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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (87 page)

BOOK: La reina descalza
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El desánimo traicionó sin embargo la voz del fraile. Milagros lo percibió y acomodó sus pasos a los de él.

—También es una García —murmuró ella.

—¿Qué?

—La niña. Mi niña. María. También es una García. El odio del abuelo hacia ellos es superior… ¡a todo! Incluso al cariño que pudo tenerme en su día —agregó con un hilo de voz.

Fray Joaquín suspiró, consciente de las contradicciones que azotaban su propio ánimo. Si la veía contenta, ilusionada, él se desmoronaba aterrorizado ante la idea de perderla, pero si la veía sufrir, entonces…, entonces deseaba ayudarla, darle ánimos para que acudiera con su abuelo.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo sin convicción.

—¿Y si no me perdona que me casara con Pedro García? El abuelo…

—Te perdonará.

—Mi madre me repudió por hacerlo. ¡Mi madre!

Llegaron al pie de un cerro, fuera del pueblo. El mayor de los niños los esperaba allí, los demás corrían ya sendero arriba.

Una solitaria casita en lo alto del cerro, a los cuatro vientos, dominaba las tierras; en esa dirección señalaban varios chiquillos.

—¿Es allí? —inquirió fray Joaquín, aprovechando esa pausa para depositar la imagen en el suelo.

—Sí.

—¿Qué hace Melchor ahí arriba, solo? —se preguntó, extrañado.

—No está solo —saltó el chaval—. Vive con la negra.

Milagros quiso decir algo pero no le surgieron las palabras. Tembló y buscó apoyo en el fraile.

—Caridad —susurró este.

—Sí —afirmó el niño—, Caridad. Siempre están ahí, ¿los ven?

Fray Joaquín aguzó la vista hasta vislumbrar dos figuras sentadas delante de la casa, al borde de un barranco.

Milagros, con los ojos húmedos y los sentidos extraviados, no logró ver nada.

—Desde que llegaron —continuó explicando el muchacho— han salido un par de noches a contrabandear. ¡Las dos veces volvieron con dulces! A Caridad le gustan mucho los dulces… y los repartió con nosotros. Y a Gregoria, la niña… —el chaval oteó el sendero de ascenso—, aquella, ¿la ven?, la primera, la pequeñita que más corre, pues a Gregoria le trajeron unas abarcas porque no podía caminar, tenía unas heridas enormes en las plantas de los pies. ¡Miren cómo corre ahora! —Fray Joaquín contempló saltar a la pequeña Gregoria—. Pero el resto del tiempo lo pasan ahí sentados, abrazados, fumando y mirando los campos. Muchas veces subimos a escondidas, pero siempre terminan pillándonos. ¡Gregoria no sabe estarse quieta!

—¿Abrazados?

La pregunta surgió de boca de Milagros, que intentaba secarse los ojos para enfocarlos en lo alto del cerro.

—Sí. ¡Siempre! Se arriman mucho el uno al otro y entonces el Galeote le dice a Caridad: «¡Canta, morena!».

¡Canta, morena! Milagros empezaba a vislumbrar la cumbre. ¡Cachita! Aquella amiga a quien golpeó, insultó, a quien le dijo que no quería volver a verla en su vida.

—¡Gregoria ya ha llegado arriba! —exclamó el niño—. ¡Vamos!

Tanto fray Joaquín como Milagros se irguieron. Las dos figuras que permanecían sentadas se pusieron en pie a la llegada de la pequeña. Gregoria señalaba al pie del cerro. Milagros sintió la mirada de Melchor sobre sí, como si, pese a la distancia, se hallase a solo un paso de él.

—¡Vamos! —insistió el chaval.

Fray Joaquín se agachó para coger la imagen de la Virgen.

—No puedo —gimió entonces la gitana.

