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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (17 page)

BOOK: La reina descalza
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—No sabía que tú también estabas metido en este negocio, Galeote.

El ventero, sin necesidad de gritos ni aspavientos, había acudido presto a la mesa de los gitanos, a servir a los nuevos comensales. Melchor esperó a que terminase antes de contestar.

—Me enteré de que tú eras uno de los capitanes y me apresuré a venir. Si va el Gordo, me dije, seguro que hay buen tabaco.

Uno de los hombres que acompañaban al capitán se removió inquieto en el banco: hacía tiempo, desde que mandaba su propia partida, que ya nadie se atrevía a utilizar ese apodo cuando se dirigía a él; eran muchos los que habían pagado caro deslices como aquel. El Fajado lo llamaban ahora.

El Gordo chasqueó la lengua.

—¿Por qué me faltas, Melchor? —dijo entonces—, ¿acaso yo lo he hecho?

El gitano entrecerró los ojos hacia él.

—Te cambio todas las libras de grasa de tu barriga por mis años a los remos.

El Gordo irguió de forma casi imperceptible su grueso cuello, pensó unos instantes y sonrió con dientes negruzcos.

—No hay trato, Galeote, prefiero mi grasa. Pase en esta ocasión, pero cuídate de llamarme así delante de mis hombres.

Entonces fueron los gitanos Vega quienes tensaron la espalda en los bancos preguntándose cómo respondería Melchor a esa amenaza.

—Mejor será entonces que no crucemos nuestros caminos —propuso este.

—Mejor será —corroboró el otro tras asentir—. ¿Ahora utilizas a una negra como mochilera? —inquirió haciendo un gesto hacia Caridad, que presenciaba el lance verbal con la boca y los ojos abiertos.

—¿Qué negra? —preguntó el gitano, inmóvil, hierático.

El Gordo hizo ademán de señalarla con la mano pero se detuvo a medias. Luego negó con la cabeza y agarró una paletilla de cabrito. Esa fue la señal para que los otros dos se lanzasen sobre la comida y para que las prostitutas se acercaran con lisonjas a los recién llegados.

La venta de Gaucín era el lugar elegido para esperar noticias del desembarco desde Gibraltar de las mercaderías de contrabando en la costa de Manilva, una pequeña población distante unas cinco leguas de la venta y que pertenecía a la villa de Casares, dedicada a la pesca y al cultivo de la uva y de la caña de azúcar. A través de sus diferentes agentes —Melchor lo había hecho con el concurso de Bernardo—, todas las partidas de contrabandistas habían adquirido ya en el enclave inglés, a bajo precio, burlando el monopolio español, las mercancías que deseaban. Una vez cerrados los tratos, los productos permanecían depositados y convenientemente asegurados en los almacenes de los armadores gibraltareños a la espera de que se diesen las circunstancias atmosféricas para trasladarlas desde el peñón a las costas españolas.

Dos avisos habían sido enviados a Gibraltar: las partidas estaban reunidas en Gaucín. Solo restaba aguardar a que los navieros que operaban en el peñón bajo distintos pabellones confirmaran la noche en que se procedería al desembarco. Mientras tanto, la música de guitarras, flautas y panderetas sonaba en la venta y el descampado que se abría a su alrededor, con mayor ímpetu a medida que las frascas y las botas de vino corrían de mano en mano. Los hombres, reunidos en grupos, apostaban sus futuras ganancias a los naipes o a los dados. Aquí y allá se producían rencillas que los capitanes procuraban que no llegaran a mayores: necesitaban a sus cargadores. Comerciantes y mercaderes de las cercanías, además de prostitutas y algunos delincuentes, acudían ante la expectativa de un dinero fácil.

Melchor, Bernardo y sus acompañantes paseaban entre aquel hervidero notando el frescor de la noche que se avecinaba. Los gitanos no iban a dormir en el suelo junto al horno, como lo harían los capitanes y sus lugartenientes, ni siquiera en los establos o en los pajares: no pensaban hacerlo junto a los payos, era su ley. Se alejarían para resguardarse entre los árboles y dormir a cielo raso; pero hasta que llegase ese momento, Melchor, precediendo la comitiva, se detenía a escuchar la música en un rincón, a contemplar las apuestas en otro y a charlar aquí y allá con conocidos del contrabando.

