—Rafael García —amenazó fray Joaquín—, volveré a por ellos. Si algo les sucede… —Titubeó, sabía que nada lograría solo, que necesitaba ayuda—. Si algo les sucede, el peso de la ley y de la justicia divina caerá sobre ti. ¡Y sobre todos vosotros!
—Se han marchado —anunció Rafael García.
—¿Cómo…! —gritó fray Joaquín airado, gesticulando con aspavientos.
Calló, no obstante, tras una imperativa seña del prior de San Jacinto.
—¿Cuándo se han marchado? —preguntó este.
—Poco después de que fray Joaquín se fuese —respondió con naturalidad Rafael García, parado a la entrada de la herrería, en los bajos del corral de vecinos que ocupaba, donde su extensa familia seguía trabajando sin conceder la menor importancia a la visita de los cinco frailes, incluido el prior del convento de San Jacinto, que acompañaban a fray Joaquín.
Tampoco los gitanos que deambulaban por el callejón parecían prestar atención a la escena. Solo Reyes, por encima de ellos, escondida tras la ventana del primer piso, aguzaba el oído para escuchar la conversación.
—Dijeron que iban a buscarle —añadió Rafael mirando directamente a fray Joaquín—. ¿No se han encontrado?
—¡No! ¡Mientes! —acusó el fraile, que volvió a callar a instancias de su superior.
—¿Y por qué los has dejado marchar?
—¿Por qué no iba a permitírselo? Son libres, no han cometido delito alguno. No sé…, pueden volver en cualquier momento.
—Fray Joaquín sostiene que los habías retenido con intención de matarlos. Y…
—Reverendo padre… —le interrumpió el Conde mostrando las palmas de sus manos.
—Y yo le creo —se adelantó el prior a su vez.
—¿Matarlos? ¡Qué barbaridad! Va contra las leyes, ¡contra los preceptos divinos! Nosotros no hacemos daño a nadie, eminencia. No sé qué decirle. Se han ido, simplemente. Pregunten ustedes. —Rafael García indicó entonces a varios de los gitanos del callejón que se acercasen—. ¿Es cierto que el Galeote, su nieta y la negra se han ido? —les preguntó.
—Sí —contestaron al unísono dos de ellos.
—Les oí decir que iban a San Jacinto —agregó una gitana vieja y desdentada.
El prior negó con la cabeza, igual que dos de los frailes que les acompañaban. Fray Joaquín continuaba mostrando el semblante encendido, los puños crispados.
—Registren sus reverencias el callejón —propuso entonces el Conde—, ¡todos los corrales si lo consideran oportuno! Comprobarán que no están aquí. No tenemos nada que esconder.
—¿Quieren empezar por mi casa? —ofreció la gitana vieja con fingida seriedad.
Fray Joaquín iba a aceptar la propuesta cuando la voz del prior lo frenó.
—Rafael García, la verdad siempre termina conociéndose, tenlo en cuenta. Estaré pendiente, y pagarás caro si algo llegara a sucederles.
—Ya les he…
El prior alzó una mano, volvió la espalda y le dejó con la palabra en la boca.
Esa noche sonaron las guitarras en el callejón de San Miguel. El tiempo era espléndido; la temperatura, benigna, y los gitanos, los García y los Carmona principalmente, tenían ganas de fiesta. Hombres y mujeres cantaban y bailaban por fandangos, seguidillas y zarabandas.
—Mátalos ya —le conminó la Trianera a su esposo—. Los enterraremos lejos de aquí, más allá de la vega, donde nadie pueda encontrarlos —añadió ante el silencio de Rafael—. Nadie se enterará.
—Estoy de acuerdo con Reyes —afirmó Ramón Flores.
