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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (92 page)

BOOK: La reina descalza
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—¡Rafael García, entréganos al Galeote y a su nieta!

La rotunda orden de la Ximénez devolvió a Ana a la realidad y se apresuró a ponerse al lado de la anciana matriarca. Las demás mujeres, todas a una, volvieron a apiñarse a su alrededor. Atrás quedó fray Joaquín, que sostenía en brazos el cadáver de Luisa Vega.

Rafael García titubeó.

—No pienso… —acertó a decir.

Una sarta de improperios se elevó de las gitanas: «¡Perro!» «¡Suéltalos!» «¡Payo!» «¡Cabrón!» «¿Dónde los tienes?» Alguien del callejón reveló el escondite en un susurro. «¡En una fosa en la herrería de los García!», se repitió a voz en grito.

El grupo de gitanas avanzó hacia la herrería, ubicada delante de ellas, empujando a Ana y a la Ximénez. La matriarca alzó su bastón cuando casi iba a topar con los hombres. Los empellones cesaron para permitirle hablar.

—Rafael, tienes la oportunidad de…

—La venganza es de Pascual Carmona —la interrumpió el Conde—. No debo…

—¡La venganza es nuestra! —se escuchó por detrás—, de las mujeres que hemos sufrido.

—¡De las gitanas!

—Apártate, hijo de puta.

Ana Vega escupió las palabras a solo un paso del viejo, que buscó ayuda en los otros jefes, pero estos se apartaron de él. Rafael García alzó la mirada hacia la ventana, en busca del apoyo de su esposa Reyes, y lanzó un suspiro de decepción al comprobar que nadie respondía. Ni siquiera la Trianera se atrevía a enfrentarse a las demás.

—¿Vais a permitir que se opongan a una sentencia del consejo y que escape un asesino? —gritó nervioso a los demás gitanos del callejón, la mayoría de ellos se arracimaban a los lados y por detrás de las mujeres.

—¿Vas a matarlas también a ellas, a todas? —replicó alguien.

—¡A ti no te importa vengar al Carmona! —gritó una mujer—. ¡Solo quieres matar al Galeote!

El Conde iba a contestar, pero antes de que pudiera hacerlo, se encontró con la punta del bastón de la Ximénez sobre su pecho.

—Hazte a un lado —masculló la matriarca.

Rafael García se resistió.

—No las dejéis pasar —ordenó entonces a su gente.

Los García, los únicos que se interponían en el acceso a la herrería, agarraron con fuerza y elevaron a media altura los martillos y las herramientas que hasta entonces habían mantenido indolentes en sus manos.

La amenaza produjo un silencio expectante. Ana Vega fue a abalanzarse sobre el Conde cuando una anciana de los Camacho se adelantó hasta ellos por uno de los lados.

—Ana Vega ha pagado lo suficiente por lo que hizo su padre y lo que pueda haber hecho su hija. ¡Todos lo hemos comprobado! Incluso Luisa ha muerto por la libertad que exigen los Vega. Rafael: aparta a tu gente.

La anciana buscó y obtuvo una seña de aprobación por parte del jefe de su familia antes de continuar.

—Si no lo haces, nosotros, los Camacho, las defenderemos contra los tuyos.

Un escalofrío recorrió la espalda de Ana Vega. ¡La familia Camacho, del mismo callejón, la defendía y con ello defendían el perdón para su padre! Quiso agradecérselo a la anciana, pero antes de que pudiera acercarse a ella, otras dos mujeres, estas de los Flores, se sumaron a la primera. Y otra, y una más. Todas de distintas familias, ante las miradas entre resignadas y aprobadoras de sus hombres. Ana sonrió. Alguien le echó un gran pañuelo amarillo de largos flecos sobre los hombros justo antes de que se encaminase hacia el interior de la herrería. Nadie osó impedirle el acceso.

