Reyes y Rafael lo observaban desde la ventana de su casa.
—No me gusta tenerlo ahí —comentó el patriarca.
—¿Y Pedro? —preguntó ella.
—Se fue. Le he ordenado que no vuelva hasta que yo lo diga.
—¿Cuándo regresa el Carmona?
—Ya he mandado a por él. Según su esposa está en Granada. Confío en que lo encuentren pronto.
—Tenemos que resolver esto con rapidez. ¿Cuándo entregarás a la Vega a Pedro?
—Cuando haya terminado con los otros. El que me importa es el Galeote. No quiero que nada evite que Pascual le corte el cuello. Luego, que Pedro haga lo que desee con la nieta.
—Me parece bien.
Esas fueron las últimas palabras que mencionó la gitana antes de quedar en silencio, observando pensativa el callejón, igual que su esposo, igual que fray Joaquín. De repente, como todos los que estaban por allí, fijaron su atención en una mujer que se había detenido en el acceso al callejón. «¿Quién…?», se preguntaron unos. «¡No puede ser!», dudaron otros.
—Ana Vega —murmuró la Trianera con voz titubeante.
Muchos tardaron en reconocerla; hubo quien no lo consiguió. Reyes, sin embargo, llegó incluso a presentir al espíritu de su enemiga imponiéndose al cuerpo esquelético y ajado que lo contenía, a su rostro demacrado y a una mirada que nacía de profundas cuencas en sus ojos; descalza y andrajosa, el cabello cano, sucia, cubierta con viejas prendas hurtadas.
Ana paseó la mirada por el callejón. Todo parecía igual que cuando se vio forzada a abandonarlo, tantos años atrás. Quizá había menos gente… Se detuvo un segundo de más al toparse con el fraile, apoyado en la pared del edificio, y por un breve instante se preguntó qué hacía allí. Reconoció a muchos otros mientras buscaba a Milagros: Carmonas, Vargas, Garcías… «¿Dónde estás, hija?» Percibió recelo entre los gitanos; algunos hasta bajaban la cabeza. ¿Por qué?
Ana llevaba casi dos meses de camino desde Zaragoza; había huido de la Misericordia con las quince mujeres Vega que quedaban, muchachas incluidas, después de que Salvador y los demás niños fueran destinados a los arsenales. Nadie las persiguió, como si se alegraran de su fuga, satisfechos por librarse de ellas; ni siquiera denunciaron su evasión. Formaron dos grupos: uno se dirigió a Granada; el otro, a Sevilla; pensando que así alguno llegaría. Ana encabezó la partida sevillana, que cargaba con la vieja Luisa Vega. «Morirás en tu tierra —le prometió—. No voy a permitir que lo hagas en esta cárcel asquerosa.» Anduvieron esos dos meses hasta detenerse en Carmona, a solo seis leguas de Triana, donde las acogieron las Ximénez. La vieja Luisa estaba derrotada y las demás ya casi no podían cargar con ella. «Queda poco, tía», trató de animarla ella, pero no fue la anciana quien se opuso. «Repongámonos aquí, protegidas, a salvo —replicó otra Vega—. Llevamos años fuera, ¿qué pueden importar unos días más?» Pero a Ana sí le importaban: necesitaba encontrar a Milagros, quería decirle que la quería. Cinco años de hambre, enfermedades y penalidades eran suficientes. Gitanas de familias ancestralmente enemistadas terminaron ayudándose y sonriéndose mientras compartían la miseria. Milagros era su hija, y si las rencillas entre gitanas se habían desvanecido durante los años de adversidad, ¿cómo no perdonar a quien llevaba su misma sangre? ¿Qué más daba con quién se hubiera casado? ¡La quería!
Continuó sola el camino y a su llegada al callejón se encontró con miradas adustas; cuchicheos, gitanas que le daban la espalda para correr a sus casas, asomarse a las ventanas o a las puertas de los corrales y señalarla a sus parientes.
—¿Ana…? ¿Ana Vega?
