—Ni soy bruja ni me preparo para ello. La vieja María no lo es ni quiere serlo, y tampoco está de acuerdo con los hechizos para engañar a los payos. Usted lo sabe, los tesoros ocultos, los filtros de amor no son más que trampas para sacar dinero a las incautas. Ella solo se dedica a curar con hierbas…
—Es algo parecido. ¿Qué hay del mal de ojo? —Milagros torció el gesto—. ¿Sabías que la Inquisición acaba de detener a una gitana por hacer el mal de ojo al ganado, aquí, en Triana?
—¿Anselma? Sí, la conozco. Pero también dicen de ella que hace hechizos para retirar la leche de las madres payas y que la han visto desnuda, montada en un palo, y salir volando por las ventanas. —Milagros calló unos segundos para comprobar la expresión del religioso—. ¡Desnuda y volando montada en un palo! ¿Usted se cree lo del palo? Es todo mentira. No es bruja. ¿Sabe usted lo que tiene que pasar para que una gitana se convierta en bruja?
El fraile, con la mirada en la tierra del camino por el que seguían avanzando, negó con la cabeza.
—Las brujas se transforman durante su juventud —explicó Milagros—, y todo el mundo sabe que Anselma Jiménez no fue una de las elegidas. Existen unos demonios del agua y de la tierra que eligen a una joven gitana y, mientras duerme, fornican con ella. Ese es el único medio de convertirse en una verdadera bruja: después de fornicar, la gitana adquiere los poderes del demonio que ha yacido con ella.
—Eso significa que tenéis brujas —repuso el religioso tras detener sus pasos repentinamente.
Milagros frunció el ceño.
—Pero yo no lo soy. Ningún demonio ha fornicado conmigo. Y no es necesario que la joven trabaje con hierbas —se adelantó con un aspaviento al ademán del fraile por intervenir—, no tiene nada que ver: cualquiera puede ser la elegida.
—Sigue sin gustarme, Milagros. Tú… tú eres una buena muchacha…
—No puedo hacer otra cosa. Supongo que sabe lo del consejo de ancianos.
—Sí, lo sé —asintió él—. Pero podríamos encontrar otra solución… Si tú quisieras…
—¿Monja, quizá? ¿Me casaría? ¿Me conseguiría una buena dote de alguno de sus piadosos feligreses? Sabe que nunca podría casarme con un payo. Fray Joaquín, soy gitana.
Y vaya si lo era, tuvo que aceptar a su pesar el religioso, turbado ante el descaro y la soberbia con que Milagros se dirigía a él. Transcurrieron los segundos, los dos parados casi donde la calle de la gitanería se internaba en las huertas, ella tratando de adivinar qué era lo que pasaba por la cabeza del fraile, él con el repiqueteo de sus últimas palabras: «nunca podría casarme con un payo». Algunas mujeres que confeccionaban cestas a las puertas de sus chozas y que hasta entonces solo los habían mirado de reojo detuvieron sus hábiles manos y repararon en la situación.
—Fray Joaquín —le advirtió Milagros en un susurro—, las mujeres están pendientes de nosotros.
—Sí, sí, claro —reaccionó el religioso.
Y emprendieron la vuelta.
—Fray Joaquín…
—¿Sí? —preguntó él ante el silencio que prosiguió.
—¿Cree usted que alguno de sus feligreses estaría dispuesto a darme una dote para casarme?
—Yo no he dicho… —Dudó.
¿Qué pretendía Milagros? Lo último que se le pasaría por la cabeza sería buscar un esposo para ella; había sabido de la muerte de Alejandro, su prometido, y todavía le remordía el sentimiento de… ¿alegría? «¿Cómo puedo alegrarme por la muerte de un muchacho?», se torturaba una y otra vez en el silencio de sus noches.
