La reina descalza (28 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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Agazapadas tras unos matorrales, esperaron a que se produjese el asalto como si estuvieran obligadas a presenciar la ruina de su pueblo, a vivir su dolor. No veían nada. Durante un buen rato solo oyeron el trajinar de las gentes en la gitanería confundido con los sordos sollozos de Milagros, que se convirtieron en un llanto incontrolado al primer grito del capitán de la compañía ordenando el asalto. María tiró de ella cuando la muchacha intentó asomar la cabeza y pugnó por acallarla, pero ¿qué importaba ya? Los disparos y los gritos de unos y otros atronaban la vega. La anciana agarró la cabeza de Milagros, la apretó contra sí y la meció. Los gitanos que conseguían burlar el cerco corrían hacia donde se encontraban ellas; nadie los perseguía, solo balas disparadas al azar.

—Madre… padre… —escuchó gemir la curandera a Milagros al tiempo que el alboroto decaía—. Madre… Cachita…

Con cada gemido, una bocanada de aliento cálido acariciaba el pecho de la anciana.

—La morena no es gitana —se le ocurrió decir—. No le pasará nada.

—¿Y mis padres? —se revolvió la muchacha tras liberarse del abrazo—. Lo mismo habrá pasado en Triana. Usted ha visto que los soldados se dividían…

Con las palmas abiertas, la vieja aferró por las mejillas aquel rostro congestionado, los ojos inyectados en sangre, las lágrimas corriendo por él.

—Ellos sí, muchacha. Ellos sí son gitanos. Y por eso mismo son fuertes. Lo superarán.

Milagros negó con la cabeza.

—¿Y yo? ¿Qué será de mí? —sollozó.

María dudó. ¿Qué iba a decirle: «Yo te protegeré»? Una anciana y una muchacha de quince años… ¿Qué harían? ¿Adónde irían? ¿De qué vivirían?

—Por lo menos tú eres libre —le recriminó sin embargo, dejando caer las manos con las que sostenía su rostro—. ¿Quieres ir con ellos? Puedes hacerlo. Solo tienes que andar unos pasos… —terminó la frase señalando hacia la gitanería con su dedo extendido en forma de garfio.

Milagros encajó el golpe. Escrutada por la penetrante mirada de la anciana, se sorbió la nariz, se limpió los mocos con el antebrazo e irguió el cuello.

—No quiero —dijo entonces.

La curandera asintió, complacida.

—Llora la suerte de tus padres —le dijo—, debes hacerlo. Pero defiende tu libertad, niña. Es lo que ellos querrían y es lo único que tenemos los gitanos.

Aguardaron a que anocheciera escondidas entre los matorrales.

—Usted no puede correr —le dijo Milagros a la vieja—. Más vale que esperemos a que caiga la noche.

Mordisquearon las raíces de regaliz para calmar la tensión. Al mediodía, cuando el sol saltaba de oriente a poniente y la tierra no era de nadie, con el sonido de los gritos de los gitanos y los disparos de los soldados todavía flotando en el aire, Milagros recordó a Alejandro y el trabucazo que le había reventado cuello y cabeza. Hacía un año de su muerte. Acuclillada en la tierra, la muchacha alisó con delicadeza su falda azul, donde todavía se percibían restos de las manchas de sangre que se resistían a desaparecer por más que la lavasen. De no haber sido por aquel suceso la habrían detenido, como seguro que habían hecho con todos los gitanos del callejón de San Miguel. Creyó sentir la presencia del gitano en el escalofrío que corrió por su columna vertebral; era su momento, el de las almas de los muertos. Sin embargo, una sorprendente sensación de tranquilidad la asaltó tras el paso del estremecimiento, como si Alejandro hubiera acudido a defenderla con el mismo valor con que había aporreado la puerta del alfarero.

«¡Buen gitano!», se dijo justo en el momento en que las carcajadas provenientes de la gitanería, cuando se producía la discusión sobre la supuesta mula del rey, la devolvieron a la realidad. Antes de interrogar a María con la mirada, comprobó que el sol ya había superado su cenit.

