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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (84 page)

BOOK: La reina descalza
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—Solo tengo esto. —Mostró unos cuantos cigarrillos de papel en la palma de su mano.

Melchor soltó una carcajada.

—Te he pedido tabaco, ¿qué es esto?

El otro replicó con un gesto de indiferencia.

—Cigarrillos —contestó.

—¿Ahora los venden ya liados?

—Sí. La mayoría de la gente no tiene dinero para comprar un pedazo de cuerda del Brasil y rasparla cada vez que quiere liar un cigarrillo. Así, ya liados, compran solo lo que quieren fumar.

—Pero entonces no pueden comprobar el tabaco que fuman —reparó Melchor.

—Ya, así es —convino el otro—. Pero son de buena calidad. Dicen que los elabora una negra cubana que entiende de tabaco.

Un temblor sacudió al gitano.

—Los cigarrillos de la negra, los llaman.

La música cesó en los oídos de Melchor y la gente pareció desvanecerse. Presentía… Cogió con extrema delicadeza uno de los cigarrillos y lo olió.

—Morena —susurró.

43

En el año de 1754 se multiplicaron los memoriales y las peticiones de indulto dirigidas a las autoridades por parte de los gitanos detenidos. Nunca habían dejado de llegar súplicas. En los pueblos continuaban tramitándose los expedientes secretos, por más que el marqués de la Ensenada hubiera dispuesto años atrás que ya no eran pertinentes, y los concejos reclamaban a los gitanos avecindados en sus términos, la mayoría de ellos herreros de profesión, labor esta a la que no se dedicaban los cristianos viejos por considerarla ruin.

Habían transcurrido más de cuatro años desde la gran redada, y ese era el tiempo de cárcel al que eran condenados los vagabundos. A falta de señalamiento del plazo de reclusión, los gitanos pretendieron equipararse a estos últimos. No habían cometido ningún delito, sostenían en sus súplicas, y llevaban años de trabajos forzados.

El gobernador del arsenal de Cartagena llegó incluso a apoyar la libertad de los gitanos, y propuso que, de no atenderse sus peticiones, se les señalara plazo de condena.

Los ruegos de los gitanos no prosperaron. De hecho, las autoridades ordenaron a los gobernadores de los arsenales dejar de dar curso a sus instancias, como si de una simple molestia se tratara. Prosperaron algunos indultos particulares, promovidos con tesón por mujeres que no cejaban en su empeño por liberar a sus parientes, pero aquellas decisiones arbitrarias no conseguían más que enfurecer a la gran mayoría que continuaba presa.

Mientras, las condiciones de vida de hombres y mujeres empeoraban. Los arsenales de Cádiz, así como los de Cartagena y El Ferrol, adonde habían sido trasladados parte de los presos del primero tras una penosa travesía marítima que acabó con la vida de muchos de ellos, seguían careciendo de instalaciones para acogerlos, y aquellos hombres separados de sus familias, maltrechos, peor tratados que los esclavos, desesperados ante una condena de por vida, continuaban rebelándose, amotinándose e incluso fugándose. Pocas de esas evasiones llegaron a buen fin, pero no por ello dejaron de intentarlo los gitanos, aun cargados de cadenas.

Las mujeres, encarceladas en la Misericordia de Zaragoza y en el depósito de Valencia, sufrían, si cabe, mayores penalidades. Ellas no eran productivas; nadie había conseguido hacerlas trabajar, y los dineros del rey para mantenerlas no llegaban. Hambre y miseria. Enfermedades. Intentos de fuga, algunos consumados. Desobediencia e insumisión permanentes. Si a los hombres se los aherrojaba, a las mujeres se las mantenía casi desnudas, cubiertas las más con simples harapos incluso a riesgo de no encontrar sacerdotes dispuestos a predicar ante aquel rebaño de almas perdidas. Las autoridades sostenían que en cuanto se les proporcionaban ropas, escapaban.

Familias dispersas y matrimonios alejados por cientos de leguas de distancia. Las niñas continuaron junto a sus madres, si las tenían, y el azar las había llevado por los mismos derroteros; los niños sufrieron las mayores injusticias. En la gran redada, los mayores de siete años acompañaron a sus padres, tíos y hermanos mayores a los arsenales, pero los que inicialmente estuvieron en el grupo de las mujeres crecieron en cautiverio. Ya en el depósito de Málaga, antes de ser trasladadas a la Misericordia de Zaragoza, las gitanas intentaron esconder a los muchachos que superaban la edad apta para el trabajo. Como habían requisado sus papeles, las autoridades de los depósitos no podían saber su edad exacta, que sus madres disminuían aprovechando su escaso desarrollo, fruto de la mala alimentación. Con todo, antes de su partida, veinticinco chicos mayores de once años fueron separados a la fuerza de sus madres para ser conducidos a los arsenales. Lo mismo sucedió en Valencia, donde se hacinaban casi quinientas mujeres. Allí fueron cuarenta los muchachos a los que se separó violentamente de sus madres y familiares. Algunos llegaron a encontrarse con sus padres y hermanos, otros descubrieron que los habían llevado a un arsenal diferente, o que sus familiares habían sido trasladados a otro —como sucedió con los de Cádiz, que fueron llevados al Ferrol—, o simplemente que ya habían fallecido.

