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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (80 page)

BOOK: La reina descalza
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—Continúe con ella —le interrumpió el marqués—. Tendría que buscar otro sacerdote y eso sería una molestia —añadió torciendo el gesto—. Además, si se fuera, no podría contemplar los relojes, y sabe que eso satisface mi vanidad.

El marqués sonrió en una actitud que el fraile advirtió franca.

—Le considero una buena persona, páter. Estoy convencido de que la señora marquesa no pondrá ninguna objeción.

Dorotea no lo hizo. De hecho, la despedida se zanjó de forma fría y apresurada —la esperaban sus amigas, se excusó ella dejándolo con la palabra en la boca—, por lo que fray Joaquín continuó atendiendo la capilla particular de la casa del marqués, generosamente beneficiada por este con dineros suficientes a cambio de unas cuantas misas por las ánimas de los ancestros del noble a las que solo acudían un par o tres de criados.

¿Dónde estaba Milagros? En una sola tarde, fray Joaquín vio cómo todos sus principios se desmoronaban. Pese a sus deseos, había conseguido mantenerse al margen: idolatrar a Milagros. Sin embargo, tras ser testigo de su caída, le asaltaron las dudas sobre lo que debía hacer. Estaba casada, ¿cómo podía permitir su esposo…? ¿De verdad se había prostituido? La mueca con que el marqués de Caja acogió la pregunta cuando el fraile se decidió a hacérsela se lo confirmó.

—¡No puede ser! —se le escapó.

—Sí, padre. Pero no conmigo —añadió el noble con prontitud ante la expresión del fraile—. ¿A qué viene su interés? —inquirió cuando fray Joaquín le preguntó si sabía dónde vivía la Descalza.

El fraile apretó los labios y no respondió.

—De acuerdo —cedió don Ignacio ante su silencio.

El marqués envió a su secretario a interesarse por la situación y en unos días hizo llamar al fraile. Le contó de la sentencia de la Sala de Alcaldes.

—Sin duda es la más oportuna —añadió como de pasada—. Hoy mismo la han puesto en libertad.

Luego le proporcionó una dirección en la calle del Amor de Dios.

Allí se apostó el fraile. Solo quería verla y ayudarla si era preciso. Alejó de su mente la preocupación acerca de qué haría cuando eso sucediese… si sucedía. No quería hacerse ilusiones como el día en que corrió tras ella en Triana. El problema con el que se topó fue que existían tres edificios marcados con el número cuatro en la calle del Amor de Dios.

—No se puede saber —le contestó un parroquiano al que preguntó—. Mire, padre, el asunto es que al que se le ha ocurrido numerar los edificios lo ha hecho rodeando las manzanas de casas, por lo que efectivamente muchos números se repiten. Sucede en todo Madrid. Si en lugar de rodear las manzanas lo hubieran hecho por calles, linealmente, como en otras ciudades, no tendríamos ese problema.

—¿Sabe… sabe en cuál de ellos vive la Descalza?

—¿No me dirá que un religioso como usted…? —le reprochó el hombre.

—No me juzgue mal —se defendió fray Joaquín—, se lo ruego.

—Allí era donde se detenían las literas para llevarla a las comedias —gruñó el hombre señalando un edificio.

