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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (83 page)

BOOK: La reina descalza
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Fray Joaquín negó con la cabeza.

—¿Qué sabes de Pedro García? —preguntó, y al instante acalló con un gesto de la mano las evasivas del alguacil—. ¡Necesitamos encontrarlo! —añadió con firmeza—. Una madre tiene derecho a recuperar a su hija.

Blas resopló, frunció los labios y miró al punto en el suelo donde apoyaba la vara; recordaba la tristeza de la niña.

—Se ha marchado de Madrid —decidió confesar—. Ayer mismo montaron en una galera con destino a Sevilla.

—¿Estás seguro? ¿Iba la niña con él?

—Sí. Iba la niña. —Blas enfrentó su mirada a la del fraile antes de proseguir—: Ese gitano es mala persona, padre. Ya nada podía obtener en Madrid, y después de que usted interviniera, los problemas se le iban a echar encima. Se refugiará en Triana, con los suyos, pero matará a la Descalza si osa acercarse, se lo aseguro; nunca permitirá que ella descubra ante los demás lo que ha sucedido estos años y le complique la vida. —Hizo una pausa y luego agregó con seriedad—: Padre, no le quepa duda de que antes de montar en esa galera con destino a su tierra, Pedro García ha pagado a alguno de sus parientes para que mate a la Descalza. Lo conozco, sé cómo es y cómo actúa. Seguro, padre, seguro. Y ellos cumplirán. Es una Vega que ya no interesa a nadie. La matarán… y a usted con ella.

Triana y muerte. Con el estómago encogido y el corazón desbocado, Fray Joaquín se apresuró a regresar. Era del dominio público que había cobijado a Milagros: Francisca, el cura de San Miguel, los alguaciles, todos lo sabían; el marqués se lo había advertido. ¿Qué haría quien quisiera conocer el paradero de la gitana? Empezaría por acudir a los vecinos y a partir de ahí cualquiera podía enterarse de dónde vivía. ¿Y si en ese preciso momento alguien estaba irrumpiendo en su casa? Desesperado, se lanzó a la carrera. Ni siquiera cerró la puerta tras de sí cuando corrió a la habitación de Milagros llamándola a gritos. Ella lo recibió en pie, la preocupación reflejada en su rostro ante el escándalo.

—¿Qué…? —quiso preguntar la gitana.

—¡Rápido! Tenemos… —Fray Joaquín calló al ver la imagen de la Inmaculada cubierta con la sábana—. ¿Y eso? —inquirió señalándola.

—Hemos estado hablando y no llegamos a un acuerdo.

El fraile abrió las manos en señal de incomprensión. Luego negó con la cabeza.

—¡Debemos escapar de aquí! —urgió.

42

Como venía sucediéndole a lo largo de aquel día, Melchor olvidó, una vez más, sus propias preocupaciones y contuvo el aliento como hicieron la mayoría de las miles de personas que presenciaban la corrida de toros, como hizo Martín, tenso, en pie junto a él, al presenciar cómo el caballo de Zoilo, su hermano mayor, era volteado en el aire por un toro que, después de hincar sus astas en la barriga del animal, lo alzó por encima de su recia testuz como si de una marioneta se tratara. El caballo quedó tendido en la plaza, pateando agonizante en un inmenso charco de sangre, tal y como permanecían otros dos a los que ya había dado muerte aquel decimonoveno toro del día, y el picador, que había salido despedido de su montura, se convirtió en unos segundos en el nuevo objetivo de un animal embravecido, agresivo, encolerizado. Zoilo trató de levantarse, cayó, y gateó presuroso hasta que llegó a hacerse con la larga vara de detener que había perdido. Los vítores estallaron de nuevo en el ruedo cuando, pie a tierra, el gitano se enfrentó al toro en el momento en que este lo embestía. Alcanzó a clavar la vara en uno de sus costados. Insuficiente para detenerlo, bastante para esquivarlo. Con todo, el animal se revolvió, y se disponía a cornear a Zoilo, ya indefenso, cuando dos toreros de a pie salieron al quite y con sus muletas desviaron su atención, logrando que se encelara en uno de los capotes y se olvidara del gitano.

