triana?
—Sí. No lo comentes con nadie.
—Se lo juro por la sangre de los Vega —afirmó el muchacho.
Cumpliría, se dijo Melchor.
—Bien. El problema eres tú.
Martín acogió las palabras con extrañeza.
—Tienes que desaparecer, muchacho. Aquí, en Madrid, un día u otro te matarán. Sé que te dolerá lo que voy a decir, pero no te fíes de nadie, ni siquiera de tu padre. Él, probablemente… seguro que no te desea ningún mal, pero podría verse obligado a elegir entre tú y el resto de la familia. Debes marcharte de Madrid. Ve a despedirte de tu padre y márchate, esta misma noche si es posible. No busques protección en los de tu familia aunque sea en otras ciudades, aunque tu padre insista, porque te encontrarán. Tampoco sé dónde hay otros Vega, me temo que todos están detenidos. Sin embargo, hay un lugar en la raya de Portugal, Barrancos, donde encontrarás protección. Toma el camino a Mérida y después desvíate hacia Jerez de los Caballeros. Desde allí es fácil llegar. Busca a un estanquero llamado Méndez y dile que vas de mi parte; él te ayudará y te enseñará el arte del contrabando. Tampoco te fíes de él, pero mientras le seas útil no tendrás problemas.
Melchor miró al muchacho de arriba abajo. Solo contaba quince años, pero acababa de demostrar mayor arrojo y valía que su propio padre. Era gitano. Un Vega, y los de su estirpe salían adelante.
—¿Me has entendido?
Martín asintió.
—Pues aquí nos separamos, aunque presiento que si el demonio no me reclama antes, volveremos a encontrarnos.
Melchor todavía lo mantenía agarrado de los hombros. Un ligero temblor se trasladó a las palmas de sus manos. Acercó al muchacho y lo abrazó con fuerza. ¡El nieto que su hija no le había concedido!
—Otra cosa —le advirtió después de separarse—: ahí fuera hay gente peor que los García. No empuñes la navaja hasta que hayas aprendido a utilizarla con soltura. —Melchor lo zarandeó al recuerdo de su embate en el mesón, la navaja por delante como si se tratase de una pica—. No te dejes cegar por la ira en las reyertas, eso solo te llevará al error y a la muerte, y piensa que de nada sirve el valor si no se pliega a la inteligencia.
El amanecer alcanzó a Melchor recostado contra la pared del almacén de bacalao del portillo de Embajadores, con el barranco que había detrás de la cerca abriéndose a sus pies. Ahí terminaba la ciudad; ahí se había escondido para pasar el resto de la noche tras despedirse del joven Martín. La noche y el cansancio le habían sumido en un sueño constantemente interrumpido por la imagen de Caridad. En unas ocasiones, Melchor trataba de convencerse de la imposibilidad de que la morena hubiera escapado con el tajador; en otras, se veía atenazado por la angustia cuando daba vueltas a su paradero. Sin moverse, trató de ordenar sus ideas: lo buscarían, los García y los suyos lo estarían buscando; no podía acudir a nadie y no tenía ni un real. Ni siquiera su navaja o la casaca amarilla. Resopló. Mal comienzo. Los García se lo habían quitado todo. Debía encontrar a Caridad. «No es posible que se haya ido con otro hombre», se dijo una vez más a la luz del sol, pero entonces… ¿por qué no había esperado en la posada? Diez, once, veinte días si fuera necesario. La morena era capaz de ello, era paciente como la que más y contaba con dineros suficientes como para haber hecho frente a los gastos. Al tiempo que un escalofrío recorría su columna vertebral, desechó de su mente la posibilidad de que le hubiera sucedido alguna desgracia, de que alguien la hubiera forzado y matado. No. La justicia, tal vez. ¿La habrían detenido? En ese caso habrían detenido también a Alfonsa por esconderla en una posada secreta; además la morena tenía sus documentos en regla y nunca se metía en líos, cuando menos voluntariamente, sonrió el gitano al recuerdo de las playas de Manilva y las corachas de tabaco que le habían robado. Solo se le ocurría… Era una mujer tremendamente deseable, voluptuosa, negra como el ébano, llamativa, fascinante para un Madrid entregado a la lujuria. Cualquier rufián podría obtener muy buenos beneficios de ella. Se le encogió el estómago y tembló al imaginar a Caridad de mano en mano, ignominiosamente vendida en cualquier tugurio asqueroso. ¡Daría con ella! Se levantó entumecido, apoyándose en la pared. Absorto en sus pensamientos, no se había percatado de que las gentes de Madrid ya estaban en pie, trabajando. Debajo del barranco, en un llano, se comerciaba con caballerías. Estiró el cuello y la brisa le trajo la algarabía del mercadeo y los relinchos y rebuznos de los animales, no así su olor, velado por el que provenía del almacén de bacalao. Las aguas con las que los empleados de la Junta de Abastos remojaban el bacalao salado para su venta posterior se vertían al barranco. Madrid consumía bacalao, más que cualquier otro pescado, como sardinas, merluzas o bonitos. Los piadosos cristianos españoles pagaban a sus enemigos acérrimos, los heréticos ingleses, ingentes cantidades de dinero por el abasto del suficiente bacalao salado para sus innumerables días de abstinencia. Los caballos, el olor a pescado le trajo a la memoria Triana, el Guadalquivir, el puente de barcas que la unía con Sevilla, el callejón de San Miguel y la gitanería. Allí, entre naranjos, había encontrado a Caridad. Y Milagros, ¿qué sería de su niña? ¿Le habría perdonado ya? El Carmona mereció aquel navajazo. Suspiró mientras pensaba que Ana era la única que podía arreglarlo. Era su madre. A ella la escucharía… si conseguía su liberación.
