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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (16 page)

BOOK: La reina descalza
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«Canta, morena», pensaba mientras tanto Caridad. No era la misma orden que la de los capataces allá en Cuba. El gitano parecía disfrutar con su voz. Aquellas noches en que iba a dormir al corral de vecinos y se encontraba a Caridad trabajando el tabaco sobre el tablero, se dejaba caer en su jergón después de quitarse la ropa y le pedía que lo hiciese. «Canta, morena», le susurraba. Y sin dejar de trabajar a la luz de las velas, de cortar las hojas de tabaco o de enrollarlas unas sobre otras, Caridad cantaba con Melchor tumbado a su espalda. Nunca se había atrevido a volver la cabeza, ni siquiera cuando los ronquidos o la respiración pausada del hombre le indicaban que dormía. ¿Qué debía de pensar aquel gitano al escucharla? Melchor no la interrumpía, no canturreaba con ella; solo permanecía atento, quieto, mecido por el triste arrullo de Caridad. Tampoco la había tocado, nunca, aunque en algunas ocasiones ella hubiera percibido algo parecido a aquella lascivia con la que otros muchos permitían que sus ojos corrieran por su cuerpo. ¿Le hubiera gustado que lo hiciera, que la tocase, que terminara montándola? «No», se contestaba. Se hubiera convertido en uno más, porque ahora era el primer hombre al que conocía, con el que trataba, que no le había puesto una mano encima. Durante toda su vida, desde que la arrancaron de su tierra y su familia, Caridad había trabajado con el tabaco, y sin embargo en esas noches en que lo hacía con Melchor tumbado a su espalda, el aroma de la planta cobraba unos matices que nunca antes había percibido; entonces, escuchándose a sí misma y observando cómo sus largos dedos manejaban las delicadas hojas, Caridad descubría unos sentimientos que jamás habían aflorado en ella, y respiraba con fuerza. A veces incluso tenía que detener sus labores hasta que las manos dejaban de temblarle, agredida por la ansiedad ante unas sensaciones que era incapaz de reconocer y entender.

—Libertad —afirmó un día Milagros tras unos instantes de reflexión después de que Caridad le contase—. Eso se llama libertad, Cachita —reiteró con una seriedad impropia en la muchacha.

—Mira, morena, aquella es la tierra en la que naciste: África.

Caridad oteó el horizonte, hacia donde señalaba Melchor, y vislumbró una difusa línea más allá del mar. Volvía a cubrirse con la capa y con el chambergo calado hasta las orejas; sin embargo, el gitano, a su lado, relucía al sol en su chaquetilla de seda azul celeste y sus calzones ribeteados en plata. En su mano derecha sostenía un mosquete de chispa que había extraído de las alforjas de uno de los caballos tan pronto como arribaron a Gaucín después de tres días de marcha por senderos y cañadas intransitables.

—Y ese peñón de allí, junto al mar —indicó Melchor con el cañón de la escopeta, dirigiéndose a todos—, es Gibraltar.

La villa señorial de Gaucín, enclavada en el camino real de Gibraltar a Ronda, constituía un enclave importante de la serranía. Contaba con cerca de mil habitantes, y por encima de ella, en un risco de difícil acceso, se elevaba el castillo del Águila. Los gitanos y Caridad se deleitaron unos momentos en las vistas, hasta que Melchor dio orden de dirigirse a la venta de Gaucín, distante una legua de la población, a la vera del camino: una construcción de un solo piso levantada en un descampado y provista de cuadras y pajares.

Era mediodía, y el aroma a cabrito asado les recordó el tiempo que llevaban sin comer; una larga columna de humo ascendía a través de la chimenea de un gran horno cuya bóveda sobresalía de una de las paredes del edificio. Un par de mocosos corrieron desde las cuadras para hacerse cargo de los caballos. Los sobrinos agarraron sus pertenencias, entregaron los caballos a los niños y se apresuraron tras los pasos de Melchor, Tomás y Caridad, que ya cruzaban la puerta de la venta.