Fray Joaquín no se atrevió a subir. Tampoco preguntó a un par de vecinos que entraron y salieron del inmueble. «En realidad, ¿qué pretendo?», se preguntó. Paseando de arriba abajo la calle una y otra vez, le pilló el anochecer. La noche era templada pero, pese a ello, cerró el cuello de su hábito y se refugió en un portal frontero. Quizá al día siguiente podría verla… En aquella duda estaba cuando vio a dos hombres que se dirigían hacia el edificio. Uno era un alguacil, con su vara repicando sobre el suelo; el otro, Pedro García. No le costó reconocerlo. Más de una vez se lo había señalado alguna piadosa parroquiana en Triana a causa de aquellos amoríos que después tenía que correr a arreglar el Conde, su abuelo. «El esposo de Milagros», se lamentó. Poco podía hacer si estaba él. ¿Cómo había consentido que su mujer se prostituyese? ¿Era eso lo que le diría si salía a su paso? Ambos hombres accedieron al edificio y él se quedó a la espera, sin saber bien por qué. Algo después, salió una vieja cargada con un jergón y dos atados. Gitana también, pudo verle el rostro a la luz de la luna: su tez la delataba. Parecía que se preparaban para marcharse, para abandonar la casa. Fray Joaquín estaba nervioso. Le sudaban las manos. ¿Qué sucedía allí arriba? Al poco vio salir del inmueble al alguacil.

—¡Apártate de esa bestia o te matará a ti también! —escuchó que advertía a la vieja gitana.

«¿Te matará a ti también?»

De repente, fray Joaquín se encontró en el centro de la calle.

—¿La matará? —balbució frente al alguacil.

—¿Qué hace usted aquí, padre? No son horas…

Pero el fraile ya había echado a correr escaleras arriba. «La matará», resonaba frenéticamente en sus oídos.

—¡Detente! —jadeó tras asomarse a la única puerta abierta y ver a Pedro dispuesto a degollar a una mujer.

El gitano volvió la cabeza y reconoció, sorprendido, a fray Joaquín.

—Triana queda muy lejos, padre —escupió, liberando a Milagros y enfrentándose a él navaja en mano.

La visión del cuerpo desnudo de Milagros distrajo por un instante a fray Joaquín.

El gitano se acercaba a él.

—¿Te gusta mi esposa? —preguntó con cinismo—. Disfruta de ella porque será lo último que veas antes de morir.

Fray Joaquín reaccionó pero no supo qué hacer contra aquel hombre fuerte y armado que destilaba ira por todos sus poros. En un solo segundo se le encogieron los testículos y un sudor frío le empapó la espalda.

—¡Socorro! —acertó a gritar entonces mientras reculaba hacia el rellano.

—¡Calla!

—¡Ayuda!

El gitano lanzó un primer navajazo. Fray Joaquín trastabilló al esquivarlo. Pedro atacó de nuevo, pero fray Joaquín logró atenazar su muñeca. No resistiría mucho, comprendió sin embargo.

—¡Socorro! —Utilizó la otra mano en ayuda de la primera—. ¡A mí! ¡La ronda! ¡Llamad a la ronda!

Pedro García le pateaba y golpeaba con la mano libre, pero fray Joaquín solo estaba pendiente de aquella en la que tenía la navaja, cerca, rozando ya su rostro. Continuó chillando, ajeno a la paliza que estaba recibiendo.

—¿Qué sucede? —se escuchó en las escaleras.

—¡Avisad a la ronda! —exclamó una mujer.

A los gritos de fray Joaquín en la noche se sumaron los de los propios vecinos del edificio y hasta los de los fronteros, hombres y mujeres asomados a los balcones.

Se oyeron pasos en las escaleras y más gritos.

—¡Allí!

—¡Socorro! —El auxilio que preveía próximo dio fuerzas a fray Joaquín para continuar gritando.

Alguien llegó al rellano.

Pedro García supo que estaba perdido. Soltó la navaja y el fraile cedió en un pulso que se veía incapaz de soportar por más tiempo, momento en que el gitano aprovechó para empujarlo y lanzarse escaleras abajo, llevándose por delante a la gente que subía por ellas.