Los muchachos detenidos en la Real Casa de la Misericordia de Zaragoza no fueron una excepción. Aquel año de 1754, cerca de una treintena, Salvador entre ellos, fueron destinados a los arsenales; el campo en el que habían dormido al raso se aprovechó para plantar trigo, de acuerdo con las instrucciones que dio la condesa de Aranda al conocer la decisión.

Cerca de medio millar de gitanas presenciaron la partida de los chicos entre las fuertes medidas de seguridad adoptadas por el regidor, que pidió refuerzos y dispuso a los soldados entre unos y otras. Las bayonetas caladas, las armas prestas a abrir fuego contra los jóvenes. La actitud de los militares amedrentó a las desharrapadas mujeres, que, agarradas de las manos, llorando, buscaban apoyo las unas en las otras mientras contemplaban en silencio el lento caminar de una fila de muchachos que pugnaban por mantener la entereza. Todas se sentían madres o hermanas. Casi cinco años de penalidades, de hambre y de miserias; sus esfuerzos, su resistencia, la lucha de todas ellas parecían desvanecerse con la marcha de unos muchachos cuya única ofensa era haber nacido gitanos. Ana Vega, en primera fila, con los ojos anegados en lágrimas clavados en Salvador, lo sintió igual que muchas otras: aquellos jóvenes habían simbolizado el futuro y la pervivencia de su raza, de su pueblo; la única esperanza que les quedaba en esa prisión sin sentido.

Un quejido roto, largo y hondo se alzó de entre la abigarrada masa de mujeres. Las hubo que temblaron, encogidas. «¡Deblica barea!», escuchó Ana Vega gritar al poner fin a la primera copla. Los muchachos afirmaron el paso e irguieron la cabeza ante la alabanza a su magnífica diosa; algunos de ellos se llevaron las manos a los ojos, rápida, furtivamente, mientras tomaban la puerta de la Misericordia. La debla acompañó sus pasos y continuó desgarrando el ánimo de las gitanas, ya libres del acoso de los soldados, pero quietas, hasta mucho después de que las sombras de sus hijos se perdieran en la distancia.

Melchor comprendió que de nada le servirían allí las amenazas con las que había conseguido que el vendedor de vino de las afueras de la plaza de toros revelase cómo obtenía los cigarrillos que llamaban de la negra. El hombre se opuso, pero la punta de la navaja de Melchor sobre sus riñones le hizo cambiar de opinión. Los cigarrillos se distribuían a través de los traperos de Madrid, que recorrían las calles de la Villa y Corte recogiendo trapos, papeles y todo tipo de desechos y desperdicios con los que comerciaban. Desde antiguo, además, los traperos también tenían que hacerse cargo de los muchos animales que morían en el interior de la ciudad y transportar los cadáveres hasta un muladar en las afueras, más allá del puente de Toledo, donde los despellejaban para aprovechar el cuero de las caballerías.

Melchor observó el lugar en la noche: confundidos entre el humo de las hogueras en las que ardían los huesos y demás restos de los animales, cerca de un centenar de traperos daban cuenta de los caballos muertos ese día en la plaza de toros: unos los despellejaban, otros se esforzaban por mantener a distancia a las jaurías de perros que pretendían hacerse con los despojos. Había preguntado a uno de ellos, un tipo cubierto de sangre que sostenía un gran cuchillo de desollar en sus manos.

—¿Cigarrillos? ¿Qué cigarrillos? —le contestó de malos modos, sin tan siquiera detenerse—. Aquí nadie sabe de eso. No te busques problemas, gitano.

Se trataba de hombres y mujeres duros, curtidos en la miseria, que no vacilarían en enfrentarse a ellos. Melchor dudó en ofrecerles dinero por la información. Se lo robarían sin más, luego los descuartizarían allí mismo y los echarían al fuego… Quizá ni se tomasen esa molestia. Vio cómo el trapero al que había preguntado hablaba con otros y les señalaba. Un grupo acudió a su encuentro.

—Vete, Martín —susurró al tiempo que le golpeaba en el costado.

—Tío, llevo años oyéndole suspirar por las noches por esa mujer…

—¡Vosotros dos! —gritó entonces uno de los traperos.

—No me perdería esto por nada del mundo —terminó de decir el joven.

—Tienen tanto miedo de que los denunciemos como de perder el negocio —logró advertir Melchor antes de que los cinco traperos, sucios y desharrapados, cubiertos de sangre, se plantaran a un paso de ellos, todos provistos de cuchillos y herramientas.

—¿A qué ese interés por los cigarrillos? —inquirió uno arrugado y calvo, menudo entre los demás.

—Mi interés no es por los cigarrillos, sino por la negra que los hace.

—¿Qué tienes tú con la negra? —terció otro.

Melchor esbozo una sonrisa.

—La amo —confesó abiertamente.