49

Entre los aplausos y vítores de la multitud que se apretujaba en la herrería, Ana abrazó a su hija en cuanto consiguieron extraerla de la fosa. Deslumbrada aun con la escasa luz que se colaba, Milagros la oyó, la sintió, la olió y se agarró a ella con fuerza. Se pidieron mil veces perdón, se besaron, se acariciaron el rostro y se limpiaron las lágrimas la una a la otra, riendo y llorando al tiempo. Luego, por exigencia de Melchor, desataron y subieron a una aturdida Caridad, quien, tan pronto como recuperó la visión, se dirigió a un rincón entre la curiosidad de quienes no sabían de ella. Por último, el gitano que había descendido a la fosa ayudó a salir a Melchor.

—¡Padre! —gritó Ana.

Melchor, entumecido, se dejó abrazar sin apenas corresponder a las muestras de cariño de su hija y se libró con premura de sus brazos, como si no quisiera que ninguna otra emoción turbase su espíritu. El gesto heló la sangre de Ana.

—¿Padre? —preguntó separándose de él.

Los aplausos y comentarios de las gitanas cesaron.

—¿Y mi navaja? —exigió Melchor.

—Padre…

—Abuelo… —se acercó Milagros.

—¡Rafael! —gritó Melchor apartando a ambas mujeres.

El Galeote intentó andar, pero las piernas le fallaron. Cuando su hija y su nieta trataron de ayudarle, él se soltó de sus manos. Quería aguantar en pie por sí solo. Lo consiguió y dio un paso adelante. La sangre corrió de nuevo y logró dar el siguiente.

—¿Dónde está tu nieto? —aulló Melchor—. ¡He venido a matar a ese perro sarnoso!

Ana Ximénez, la primera frente al gitano, se apartó; las demás la fueron imitando y se abrió un pasillo hasta el callejón. Ana y Milagros vacilaron, no así Caridad, que corrió en pos de su hombre.

—Cachita —alcanzó a rogarle Milagros, rozando uno de sus brazos con la mano.

—Debe hacerlo —sentenció Caridad sin detenerse.

Madre e hija se apresuraron tras ella.

—¿Dónde está tu nieto? Te dije que venía a matarlo —soltó Melchor a un Rafael García que no se había movido de la puerta de su casa.

Caridad apretó puños y dientes en apoyo de las palabras del gitano; Ana Vega, por el contrario, solo reparó en la arrogancia con que el Conde acogió la amenaza. Sin el refulgir de la hoja de una navaja en la mano, su padre se le mostró pequeño e indefenso. Los años tampoco habían pasado en vano para él, lamentó. Ambas mujeres cruzaron sus miradas. ¡Cuánta resolución había en el semblante de la morena, pensó Ana, qué diferente de la última vez que la vio, caída en tierra, ingenua, cubierta con su sempiterno sombrero de paja mientras ella, atada a la cuerda con las demás detenidas, le rogaba que cuidara de Milagros! También su hija había cambiado. Se volvió hacia ella, ¿dónde…?

—Pensaba que huirías confundido entre las mujeres —se oyó en ese momento replicar a Rafael García con sarcasmo, la voz potente.

Entre la contestación del Conde y la ausencia de Milagros, Ana sintió un tremendo vértigo. ¿Dónde…? Temió lo peor.

—¡Padre! —gritó al descubrir a Milagros cruzando ya el umbral que daba al patio del corral de vecinos de los García, unos pasos más allá de la puerta de la herrería.

Ana se lanzó en persecución de su hija antes de que Melchor llegara a comprender lo que sucedía. Algunas mujeres la siguieron. Milagros había alcanzado la galería del piso superior cuando Ana accedió al patio.

—¡Milagros! —trató de detenerla.

Ella saltó los escalones que le faltaban.

—¿Dónde está mi niña! —Empujó a dos viejas García y se abrió paso por la galería—. ¡María!

La cabeza de Bartola asomó por la puerta de uno de los pisos.

—¡Hija de puta! —le gritó Milagros.