—Los tiene que matar Pascual Carmona —sentenció Rafael, que todavía recordaba la ira y violencia con la que Pascual, el jefe de los Carmona tras la muerte del viejo Inocencio, había irrumpido en su casa al enterarse de la huida de Melchor en Madrid. Lo zarandeó, le amenazó y de no ser por la intervención de sus propios parientes hubiera llegado a golpearlo—. Me gustaría hacerlo yo, pagaría por ejecutar al Galeote, pero la venganza corresponde a los Carmona; les pertenece por derecho de sangre. Fue a un Carmona a quien mató el Galeote, precisamente al hermano de Pascual. Debemos esperar a su regreso. No creo que tarde. Además… —El Conde señaló con el mentón más allá de los gitanos que bailaban, donde fray Joaquín permanecía quieto, apoyado contra la pared de uno de los edificios—. ¿Qué hace ese aún por aquí?
Fray Joaquín se había negado a acompañar al prior y a los demás frailes de vuelta a San Jacinto. Permaneció en el callejón, preguntando a cuantos encontraba y obteniendo siempre la misma respuesta.
—Padre —se quejó una gitana cuando agarró de los hombros y zarandeó a un gitanillo que le contestó con la duda en la mirada—, deje usted tranquilo al chiquillo. Ya le ha dicho lo que quería saber.
Entró en algunos corrales de vecinos. Los gitanos condescendieron. Anduvo por su interior con niños y ancianas escrutándolo. Inspeccionó pisos y cuartuchos y, desesperado, llegó a llamar a gritos a Milagros: sus voces reverberaron extrañamente en el patio del corral. Alguien quiso burlarse del grito desgarrado de aquel fraile impertinente y se arrancó con un martinete. El incesante y monótono golpear de los martillos acompañó unas coplas que azuzaban al fraile a abandonar el corral. «No me iré», decidió sin embargo. Permanecería allí, en el callejón, atento, el tiempo que fuera necesario: alguien cometería un error; alguien le diría dónde encontrarlos. Se lanzó a rezar, contrito, arrepentido por acudir en busca de una ayuda divina que creía no merecer después de haber escapado con Milagros y haber utilizado a Nuestra Señora para engañar a las gentes.
—¿El fraile? —escupió la Trianera—. Veremos si es capaz de continuar ahí cuando vuelva Pedro.
Al oído del nombre del nieto de la Trianera, Ramón Flores hizo una mueca que no pasó desapercibida a Rafael, que a su vez negó con la cabeza, los labios fruncidos. Había mandado a un par de chiquillos para que trataran de encontrarlo y le comunicaran la llegada de Milagros. Debían, les dijo, buscarlo en alguno de los muchos mesones o botillerías de Sevilla donde dejaba transcurrir las horas y donde gastaba los muchos dineros que se había traído de Madrid haciendo correr el vino y atrayendo a las mujeres. «¿Dónde ha obtenido tanto dinero?», se preguntaba el Conde. Los gitanillos habían regresado a media tarde sin noticias. Rafael insistió, en esta ocasión envió a dos jóvenes capaces de moverse en la noche, pero continuaban sin saber de él.
—Melchor Vega es afortunado —apuntó la Trianera, interrumpiendo los pensamientos de su esposo—. Salió con vida de galeras. Durante años ha contrabandeado con el tabaco sin que le pille la ronda, y hasta escapó de los García de Madrid. Parecía imposible, pero lo hizo. Yo que tú no tardaría ni un minuto en terminar con él.
Rafael García volvió de nuevo la mirada hacia fray Joaquín. Recelaba de su presencia, la amenaza del prior de San Jacinto seguía presente en su recuerdo.
—Te he dicho que es a Pascual a quien corresponde matarlo. Lo esperaremos.
El amanecer encontró a fray Joaquín somnoliento, sentado en el suelo y apoyado en la pared, en el mismo lugar en el que había permanecido en pie hasta altas horas de la madrugada, cuando los gitanos se fueron retirando a sus casas. Algunos hasta se despidieron de él con sorna; otros lo saludaron por la mañana con igual actitud. El fraile no contestó en ningún caso. Tenía la sensación de no haber dormido nada, pero sí lo había hecho; lo suficiente como para no haberse dado cuenta de la llegada de Pedro García. La oscuridad era casi absoluta. El gitano lo había examinado con asombro, allí tirado. No le veía el rostro, así que no podía estar seguro de quién era. Pensó en darle unas patadas, pero finalmente se dirigió al corral de vecinos.