Caridad agarró la mano de Melchor y apretó en busca del tacto de aquella palma dura y áspera, curtida por diez años a los remos de una galera y que tanto la tranquilizaba. Eran las mismas palmas que habían recorrido infinidad de veces su cuerpo desde que Melchor apareció en Torrejón; las mismas que ella había bañado en lágrimas mientras las besaba; las que él había llevado a sus mejillas a la espera de una respuesta cuando solo unos días después don Valerio le prohibió que conviviera en pecado mortal con un gitano. «Lo de los traperos no funcionará —le advirtió Melchor—, nos pillarán; terminarán deteniéndonos. Vámonos lejos de aquí. A Barrancos.» La sonrisa con la que accedió Caridad selló el compromiso entre aquel gitano de brillo en la mirada y rostro surcado de arrugas y la antigua esclava negra. Barrancos, donde había nacido su amor, donde se sintió mujer por primera vez, donde la justicia no alcanzaba. Pagaron bien, viajaron rápido en una galera con destino a Extremadura, con la urgencia de dejar atrás tiempos y lugares que solo los habían maltratado.

Melchor, quieto, expectante, con la mirada y los demás sentidos puestos en el pie del cerro, respondió y apretó la mano a su vez. En esta ocasión el contacto del gitano no la tranquilizó: Caridad se supo partícipe del torbellino de inquietudes que asolaban al gitano, porque ella también las sufría. ¡Milagros! Después de tantos años… Sin soltar la mano, desvió la mirada de aquella figura vestida de negro al universo que se abría a sus pies: campos, ríos, vegas, eriales y bosques; todos y cada uno de ellos habían absorbido sus canciones cuando los dos sentados, la vista en el horizonte, en aquella nueva vida que la fortuna les brindaba, complacía a Melchor y alzaba su voz, una voz que a menudo dejaba colgada en el aire para perseguir su reverberación por los senderos que habían recorrido juntos, cargados de tabaco y de un amor que aceleraba sus pasos, sus movimientos, sus sonrisas. Habían vuelto a salir por la noche con las mochilas llenas de tabaco. No necesitaban el dinero; tenían más que suficiente. Solo pretendían volver a pisar aquellos caminos, cruzar el río de nuevo, correr a esconderse al crujido de una rama, dormir al raso… hacer el amor bajo las estrellas. Vivían fundidos el uno en el otro sin más que hacer que mirarse mientras fumaban. Noches de caricias, de sonrisas, de charlas y de largos silencios. Se consolaban de los malos recuerdos, se prometían con un simple roce que jamás nada ni nadie volvería a separarlos.

—¿Por qué no sube? —escuchó de boca del gitano.

Caridad sintió un escalofrío: la brisa que desde los campos golpeaba su rostro le advertía de que la llegada de Milagros trastocaría su felicidad. Deseó que no lo hiciera, que volviera sobre sus pasos… Volvió a fijar la mirada en el pie del cerro justo cuando la gitana iniciaba el ascenso. Melchor apretó con mayor fuerza su mano y se mantuvo así mientras los otros se acercaban.

—¿Fray Joaquín? —dijo con tono de extrañeza el gitano—. ¿Es fray Joaquín?

Caridad no contestó, aunque también reconoció al fraile. Hasta los niños callaron y se hicieron a un lado, serios, graves, ante la llegada de Milagros. Los sollozos contenidos de la gitana taparon cualquier otro sonido. Caridad notó el temblor en la mano de Melchor, en todo él. Milagros se detuvo a unos pasos de distancia, con fray Joaquín detrás de ella, y levantó la vista hacia su abuelo; luego la posó en Caridad y de nuevo la llevó a Melchor. La situación se prolongó. Caridad dejó de sentir los temblores del Galeote. Ella era ahora la que temblaba ante las lágrimas de la gitana, ante la tempestad de recuerdos que acudieron en tropel a su mente. Escuchó aquellas primeras palabras de una joven gitana, ella postrada en el patinejo del corral de vecinos del callejón de San Miguel después de que Melchor la encontrase febril bajo un naranjo; el puente de barcas y la iglesia de los Negritos; la gitanería de la huerta de la Cartuja; los cigarros y su vestido colorado; la vieja María; la detención; la huida por el Andévalo… Desdeñó sus miedos y soltó la mano de Melchor. Se adelantó un paso, corto, indeciso. Los ojos de Milagros suplicaron el siguiente, y Caridad corrió a lanzarse en sus brazos.