—¡Empezaba a temer que os hubiesen detenido en el camino! —se oyó gritar desde una de las toscas mesas.

La luz entraba a raudales en la venta. Melchor reconoció a Bernardo, su compañero de galeras, sentado frente a un buen plato de carne, pan y una frasca de vino.

—Hacía tiempo que no te veía por aquí, Melchor —le saludó el ventero, tendiendo una mano que el gitano apretó con fuerza—. Me comentaron que preferías trabajar en la raya de Portugal.

Antes de contestar, el gitano echó un vistazo al interior de la venta: solo otras dos mesas estaban ocupadas, ambas por varios hombres que comían con las armas encima de ellas, siempre a mano: contrabandistas. Algunos saludaron a Melchor con un gesto de la cabeza, otros escrutaron a Caridad.

—¡Con Dios, señores! —saludó el gitano. Luego se volvió hacia el ventero, que también examinaba a la mujer—. Se trabaja donde se puede, José —alzó la voz para llamar su atención—. Ayer fue con los portugueses, hoy con los ingleses. ¿La familia bien?

—Creciendo. —El ventero señaló a una mujer y dos muchachas que se afanaban frente al gran horno de leña.

Los gitanos, Caridad y el ventero se encaminaron hacia la larga mesa en la que les esperaba Bernardo.

—¿Ya llegan? —preguntó Melchor ante el trajín que se llevaban las mujeres en el horno y el escaso público que había para dar cuenta de todo lo que asaban en él.

—Se les ha visto pasar por Algatocín hace poco —contestó José—. A una legua de camino. No tardarán en llegar. Aprovechad para comer y beber antes de que todo esto se ponga patas arriba.

—¿Cuántos son?

—Más de un centenar.

El gitano frunció el ceño. Se trataba de una partida importante. En pie todavía, junto a la mesa, interrogó con la mirada a Bernardo.

—Ya te dije que habían arribado varios barcos al peñón —se explicó este dando la vuelta a la pata de cabrito que sostenía, como si no le concediera importancia alguna—. Hay mucha mercancía. No te preocupes, nuestra parte está asegurada.

Antes de tomar asiento, mirando hacia la puerta de entrada, Melchor dejó el mosquete sobre la mesa, cruzado cuan largo era, con un golpe que quizá fue más fuerte de lo debido, como si quisiera dar a entender que lo único capaz de garantizar su negocio eran las armas.

—Siéntate a mi lado, morena —indicó a Caridad al tiempo que golpeaba el banco que rodeaba la mesa.

El ventero, curioso, dirigió el mentón hacia la mujer.

—Es mi negra —declaró el gitano—. Ocúpate de que todo el mundo lo sepa y tráenos de comer. Tú —añadió hacia Caridad—, ya lo has oído: aquí eres mi negra, me perteneces. —Caridad asintió recordando las palabras de Milagros: «No te separes del abuelo». Notaba la tensión en los gitanos—. Procura seguir bien tapada, aunque el sombrero te lo puedes quitar. Y los demás… —En ese momento el gitano sonrió a Bernardo y se sirvió un vaso de vino a rebosar del que casi dio cuenta de un solo trago—. ¡Los demás, atentos con el vino! —advirtió limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Os quiero bien despiertos cuando lleguen los de Encinas Reales.

