Read La reina descalza Online

Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (19 page)

BOOK: La reina descalza
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Caridad ni siquiera se movió; permanecía de pie tras el último de los caballos, el que iba libre de carga. Salvo para pedirle que cantara, ninguno de los gitanos le había hecho el menor caso durante el regreso; parecían admitirla en aquel grupo por no desairar a Melchor. Miraba la grupa del caballo cuando fray Genaro regresó acompañado por la mitad de los miembros de la comunidad. Un hombre alto y de tupido cabello cano saludó a Melchor con un simple gesto de la cabeza, los demás quedaron algo retrasados.

—Buena noche, fray Dámaso —le contestó el gitano—, traigo el encargo de fray Joaquín.

El prior no le hizo caso y se limitó a desplazarse entre los caballos tanteando las corachas. Llegó al último. Miró el caballo. Lo rodeó para ver su otro costado y miró a Caridad con descaro. Luego simuló sorpresa y, como si se dirigiera a una clase de niños, empezó a contar las corachas en voz alta, señalándolas con el dedo: una, dos…

—Fray Joaquín me dijo que en este viaje eran ocho, Galeote —clamó al terminar su absurdo recuento.

—Lo eran, sí —le contestó Melchor desde donde estaba, a la cabeza de la hilera de caballos.

—¿Entonces?

«Esa morena necia permitió que robaran dos de ellas», temió Caridad que respondiese.

—El corregidor de Cabezas se quedó con las que faltan —escuchó sin embargo que contestaba Melchor con voz firme.

El prior juntó sus manos con los dedos extendidos, como si rezase. Se tapó la boca y apoyó la yema de los dedos sobre el puente de su nariz. Así permaneció unos instantes, escrutando al gitano a la luz de las linternas de los frailes. Melchor no se intimidó, aguantó el envite.

—¿Por qué no se quedó con todas? —preguntó al cabo fray Dámaso.

—Porque hacerse con las ocho le habría costado la vida de algunos de sus hombres —replicó el gitano.

—¿Y se conformó con dos?

—En eso valoré las vidas de los míos.

El prior dejó transcurrir los segundos; ninguno de los presentes hacía el menor movimiento.

—¿Por qué debería creerte?

—¿Por qué no debería hacerlo vuestra paternidad?

—¿Quizá porque eres gitano?

Melchor frunció los labios y chasqueó la lengua, como si nunca hubiera contado con aquella posibilidad.

—Si lo desea su eminencia, podemos preguntárselo a Dios. Él lo sabe todo.

El fraile no entró en la provocación y mantuvo la serenidad.

—Dios tiene asuntos más importantes que confirmar las mentiras de un gitano.

—Si Dios no quiere intervenir, vale la palabra del gitano… —En esta ocasión fue Melchor el que dejó transcurrir unos segundos antes de continuar—: Que vuestra paternidad podrá confirmar si acude a la justicia para denunciar que el corregidor de Cabezas le ha robado parte de su tabaco. A los gitanos, la justicia del rey no nos atiende.

Fray Dámaso resopló y terminó consintiendo.

—Descargad la mercancía —ordenó el prior a los demás frailes.

—Una coracha es mía —advirtió el gitano.

—¿Has perdido dos y pretendes…?

—El riesgo del negocio corresponde a vuestras mercedes —le interrumpió Melchor con voz dura—. Yo solo soy un cargador —añadió en un tono más suave.

El clérigo sopesó su situación: un grupo de frailes contra seis gitanos, entre los que confundió a Bernardo, armados. Poco podía hacer contra ellos. No creía una palabra de lo que le había contado el Galeote, ¡ni una sola! Se lo había advertido a fray Joaquín en numerosas ocasiones, pero aquel joven y tozudo predicador… ¡Se habían quedado con los dos sacos que faltaban y ahora pretendían robarle otro más! Enrojeció de ira. Sacudió la cabeza en repetidas ocasiones y volvió a contar a los gitanos: seis… y una mujer negra tapada con un capote oscuro y un chambergo calado hasta las orejas ¡en una noche de agosto sevillana! ¿Por qué le miraba aquella mujer? ¡No hacía más que mirarle!