Martín respiró, ya tranquilo. Melchor también, y confundidos ambos entre el público madrileño de aquel día de primavera de 1754, aplaudieron y vitorearon a Zoilo, que saludaba victorioso al gentío antes de montar en otro caballo que su padre, el Cascabelero, se apresuró a introducir en la plaza. Melchor golpeó la espalda de Martín.

—Es un Vega —le dijo.

El joven asintió y sonrió, no sin cierto aire de cansancio. Empezaba a oscurecer y llevaban todo el día presenciando la corrida. Diecinueve toros que, con excepción de uno, habían sido picados seis, siete y hasta diez veces. Once caballos habían fallecido esa jornada junto a algunos perros de los varios que echaron a aquel que, por manso, fue condenado a morir a dentelladas.

Las gentes llanas de Madrid estaban de fiesta: con aquella corrida de toros se inauguraba la plaza fija, de obra de fábrica, que sustituía a la vieja de madera. Ya fuera en la gradería, ya en el exterior de la plaza, en el campo que se abría junto a la puerta de Alcalá, ese día se habían dado cita los manolos y chisperos de la Villa y Corte, ellos y ellas, alegres todos, galanamente vestidos. Los Borbones franceses no gustaban del sangriento espectáculo, tan distante de la elegancia y el preciosismo de la corte versallesca. Felipe V lo prohibió durante cerca de veinticinco años, pero su sucesor, Fernando VI, volvió a conceder tal entretenimiento a sus súbditos, quizá con el objetivo de distraerlos, como sucedía con las comedias; quizá por las rentas que para beneficencia se obtenían de las corridas, o quizá por ambas razones al tiempo. Sin embargo, en una época en que regía la razón y la civilidad, la gran mayoría de los nobles, principales e intelectuales se oponían a las corridas de toros y clamaban por su prohibición. Ese año de 1754, cuando Martín y Melchor asistieron a la corrida, ya no había nobles altaneros que se enfrentaran al toro en una cuestión de honor y prestigio, con criados pendientes de atenderlos en todo momento. El pueblo había hecho suya la fiesta, los caballeros fueron sustituidos por picadores que solo pretendían detener una y otra vez la embestida del animal, en lugar de matarlo, como hacían los nobles, y los mozos y criados se vieron convertidos en toreros de a pie que arponeaban, lidiaban y terminaban con la vida del animal a golpes de espada.

Superado el trance que había puesto en riesgo la vida de Zoilo, Melchor tornó a ensimismarse en sus preocupaciones. Llevaba más de tres años contrabandeando en Barrancos, donde se reencontró con un Martín que en pocos meses había conseguido hacerse útil para Méndez, tal y como le había aconsejado el Galeote cuando el joven tuvo que huir de Madrid. Con Martín trabajó a lo largo de la raya de Portugal, en Gibraltar y allí donde hubiera la más mínima posibilidad de obtener algunos dineros. El tabaco fue la mercadería por excelencia, pero la necesidad de obtener beneficios los llevó a dedicarse a todo tipo de productos, desde pedrería, telas, herramientas y vinos que mano a mano introducían en España, hasta cerdos y caballos que hurtaban y con los que hacían el tornaviaje a Portugal. Jamás en su vida llegó a trabajar Melchor con tanto ahínco; nunca, a pesar de los dineros que tintineaban en su bolsa, había llevado una vida tan austera como la que decidió soportar para obtener la libertad de su hija. Martín apoyó la obsesión de Melchor como lo habría hecho un nieto, e hizo suyos los odios y las esperanzas del gitano, aunque seguía teniendo dudas de cómo podría arreglar Ana la situación de Milagros y el García. Una sola vez se atrevió a insinuárselo a Melchor.