—Ve con él —le dijo después del primer abrazo.

Milagros desvió la mirada hacia Melchor, hierático en lo alto.

—Te quiere —añadió Caridad ante la duda que percibió en la joven—, pero, por más que lo esconda o lo niegue, sé que teme que no le hayas perdonado lo… lo de tu padre. Olvidad lo que sucedió —insistió empujándola con suavidad por la espalda.

Milagros dejó atrás a Caridad y a fray Joaquín. Sus propias lágrimas le impidieron percatarse de los ojos húmedos de Melchor. ¿Cuántas veces había tratado de convencerse de que lo de su padre había sido fruto de un arrebato? Quería perdonarlo, sin embargo no podía estar segura de que él hubiera olvidado lo que consideró la máxima traición a la sangre Vega: su matrimonio con Pedro, un eslabón más en la cadena de odios que enfrentaban a ambas familias. ¿Cómo iba Melchor a olvidar a los García? Hacía solo unos años que los García habían intentado matarle…

—¡Maldita sea la Virgen del Buen Aire!

La gitana se detuvo ante la imprecación de su abuelo. Miró horrorizada a Melchor y luego miró hacia atrás y a los lados. ¿Qué pretendía…?

—¿Qué haces disfrazada de cuervo?

Ella se miró las ropas negras como si fuese la primera vez que las veía. Al levantar la vista se encontró con la sonrisa de Melchor.

45

—Me equivoqué de hombre.

La sentencia de Melchor consiguió que Caridad se encogiese en sí misma, más incluso de lo que había venido haciéndolo a medida que escuchaba la cruel y larga historia de Milagros. Los cuatro se hallaban alrededor de la mesa: ellos dos sentados en sus habituales sillas de fondo de tiras de sauce, mientras que la gitana ocupaba un taburete que tenían dispuesto para las visitas que Martín les hacía siempre que volvía de contrabandear por la zona; el fraile permanecía de pie, incómodo, buscando apoyo aquí y allá, hasta que Melchor le traspasaba con la mirada y se quedaba quieto un rato.

Caridad buscó un ápice de la ternura con que Melchor la había mirado hasta ese mismo día, pero encontró unos ojos contraídos y unas pupilas gélidas. Pocas fueron las palabras que el gitano pronunció a lo largo del discurso de su nieta: un escueto «Gracias» en dirección al fraile cuando se enteró de que salvó la vida de Milagros, y breves preguntas sobre la hija que esta había tenido con el García. La más importante, «¿Sabes algo de tu madre?», fue respondida con un sollozo por parte de Milagros. Caridad percibió cómo su hombre reprimía sus emociones. «¡Insulta!», quiso alentarle aun sobrecogida por las palabras de Milagros, a la vista de la tensión que invadía el cuerpo de Melchor, que apoyaba sobre la mesa los puños crispados. «¡Maldice a todos los dioses del universo!», estuvo a punto de gritar cuando consiguió dejar de prestar atención al terrible relato de las violaciones que salía de boca de Milagros y se volvió con la garganta agarrotada hacia el gitano: las venas de su cuello hinchadas, palpitantes. «Reventarán, gitano —se acongojó todavía más—. Reventarán.»

Supo que no debía seguirle cuando, terminada la conversación, él se levantó y se encaminó hacia la puerta de la casa.

—Me equivoqué de hombre —dijo antes de salir.

Al eco de aquellas palabras, Caridad contempló cómo el gitano salía al atardecer rojizo que flotaba sobre las cumbres, retando al mundo entero, en un momento en que incluso el aire que respiraba se había convertido en su enemigo. Mil punzadas vinieron entonces a recordarle las cicatrices de su espalda, aquellas que Melchor había acariciado y besado. El látigo restalló de nuevo en sus oídos. La esclavitud, la vega tabaquera, la cárcel de la Galera… Creía… creía que había dejado atrás definitivamente todo aquello. ¡Ingenua! Disfrutaba de la felicidad junto al gitano, en Barrancos, lejos de todo, «cerca del cielo», susurró agradecida e ilusionada cuando Melchor le indicó la casa que había alquilado en lo alto del cerro. ¡Estúpida! ¡Necia! Luchó contra las lágrimas que le anegaban los ojos. No quería llorar, ni rendirse… Notó la mano de Milagros sobre la suya.