—¿Qué hace aquí esta negra? —bramó de repente.

Melchor no esperaba aquella pregunta. Titubeó.

—Canta bien —respondió Tomás por su hermano.

—Sí —confirmó Melchor.

—Realmente bien —terció Bernardo.

—Os la podemos dejar para el coro —ofreció el Galeote.

Los cuatro sobrinos Vega intercambiaron una sonrisa por encima de las cruces de los caballos; el resto de los frailes contemplaba la escena con una mezcla de temor y fascinación.

—¡Basta! —gritó el prior—. ¿Te das cuenta de que este será tu último viaje a cuenta de los dominicos? —Melchor se limitó a mostrar las palmas de sus manos—. ¡Descargad!

Los frailes descargaron las cinco corachas en un instante.

—¡Fuera! —gritó después fray Dámaso al tiempo que señalaba los portalones.

—¿De verdad no queréis que os dejemos a la negra? —se burló uno de los sobrinos Vega al pasar con su caballo junto al prior—. A nosotros nos sobra. No es nuestra.

—¡Niño! —le recriminó Tomás tratando de reprimir una carcajada.

Una vez en el exterior, Melchor evitó dirigirse a Triana y se encaminó hacia las afueras de Sevilla. Los demás le siguieron con los caballos.

—¿Cómo piensas pasar este tabaco? —se preocupó Tomás.

Si el contrabando provenía de Portugal, desde el oeste no existía problema alguno para llegar hasta Triana puesto que no tenían que cruzar el Guadalquivir por el puente de barcas. Cuando provenía de Gibraltar, guardaban su mercancía en el convento de Portaceli y luego fray Joaquín se lo daba en Triana, pero, dadas las circunstancias, entendía que Melchor no hubiera querido dejarlo en depósito en el convento.

—Id a casa de Justo, el barquero, y despertadlo. Pagadle bien. En la barca ve tú y uno de los chicos. Los demás que crucen por el puente…

—¿Id? ¿Pagadle? ¿Qué quieres decir con eso?

—Yo me voy, hermano. Tengo una cuenta que arreglar con el Gordo en Encinas Reales.

—Melchor, no… Te acompaño.

El gitano negó con la cabeza y golpeó el brazo de su hermano, luego lo hizo sobre el de Bernardo, cogió su mosquete del caballo, lo alzó en gesto de despedida a los sobrinos y los abandonó allí mismo. Sin embargo, no llegó a dar un par de pasos cuando se volvió y señaló a Caridad.

—¡Me olvidaba! Morena —Caridad notó que se le agarrotaba la garganta—, toma —añadió tras rebuscar en su chaquetilla y extraer un pañuelo de colores que había logrado comprar en la venta de Gaucín después de regatear hasta la extenuación con uno de los buhoneros que seguían a los contrabandistas.

Caridad se acercó y cogió la prenda.

—Dáselo a mi nieta y dile que su abuelo la quiere más que nunca.

Caridad mantuvo la mirada baja, el labio herido quemándole al mordérselo. Creía… creía que… Notó que Melchor la cogía del mentón y le obligaba a alzar la cabeza.

—No te preocupes —trató de tranquilizarla—, no fue culpa tuya. Pero ya puedes empezar a torcer el tabaco. A mi vuelta espero que hayas multiplicado nuestro beneficio.

Caridad permaneció quieta mientras la chaquetilla azul celeste fue desapareciendo en la noche. «A mi vuelta», había dicho. Volvería…

—Morena, ¿vienes o no? —le conminó Tomás.

El grupo ya se había alejado.

Cuando hubo amanecido, Caridad cruzó el puente de barcas acompañada por Bernardo y tres de los sobrinos Vega tirando de los castrados; el tabaco había cruzado el río un par de horas antes, en barca, con Tomás y el más fornido de los muchachos. El pontazguero, igual que muchos de los sevillanos o trianeros que iban y venían, se extrañó al verla tapada con la capa cuando hombres y mujeres procuraban desprenderse de sus ropas, pero ¿qué iba a hacer? La desvergonzada expresión del hombre la devolvió a la realidad. ¿Cómo se vestiría a partir de entonces?, pensó, volviendo a notar el roce de las ropas rasgadas bajo la capa que las escondía. Milagros la ayudaría, seguro. Sonrió, embargada por las ganas de ver a su amiga. Aligeró el paso ante la inminencia del encuentro y el recuerdo de sus conversaciones. Cuántas cosas podría contarle ella ahora. Una vez superado el pontazguero se topó con una Triana que empezaba a bullir. El imponente castillo de la Inquisición quedaba a su derecha.