Desde las escaleras, Ana la vio, vestida de negro, correr y entrar en aquel piso.

—¡Rápido! —azuzó a las que la seguían.

Cuando entraron en tropel en el piso, las mujeres se encontraron con la niña, que lloraba y forcejeaba, en brazos de una joven y hermosa gitana. Milagros, frente a ellas, jadeante por la carrera y con los brazos tendidos hacia su hija, se había quedado inmóvil ante la fría mirada de Bartola y de Reyes, la Trianera, como si temiera que dar un paso más pudiera poner en peligro a la pequeña María.

—Es mi hija —musitó Milagros.

—¡Dásela! —ordenó Ana a la joven.

—No lo hará sin el consentimiento de su padre —se opuso la Trianera.

—Reyes —masculló Ana Vega—, dile que entregue la niña a su madre.

—¿A una puta? No pienso…

La Trianera no pudo continuar. Milagros se abalanzó sobre ella rugiendo como un animal. La empujó con las dos manos y cayeron al suelo, donde empezó a golpearla. Ana Vega no perdió un instante: se adelantó hasta la joven y le arrebató a María sin resistencia. El llanto de la pequeña y los gritos de Milagros inundaron la estancia y llegaron al callejón. Ana apretó a María contra sí y contempló la paliza con la que Milagros pretendía vengar en Reyes años de suplicio. No hizo nada por detenerla. Cuando la gente se amontonaba en la puerta y Ana percibió la presencia de algunos hombres, se acercó a Milagros y se acuclilló.

—Coge a tu hija —le dijo.

Salieron de la estancia justo en el momento en que Rafael García enfilaba la galería. Se cruzaron con él. Milagros trataba en vano de calmar a su pequeña. Le temblaban las manos y le faltaba el aliento, pero su mirada era tan brillante, tan victoriosa, que el Conde se alarmó, las sorteó, preocupado, y apresuró el paso en dirección a su casa.

—Enséñasela a tu abuelo. Pon a la niña en sus brazos. Corre, hija. Quizá así podamos evitar la tragedia. Cuando yo lo hice, muchos años atrás, lo conseguí.

Mientras Ana trataba de impedir que Melchor se enfrentara a muerte con Pedro García, en el interior de la habitación la Trianera, sentada en el suelo, magullada, sentenciaba al gitano.

—Ve a por Pedro —farfulló a su esposo. Desde la ventana, había escuchado el reto lanzado por Melchor—. Que pelee con el Galeote. Le será fácil con ese viejo. Dile que lo mate, que le saque los ojos delante de su familia, ¡que le raje las entrañas y me las traiga!

Abajo, en el callejón, Melchor no quiso tocar a la niña.

—El García te matará, padre. Ya eres… eres mucho mayor que él.

Milagros volvió a acercársela. Caridad lo observaba todo a cierta distancia, quieta, en silencio. El gitano ni siquiera alargó su mano.

—Pedro es malo, abuelo —apuntó con los brazos extendidos, mostrándole a la niña, que aún sollozaba.

Melchor hizo una mueca antes de replicar.

—Ese hijo de puta todavía tiene que conocer al diablo.

—Le matará.

—En ese caso, le esperaré en el infierno.

—Estamos todos, padre, sanos —intervino Ana—. Hemos conseguido reunirnos. Aprovechemos. Vayámonos de aquí. Vivamos…

—Dile que no lo haga, Cachita —rogó Milagros.

Ana se sumó a la súplica con la mirada. Incluso la Ximénez y algunas otras que estaban atentas a la conversación se volvieron hacia Caridad, que no obstante permaneció en silencio hasta que Melchor clavó sus ojos en ella.

—Me has enseñado a vivir, gitano. Si no te enfrentases a Pedro, ¿sentirías lo mismo al escucharme cantar?

El silencio fue suficiente respuesta.

—Acaba con ese malnacido, pues. No temas —dijo con un triste esbozo de sonrisa—, como te dije, te acompañaré al infierno y seguiré cantando para ti.