—¿Ese fraile es quien creo que es? —preguntó a su abuelo tras despertarlo con rudeza.
—Es fray Joaquín, de San Jacinto —contestó el otro.
—¿Qué hace aquí? —quiso saber Pedro.
La Trianera, que dormía al lado de su esposo, cerró los ojos con fuerza ante la agitación que vislumbró en los de su nieto. Por más que Bartola lo confirmase, por mucho que hombres y mujeres de las familias García o Carmona insultasen a Milagros y renegasen de ella, la Trianera había dudado de la historia de Pedro nada más verlo aparecer con aquella guapa gitana madrileña, la pequeña María… y la bolsa llena de dineros. «Se los habrá robado a la puta al descubrirla», contestó a su esposo cuando este le mostró sus dudas. Pero la Trianera sabía que no era así. Después de acompañarla en fiestas y saraos, creía conocer a la Vega… y nunca se hubiera prostituido voluntariamente; había mamado los valores gitanos. Días después de su llegada, interrogó a Bartola, a solas; sus evasivas bastaron para convencerla.
—¿Dónde está Milagros? —preguntó Pedro aun antes de que su abuelo finalizase el relato.
Rafael García se liberó con violencia de la mano con que su nieto le atenazaba el brazo y se levantó del jergón con inusitada agilidad. Pedro estuvo a punto de caer al suelo.
—No te atrevas a tocarme —le advirtió el Conde.
Pedro García, ya en pie, retrocedió un paso.
—¿Dónde está, abuelo? —repitió sin poder esconder su ansia.
Rafael García volvió la cabeza hacia la Trianera.
—En el foso de la herrería —aventuró entonces Pedro—, los tiene ahí, ¿cierto?
Un simple agujero bajo tierra, disimulado, cubierto con tablas en el que los García escondían las mercaderías, sobre todo las robadas, por si algún alguacil entraba en la forja. No era la primera vez que lo habían utilizado para esconder a alguien, incluso lo intentaron cuando la gran redada, pero fueron tantos los que se amontonaron en su boca, que los soldados del rey los detuvieron entre carcajadas.
Milagros alzó la cabeza al oír cómo corrían los tablones. La tenue luz de un candil descubrió a los tres sentados en el suelo, atados de pies y manos, apiñados en el exiguo espacio que conformaba el foso. Por encima, la gitana entrevió la figura de varios hombres que discutían. El candil arrancó destellos de la chaquetilla de uno de ellos, y Milagros gritó. Caridad percibió el terror en los ojos de su amiga antes de que esta encogiera las rodillas hasta el pecho y tratara de ocultar la cabeza entre ellas. Luego levantó la vista y miró hacia donde lo hacía Melchor: la discusión arreciaba y los hombres forcejeaban entre sí. Tardaron en reconocer a Pedro, que se zafó de los demás y saltó al foso con una navaja resplandeciente entre las manos.
—¡No la mates! —se oyó a Rafael García.
—¡Puta!
El grito de Pedro se confundió con los de Caridad y Melchor.
Uno de los gitanos se lanzó al suelo y consiguió agarrar la muñeca de Pedro justo cuando se disponía a descargar una cuchillada sobre su esposa. En un instante fueron dos más las que lo atenazaron.
—¡Subidlo! —ordenó el conde.
Una violenta patada en el rostro nubló la visión de Milagros. Su cabeza rebotó con violencia contra la pared.
—¡Dejadme! ¡Puta! ¡Acabaré con ella! —gritaba Pedro García que, incapaz de liberar su brazo, la emprendió a patadas con la gitana.
Entre la paliza y los gritos, Milagros creyó escuchar el alarido de su abuelo.
—¡Perro cabrón! —reaccionó y, aun con los pies atados, los levantó para patear a su esposo. Lo alcanzó en un muslo, casi sin fuerza, pero aquel golpe calmó el dolor de los otros que recibía: en el rostro, en el pecho, en el cuello… Intentó propinarle otro, pero los dos jóvenes gitanos que vigilaban el foso ya alzaban al gitano, que continuó pateando, esta vez al aire.