La anciana se encogió de hombros ante el paradójico sonido de las risas en aquellas circunstancias.

—¿Los oyes? Ríen. No podrán con nosotros —sentenció.

La población de Camas se hallaba a media legua escasa de donde se escondían; sin embargo, en la noche, caminando con lentitud a la luz de la luna, sobresaltándose y escondiéndose hasta de sus propios ruidos, emplearon más de una hora en llegar a sus afueras.

—¿Dónde vamos? —susurró Milagros.

María trató de orientarse en la noche.

—Hay por aquí una pequeña casa de labor… Hacia allí —indicó con su dedo atrofiado.

—¿Quiénes son?

—Un infeliz matrimonio de agricultores que cuentan más chiquillos en su casa que árboles frutales en las tierras que tienen arrendadas. —La curandera andaba ahora con paso firme y decidido—. Cometí el error de apiadarme de ellos y rechazar el par de huevos que querían darme la primera vez que curé a uno de sus mocosos. Creo que desde entonces, cada vez que me llaman, me ofrecen los mismos huevos.

Milagros contestó con una risa forzada.

—Eso le pasa por hacer favores —dijo después.

«¿Debo contarle que fue su abuelo Melchor quien me rogó que fuera a curar a aquel niño? —se preguntó la anciana—. ¿Y añadir que su tez era más oscura que la de sus hermanos?» De todos modos, rió para sí, pocos parecidos se podían encontrar entre los demás hijos de aquella campesina, exuberante de carnes y liviana de hábitos.

—Equivocaciones como esa son frecuentes —optó por contestar—. No sé si sabes que hace poco me pasó algo parecido con una gitanilla que se había metido en un lío y a la que el consejo de ancianos pretendía desterrar.

María no quiso ver la mueca con que se torció el rostro de la muchacha.

—Ahí es —apuntó por el contrario; señalaba un par de pequeñas construcciones que se perfilaban en la oscuridad.

Las recibieron los ladridos de algunos perros. Al instante, una tenue luminosidad apareció tras una de las ventanas, en la que se descorrió un lienzo que era la única protección. La figura de un hombre se recortó en el interior de lo que no era más que un conjunto de dos chozas unidas tan miserables o más que las de la gitanería.

—¿Quién va? —gritó el hombre.

—Soy yo, María, la gitana.

Las dos mujeres continuaron avanzando, los perros ya tranquilos trotaban entre sus pies, mientras el campesino parecía consultar con alguien en el interior de la choza.

—¿Qué quieres? —inquirió al cabo, en un tono que complació poco a María.

—Por tu actitud —contestó la curandera—, creo que ya lo sabes.

—La justicia ha amenazado con la cárcel a todo aquel que os ayude. Han detenido a todos los gitanos de España a la vez.

Milagros y María se detuvieron a escasos pasos de la ventana. ¡Todos los gitanos de España! Como si quisiera acompañar la mala noticia con su presencia, el hombre salió a la luz: enjuto, cabello ralo, barba larga y descuidada y torso desnudo en el que exhibía un marcado costillar, testimonio del hambre que padecía.

—Quizá en la cárcel estarías mejor, Gabriel —le espetó la curandera.

—¿Qué sería de mis hijos, vieja? —se quejó este.

«¡Que los cuiden sus padres!», estuvo tentada de replicar la gitana.

—Tú los conoces, los has curado, no lo merecerían.

Los conocía, ¡claro que los conocía! Una pequeña, escuálida, abandonada, le había estado suplicando ayuda con sus grandes ojos hundidos en sus órbitas durante los dos largos días que tardó en morir en sus propios brazos; nada pudo hacer por ella.

—¡Todos los hijos de puta desagradecidos como tú deberían estar en la cárcel! —replicó con el recuerdo de los ojos de la niña.

El hombre pensó unos instantes. Tras él aparecieron dos muchachos que se habían despertado con la conversación.

—No te denunciaré —aseguró el campesino—, ¡lo juro! Te daré algo para que continúes tu camino, pero no me arruines la vida, vieja.