Madrid vivía en las calles, que terminaron convirtiéndose también en el hogar del gitano, confundido entre el ejército de mendigos que las poblaban; llevaba la pierna derecha entablillada por debajo del calzón para simular una cojera, e iba ataviado con una vieja montera y una manta raída, ambas hurtadas, con la que se tapaba hasta cubrir parte del rostro incluso en el calor del verano.
Melchor se lanzó en busca de Caridad. Recorrió los barrios de los once cuarteles en los que se dividía Madrid. Ya fuera en Lavapiés, en Afligidos, en Maravillas o en cualquier otro, dejaba transcurrir los días sentado en calles y plazas, atento a las rondas de los alcaldes que podían detenerle, tanto como al diario ir y venir de las mujeres madrileñas: a misa, a comprar comida, con cántaros a por agua, a hornear el pan, a lavar la ropa, a vender los remiendos que hacían en sus casas o a todo tipo de mandados; pocas de ellas permanecían en el interior de sus lúgubres viviendas más de lo estrictamente necesario, y el gitano escuchaba el bullicio de sus conversaciones y presenciaba sus numerosas disputas.
Los hombres. Ellos eran la causa de las riñas más enconadas entre las mujeres de una sociedad en la que solteras, viudas y abandonadas superaban por millares a las casadas. Se repetía que no sería difícil reconocer a una negra entre todas aquellas mujeres. Vio varias; a unas las desechó incluso desde la distancia, a otras las persiguió cojeando hasta llevarse una decepción. En los días festivos, casi cien al año gracias al celo eclesiástico, veía a las madrileñas abandonar sus casas sonrientes, coquetas, acicaladas y ataviadas a la española: cinturas estrechas y generosos escotes, mantillas y peinetas, y las seguía al soto de Migascalientes, a la pradera del Corregidor o a la fuente de la Teja, donde flirteaban con los hombres y merendaban, cantaban y bailaban hasta que estos se liaban a pedradas entre ellos. Tampoco allí encontró a la morena.
Sin embargo, era por la noche cuando Melchor más se movía. Buscaba prostitutas.
—Todavía eres bella —las halagaba—. Pero… —simulaba dudar—, quisiera algo especial.
Antes de que le insultaran o le escupieran como habían hecho algunas de ellas, Melchor les mostraba sus dineros.
—¿Como qué? —podían responder a la vista de las monedas.
—Una niña virgen…
—En tu vida tendrás dinero suficiente.
—Pues… una negra. Una negra, sí. ¿Sabes de alguna?
Las había. Lo llevaron de aquí para allá, a callejones oscuros y a habitaciones míseras. En todas las ocasiones, malbarató con las celestinas los pocos dineros que tanto le costaba reunir a base de trapicheos.
—¡No! Una negra de verdad —insistía después si percibía que aquella mujer conocía del oficio—. Quiero una negra, negra. Joven, hermosa. Pagaré lo que sea. Encuéntramela y te pagaré bien.
Dinero. Aquel era su mayor problema. Sin dinero no podía alimentar la avidez de las varias meretrices a las que había encargado que buscasen a Caridad. Su sustento lo tenía arreglado con la Iglesia, pero hacía ya tiempo que no fumaba un cigarro o bebía una buena jarra de vino. «¡Mucho debo de quererte, morena!», se decía al pasar de largo cualquiera de los numerosos mesones y botillerías. Si el hambre acuciaba, se sumaba a las largas colas de indigentes que se plantaban a las puertas de un convento en espera de la sopa boba que diariamente se repartía en la mayoría de ellos. También estaba atento a la ronda de pan y huevo que noche tras noche salía de la iglesia de los Alemanes para atender a los necesitados. Tres hermanos de la cofradía del Refugio —uno de ellos sacerdote—, junto a un criado que iluminaba las calles con un farol, alternaban en sus rondas los barrios de Madrid para recoger a los muertos, trasladar a los enfermos a los hospitales, ofrecer consuelo espiritual a los agonizantes y alimento a los demás: un pedazo de pan y dos huevos cocidos; huevos grandes como correspondía a una hermandad de prestigio, porque los pequeños, los que pasaban por un agujero que los cofrades tenían hecho en una tablilla de madera para comprobar su grosor, los desechaban.
