La reina descalza (81 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Los algo más de mil habitantes de Torrejón de Ardoz contaban con dos hospitales con un par de camas cada uno de ellos para refugio de peregrinos, enfermos y desamparados; también tenían iglesia, carnicería y una pescadería que además vendía aceite, así como mercería, taberna y tres mesones. No existían más comercios, ni siquiera disponían de horno de pan. Quienes, como Caridad, no lo amasaban en casa, lo adquirían de los vendedores que lo llevaban diariamente de los pueblos cercanos. En aquel ambiente cerrado, tuvo que desenvolverse Caridad. La protección de don Valerio y la simpatía de los jesuitas le garantizaban libertad de movimientos, pero la mayoría de las mujeres recelaban de ella, y las que no, se topaban con una mujer de pocas palabras que no buscaba la compañía de nadie y que, por más que hubiera cambiado, todavía tenía el instinto de clavar la mirada en tierra cuando un blanco desconocido se dirigía a ella. En cuanto a los hombres… era consciente de la lascivia con la que muchos de aquellos toscos agricultores contemplaban sus andares. Un mundo nuevo se abrió para ella y fue el viejo Fermín quien la acompañó en su andadura: le enseñó a comprar y a utilizar aquellas monedas cuyo valor desconocía.

—Herminia me dijo que costaba mucho dinero —dijo Caridad el día en que, enterada de que el sacristán iba a Madrid y, para consternación del hombre, le entregó cuanto tenía con el encargo de que comprase el juguete mecánico.

Fermín también le enseñó a cocinar olla podrida, en la que Caridad, tarareando con alegría, terminaba vertiendo indiscriminadamente todos los ingredientes de los que disponía y que, junto al pan y algunas frutas, pasó a convertirse en su dieta habitual. Con todo, lo que más le complacía eran las almendras garrapiñadas que elaboraban las monjas del convento de San Diego de Alcalá de Henares y que solo podían comprarse a través del torno. Don Valerio, incluso don Luis o cualquier otro de los jesuitas, acostumbraban a regalarle aquellos sabrosos dulces cuando acudían a realizar alguna gestión en la población vecina, y en esas ocasiones, terminado el trabajo, ella se sentaba por las noches a la puerta de su casa con los extensos trigales, la luna y el silencio como toda compañía, y se deleitaba saboreándolos. Se trataba de unos momentos de calma en los que la soledad en la que vivía dejaba de torturarla y Melchor, Milagros, la vieja María, Herminia y su pequeño Marcelo se desvanecían al sentir el placer del almíbar en su boca y al debatirse en esa pugna constante que mantenía consigo misma por reservar alguna de las garrapiñadas para el día siguiente. Nunca lo conseguía.

Una de esas noches en que Caridad se encontraba distraída como una niña, la voz de un hombre la sobresaltó.

—¿Qué comes, morena?

Caridad escondió el paquete de garrapiñadas a su espalda. Pese al silencio que reinaba, no los había oído llegar: dos hombres, sucios, desharrapados. «Mendigos», se dijo.

—¿Qué has escondido? —inquirió el otro.

Fermín la había advertido. Don Valerio y don Luis también. «Una mujer como tú, sola… Atranca la puerta de tu casa.» Los mendigos se acercaban. Caridad se levantó. Era más alta que ellos. Y debía de ser más fuerte, pensó ante aquellos cuerpos demacrados por el hambre y la miseria, pero eran dos, y si iban armados, poco podría hacer ella.

—¿Qué queréis? —El tono enérgico de su voz la sorprendió.

A los otros también. Se detuvieron. No empuñaban ningún arma, quizá no tenían, aunque Caridad vio que portaban toscos bastones. Le dolió soltar el paquete de garrapiñadas pero lo hizo; luego agarró la silla y la interpuso en su camino, algo alzada, amenazante. Los mendigos se miraron.

—Solo queríamos algo de comer.

El cambio de actitud infundió valentía en Caridad. El hambre era una sensación que conocía bien.

—Tirad esos palos. Lejos —exigió cuando los otros se disponían a obedecerla—. Ahora podéis acercaros —añadió sin soltar la silla.

—No pretendemos hacerte daño, morena, solo…

Caridad los contempló y se sintió fuerte. Ella estaba bien alimentada y llevaba mucho tiempo trabajando los campos, esforzándose, arando, cargando plantas y plantas. Soltó la silla y se agachó a recoger las garrapiñadas.

—Sé que no me haréis daño —aseveró entonces dándoles la espalda—, pero no porque no queráis, que eso no lo sé, sino porque no podéis —añadió para borrar la sonrisa con que se topó al enfrentarse de nuevo a ellos.

Servando y Lucio, así se llamaban los mendigos a los que Caridad alimentó con los restos de la olla podrida.

La noche siguiente atrancó la puerta; ellos la aporrearon y suplicaron, y al final les abrió. Al otro día ni siquiera esperaron a que finalizara su trabajo en el desván de la sacristía: holgazaneaban alrededor de la casa cuando ella llegó.

—¡Fuera! —les gritó desde lejos.

—Caridad…

—Por Dios…

—¡Largo!