Ana bajó la cabeza, vencida, y Milagros estrechó a la pequeña contra su pecho.

—¡Galeote!

El grito del Conde, plantado a la puerta del corral de vecinos, acalló conversaciones y paralizó a las gentes.

—¡Toma! —Lanzó una navaja a los pies de Melchor—. En cuanto llegue, tendrás oportunidad de pelear con mi nieto.

Melchor se agachó para recoger su navaja.

—Límpiala bien —agregó el Conde al ver cómo el otro la restregaba contra su chaqueta roja—, porque si Pedro no acaba contigo, lo haré yo.

—¡No! —se opuso Ana Ximénez—. Rafael García, Melchor Vega, con esta pelea a muerte terminará todo. Si venciese Pedro, nadie deberá molestar a las Vega…

—¿Y la niña?

—¿Para qué quieres sangre Vega en tu casa?

El Conde pensó unos instantes y acabó asintiendo.

—La niña se quedará con su madre. ¡Nadie buscará nueva venganza en ellas! Ni siquiera tu nieto, ¿de acuerdo?

El patriarca volvió a asentir.

—¿Lo juras? ¿Lo juras? —insistió la gitana ante el simple movimiento de cabeza con el que el otro quiso cerrar el compromiso.

—Lo juro.

—Si por el contrario fuese Melchor… —Ella misma dudó ante sus propias palabras, y no pudo evitar una rápida mirada de lástima hacia el Galeote, como la que le dirigieron muchos de los allí presentes—. Si Melchor derrotase a Pedro, la sentencia se considerará cumplida.

—La venganza corresponde a los Carmona —alegó entonces el Conde—, y Pascual no está para jurarlo.

Ana Ximénez asintió pensativa.

—No podemos estar todas aquí esperando a que vuelva. Reúne al consejo de ancianos —dijo entonces—, que vengan todos los de la familia Carmona.

Esa misma tarde, la matriarca representó los intereses de los Vega en un consejo convocado con urgencia. Asistieron los jefes de las familias, los Carmona, muchos de los del callejón y algunas de las gitanas venidas de fuera. Otras se perdieron por Triana y las más se quedaron con Ana y Milagros, llorando el cadáver de Luisa, del que hasta ese momento se había hecho cargo fray Joaquín, y que acomodaron en el patio de uno de los corrales de vecinos.

Se trataba de un patio alargado que se abría entre sendas hileras de casitas de un solo piso y del que no tardó en elevarse el constante plañido de las gitanas, acompañado por gestos de dolor, algunos comedidos, la mayoría exagerados. Confundida entre las mujeres, agotada por el largo calvario sufrido desde que Pedro se la robó en Madrid, Milagros se sentó en un poyo de piedra adosado a la pared de una de las casas, y allí buscó refugio en la hija a la que acababa de recuperar, y a la que acunaba con la mirada perdida en su rostro. Al sentir cómo María se adormecía entre sus brazos, relajada, tranquila, confiada, olvidó todas las penurias. No quiso pensar en nada más hasta que entre las largas faldas de las mujeres reconoció las abarcas y el hábito de fray Joaquín, parado junto a ella. Alzó el rostro.

—Gracias —susurró.

Él fue a decir algo, pero la gitana volvió a sumergirse en las dulces facciones de su niña.

Pese a la tristeza por la muerte de Luisa, Ana Vega no se dejó llevar por el funesto ambiente que se vivía en el patio. Fray Joaquín le había contado de las relaciones entre su padre y la morena, pero no llegó a creerle hasta percibir los lazos que efectivamente les unían. Encontró a Caridad, sola, a escasos pasos de donde se hallaba Melchor.

—No quiero que Pedro lo mate —le dijo la gitana luego de situarse a su lado.

—Yo tampoco —contestó la otra.

Ambas miraban a Melchor, erguido en un rincón, quieto, expectante.

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