Las miradas de Milagros y Pedro se cruzaron. Él escupió, ella ni siquiera se movió. Sus ojos destilaban ira.
—¿Te has vuelto loco? —recriminó Rafael García a su nieto antes incluso de que todo su cuerpo hubiera abandonado el foso—. ¡Callaos! —exigió poniendo fin al forcejeo con el que Pedro volvió arriba—. Que no vuelva a acercarse por aquí, ¿habéis entendido? —ordenó a los dos que quedaban de vigilancia. Y, volviéndose hacia su nieto, añadió—: Vete de Triana. No quiero verte de vuelta hasta que recibas un mensaje mío.
Mientras el Conde se dirigía hacia la puerta de la herrería para asomarse al callejón, Milagros y Caridad se hablaron en silencio. Melchor permanecía con la mirada baja, mortificado por no haber podido defender a su nieta. «Moriremos», se anunciaron entre ellas. Endurecieron sus semblantes, pues no querían ofrecer sus llantos a esos malnacidos.
Rafael García comprobó que el callejón estuviera tranquilo. En silencio. Aguzó el oído para percibir cómo esa quietud se quebraba por un rumor que el patriarca tardó en reconocer: el canto ahogado de Caridad y Milagros allá abajo. Una empezó a tararear sus cantos de negros y la otra le siguió y pretendió vencer al miedo con un fandango. Un ritmo monótono, otro alegre. Los tablones sobre sus cabezas fueron negándoles los reflejos del candil.
—¡Callad! —les ordenaron los gitanos.
No lo hicieron.
Melchor escuchó el canto de las dos personas a las que más quería y negó con la cabeza, la garganta agarrotada. ¡Tenía que ser en una situación como aquella cuando las escuchara cantar juntas! Ellas continuaron en la oscuridad, Caridad imprimiendo poco a poco alegría a sus sones y Milagros bebiendo de la tristeza de las melodías de los esclavos. Luego acompasaron sus cánticos. Un escalofrío recorrió la columna de Melchor. Sin música, sin palmas, sin gritos ni jaleos, el canto ya único de ambas rebotaba en los tablones que cerraban el foso e inundaba su encierro de dolor, de amistad, de traiciones, de amor, de vivencias, de ilusiones perdidas…
Arriba, cuando Pedro ya estaba lejos de la herrería, los dos jóvenes gitanos interrogaron con la mirada al patriarca, que no contestó, hechizado por la voz de las mujeres.
—¡Silencio! —gritó nervioso, como si le hubieran cogido en un renuncio—. Callad o seré yo mismo quien termine con vosotros —añadió pateando los tablones.
Tampoco hicieron caso. El Conde terminó encogiéndose de hombros, ordenó a los jóvenes que atrancaran las puertas de la herrería y volvió a su casa. Caridad y Milagros continuaron cantando hasta un amanecer del que no pudieron apercibirse.
Sentado en el suelo, fray Joaquín notó cómo el transcurso de las horas transformaba el espacio que lo rodeaba: el bullicio del martilleo y las humaredas que escapaban de los bajos de las fraguas; los gritos y juegos de la chiquillería y el transitar de los gitanos que entraban y salían, o que simplemente charlaban o haraganeaban.
No podía impedir lo que estaba seguro que iba a suceder. Ni siquiera podía contar con su comunidad. Una plaga de langosta asolaba los campos sevillanos, y se reclamaba a los frailes para hacer rogativas frente a aquel castigo divino que tan frecuentemente arrasaba las cosechas, dejando tras de sí hambre y epidemias. El prior, maravillado ante la imagen de la Inmaculada, se la había pedido para llevarla en procesión. Siempre sería mejor que excomulgar a las langostas, como hacían algunos sacerdotes. Pensó acudir a las autoridades, pero desistió al pensar en las preguntas que le harían. Él no sabía mentir, y las rencillas de los gitanos no interesaban a los funcionarios. Descubrirse no serviría de nada.