—¿Te juegas la negra a los dados conmigo, Galeote? —le propuso el capitán de una pequeña partida de Cuevas Bajas, apiñado junto a otros hombres sobre un tablón de madera.

La cabeza de Caridad se volvió atemorizada hacia el contrabandista. «¿Sería capaz de aceptar la apuesta?», cruzó por su mente.

—¿Por qué quieres jugar a perder, Tordo? —Así llamaban al capitán—. Perderías tus dineros si yo ganase, o tu salud si perdiese. ¿Qué harías tú con una hembra como esta?

El Tordo dudó un instante en su réplica, pero terminó sumando una sonrisa forzada a las carcajadas de los hombres que jugaban con él.

Melchor dejó atrás la improvisada tabla de dados y las pullas que aún se escuchaban en ella y continuó paseando.

—Melchor, ¿te has vuelto loco? Al final tendremos problemas —le susurró Tomás haciendo un gesto hacia Caridad.

Pese a la capa con la que se cubría, la mujer era incapaz de esconder sus grandes pechos ni las voluptuosas curvas de sus caderas, que excitaban la imaginación de cuantos la observaban moverse.

—Lo sé, hermano —contestó Melchor alzando la voz para que pudieran oírle los demás gitanos—. Por eso mismo. Cuanto antes tengamos esos problemas, antes podremos descansar. Además, de esta manera seré yo quien elija con quién tenerlos.

—¿Tanto te interesa la negra? —se extrañó Tomás.

Caridad aguzó el oído.

—¿Acaso no la oíste cantar? —contestó el gitano.

Y Melchor eligió: un mochilero de cierta edad, la precisa como para verse obligado a defender su hombría, ese valor que les procuraba un puesto en la tácita jerarquía de los delincuentes, malcarado, de barba astrosa y cuyos ojos inyectados en sangre eran prueba de la gran cantidad de vino o aguardiente que había consumido. El hombre se hallaba charlando en grupo, pero había desviado su atención hacia Caridad.

—Atentos, sobrinos —alertó el abuelo por lo bajo al tiempo que entregaba su mosquete a Bernardo—. ¿Tú qué miras, marrano? —le gritó luego al mochilero.

La reacción fue inmediata. El hombre echó mano de su puñal y sus compañeros intentaron hacer lo mismo, pero antes de que lo consiguieran, los cuatro sobrinos Vega se habían abalanzado sobre ellos y los amenazaban ya con sus armas. Melchor permaneció inmóvil frente al mochilero, con las manos desnudas, retándole solo con la mirada.

Se hizo el silencio en derredor del grupo. Tomás, un paso por detrás de su hermano, agarraba la empuñadura de su cuchillo, todavía metido en su faja. Caridad temblaba, algo apartada, con los ojos clavados en el gitano. Bernardo sonreía. A cierta distancia, en el descampado, alguien llamó la atención del Gordo, que volvió la mirada hacia donde le señalaban. «¡Qué agallas tiene!», reconoció.

—Es mi negra —masculló Melchor. El mochilero movía amenazante su puñal, extendido en dirección al gitano—. ¿Cómo te atreves a mirarla, canalla?

El nuevo insulto llevó al hombre a arremeter contra Melchor, pero el gitano tenía controlada la situación: lo había visto moverse con torpeza, ebrio, y la acumulación de gente solo le permitía desplazarse en línea recta, directamente hacia él. Melchor se apartó con agilidad y el mochilero pasó por su lado, trastabillando, con el brazo estúpidamente extendido. Fue Tomás quien puso fin al lance: con inusitada rapidez extrajo el puñal de su faja y lanzó una cuchillada sobre la muñeca del atacante, que cayó a tierra desarmado.

Melchor se acercó al herido y pisó su muñeca, ya ensangrentada.

—¡Es mi negra! —anunció en voz alta—. ¿Alguien más pretende imaginársela en sus brazos?

El gitano recorrió la zona con los ojos entrecerrados. Nadie contestó. Luego aflojó la presión de su pie, mientras Tomás pateaba el cuchillo del mochilero para ponerlo fuera de su alcance. A una señal del abuelo, los sobrinos cesaron en su acoso a los demás contrabandistas y todos ellos, como uno solo, volvieron a perderse entre la gente. Caridad sentía que le fallaban las rodillas, todavía atemorizada pero sobre todo confundida: ¡Melchor había peleado por ella!