Encinas Reales, Cuevas Altas y Cuevas Bajas eran tres pequeñas poblaciones cercanas entre sí y enclavadas en viejas tierras de frontera, junto al río Genil, a unas treinta leguas de distancia de Gaucín. Los tres lugares se habían convertido en refugio de contrabandistas que actuaban con total impunidad. La gran mayoría de sus habitantes se dedicaban a ese negocio, principalmente con tabaco y, los que no, los encubrían o se lucraban. En los pueblos, mujeres y eclesiásticos colaboraban en el negocio, y las autoridades, por más que lo intentaban, no conseguían imponer el orden en unos enclaves de hombres duros, violentos y curtidos entre los que imperaba la ley del silencio y la de la protección mutua. Las gentes de los tres lugares organizaban constantes partidas, en ocasiones a Portugal, por la ruta de Palma del Río y Jabugo, para desde allí cruzar la raya en dirección a Barrancos o Serpa, y en otras ocasiones a Gibraltar, por Ronda y su serranía. Buscando la seguridad de esas nutridas bandas, se les unían mochileros y otros delincuentes de Rute, Lucena, Cabra, Priego, con lo que llegaban a formar pequeños y temibles ejércitos superiores en número y fuerzas a cualquier ronda o patrulla de soldados reales, en su mayoría corruptos, cuando no mal pagados, ancianos o tullidos.

La única persona en la venta de Gaucín que no percibió el escándalo de los contrabandistas hasta que sus gritos y carcajadas inundaron los alrededores de la venta fue Caridad; los demás tuvieron oportunidad de comprobar cómo el murmullo que llegó a escucharse en la lejanía se convertía en alboroto al tiempo que hombres y caballerías se acercaban. Los cuatro jóvenes gitanos Vega se pusieron en tensión, nerviosos, mirándose entre ellos, buscando en Tomás la tranquilidad que su inexperiencia no les procuraba. Melchor y Bernardo, por el contrario, recibieron a los de Encinas Reales ya aplacada el hambre, con unos buenos cigarros entre sus dedos, bebiendo con fruición el vino joven de la serranía, áspero y fuerte, como si con cada trago que daban, en silencio, mirándose el uno al otro en perfecta simbiosis, pretendiesen recuperar parte de aquellos terroríficos años que habían pasado aherrojados a los remos de las galeras reales.

A diferencia de todos ellos y de los demás comensales de la venta que se movían inquietos en sus bancos, Caridad mordisqueaba entusiasmada los huesos del cabrito asado a la leña y aderezado con hierbas aromáticas. ¡No recordaba haber comido nunca nada tan exquisito! Ni siquiera las azuladas bocanadas de humo que el gitano lanzaba junto a ella la distraían, menos aún el barullo que pudiera formar la proximidad de una partida de contrabandistas. Los gitanos no acostumbraban a comer bien: a menudo las carnes rozaban la podredumbre y las verduras u hortalizas estaban pasadas, pero por lo menos eran más variadas que el funche con bacalao con el que día tras día el amo alimentaba a los esclavos de su plantación. Un vasito de aguardiente, eso era lo que les daban por las mañanas para que despertasen y estuviesen dispuestos para el trabajo. No, ciertamente la comida no era una de las razones por las que Caridad permanecía con los gitanos, aunque eso unido a un lugar donde dormir… «Cachita, puedes marcharte cuando quieras, eres libre, ¿lo entiendes?, libre», le repetía una y otra vez Milagros. ¿Y qué haría sin Milagros? Pocos días antes de partir a contrabandear con el abuelo, durante un anochecer perezoso que parecía resistirse a dejar de iluminar Sevilla, la muchacha había vuelto a mostrar su desconsuelo por su futuro matrimonio con Alejandro Vargas. Ella quería a Pedro García; «le amo», había sollozado, las dos sentadas a la orilla del Guadalquivir, mirando al frente. Luego, Milagros había apoyado su cabeza en el hombro de Caridad, igual que hacía Marcelo, y ella le había acariciado el cabello tratando de proporcionarle consuelo. ¿Adónde iba a ir sin Milagros? El solo recuerdo de los sucesos con el ceramista le nubló el pensamiento; Caridad se trasladó mentalmente al día en que se sentó a esperar la muerte debajo de aquel naranjo. Esa noche vio acercarse a Eleggua, el Dios que rige el destino de los hombres, el que dispone de las vidas a su antojo. ¿Cuánto tiempo hacía —llegó a pensar en aquel momento— que no hablaba con los orishas, que no les hacía ofrendas, que no era montada por ellos? Entonces se esforzó y le cantó, y el caprichoso Eleggua giró y giró alrededor de ella fumando un gran cigarro hasta que se dio por satisfecho con aquella humilde ofrenda y le mandó al gitano para que la ayudase a continuar viviendo. Melchor la respetaba. También había sido él quien la llevó a San Jacinto y le presentó a fray Joaquín. Allí, en aquella iglesia en construcción, se hallaba la Virgen de la Candelaria: Oyá para los esclavos cubanos. Oyá no era su orisha, Oshún lo era, la Virgen de la Caridad, pero siempre se decía que no hay Oyá sin Oshún ni Oshún sin Oyá, y desde entonces Caridad acudía a rezar a la Candelaria, se arrodillaba frente a ella y, cuando no la veían, mudaba sus avemarías por el rumor de unos cánticos a la orisha que representaba a la Virgen, meciéndose de adelante atrás. Antes de irse, dejaba caer parte de una hoja de tabaco robada, no tenía otra cosa que ofrecerle. A lo largo del tiempo que llevaba en Sevilla había visto a los morenos libres de la ciudad: la mayoría de ellos no eran más que unos miserables que pedían limosna por las calles, confundidos entre los centenares de mendigos que pululaban por la capital, peleándose unos con otros por una moneda. Estaba bien con los gitanos, concluyó Caridad, quería a Milagros, y Melchor la cuidaba.