40

Bastaban un par de troncos para calentar la pequeña casa de un solo piso, comedor junto al hogar y dormitorio, en las afueras de Torrejón de Ardoz. En el silencio de la noche, el aroma a leña quemada se mezclaba con el del tabaco que Caridad exhalaba en grandes volutas. Sola, sentada a la mesa, dejó reposar el cigarro sobre un platito de barro cocido para hacer funcionar, una vez más, el mecanismo del juguete que representaba la plantación de tabaco. La repetitiva musiquilla metálica que tan bien conocía inundó la estancia tan pronto como Caridad soltó la llavecita que había girado hasta su tope. Cogió el cigarro, chupó fuerte y lanzó una lenta bocanada de humo sobre las figurillas que giraban en torno a la ceiba, el árbol sagrado, y las plantas de tabaco. En el otro extremo del mundo, más allá del océano, muchos negros estarían en ese mismo momento cortando y cargando tabaco. Los jesuitas de la Casa Grande de Torrejón le habían asegurado que las horas iban al revés, que cuando aquí era de noche, allí era de día, pero por más que intentaron explicarle la razón, ella no llegó a entenderla. Sus pensamientos volaron hacia los esclavos con los que había compartido sufrimientos: hacia María… María era la tercera de aquella fila de figuras de hojalata que giraban y giraban; había creído encontrar cierto parecido con ella, aunque poco lograba recordar ya de las facciones de su amiga. Terminó identificando al pequeño Marcelo con el muchacho que daba vueltas sin cesar cargado con una coracha. Cuando Marcelo pasaba al lado del capataz que levantaba y bajaba el brazo con el látigo, Caridad cerraba los ojos. «¿Qué habrá sido de mi niño?», sollozó.

—Todos los negros lo quieren, siempre ríe —le había comentado al padre Luis, uno de los jesuitas de la Casa Grande un día que le llevó una partida de buen tabaco.

—Caridad, por poco que se parezca a ti, no me cabe duda alguna —afirmó el otro.

El padre Luis le prometió que buscaría noticias de Marcelo, «siempre que me sigas trayendo tabaco», añadió al tiempo que le guiñaba un ojo.

La Compañía de Jesús, como otras órdenes religiosas, era propietaria de aquellos ingenios azucareros en los que se explotaba a los negros. Se sintió contrariada al escuchar al jesuita recitar con orgullo algunos de sus nombres: San Ignacio de Río Blanco, San Juan Bautista de Poveda, Nuestra Señora de Aránzazu y Barrutia… ¿Por qué alguien que creía que la esclavitud era buena iba a preocuparse por la suerte de un criollito?

—¿Sucede algo, Cachita? —preguntó el padre Luis ante el repentino cambio de expresión en el semblante de Caridad.

—Recordaba a mi niño —mintió ella.

Pero cuando sí lo recordaba, como a tantos otros, como a Melchor y a Milagros, era mientras contemplaba el juguete mecánico en aquella pequeña casita que, a través del padre Valerio, tenía arrendada a los jesuitas. El silencio y la soledad de las largas noches castellanas la entristecían. Por eso, a pesar de su elevado precio, se decidió a comprar el artilugio que había visto en la covachuela de la Puerta del Sol y que la acercaba a los suyos, a los negros y a los que no lo eran. Al fin y al cabo, ¿para qué quería ella el dinero?

No había transcurrido un año desde que Caridad había llegado a Torrejón de Ardoz cuando Herminia huyó con su primo Antón. Lo hizo una noche, sin tan siquiera despedirse de ella. Instintivamente, Caridad protegió sus sentimientos. ¡Otra persona que desaparecía de su vida! Se volcó en el trabajo del tabaco, y al volver a casa los gritos de Rosario y la permanente ira que rezumaba la nodriza por la traición de su esposo la mantenían en constante tensión, siempre pendiente de lo que pudiera suceder. Durante unos días, los tíos de Herminia no supieron qué hacer con Caridad, que aún vivía en aquel cobertizo anexo a la casa. Fue el fiscal del Consejo de Guerra, el padre de Cristóbal, quien decidió por ellos. Enterado por las autoridades del pueblo de lo sucedido con Rosario, el hombre se personó de improviso, acompañado de un médico, un secretario y un par de criados. Sin conceder excesiva importancia al pequeño Cristóbal, envuelto como un capullo en sus lienzos blancos, exigió la presencia de cuantos allí vivían y, en ese mismo lugar, sin dejar de lanzar insolentes miradas a Caridad, el médico sometió a la nodriza a un examen exhaustivo. Inspeccionó su cuerpo, sus caderas, sus piernas y sus grandes pechos, que sopesó de conformidad. Luego se centró en sus pezones.