—¡Morena!

Caridad se detuvo en seco y volvió la cabeza confundida. Habían superado el Altozano y, abstraída como estaba en sus reflexiones, había continuado en línea recta por la calle que llevaba a San Jacinto para desde allí dirigirse al callejón de San Miguel. Sin embargo, los gitanos y Bernardo, con las caballerías, habían vuelto por la calle que rodeaba el castillo, en dirección a la gitanería de la huerta de la Cartuja. Se hallaban distanciados varios pasos entre los que se cruzaba la gente.

—Ve a tu casa si quieres —le gritó uno de los sobrinos—, pero acuérdate de lo que ha dicho el tío Melchor. —El muchacho simuló frotar sus manos, algo separadas entre ellas, como si estuviera torciendo tabaco—. Acércate a la Cartuja para trabajar.

Caridad asintió y contempló embobada cómo los gitanos alzaban sus manos a modo de despedida y reemprendían la marcha. Las gentes pasaron a su lado, y algunos la miraron extrañados por sus vestimentas, igual que en el puente.

—Te vas a asar dentro de esa capa, morena —le soltó un chiquillo que pasó a su lado.

—¡Aparta! —le gritó un carretero a su espalda.

Caridad saltó hacia un lado y buscó refugio junto a la pared de uno de los edificios. «Ve a tu casa», le había dicho el gitano. ¿Tenía casa? Ella no tenía casa… ¿o sí? ¿Acaso no había encaminado sin querer sus pasos hacia el callejón de San Miguel? Allí la esperaba Milagros, allí vivía Melchor. Llevaba meses en aquel callejón, torcía cigarros por las noches, le daban comida y acudía a San Jacinto a rezar a la Candelaria, a visitar a Oyá, a ofrendarle pedacitos de hojas de tabaco, y le habían regalado ropa, y salía con los gitanos, y… y vivía Milagros. Sintió una extraña sensación de gozo que recorrió su cuerpo en forma de placentero cosquilleo. Tenía casa, el gitano lo había dicho, aunque se redujera al mísero espacio que se abría frente a la letrina. Separó la espalda de la pared y se entremezcló con la gente.

José Carmona salió furioso de la herrería nada más enterarse de la llegada de Caridad.

—¿Qué haces aquí, negra? —le gritó en el patio—. ¿Cómo te atreves? ¡Nos has traído la ruina! ¿Y Melchor? ¿Dónde está ese viejo loco?

Caridad no fue capaz de responder a ninguna de aquellas preguntas ni a las que tras ellas le vomitó sin cesar; aunque hubiera querido, no hubiera podido hacerlo: el gitano estaba fuera de sí, con las venas del cuello a punto de reventar, escupiendo cada palabra y zarandeándola.

—¿Por qué llevas una capa oscura en pleno agosto? ¿Qué escondes, negra? ¡Quítatela!

Caridad obedeció. Sus ropas hechas jirones quedaron a la vista en cuanto se quitó la capa.

—¡Dios! ¿Cómo puedes ir así, sucia negra? ¡Vístete! Quítate esa ropa rota antes de que nos detengan a todos y ponte la que traías cuando llegaste.

José se mantuvo en silencio mientras ella se despojaba de sus ropas hasta llegar a mostrarse enteramente desnuda: sus pechos firmes, sus caderas voluptuosas, su estómago plano por encima de un pubis en el que el gitano centró su atención de forma desvergonzada; solo su espalda cruzada por cicatrices rompía el encanto del sensual cuerpo de Caridad, que terminó enfundándose su vieja camisa larga en el patinejo de la letrina. La respiración jadeante del hombre, que había creído percibir al quedar desnuda delante de él, se convirtió en nuevos gritos tan pronto como terminó de cubrirse con su camisa de esclava.