Fray Joaquín se acercó a aquella mujer que contemplaba desconcertada la calle.
—¿Aún me reconoce, padre? —preguntó ella con sarcasmo. Pero algo en el semblante del religioso le hizo mudar el tono—. ¿Dónde está Milagros? ¿Le ha sucedido algo?
Él vaciló. ¿Cómo iba a narrar tantas desgracias en apenas unas frases?, se preguntó. No había tiempo para largas explicaciones, y la verdad, resumida, era aún más dolorosa. Hasta el martilleo de las herrerías cesó mientras fray Joaquín le contaba lo sucedido.
Ana gritó al cielo.
—¡Rafael García! —aulló después, corriendo hacia el corral del patriarca—. ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Perro sarnoso…!
Nadie la detuvo. Las gentes se apartaron. Ni siquiera los García, que permanecían a la puerta de su fragua, trataron de impedirle el acceso al patio del corral. Llamó a gritos a Rafael García al pie de la escalera que llevaba a los pisos superiores.
—¡Cállate! —gritó la Trianera desde arriba, apoyada en la barandilla de la galería corrida—. ¡No eres más que la hija de un asesino y la madre de una puta! ¡Vete de aquí!
—¡Te mataré!
Ana se lanzó escaleras arriba. No alcanzó a llegar hasta la vieja. Las gitanas que se hallaban en la galería se abalanzaron sobre ella.
—¡Fuera! —ordenó Reyes—. ¡Tiradla escaleras abajo!
Así lo hicieron. Ana trastabilló un par de escalones antes de conseguir asirse a la barandilla y deslizarse otros tantos. Se repuso.
—¡Tu nieto vendió a mi hija! —gritó, haciendo ademán de volver a subir.
Las García que se hallaban arriba le escupieron.
—¡Esa es la excusa de todas las putas! —replicó Reyes—. ¡Milagros no es más que una vulgar ramera, vergüenza de las mujeres gitanas!
—¡Mentira!
—Yo estuve allí. —Fue Bartola quien habló—. Tu hija se entregaba a los hombres por cuatro cuartos.
—¡Mentira! —repitió Ana con todas sus fuerzas. Las otras rieron—. Mientes —sollozó.
Tras un par de intentos, comprendió que nadie trataría con ella en presencia del fraile. Ana lo necesitaba: era el único que podía hablar en favor de Milagros para desmentir la versión sembrada por Pedro y exagerada por la Trianera, pero al final se vio obligada a ceder ante las costumbres gitanas.
—Váyase, padre —le instó—. Solo empeorará las cosas —insistió cuando fray Joaquín se negó—. ¿Acaso no lo ve? Este es un asunto de gitanos.
—Puedo acudir al asistente de Sevilla —se ofreció fray Joaquín—. Conozco gente…
Ana lo miró de arriba abajo mientras hablaba. Su aspecto era tan deplorable como enardecidas sus palabras.
—No sé qué interés tiene usted en mi niña…, aunque lo presumo.
Fray Joaquín confirmó sus sospechas con un repentino sofoco.
—Escúcheme: si llegase a aparecer por aquí algún alguacil, la gitanería entera haría piña con Rafael García en defensa de la ley gitana. Poco les importarían entonces razones o argumentos…
—¿Qué razones? —saltó él—. Sobre Milagros no pesa condena alguna como sobre Melchor… o Caridad. Supongamos incluso que se hubiera convertido en una ramera, que fuera cierto, ¿por qué detenerla? ¿Qué le harán?
—La entregarán a su esposo. Y a partir de entonces nadie se preocupará de lo que le pueda suceder; nadie preguntará por ella.
—Pedro… —murmuró el religioso—. Tal vez ya la haya matado.
Ana Vega permaneció unos segundos en silencio.