—Lo encontraríamos —afirmó no obstante para complacerla, sin siquiera querer ni imaginárselo—, podríamos…
Pero la muchacha le dejó con la palabra en la boca y escapó corriendo hacia la choza de la vieja María. Antes de que el fraile comprendiera qué sucedía, Milagros había regresado, corriendo de nuevo, y se detuvo ante él, jadeante, ofreciéndole las ropas coloradas de Caridad cuidadosamente dobladas.
—Si es capaz de conseguir una dote… ¿podría lograr que alguna de sus feligresas arreglase las ropas de Cachita?
Fray Joaquín cogió las prendas y rió, y lo hizo por no acariciar el rostro atezado de la muchacha o su cabello adornado con cintas, por no cogerla de los hombros y atraerla, y besarla en los labios, y…
—Seguro que sí, Milagros —afirmó desterrando aquellos deseos.
Caridad trabajaba a destajo. Los ancianos con los que vivía la trataban con indiferencia, como si no fuera más que un objeto, ni siquiera molesto. Ambos dormían en una destartalada cama con patas de la que la anciana se enorgullecía en todo momento; era su bien más preciado, ya que en aquella barraca había poco más que una mesa, taburetes y un rudimentario hogar para cocinar. Le indicaron un sitio sobre el suelo de tierra para extender el jergón que le proporcionó Tomás, y no le daban de comer salvo que este les proveyese previamente de los alimentos necesarios. Hasta las velas a cuya luz trabajaba Caridad por las noches tenía que proporcionarlas Tomás. «Como falte una sola hoja de tabaco —advertía machaconamente el gitano a los ancianos siempre que iba a la choza—, os corto el cuello.» Sin embargo, de tanto en tanto, Caridad atendía sus constantes e insistentes quejas y les regalaba alguno de los cigarros de su fuma, y veía como lo compartían con avidez, a pesar de sus lamentos por tener que fumar cigarros elaborados con las venas y los restos de las hojas. Pero ni así consiguió Caridad ganárselos, y eso que los ancianos creían que todos los cigarros que Caridad hurtaba para su fuma eran para ellos; en realidad, los que consumía con Milagros los escondía, como hacía en la vega para que los demás esclavos no se los robasen.
Con el transcurso del tiempo, Caridad empezó a añorar las noches del callejón de San Miguel, cuando Melchor le pedía que cantase y luego se dormía a su espalda, tranquilo, confiado, y ella podía trabajar y fumar al tiempo, notando cómo el humo irrumpía en sus sentidos y la transportaba a un estado de placidez en el que no existía el tiempo. Era entonces cuando la labor de sus largos dedos mientras cortaba, manejaba y torcía las hojas se confundía con el rumor de sus cánticos, con los aromas y sus recuerdos, con la respiración del gitano… y con aquella libertad de la que le había hablado Milagros y que ahora parecía difuminarse en una choza extraña.
«¿Dónde estará Melchor?», pensaba en el silencio de las noches.
Una entusiasmada y sudorosa Milagros, en un descanso durante la fiesta en la que su padre había tenido que perdonarla, le había hablado de él.
—Tengo noticias del abuelo —comentó—. Ha llegado un gitano de Antequera que se dedica a la herrería ambulante. Necesitaba que le falsificasen una nueva cédula o algo así, no sé… Bueno, la cuestión es que se topó con el abuelo mientras trabajaba por la zona de Osuna y estuvieron un par de días juntos; dice que está bien.
Caridad hizo la misma pregunta con la que Milagros prorrumpió frente a su madre luego de que esta le contara del herrero ambulante: «¿Ningún recado?». La muchacha, por su parte, utilizó con Caridad la irónica respuesta que le proporcionó su madre: «¿Del abuelo?».