Uno de los traperos dio un respingo; otro ladeó la cabeza y entornó los ojos para escrutarlo en la oscuridad. Incluso Martín se volvió hacia él. La sinceridad con la que Melchor llegó a proclamar su amor pareció suavizar la tensión. Se escuchó una risa, más alegre que cínica.

—¿Un gitano ajado y una negra?

Melchor apretó los labios y asintió antes de contestar:

—¿La conocéis?

Ellos negaron.

—Si la escuchaseis cantar, lo entenderíais.

La conversación captó la atención de otros traperos; hombres y mujeres se acercaron al grupo.

—El gitano dice que ama a la negra de los cigarrillos —explicó uno de ellos a los demás.

—Y ella… —fue una mujer la que formuló la cuestión al vuelo—, ¿te corresponde? ¿Te ama a ti?

—Creo que sí. Sí —afirmó rotundo después de pensarlo durante un instante.

—¡Terminemos con ellos! —propuso el calvo menudo—. No podemos fiarnos…

Un par de hombres se adelantaron resueltos hacia los gitanos, con los grandes cuchillos por delante, mientras otros los rodeaban.

—Gonzalo, ¡vosotros! —una mujer, a cuya pierna se agarraba una pequeña desnuda, interrumpió el ataque—, no estropeéis la única cosa bonita que ha pasado dentro de… —abarcó con un movimiento de la mano el muladar pestilente, el humo alzándose de las hogueras en la noche, todo él sembrado de cadáveres y despojos—, de esta inmundicia.

—El gitano se hará con el negocio —se quejó uno de los hombres.

Melchor decidió callar ante la amenaza de los cuchillos de aquellos dos hombres; sabía que su suerte y la de Martín dependían de la sensibilidad de un grupo de mujeres que probablemente hacía mucho tiempo que ni siquiera escuchaban la palabra amor. «Morena —pensó entonces, tenso—, otro lío en el que estoy metido por tu causa—. ¡Debo de quererte!» Percibió el nerviosismo en Martín; podrían repeler a los dos que tenían delante, pero los demás se abalanzarían sobre ellos sin piedad. Olía ya la muerte cuando una tercera mujer intervino.

—¿Y qué haría, vender él cigarrillos a lo largo y ancho de la ciudad? Eso solo podemos hacerlo nosotros.

—Algún día nos descubrirán y nos arrepentiremos —opinó con desánimo la de la niña, al tiempo que acariciaba la sucia mejilla de la pequeña—. Ya se habla demasiado de los cigarrillos de la negra. La próxima vez quizá venga la ronda en lugar del gitano; ya veis lo fácil que es enterarse de a qué nos dedicamos. Las penas son duras en esto del tabaco, lo sabéis. Perderemos esposos e hijos. Casi preferiría que el gitano se quedase con el negocio.

—No pretendo quedarme con nada —intervino entonces Melchor—. Solo quiero encontrarla.

En el centellear del fuego de las hogueras sobre los rostros de los hombres, Melchor los vio consultarse con la mirada.

—Tiene razón —escuchó de boca de uno de ellos, por detrás—. El otro día, un mesonero de la calle Toledo me advirtió de que los alguaciles de la ronda andaban haciendo preguntas sobre los cigarrillos. No tardarán en dar con quien nos delate. ¿Para qué vamos a matar a estos dos si mañana igual ya no tenemos nada?

Amanecía cuando llegaron a Torrejón de Ardoz. Servando, uno de los mendigos que actuaba como intermediario y que esa misma noche acudió a pasar unas cuentas que iban a ser abultadas debido a la corrida de toros, se obcecó en defender el secreto que tan buenos beneficios le reportaba.

—Gitano —saltó una de las mujeres, harta de discusiones que retrasaban el trabajo con las caballerías muertas—, consigue tú solo que te lleve hasta tu amada.

Servando retrocedió un par de pasos tan pronto como los traperos se retiraron a sus menesteres y quedó a solas con Melchor y Martín.

—¿Cómo se llama la negra?

Esto fue lo único que hablaron con el mendigo ya de camino a Torrejón. Melchor necesitaba oírlo, confirmar sus presentimientos.

—¿Quieres encontrarla y no sabes cómo se llama?

—Contesta.

—Caridad.

Cuando Servando les señaló la pequeña casa de adobe que lindaba con los trigales, Melchor se arrepintió de no haberle sonsacado más información al mendigo. Había transcurrido mucho tiempo. ¿Continuaría sola? Podría… podría haber encontrado otro hombre. El tropel de fantásticas ilusiones que habían animado sus pasos al oír el nombre de Caridad se tambaleó ahora a la vista de aquella casita que parecía refulgir a la luz de los primeros rayos de sol primaverales. ¿Le querría? Quizá le guardase rencor por haberla abandonado en la posada secreta… Los tres se hallaban parados a cierta distancia de la casa. Servando los apremió a continuar, pero Martín lo detuvo con un autoritario gesto de su mano. ¿Cómo habría sido su vida durante esos años?, se decía Melchor, incapaz de controlar su ansiedad. ¿Qué derroteros la habían llevado hasta allí? ¿Qué…?

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