—Una última vez…

Se hallaba ya junto a ellos. Iba a amenazarles con avisar al alguacil, eso le había aconsejado Fermín al saber de quiénes se trataba, pero se fijó en una pequeña brasa en la mano de Servando.

—¿Qué es eso? —inquirió señalándola.

—¿Esto? —preguntó a su vez el otro mostrando un cigarrillo.

Caridad se lo pidió. Servando le entregó un pequeño canuto de tabaco picado liado en papel basto y grueso que Caridad examinó con curiosidad. Conocía las tusas, cigarrillos como aquellos liados con hojas de maíz seco. Nadie quería fumarlas.

—Es barato —terció Lucio—. Es lo que fumamos los que no podemos comprar cigarros como los que tú fumas.

—¿Dónde los venden? —preguntó ella.

—En ningún sitio. Está prohibido. Cada uno elabora el suyo.

Caridad fumó del cigarrillo. Caliente. Tosió. Repugnante. En cualquier caso…, pensó, disponía de abundantes restos que cuando tenía tiempo picaba y liaba en cigarros que ya ni don Valerio aceptaba. Esa noche, Servando y Lucio volvieron a comer olla podrida. Repitieron otras muchas. Le proveyeron de papel, el que fuera, que Caridad cortaba en pequeños rectángulos y rellenaba con la picadura. Los primeros cigarrillos se los fió. Le pagaron al volver a por más. En poco tiempo, Caridad tuvo que empezar a seleccionar las peores hojas de tabaco, que antes habría destinado a la elaboración de cigarros, para hacer picadura con ellas y envolverla en los rectángulos de papel. Continuó con los cigarros que correspondían a don Valerio y con los de los jesuitas, escogiendo las hojas de mejor calidad; respetó también su propia fuma, por supuesto, pero el resto y todos los sobrantes los dedicó a los cigarrillos.

Llegó el día en que Fermín tuvo que desplazarse hasta Madrid para canjearle dos saquillos a reventar de reales de vellón y maravedíes por unos maravillosos doblones de oro. El sacristán no aprobaba las actividades de Caridad y la previno.

—No sé la razón por la que te he cobrado afecto —reconoció sin embargo después de regañarla y entregarle los doblones de oro.

—Porque eres como aquella vieja de la que te hablé cuando nos conocimos: gruñón, pero buena persona.

—Esta buena persona no podrá hacer nada por ti si te detienen…

—Fermín —le interrumpió ella alargando la última vocal—, también me podían detener cuando hacía cigarros solo para don Valerio, pero entonces no me advertiste de nada.

El viejo sacristán escondió la mirada.

—No me gustan esos dos con los que trabajas —dijo al cabo—. No me fío de ellos.

En esta ocasión fue Caridad la que guardó silencio unos instantes. Luego sonrió y, sin saber por qué, el rostro de Melchor volvió a su memoria. ¿Qué habría contestado el gitano?

Esa noche de primavera, mientras contemplaba los giros de aquel juguete mecánico, Caridad recordó la respuesta que entonces le dio al sacristán.

«Hoy no me han fallado. Mañana… ya veremos.»

41

—Avisad a la ronda.

—¿Qué ha sucedido?

Muchos de los vecinos del inmueble se arremolinaron alrededor del fraile. Un par de ellos portaban candiles. «¿Está herido?», repetía una mujer que no dejaba de tocarle. Fray Joaquín jadeaba, congestionado, tembloroso. No conseguía ver a Milagros en el interior del piso. Sí, ahí estaba: había resbalado por la pared y permanecía acuclillada, desnuda. Alcanzó a entrever la luz tenue, la gente apiñada en el descansillo. «¿Le ha hecho daño ese canalla?», insistió la mujer. «Mirad», escuchó él entonces. Le asaltó la angustia al percibir cómo la mayoría de los presentes se volvía y fijaba su atención en la gitana. ¡No debían verla desnuda! Se zafó de la impertinente que palpaba sus brazos y logró abrirse paso a empujones.

—¿Qué miran ustedes? —gritó antes de cerrar la puerta a su espalda.

Llegó a notar el repentino silencio y observó a Milagros. Quiso acercarse a ella, pero en vez de eso permaneció un instante junto a la puerta. La gitana no reaccionaba, como si nadie hubiera entrado.

—Milagros —susurró.

Ella continuó con la mirada perdida. Fray Joaquín se acercó y se acuclilló. Luchó por evitar que sus ojos se desviasen hacia los pechos de la muchacha o hacia…

—Milagros —se apresuró a susurrar de nuevo—, soy Joaquín, fray Joaquín.

Ella alzó un rostro inexpresivo, vacío.

—Virgen Santa, ¿qué te han hecho?

Deseó abrazarla. No se atrevió. Alguien golpeó la puerta. Fray Joaquín escudriñó la habitación. Con una mano alzó la camisa rasgada de la gitana, en el suelo. La falda… Llamaron con mayor ímpetu.

—¡Abrid a la justicia!

No podía consentir que la vieran desnuda, aunque tampoco se atrevía a vestirla, a tocar…

—¡Abrid!