—¡Porque es su madre! —masculló el otro, zanjando la discusión.

La misma obstinación que había mostrado a los pocos meses de su llegada a Barrancos, cuando en una salida por la sierra de Aracena se toparon con un grupo de gitanos que hablaba de los de Triana. Melchor escondió su identidad y se presentó como natural de Trujillo, pero a medida que transcurría la conversación, Martín percibió la duda en el semblante del Galeote: quería saber, pero no se atrevía a preguntar.

—¿Milagros Carmona? —contestó uno de ellos al muchacho—. Sí. ¿Cómo no iba a conocerla? Todo el mundo la conoce en Sevilla. Canta y baila como una diosa, aunque ahora acaba de parir una niña y ya no…

¡Una hija! Sangre Vega, la propia de Melchor Vega, unida a la de los García. Eso era lo último que Melchor deseaba oír. Nunca más preguntaron.

En el rigor de los caminos y las sierras, Martín fue convirtiéndose en un hombre fuerte y bien plantado, gitano donde los hubiera; un Vega que bebía del espíritu del Galeote y que escuchaba con respeto, fascinado, cuanto el otro le contaba y enseñaba. Solo una reserva parecía interponerse en la confianza y fraternidad con la que recorrían permanentemente escondidos esas tierras inhóspitas: aquella que a menudo turbaba los sueños de Melchor. «Canta, morena», le oía susurrar el joven en la noche mientras giraba inquieto sobre sí, tumbados ambos sobre unas simples mantas dispuestas en la tierra, a cielo raso. La negra a la que había ido a buscar a la posada secreta, se decía Martín, a la que habían condenado en Triana, aquella de la que le había pedido que no hablara. No preguntó. Quizá algún día le contara.

Cada año habían regresado furtivamente a Madrid con los dineros obtenidos. Melchor corría a entregárselos al escribano mientras Martín esperaba su regreso en las afueras de Madrid: no deseaba correr el riesgo de toparse con alguno de sus familiares o con otros gitanos que pudieran reconocerlo. Discutió con su padre y con sus demás parientes cuando les habló de la liberación de Melchor. Pese a las advertencias que el Galeote le había hecho en el momento de su despedida, el muchacho no pudo evitar explayarse en su hazaña, con vanidad juvenil, orgulloso, ante una audiencia que fue mudando su semblante de la sorpresa a la indignación. «¡Todos sabrán que has sido tú!», espetó su hermana. «¡Te dije que las demás familias habían decidido no intervenir!», añadió su padre. «Nos has traído la ruina», apostilló Zoilo. Gritaron. Le insultaron, y terminaron por repudiarlo. «¡Vete de esta casa! —le ordenó el Cascabelero—, quizá así consigamos excusarnos.»

—¡Tardan años en conceder indultos! —trató de tranquilizarle Martín, al reunirse más allá del río Manzanares con un Melchor desesperanzado tras su segunda reunión con el escribano—. Se sabe de gente que lleva años suplicando: indultos, rentas, trabajos, mercedes… Todo un ejército de postulantes se mueve por Madrid, pero el rey es lento. Son muchos los gitanos que ruegan por sus familiares. No se preocupe, tío, lo conseguiremos.

Melchor conocía la apatía de la administración real. Más de año y medio había permanecido él en la cárcel hasta que decidieron a qué galera llevarlo y llegaron los documentos para su traslado. También sabía que las solicitudes de gracia se perpetuaban hasta que, transcurridos los años, se resolvían en uno u otro sentido. No. No era eso lo que le preocupaba, sino la posibilidad de que el escribano estuviera engañándole. La duda y el recelo le corroían cada día que renunciaba a un mesón o a una buena cama: ¿se quedaba el escribano con aquellos dineros que tanto le costaba ahorrar?