—¡Y ahora fuera de aquí! —le gritó José—. ¡No quiero volver a verte en mi vida!

Se agachó para introducir la ropa rota en su hatillo. ¿Y Milagros? ¿Dónde estaba Milagros? ¿Por qué no acudía en su ayuda? Acuclillada en el suelo, volvió la cabeza hacia José. «¿Y Milagros?», quiso preguntarle, pero las palabras se negaron a surgir de su boca.

—¡Lárgate!

Abandonó el edificio con lágrimas en los ojos. ¿Qué había sucedido? El padre de Milagros siempre la había mirado como lo hacía el capataz en la vega: con desprecio. Quizá si hubiera estado Melchor… Una mueca acudió a sus labios: continuaba siendo una esclava negra, una infeliz que lo único que tenía era un papel que decía que era libre. ¿Cómo podía haber llegado a ilusionarse con algún lugar parecido a una casa? Con aquellos pensamientos dejó atrás el humo y el repiqueteo de los martillos sobre los yunques que inundaban el callejón.

«Acércate a la Cartuja a trabajar», recordó que le había dicho uno de los gitanos. ¿Por qué no? Además, los Vega le darían noticias de Milagros.

Tras la muerte de Alejandro, Milagros fue arrastrada hasta la casa en la que se celebraba la fiesta. No quería ir, pero los Vargas tiraban de ella, ciegos, ofuscados, corriendo por las calles de Triana como si tuvieran que salvarse de un monstruo que les perseguía. Procuró librarse de sus manos y de sus empujones, quería pensar, necesitaba centrarse, pero todo intento fue sofocado por la premura y los gritos que rompían la noche. ¡Lo han asesinado! ¡Ha muerto! ¡Han matado a Alejandro!

Y con cada grito aceleraba el paso, y corría sin desearlo, tanto como los Vargas, tropezando, levantándose con la apresurada ayuda de alguno de ellos, tartamudeando, quejándose, siempre con la imagen del cadáver sanguinolento de Alejandro pisándole los talones.

La fiesta no había terminado, pero se hallaba ya en su ocaso. Cuando los muchachos irrumpieron en la casa, los condes y sus invitados habían abandonado sus sillas y paseaban por el jardín charlando con los gitanos; las guitarras sonaban tenues, como si se despidieran; nadie bailaba ni cantaba.

—¡Lo han matado!

—¡Le han disparado!

Milagros, detrás de los dos Vargas, jadeante, con el corazón a punto de reventar, cerró los ojos al escuchar aquellos desgarradores anuncios y los mantuvo prietos, escondidos tras la mano con la que se tapó el rostro, cuando todos los gitanos, hombres, mujeres y niños, se apiñaron a su alrededor.

Preguntas y respuestas, todas precipitadas, todas apremiantes, se confundieron entre ellas.

¿Quién? ¡Alejandro! ¿Alejandro? ¿Cómo? ¿Quién ha sido? Uno de los alfareros. ¿Muerto? Un aullido estremecedor se alzó por encima de las demás voces. «¿Su madre?», se preguntó Milagros. Los condes y sus invitados, tras escuchar las primeras palabras, se apresuraron a abandonar la casa. Los muchachos se esforzaban por responder a las mil preguntas que les llovían. Los chillidos de las mujeres asolaron Triana entera. Milagros no necesitó verlas: se tiraban de los cabellos hasta arrancarse mechones, se arañaban y se rasgaban las camisas, gritaban al cielo con los rostros contraídos en muecas indefinibles, pero mientras tanto los hombres continuaban con su interrogatorio y ella sabía que en algún momento…

BOOK: La reina descalza
3.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dream a Little Dream by Sue Moorcroft
Growing Pains by Emily Carr
Blind Moon Alley by John Florio
Wired by Sigmund Brouwer
Shadow Tree by Jake Halpern
The Hunted by Matt De La Peña
The Clue at the Zoo by Blanche Sims, Blanche Sims
Healer by Carol Cassella