—Ahora le ofrecerá otra vez los dos huevos —susurró Milagros—. Vámonos, María. No podemos fiarnos de este hombre, nos venderá.

—Tu vida ya es una ruina, desgraciado —gritó la anciana haciendo caso omiso a la muchacha.

No podían seguir caminando. Era noche cerrada. Tampoco tenían dinero: lo poco que poseían había quedado en la gitanería a disposición de los soldados, se lamentó la curandera, incluso el precioso medallón y el collar de perlas que les había regalado Melchor. «Todos los gitanos de España», había dicho el campesino. Estaba cansada; su cuerpo no podría resistir… Necesitaba pensar, ordenar sus ideas, saber qué había sucedido y dónde estaban los que habían escapado.

—¿Vas a negar ayuda a la nieta de Melchor Vega? —soltó de repente.

Milagros y el campesino se sorprendieron a la vez. ¿Por qué mentaba María al abuelo? ¿Qué tenía que ver? Pero la curandera lo sabía: sabía que allí donde conocían a Melchor —y allí lo conocían bien— podían llegar a apreciarle tanto como a temerle.

—¿Sabes lo que te sucederá si se entera Melchor? —insistió María—. Añorarás la peor de las cárceles.

El hombre dudaba.

—¡Déjalas pasar! —se oyó entonces la voz de una mujer.

—El gitano debe de estar detenido —trató de oponerse aquel en dirección a su esposa.

—¿El Galeote detenido? —La mujer se carcajeó—. ¡Siempre serás un imbécil! ¡Te digo que las dejes entrar!

«¿Y si lo han detenido en alguna otra gitanería?», se preguntó entonces Milagros. Hacía cuatro meses que nadie sabía de él; ninguna noticia les había llegado por mucho que tanto ella como su madre, e incluso Caridad, habían preguntado a cuantos gitanos aparecían por Triana. No. Melchor Vega no podía estar detenido.

—Pero mañana al amanecer, sin falta, se irán —cedió el campesino interrumpiendo los pensamientos de Milagros, antes de desaparecer de la ventana.

Las dos mujeres aguardaron a que el hombre desatrancara los tableros con que mantenía cerrada la barraca. Entre ruidos de madera e insultos mascullados, Milagros se sintió observada: los dos muchachos que habían aparecido tras su padre, ahora junto al alféizar de la ventana, la desnudaban con la mirada. Instintivamente, la muchacha, sabiéndose manoseada en la imaginación de aquellos jóvenes, buscó el contacto de María.

—¿Qué miráis vosotros? —les recriminó la vieja tan pronto como notó que Milagros se acercaba a ella. Luego la cogió del brazo y la dirigió al interior, agachándose para entrar a través de un hueco que había logrado abrir el campesino.

María conocía la choza; Milagros torció el gesto ante el penetrante olor que la golpeó nada más entrar y lo que vislumbró a la luz de una vela casi consumida: tres o cuatro niños sudorosos dormían en el suelo, sobre paja, entre las patas de un borrico famélico que descansaba con el cuello y las orejas gachas; probablemente era el único bien que poseía aquella gente. «No hace falta que escondáis al pollino —pensó Milagros—. Ni siquiera el gitano más necesitado se acercaría a él.» Luego volvió la cabeza hacia un taburete roto y lo que era una mesa en la que descansaba una vela sobre una retorcida montaña de cera, ambos muebles junto al jergón donde yacía una mujer. Esta, tras entrecerrar los ojos tratando de vislumbrar en la joven gitana algún rasgo de Melchor, les indicó con un gesto desganado de la mano que se acomodasen donde pudieran.

Milagros vaciló. María tiró de ella hasta el borrico, al que apartó de un manotazo en la grupa, y se sentaron contra la pared, junto a los niños. El campesino, atrancada la puerta de nuevo, no lo hizo con su esposa; pese al calor del verano se acurrucó junto a una niñita rubia que rezongó en sueños a su contacto. María chasqueó la lengua con asco.