—Confiemos en que no —susurró al cabo—. Si están escondidos aquí, en el callejón, ni el Conde ni los demás jefes le permitirán hacerlo. Un cadáver siempre trae problemas. Le exigirán hacerlo fuera de Triana, en secreto, sin testigos. Váyase, padre. Si tenemos alguna oportunidad…
—¿Irme? Por lo que dices, si Milagros está en el callejón, Pedro tendrá que sacarla de aquí. Esperaré en la entrada hasta el día del juicio final si es necesario. Haz tú lo que tengas que hacer.
Ana no discutió. Tampoco pudo hacerlo, pues fray Joaquín le dio la espalda, se dirigió a la entrada y se apoyó contra la pared del primer edificio; su expresión revelaba que estaba decidido a aguantar allí cuanto hiciera falta. La gitana negó con la cabeza y dudó si acercarse y contarle que existían muchas otras posibilidades de abandonar el callejón: las ventanas y algunos portillos traseros… Sin embargo, lo observó y percibió en él la obcecación de un enamorado. ¿Cuánto tiempo hacía que no contemplaba la pasión en los ojos de un hombre, el temor por el daño a la amada, la ira incluso? Primero un García y ahora un fraile. Ignoraba si Milagros le correspondía. En cualquier caso, esa era entonces la menor de sus preocupaciones. Tenía que hacer algo. No contaba con los hombres de la familia Vega para apoyarla. Las mujeres de la gitanería de la Cartuja siempre habían sido detestadas por los del callejón, pendientes de estar a bien con los payos, de negociar con ellos; de poco serviría pues plantearles aquel problema.
Apretó los labios y emprendió una peregrinación mucho más dura que el largo y difícil camino desde Zaragoza. Herrerías, domicilios y patios de corrales de vecinos donde jugaban los niños y las mujeres trabajaban la cestería. Algunos ni se molestaron en volver la cabeza para atender sus ruegos: «Permitid que mi hija se defienda de las acusaciones de su esposo». Sabía que no podía suplicar por su padre. Se cumpliría la ley gitana: lo matarían, pero la terrible congoja que sentía por ello se atenuaba tras la posibilidad de luchar por su hija sin rendirse a pesar de la debilidad que sentía. Obtuvo algunas contestaciones.
—Si lo que sostienes es cierto —replicó una de las Flores—, ¿por qué se prestó tu hija? Contéstame, Ana Vega, ¿acaso tú no habrías peleado hasta morir por defender tu virtud?
Las rodillas estuvieron a punto de fallarle.
—Yo le habría arrancado los ojos a mi esposo —masculló una anciana que parecía dormitar al lado de la primera—. ¿Por qué no lo hizo tu hija?
—No debemos inmiscuirnos en los problemas de un matrimonio —escuchó en otra casa—. Ya le dimos una oportunidad a tu hija tras la muerte de Alejandro Vargas, ¿recuerdas?
«No pienso hacer nada.» «Merece lo que le pase.» «Los Vega siempre habéis sido problemáticos y pendencieros. Mira a tu padre.» «¿Dónde queda ahora vuestra soberbia?» Las recriminaciones se sucedieron allá donde acudía. Le temblaban las manos y sentía una tremenda opresión en el pecho.
—Además —le confesó una mujer de la familia de los Flores—, no conseguirás que nadie se enfrente a los García. Todos temen volver a los arsenales, y es mucho el poder que el Conde ha conseguido con payos y sacerdotes.
—¡Matadme a mí! —terminó gritando Ana en el centro del callejón, hundida, desesperada, cuando el sol ya empezaba a ponerse—. ¿No queréis sangre Vega! ¡Tomad la mía!
Nadie contestó. Solo fray Joaquín, en el otro extremo, acudió a ella, pero antes de que llegase a su altura, lo hizo un gitano al que Ana Vega no reconoció hasta que lo tuvo a escasa distancia: era Pedro García, que había vuelto, desobedeciendo las órdenes de su abuelo, cuando se enteró de que Ana Vega había aparecido en el callejón. Sostenía en sus brazos a una niña pequeña que forcejeaba y trataba de esconder el rostro en su cuello, con mayor ansia a medida que su padre se acercaba a la loca que gritaba con los brazos en alto en el centro del callejón. El fraile le había hablado de su nieta, y Ana la reconoció en aquella niña. Pedro García se detuvo a solo unos pasos, acarició el cabello de la pequeña, la apretó contra sí y luego sonrió. Había merecido la pena discutir con el abuelo solo por ver el dolor en el rostro de quien se había atrevido a abofetearlo en público hacía unos años; eso le dijo al Conde, y Rafael García finalmente lo entendió y se lo permitió, bajo promesa de que volviera a desaparecer hasta que el Galeote hubiera sido ejecutado.