El religioso se puso en pie y se despojó del hábito, que acomodó sobre los hombros de la gitana.

—Levántate, te lo ruego —le susurró.

Se agachó y la tomó del codo. La puerta reventó al impetuoso empuje del hombro de uno de los alguaciles justo cuando Milagros obedecía con docilidad y se ponía en pie. Con manos temblorosas, ajeno a la gente que entraba en la habitación, el fraile abrochó el corchete del hábito por encima de los pechos de Milagros y se volvió para encontrarse con un par de alguaciles y los vecinos del rellano, que observaron la escena, perplejos y desconcertados, aunque la sotana, cerrada, caía a plomo hasta el suelo e impedía que se entreviera el cuerpo de la mujer. De repente fray Joaquín comprendió que no la miraban a ella, sino a él. Despojado del hábito, una vieja camisa y unos simples calzones raídos constituían toda su vestimenta.

—¿Qué es este escándalo? —inquirió uno de los alguaciles después de escrutarle de arriba abajo.

El examen al que se vio sometido avergonzó al religioso.

—El único escándalo que me consta —se revolvió como si con ello pudiera imponerse— es el que han hecho ustedes al romper la puerta.

—Reverendo —replicó el otro—, está usted en paños menores con… con la Descalza —arrastró las palabras antes de continuar—: una mujer casada que viste su sotana y que al parecer…

El alguacil señaló entonces las piernas de Milagros, allí donde el hábito se abría ligeramente y permitía atisbar la forma de sus muslos.

—Está desnuda. ¿No le parece suficiente escándalo?

Los murmullos de los vecinos acompañaron la declaración. Fray Joaquín exigió calma con un movimiento de sus manos, como si pudiera así frenar las acusaciones de quienes le observaban.

—Todo tiene una explicación…

—Eso es precisamente lo que le he pedido al principio.

—De acuerdo —cedió él—, pero ¿es necesario que se entere todo Madrid?

—¡A sus casas! —ordenó el alguacil tras reflexionar unos instantes—. Es tarde y mañana tendrán que trabajar. ¡Fuera! —terminó gritando ante su remoloneo.

A la postre no supo cómo explicarlo. ¿Debía denunciar a Pedro García? No la había herido; nadie lo tendría en cuenta. El gitano volvería… Por otra parte, si creyesen la denuncia, ¿qué sucedería entonces con Milagros? Se daba el caso de testigos a los que se les encarcelaba hasta que llegaba el juicio, y Milagros… ya había tenido bastantes problemas con la justicia. ¿Qué hacía él, un fraile, allí, en la casa de la Descalza?, le preguntó de nuevo el alguacil sin dejar de mirar a Milagros, que seguía indiferente a cuanto sucedía, embutida en la sotana. Fray Joaquín continuaba pensando: quería estar con Milagros, ayudarla, defenderla…

—¿Quién le ha atacado en el descansillo? —quiso saber el alguacil—. Los vecinos decían…

—¡Su excelencia el marqués de Caja! —improvisó el religioso.

—¿El marqués le ha atacado?

—No, no, no. Quiero decir que el señor marqués les proporcionará cuantas referencias deseen sobre mí; dispongo del beneficio de su capilla particular…, soy… he sido el tutor de su señora esposa, la marquesa, y…

—¿Y ella?

El alguacil señaló a Milagros.

—¿Conocen su historia? —Fray Joaquín frunció los labios al volverse hacia la gitana. No vio a los alguaciles, pero supo que ambos habían asentido—. Necesita ayuda. Yo me haré cargo.

—Tendremos que dar parte de este incidente a la Sala de Alcaldes, ¿lo comprende?

—Hablen primero con su excelencia. Se lo ruego.

La despertó el bullicio de la calle Mayor, extraño, diferente al de la calle del Amor de Dios. La luz que entraba por la ventana dañó sus ojos. ¿Dónde estaba? Un camastro. Una habitación estrecha y alargada con… Trató de fijar la visión: una imagen de la Virgen presidiendo la estancia. Se movió en la cama. Gimió al sentirse desnuda bajo la manta. ¿La habían forzado otra vez? No, no podía ser. Su cabeza quería reventar, pero poco a poco recordó vagamente la punta de la navaja de Pedro recorriendo su cuerpo, sobre su cuello, y la mirada asesina de su esposo. Y luego, ¿qué había sucedido después?

—¿Ya has despertado?

La imperiosa voz de la vieja desconocida no acompañaba sus movimientos, lentos, dolorosos. Se acercó con dificultad y dejó caer ropa sobre la cama; la suya, comprobó Milagros.

—Va a dar el mediodía, vístete —le ordenó.

—Dame un poco de vino —pidió ella.

—No puedes beber.

—¿Por qué?

—Vístete —repitió, hosca.

Milagros se sintió incapaz de discutir. La vieja anduvo cansina hasta la ventana y la abrió de par en par. Una corriente de aire fresco se coló junto con el escándalo del trajinar de los mercaderes y del transitar de los carruajes. Luego se encaminó hacia la puerta.

—¿Dónde estoy?

—En casa de fray Joaquín —contestó ella antes de salir—. Parece que te conoce.

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