—¿Con qué los cuidas? —inquirió.

—Con cera virgen, aceite de almendra dulce y grasa de ballena —contestó con seriedad Rosario, al tiempo que le alcanzaba un frasco con el ungüento, que el médico olió y palpó—. Luego me los lavo con jabón —explicó la nodriza.

Lo más importante, no obstante, era la leche. El galeno, como si de una compleja operación se tratara, extrajo de su maletín una botella de cristal y cuello alargado cuyo fondo calentó al fuego. Agarró la botella con un trapo, introdujo el pezón por la boca del cuello y presionó contra el pecho para que no entrase aire. A medida que la ampolla se enfriaba, la leche de Rosario fue vertiéndose en su interior.

Con el fiscal a su lado, el médico la observó al trasluz, la removió, la olió y la cató.

—No huele —comentó mientras el otro aprobaba con la cabeza—, es mantecosa y dulce; blanca azulada y no muy espesa.

»Acércate. Ven aquí —ordenó luego al hijo mayor de Rosario, que no se adelantó hasta recibir un empujón por parte de su abuelo. El médico echó la cabeza del niño hacia atrás, abrió uno de sus ojos y vertió algunas gotas de leche en él—. Tampoco irrita —sentenció al cabo de unos minutos.

Aconsejado por su médico, el fiscal permitió que Rosario continuara amamantando a Cristóbal.

—Su excelencia no consiente que su hijo conviva con una negra —añadió de malos modos sin embargo el secretario cuando ya los demás se encaminaban hacia la puerta.

Don Valerio acudió raudo en su ayuda y le proporcionó la casita: no iba a permitir que Caridad tuviese el menor problema. A base de dedicación y un trabajo que no parecía cansarla en absoluto, había conseguido excelentes resultados. El párroco confió en ella, la dejó hacer y Caridad modificó todo el sistema que hasta entonces habían utilizado Marcial y Fermín. Escogió las semillas y plantó las posturas. A lo largo del mes que tardaban en crecer preparó y aró el terreno a conciencia para trasplantar las posturas que consideró mejores. Día tras día vigiló el crecimiento del tabacal; utilizó una azada corta para desherbar el terreno; desbotonó y deshijó los chupones de las plantas para que las hojas crecieran más y mejor, y hasta se la vio cargada con cubos de agua cuando creía que el cultivo lo necesitaba. Recolectó hoja por hoja, como se hacía en Cuba; las palpaba, las olía y no cesaba de cantar. Apremió al viejo Fermín para que le consiguiera buenos cujes y, junto al sacristán, selló las ranuras de las maderas del desván para que no se colase entre ellas el olor a incienso de la iglesia. Cuidó pacientemente de la desecación, el curado y la fermentación del tabaco, y con este aún joven, a diferencia de cómo trabajaban en Cuba, en el mismo desván, elaboró con él unos cigarros que, si bien no la satisfacían, nada tenían que ver en aspecto y calidad con el que le había dado Herminia tras liberarla de la Galera.

Don Valerio alabó su trabajo y se mostró generoso. De repente Caridad se encontró con dineros y viviendo en una casa sin nadie que le diera órdenes. «Eres libre, negra», se decía a menudo en voz alta. «¿Para qué?», venía a contestarse ella misma al instante. ¿Dónde quedaban los suyos? ¿Y Melchor? ¿Qué había sido del hombre que le había descubierto que más allá de esclava podía ser una mujer? A menudo lo lloraba por las noches.

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