Pero nunca hubiera podido imaginar que las cosas iban a terminar como lo hicieron. Había soñado con las palabras: «Tu hija está libre». Aunque quizá algún día el escribano le mostrase un papel que él no podría leer en donde dijera que el rey no accedía al indulto. En ocasiones se veía acuchillándolo, arrancándole los ojos, una vez puesta al descubierto su perfidia. Pero la noticia de la muerte del escribano le llenó de desconcierto. Muerto. Simplemente muerto. Jamás había llegado a barajar esa posibilidad. «Unas fiebres, tengo entendido», había dicho la mujer que ocupaba ahora lo que había sido su escribanía. «¿Qué sé yo de los papeles o del oficial que trabajaba con él? Cuando me arrendaron la casa ya estaba vacía.» Melchor tartamudeó. «¿Embudista?», se extrañó la otra. «¿Qué embudista?» Allí no había nadie. Su esposo era pastelero. Melchor insistió hasta pecar de ingenuo:

—¿Y ahora qué hago?

La mujer lo miró con incredulidad, luego se encogió de hombros y cerró la puerta.

El gitano preguntó a otros vecinos del inmueble. Nadie le dio razón.

—Era un hombre turbio —trató de explayarse una anciana—. Poco claro. No era de fiar. En una ocasión yo misma…

Melchor la dejó con la palabra en la boca. Lo primero que hizo fue dirigirse a un mesón y pedir vino. Igual que cuando puso fin a la búsqueda de Caridad, se lamentó con el vaso entre las manos. Madrid no le traía suerte. Entonces, hacía ya más de tres años, había escapado en busca de dinero, ¿y ahora?

—¿Te gustaría acudir a la corrida de toros? —había preguntado a Martín, para su sorpresa, cuando se enteró de que al día siguiente se celebraría una en la plaza nueva—. Quizá intervenga tu hermano.

El joven lo pensó. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a ninguno de los suyos? En la plaza estaría confundido entre la gente; no lo reconocerían, así que aceptó la invitación. Volvieron sobre sus pasos con la puesta de sol a su espalda. Melchor intentó pasar el brazo por los hombros de Martín, pero este le superaba ya en altura. Contempló al joven: fuerte, recio… Quizá fuera ya el único apoyo que le quedaba.

Ni siquiera buscaron lugar donde alojarse. Alargaron una cena a base de rebanadas de pan, tostadas mojadas en agua, fritas con manteca y espolvoreadas con azúcar y canela; pollo guisado en salsa hecha con sus propios higadillos machacados; mantecados y rosquillas de postre, vino a espuertas y, saciados, durmieron al raso las escasas horas que quedaban de la noche.

Terminó la corrida y las gentes se lanzaron a la diversión en el campo que rodeaba la plaza. A millares, ataviados a la española, cantaron y bailaron como españoles, chillaron y rieron, apostaron y jugaron; bebieron y se pelearon, unos a bastonazos, otros a pedradas. En el barullo y la barahúnda, Melchor continuó gastando sus dineros. «No hay nada que hacer», le había comentado a Martín durante la corrida. Luego se lo explicó. No. No conocía al embudista, contestó al muchacho. Nunca había sabido quién era… si es que existía.

—¿Y si nos reconocen? —inquirió Martín mientras Melchor alardeaba de su dinero y pedía más vino—. Podrían andar por aquí… los García.

Melchor se volvió lentamente y respondió con una calma que pareció acallar el griterío.

—Muchacho: llevo ya tiempo suficiente contigo y te aseguro que en esta ocasión no tendría que acudir en tu ayuda. Que vengan todos los García de Madrid y de Triana juntos. Tú y yo daremos cuenta de ellos.

Martín sintió un escalofrío. Melchor asintió tras sus palabras. Luego se volvió y reclamó su vino a gritos.

—¡Y tabaco! —exigió—. ¿Tienes buen tabaco?

El hombre, tras el cajón desde el que vendía, negó con la cabeza al tiempo que rebuscaba bajo el mostrador.

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