—Cachita —sollozó la gitana, perdida en su propio dolor.

Caridad tardó en responder al contacto. Apretó los labios con fuerza, aunque ni así lograba controlar su temblor. Se sintió débil, mareada. Había escuchado la historia de Milagros con el espíritu roto entre el dolor de la nieta, la ira del abuelo, y el presentimiento de su propia desdicha, saltando frenéticamente del uno al otro siguiendo sus palabras, gestos y silencios. Milagros presionó su mano en busca de un consuelo que Caridad no estaba segura de querer ofrecerle. Enfrentó su mirada a la de ella y las dudas se desvanecieron ante el rostro congestionado de su amiga, los ojos inyectados en sangre, las lágrimas que corrían por sus mejillas. Se abandonó al llanto.

Desde una esquina, angustiado, fray Joaquín presenció cómo las dos mujeres se levantaban con torpeza, y se abrazaban, y lloraban, y trataban de mirarse para balbucir palabras atropelladas, ininteligibles, antes de fundirse de nuevo la una en la otra.

Cayó la noche sin que Melchor hubiera regresado, y Caridad preparó la cena: una buena hogaza de pan blanco, chacina, ajos, cebollas, aceite y carne de membrillo que les había traído Martín. Hablaron poco. Fray Joaquín quiso romper el silencio interesándose por la vida de Caridad. «He sobrevivido», ofreció ella por toda explicación.

—¿Qué estará haciendo Melchor? —preguntó de nuevo el fraile, pasado un largo rato de silencio.

Caridad miró el pedazo de cebolla que sostenía entre los dedos, como si se extrañara de su presencia.

—Reclamando al diablo que le devuelva su espíritu gitano.

La mezcla de amargura y tristeza en la respuesta llevó al fraile a desistir de cualquier otro intento. Aquella no era la esclava recién liberada que rendía la mirada ante los blancos, ni la que dejaba caer un pedacito de hoja de tabaco en la iglesia de San Jacinto mientras canturreaba y se movía adelante y atrás postrada ante la Candelaria. Se trataba de una mujer curtida en unas experiencias que no deseaba contarles, diferente a la que había conocido en Triana. Poco le había costado a fray Joaquín comprender las inquietudes de Caridad: su llegada había roto la felicidad duramente conseguida que había alcanzado. Se volvió hacia Milagros, preguntándose si también ella lo notaba: la gitana masticaba la carne salada y seca con apatía, como si la obligaran a comer. No había hecho comentario alguno acerca de la convivencia de Caridad y Melchor. La casa solo contaba con una habitación, y en ella había un único jergón. Aquí y allá, las escasas pertenencias de uno y otro se veían mezcladas: una brillante chaquetilla roja con ribetes y botonadura dorada que Melchor había olvidado, junto a un mantón de lana que sin duda pertenecía a Caridad. Un único objeto destacaba entre la cotidianidad de los demás: un juguete mecánico en una alacena de piedra. En numerosas ocasiones a lo largo de la tarde, fray Joaquín había mirado el juguete tan pronto como Melchor desviaba sus ojos hacia él con las alusiones que salían de boca de Milagros. «¿Funcionará todavía?», se preguntaba tratando de alejar de sí los recelos que percibía en la actitud del gitano. Fray Joaquín sabía que no había sido bien recibido. Melchor nunca lo aceptaría; era fraile y además payo, como le había advertido en Triana, pero ¿acaso no vivía él con una negra? Pero Melchor jamás consentiría que su nieta, una Vega, de los Vega de la gitanería de la huerta de la Cartuja trianera, se relacionase con él. Lo que fray Joaquín ignoraba era qué opinaba la gitana.

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