—Morena, ya no te queda hueso que roer.

Las palabras del gitano la devolvieron a la realidad y con ella al alboroto que se vivía en el exterior. Caridad se encontró con una paletilla ya roída en sus manos. La dejó en el plato justo en el momento en que se abrían las puertas de la venta y una riada de hombres armados, sucios y vocingleros accedía a ella. Caridad distinguió a varios mulatos e incluso a un par de frailes. El ventero se esforzó por acomodarlos, pero era imposible acogerlos a todos. Los contrabandistas gritaban y reían; algunos levantaron sin contemplaciones a otros que ya se habían sentado a las mesas, imponiendo una autoridad que quedó patente en la sumisión de los desplazados. También entraron algunas mujeres, prostitutas que los seguían y que se acercaron con descaro a vender sus encantos a aquellos que parecían ser los capitanes de los diversos grupos de los que se componía la partida. El ventero y su familia empezaron a llevar frascas de vino, aguardiente y bandejas colmadas de cabrito a las mesas; él preocupado por servir a quien más gritaba, la esposa y sus dos jóvenes hijas tratando de sortear palmadas en las nalgas y abrazos no deseados.

Cuatro hombres fueron a tomar asiento en el espacio que quedaba libre en los largos bancos corridos de la mesa de los gitanos, pero no habían llegado a hacerlo cuando aparecieron otros tres que se lo impidieron.

—Fuera de aquí —les ordenó con voz aflautada un hombre bajo y gordo, de cara redonda, barbilampiño, ataviado con una chaquetilla que parecía a punto de reventar, al igual que la faja roja con que presionaba su enorme barriga y de la que sobresalían las empuñaduras de un cuchillo y una pistola.

Caridad, al igual que los jóvenes gitanos, sintió un escalofrío al comprobar cómo aquellos cuatro rudos contrabandistas que se habían dirigido a ellos con soberbia, se levantaban con una actitud de obediencia rayana en el servilismo. El gordo se dejó caer pesadamente en el banco al lado de Bernardo, frente a Melchor; los otros dos ocuparon los puestos que quedaban libres. Un par de prostitutas acudieron raudas a remolonear junto a los recién llegados. El gordo extrajo de su faja un gran cuchillo de monte de doble hoja y una pistola de llave de rastrillo y cañón bellamente labrado con arabescos dorados. Caridad observó que los pequeños y gruesos dedos del hombre alineaban con meticulosidad aquellas dos armas sobre la mesa, junto a la escopeta de Melchor. Cuando pareció complacido, habló de nuevo, esta vez se dirigió al gitano.

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