Desde entonces Caridad no sabía de él. Sí sabía su objetivo, lo había hablado con Milagros: matar al Gordo. «¡Ya lo verás! No conoces al abuelo; ¡no hay hombre en este mundo que pueda robarle y salir con bien!», añadió con orgullo. Esa predicción de Milagros perseguía a Caridad. Ella había visto a los hombres del Gordo, a sus lugartenientes, a su ejército de contrabandistas, ¿cómo iba Melchor a enfrentarse a todos ellos? No se lo dijo a la muchacha, pero cada noche recordaba la chaquetilla de seda azul celeste, ¡brillaba ante ella como si pudiera tocarla con solo alargar la mano! Ese mismo azul que la había guiado hasta la gitanería cuando Eleggua decidió permitirle vivir, la chaquetilla que el gitano colgaba en un clavo herrumbroso antes de acostarse por las noches y sobre la que ella posaba la mirada de vez en cuando. Caridad disfrutaba melancólica del recuerdo de su insolencia y sus andares lentos y arrogantes. Eran de otra raza, como nunca se cansaban de repetir; ¿acaso no lo había demostrado Melchor en la venta de Gaucín al retar al mochilero? ¡Y lo había hecho por ella! Aun así, ¿cómo podría vencer el abuelo al ejército del Gordo? Si ella hubiera… ¡No sabía que pretendían robarle el tabaco! Con todo, ¿qué podría haber hecho ante un blanco?
Acudió a San Jacinto, se arrodilló ante la Virgen de la Candelaria y suplicó a Oyá por Melchor Vega. «Diosa mía —murmuraba, sus dedos desgranando parte de una hoja de tabaco sobre el suelo como ofrenda—, que no le suceda nada malo. Devuélvemelo, por favor.»
Ese día volvió a la gitanería con tres buenos cigarros que le había dado fray Joaquín en pago por su trabajo.
—Véndelos, Cachita —le propuso Milagros—. Ganarás un buen dinero por ellos.
—No —murmuró Caridad—. Estos nos los fumaremos tú y yo.
—Pero te pagarían mucho… —replicó la gitana cuando la otra ya preparaba el pedernal y la yesca.
Caridad detuvo sus manos expertas y fijó la mirada en Milagros.
—Yo no entiendo de dineros —arguyó.
—¿Y de qué…?
Interrumpió su pregunta; los ojillos de Caridad, la necesidad de afecto que revelaba toda ella le respondía en silencio. Milagros le sonrió con ternura.
—Sea, pues —sentenció.
Hacía algunos días que la lluvia no daba tregua en Triana y muchos eran los vecinos que se acercaban al río para comprobar el caudal que llevaba y el riesgo de que se desbordase, como en tantas ocasiones había sucedido con dramáticas consecuencias. En la gitanería de la huerta de la Cartuja, una persistente llovizna se mezclaba con las columnas de humo que ascendían de las chozas. En aquella desapacible mañana de primeros de diciembre del año de 1748, solo algunas viejas caballerías escuálidas y los niños, semidesnudos, ajenos al frío y al agua que los empapaba, jugaban hundiéndose hasta los tobillos en el barrizal en que se había convertido la calle. Sus mayores, a resguardo del agua, dejaban transcurrir el tiempo con indolencia.
A media mañana, sin embargo, el griterío de los chiquillos vino a turbar la ociosidad a la que las inclemencias del tiempo les empujaba.
—¡Un oso!
Mil veces resonaron los gritos agudos de los niños entre el chapoteo de sus carreras en el barro. Hombres y mujeres se asomaron a las puertas de sus chozas.
—¡Melchor Vega trae un oso! —exclamó uno de los gitanillos al tiempo que señalaba hacia el camino que llevaba a la gitanería.
—¡El abuelo Vega! —chilló otro.
Milagros, que ya se había levantado de la mesa, saltó al exterior. Caridad dejó caer la cuchilla con la que cortaba una gran hoja de tabaco. ¿Melchor Vega? Ambas se encontraron en la calle.
—¿Dónde? —preguntó la muchacha a uno de los niños al que agarró al vuelo.