—Largo de aquí —soltó luego, cuando los muchachos de la ventana, sucios y harapientos, pretendieron tumbarse cerca de Milagros.

Antes de que decidiesen dónde hacerlo, la mujer del campesino extendió el brazo y apagó la vela pinzando el pabilo con las yemas de sus dedos; la repentina oscuridad hizo que Milagros oyera mejor el murmullo de las quejas y los traspiés de los dos hijos mayores.

Poco después, solo las respiraciones pausadas de los niños y el borrico, las esporádicas toses, los ronquidos del campesino y los suspiros de su esposa al tratar de acomodarse, una y otra vez, sobre el jergón, invadieron la choza entre las sombras que se advertían por la luz de la luna que se colaba a través del desgastado lienzo de la ventana. Sonidos e imágenes extraños para Milagros. ¿Qué hacían allí, bajo el mísero techo de unos payos que los habían acogido con recelo? Su ley lo prohibía; el abuelo lo decía: no se debe dormir con los payos. ¿Dormiría María?, se preguntó. Como si supiera lo que pasaba por la cabeza de la muchacha, la anciana buscó su mano. Milagros respondió, la agarró y apretó con fuerza. Entonces percibió algo más en aquellos delgados huesos atrofiados: María, inmersa en lo desconocido igual que ella, también buscaba consuelo. ¿Miedo? ¡La vieja no podía estar asustada! Siempre… siempre había sido una mujer osada y resuelta, ¡todos la respetaban! Sin embargo, la mano descarnada que se clavaba en su palma aseguraba lo contrario.

Lejos ya los disparos, el alboroto de la gitanería y la necesidad de huir; rodeada de extraños malcarados en una choza infecta, en la oscuridad y agarrada a una mano que repentinamente se había hecho vieja, la muchacha comprendió cuál era su verdadera situación. ¡Nadie los ayudaría! Los payos siempre los habían repudiado, así que ahora, cuando se hallaban amenazados por la cárcel, aún sería peor. Tampoco encontrarían gitanos entre los que refugiarse; al decir de aquel hombre, todos habían sido detenidos, y los pocos que hubieran logrado escapar estarían en su misma situación. Una lágrima, larga y lánguida, corrió por su mejilla. Milagros notó el roce, como si su lento deslizar quisiera hundirla en el desamparo. Pensó en sus padres y en Cachita. Anheló el abrazo de su madre, su cercanía, dondequiera que fuese, incluso en una cárcel. Su madre siempre había sabido qué hacer y la habría consolado… La vieja María ya dormía; su mano permanecía inerte, y su respiración entrecortada y ronca le anunció que estaba sola en su desesperación. Milagros se entregó al llanto. No quería pensar más. No deseaba…

Un golpe en su muslo paralizó hasta el correr de sus lágrimas. Milagros permaneció inmóvil mientras por su cabeza rondaba la posibilidad de que hubiera sido una rata. Reaccionó al sentir que unos dedos se clavaban en su entrepierna, por encima de sus ropas. «¡Uno de los hijos!», se dijo soltando con violencia la mano de la vieja María y buscando en la oscuridad la cabeza de la alimaña. Lo encontró de rodillas a su lado. El muchacho presionaba y pellizcaba con fuerza en su pubis, y cuando Milagros fue a gritar la acalló tapándole la boca con la otra mano. Los jadeos se le cortaron cuando ella le arrancó mechones de cabello. Con el dolor, Milagros logró zafarse de la mano que le tapaba la boca, se lanzó contra él, hincó los dientes debajo de una oreja y le arañó el rostro. Escuchó un aullido reprimido. Notó el sabor a sangre justo cuando él le levantaba la falda y las enaguas. Se retorció sobre sí misma, sin soltar su presa, ante la punzada de dolor que sintió cuando él alcanzó su vulva. Nunca la habían tocado ahí… Entonces mordió con saña hasta que él dejó en paz su entrepierna porque tuvo que utilizar las dos manos para defenderse de sus dentelladas, momento que Milagros aprovechó para empujarlo con el pie.

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