Hurtaba, y todo, salvo una navaja que decidió guardar, lo destinaba a pagar la búsqueda de Caridad. Recordó la forma en que Martín le había liberado y, al igual que hizo el muchacho, se introducía en las filas de los rosarios callejeros hasta que mediante insidias logró enfrentar a dos de ellos, uno que había partido de San Andrés, el otro del convento de San Francisco, que fueron a cruzarse en la plazuela de la puerta de Moros. En el caos que se originó con la pelea logró hacerse con varios objetos que luego revendió. Ardid similar utilizó con un grupo de ciegos. Melchor se sentía atraído por aquel ejército de invidentes que recorría las calles y plazas de Madrid; España era país de ciegos, tantos que algunos médicos extranjeros achacaban ese mal a la costumbre de sangrarse para presentar la piel pálida o restablecer los humores del cuerpo. Los ciegos se desplazaban en grupos llamando a la gente para recitarles historias, tocar música y cantar, siempre con una ristra de pliegos pinzados a un cordel en los que constaban las letras de las canciones o el texto de las obras que recitaban y que imprimían en pequeños talleres clandestinos, sin autorización, sin pago de tasas reales y sin someterlos a censura. Vendían los pliegos a muy bajo precio a quienes los escuchaban, y los humildes los compraban; hablaban de ellos mismos, de los manolos de la capital, ensalzaban su gallardía, sus costumbres y su denuedo por mantener vivo el espíritu español al tiempo que se mofaban y despreciaban todo lo que tuviera aire afrancesado. Los ciegos eran desconfiados por naturaleza, y bastaba con colarles una moneda falsa para que se liasen a bastonazos y las gentes que los rodeaban a puñetazos. El gitano lo consiguió en dos ocasiones, en las que aprovechó el barullo para hurtar cuanto pudo, pero la tercera vez que lo intentó fue como si los ciegos lo olieran y le insultaron a gritos antes de que se acercase.
También lo reconocieron algunas prostitutas. «¿Sigues empeñado en tu negra?», le soltó una de ellas. «¡No me molestes!», gritó una segunda. «¡A otra con ese cuento, imbécil!»
¿Cuánto tiempo llevaba tras la morena? El verano y parte del otoño habían quedado atrás; el frío arreciaba y hasta había tenido que buscar refugio por las noches en alguno de los muchos hospitales de Madrid. Añoró el clima templado de Triana. En ocasiones no lo admitieron, aduciendo que ya estaba lleno, y tenía que dirigirse al gran hospital de los Alemanes, de donde partía la ronda de pan y huevo, y que ocupaba toda una manzana entera entre la Corredera Baja de San Pablo y la calle de la Ballesta.
Caridad no estaba, tuvo que convencerse un día que amaneció plomizo y frío. De vez en cuando interrumpía su búsqueda para conocer las gestiones para la liberación de su hija; iba tan a menudo a la escribanía de Carlos Pueyo, en el portal de Roperos de la calle Mayor, que el escribano ya no le atendía y le remitía a un oficial malcarado que lo despedía de malos modos. Un día que lo recibió fue para decirle que el embudista quería más dinero, echando por tierra las ilusiones que se había hecho Melchor. El gitano protestó. El otro se encogió de hombros. Melchor gritó.
—Si prefieres dejarlo aquí y que no continuemos… —le interrumpió el escribano.
Melchor echó mano de su navaja. El oficial que atendía al escribano, advertido, se plantó tras él y le encañonó con un mosquete.
—No es ese el camino, Melchor —cortó con calma Carlos Pueyo—. Los funcionarios son avaros. Exigen más dinero, eso es todo.
—Lo tendrá —le escupió el gitano al tiempo que guardaba su navaja y sopesaba si lanzarle o no una amenaza. No lo hizo—. Deme tiempo —pidió en su lugar.
Todo el del mundo, obtuvo. ¿Qué le quedaba? No daba con Caridad pese a haber recorrido una y otra vez Madrid y sus lupanares. Ver libre a su hija había ido ganando terreno en sus anhelos hasta convertirse en una obsesión, y dependía de aquel escribano que le sangraba amparado tras un embudista al que ni siquiera conocía. Ese día gastó los pocos reales que le quedaban en cigarros y vino, a rostro descubierto, sin manta alguna que le cubriera, con la pierna derecha cosquilleando sin cesar, libre de la presión de las tablas que la habían mantenido inútil durante meses. El tabaco, concluyó para sí mientras giraba y giraba en sus manos una jarra de vino ya vacía; esa era la única manera de obtener el dinero que le exigía el escribano. Luego, con los sentidos embotados, ajeno al bullicio de la gente, cruzó la ciudad en dirección a la puerta de Segovia. Nada tenía que recoger para afrontar el viaje, de nadie tenía que despedirse. Estaba solo. Antes de cruzar el puente sobre el ruin Manzanares, volvió la vista hacia Madrid.
—No lo he conseguido, morena —susurró con la voz tomada; el palacio real en construcción se alzaba en un cerro sobre él, nublado a causa de las lágrimas que acudían a sus ojos—. Lo siento. De verdad lo siento, Cachita.