—¡Allí! ¡Ya llega! ¡Trae un oso! —le contestó mientras la arrastraba, hasta que logró zafarse de ella y se confundió en el bullicio: unos miraban sorprendidos, otros corrían a recibir a Melchor y otros más lo hicieron para alejar a las caballerías, que rebuznaban o relinchaban y tiraban de sus ronzales, atemorizadas ante la presencia del gran animal.
—¡Vamos! —le exhortó Milagros a Caridad.
—¿Qué es un oso?
La muchacha se detuvo.
—Eso —le indicó.
Al inicio de la calle, ya junto a la primera de las barracas, el abuelo caminaba sonriente, el celeste de su chaqueta de seda se había oscurecido por el agua que la empapaba. Tras el bastón de dos puntas de Melchor, un inmenso oso negro lo seguía a cuatro patas, pacientemente, con las orejas erguidas, mirando curioso a los que le rodeaban a una distancia prudencial.
—¡Virgen de la Caridad del Cobre! —musitó Caridad reculando unos pasos.
—No tengas miedo, Cachita.
Pero Caridad continuó retrocediendo a medida que Melchor, con la sorpresa reflejada en su rostro al descubrir su presencia en la gitanería, se acercaba a ellas.
—¡Milagros! ¿Qué haces tú aquí? ¿Y tu madre?
La muchacha ni siquiera le escuchó, paralizada. Melchor llegó hasta donde estaba su nieta y, con él, el oso, que se adelantó y rozó con su hocico la pantorrilla del gitano.
Milagros retrocedió igual que había hecho su amiga, sin apartar la mirada del animal.
—Y tú, morena, ¿también acá?
—Es una larga historia, hermano —contestó Tomás entre el grupo de gitanos que le habían seguido a lo largo de la calle.
—¿Mi hija está bien? —inquirió al instante el abuelo.
—Sí.
—¿El Carmona?
—También.
—Lástima —se quejó al tiempo que acariciaba la testa del oso. Alguien rió—. Pero si mi hija y mi nieta están bien, dejemos las historias largas para curas y mujeres. ¡Mira, Milagros! ¡Mira cómo baila!
En ese momento el gitano se apartó del animal y alzó sus dos brazos.
El oso se levantó sobre sus patas traseras, extendió las delanteras y siguió el ritmo que le marcaba Melchor, empequeñecido este ante una bestia que le doblaba en altura. Milagros retrocedió todavía más, hasta donde se hallaba Caridad.
—¡Mira! —gritaba sin embargo Melchor—. ¡Ven aquí conmigo! ¡Acércate!
Pero Milagros no lo hizo.
Durante el resto de la mañana y pese a la llovizna que no cesaba, Melchor jugueteó con el oso: lo obligó a bailar una y otra vez, a andar sobre sus patas traseras, a sentarse, a taparse los ojos, a rodar por el barro y a mostrar otras tantas habilidades que divirtieron y causaron admiración en la gente.
—¿Y qué piensa hacer usted con esa bestia? —le preguntaron algunos de los gitanos.
—Sí, ¿dónde lo guardará? ¿Dónde dormirá?
—¡Con la morena! —contestó muy serio Melchor.
Caridad se llevó las manos al pecho.
—Es broma, Cachita —se rió Milagros propinándole un cariñoso codazo. Pero luego lo pensó dos veces—. Es broma, ¿verdad, abuelo?
Melchor no respondió.
—¿Cómo lo alimentará? —gritó una de las mujeres—. Con el tiempo que lleva lloviendo, los hombres no salen y aquí no nos queda más que media gallina vieja para todos.
—¡Pues le daremos niños para comer! —Melchor hizo ademán de soltar al animal para agarrar a uno de los chiquillos más atrevidos, que casi había llegado a su lado y que escapó chillando—. Un niño por la mañana y una niña por la noche —repitió frunciendo el ceño hacia todos los demás mocosos.
A finales de la mañana se aclaró el misterio: una familia de gitanos venidos del sur de Francia se presentó en la huerta con un carromato en busca del oso. Melchor se lo había pedido prestado para divertir a su gente.