Ana hincó las rodillas en el suelo y, vencida, estalló en llanto.
Después de una noche de dolor, Ana llegó a creer que no le quedaban lágrimas. Fray Joaquín fue torpe en el consuelo porque también a él le costaba reprimir la emoción. El templado sol de verano no logró mejorar su ánimo. Los gitanos del callejón pasaban por su lado sin mirarlos siquiera, como si los sucesos del día anterior hubieran puesto fin a cualquier disputa. Ana Vega veía la espalda de quienes salían del callejón, a la espera de la llegada de Pascual Carmona. En cuanto llegara el jefe de los Carmona se cumpliría la sentencia, le habían dicho en una de las herrerías. Pascual constituía su última esperanza: no cedería en lo relativo a la muerte de su padre, lo sabía. José había odiado a Melchor, Pascual también, muchos de los Carmona habían hecho suyos los sentimientos de su esposo, pero, aun así, Pascual era el tío de Milagros, la única hija de su hermano asesinado, y Ana confiaba en que todavía quedase algo del cariño con el que el gitano jugueteaba con ella de niña.
—Rece usted en silencio, padre —instó a fray Joaquín, hastiada de aquel constante murmullo que incrementaba su angustia y que se unía al irritante martilleo de los herreros.
Tramaba abordar a Pascual antes de que accediese al callejón, suplicarle y arrodillarse; humillarse, echarse a sus pies, prometerle lo que quisiera a cambio de la vida de su hija. Ignoraba si lo reconocería después de cinco años. Guardaba cierto parecido con José, algo más alto, bastante más fornido… arisco, malcarado… pero era el jefe de la familia y como tal debía defender a Milagros. Miró a la gente que transitaba fuera del callejón, entre la Cava, las Mínimas y San Jacinto, y envidió las risas y la aparente despreocupación con que algunos se disponían a vivir aquel magnífico día soleado, testigo de su infortunio. Vio a un par de gitanillas acosar a un payo mendigando una moneda y torció el gesto. El hombre se zafó de las chiquillas de malos modos y la más menuda cayó a tierra. Una mujer corrió a ayudarla mientras otras increparon al payo, que aligeró el paso. Ana Vega notó que aquellas lágrimas que creía agotadas tornaban a sus ojos: sus amigas de cautiverio. La vieja Luisa fue la primera en verla; las demás todavía insultaban al hombre. Luisa renqueó en su dirección, el dolor marcándose en su rostro al solo movimiento. Las otras no tardaron en sumarse; sin embargo ninguna de ellas se atrevió a adelantar a la anciana: siete mujeres harapientas que andaban hacia ella y que colmaban su turbia visión, como si nada más existiese.
—¿Por qué lloras, niña? —preguntó Luisa a modo de saludo.
—¿Qué… qué hacéis aquí? —sollozó ella.
—Hemos venido a ayudarte.
Ana intentó sonreír. No lo consiguió. Quiso preguntar cómo se habían enterado, pero las palabras no le salían. Respiró hondo e intentó serenarse.
—Nos odian —replicó—. Odian a los Vega, a mi padre, a Milagros, a mí… ¡a todas! ¿Qué íbamos a conseguir nosotras solas?
—¿Nosotras? ¿Solas? —Luisa se volvió y señaló a su espalda—. También han venido las Ximénez, de Carmona; otras del Viso y un par de las Cruz de Alcalá de Guadaira. ¿Te acuerdas de Rosa Cruz?