Unos pasos más allá de donde se había producido el altercado, Bernardo devolvió el mosquete a su compañero.

—Tantos años en galeras —le comentó en ese momento—, tantos años luchando para mantenernos con vida, viendo caer a unos y otros a nuestro lado, en nuestros mismos bancos, tras insufribles agonías, y tú te juegas la vida por una morena. ¡Y no me digas que canta bien! —se adelantó a su respuesta—, yo no la he escuchado.

Melchor sonrió hacia su amigo.

—¿Te supera? —inquirió Bernardo entonces—. ¿Canta mejor que tú?

Los dos se perdieron en sus recuerdos, cuando el gitano, mientras remaban en alta mar, en el silencio de un viento en calma, se arrancaba con un interminable y lúgubre quejido como salido del espíritu de todos aquellos desgraciados que habían dejado su vida en la galera. ¡Hasta el cómitre dejaba entonces de azotar a los remeros! Y Melchor cantaba sin palabras, modulaba el llanto y entonaba el lamento de unos hombres destinados a fallecer y sumar su alma a las muchas que habían quedado eternamente encadenadas a los remos y a las cuadernas de la galera.

—¿Mejor que yo? —se preguntó al cabo el gitano en voz alta—. No lo sé, Bernardo. Lo que te aseguro es que lo hace con el mismo dolor.

La torre erigida en punta Chullera para la vigilancia y defensa costera fue utilizada, como en tantas otras ocasiones, a modo de improvisado faro para guiar en la noche a los barcos contrabandistas que habían partido de Gibraltar. El vigía de la atalaya, más preocupado por el cultivo del huerto que la rodeaba, recibió con satisfacción los dineros que le pagaron los contrabandistas, igual que hicieron los alcaldes, cabos y justicias de los pueblos y guarniciones cercanas.

Y mientras un hombre agitaba un fanal desde lo alto de la torre, a sus pies, en la playa, el centenar de contrabandistas que se había desplazado desde Gaucín con sus caballerías esperaba intranquilo en la oscuridad de la noche la llegada de las naves. Habían pasado dos días en la venta, jugando, cantando, bebiendo y peleándose a la espera de noticias de Gibraltar, y en ese momento, en la playa, la mayoría de ellos oteaban el negro horizonte, porque si en tierra podían actuar con impunidad, no sucedía lo mismo en el mar, con los barcos del Resguardo español controlando las costas. Había llegado el momento más delicado de la operación y todos lo sabían.

Caridad, entre susurros y algún que otro relincho de los caballos, escuchaba el rumor de las olas al romper en la orilla y se repetía una y otra vez las instrucciones del gitano: «Arribarán unos cuantos faluchos —le había dicho—, quizá, por la cantidad de gente, hasta algún jabeque…». «¿Faluchos?», preguntó ella. «Barcos —precisó Melchor con brusquedad, nervioso. No se atrevió a preguntar más y continuó escuchando—: Desembarcarán corachas de tabaco en la playa. A nosotros nos corresponden ocho, dos por caballo. El problema es que de cada embarcación descargan muchas más, por lo que debemos repartírnoslas en la playa. Ahí es donde intervienes tú, morena. Quiero que elijas las de mejor calidad. ¿Me has entendido bien?» «Sí —contestó ella, aunque no estaba muy segura. ¿Cuánto tiempo dispondría para oler y palpar las hojas?—. Cuánto tiempo tendré…», empezó a preguntar. Uno de los caballos de los gitanos lanzó una coz a otro que le mordisqueaba la grupa. «¡Muchacho! —masculló Melchor—. ¡Atiende a las bestias!» Caridad dejó de prestar atención a los caballos cuando los sobrinos los separaron lo suficiente. «¿Decías algo, morena?» No lo escuchó. ¿Y cómo iba a comprobar el color y las diferentes tonalidades de las hojas? Era noche cerrada, no se veía nada. Además, estaban todos aquellos hombres que esperaban impacientes junto a ellos. Caridad percibía la tensión reprimida que se vivía en la playa. ¿Le concederían el tiempo suficiente para escoger el tabaco? Era consciente de que sabía reconocer las mejores plantas. Don José siempre la llamaba para hacerlo, y entonces hasta el amo permanecía en silencio el tiempo que fuera menester mientras ella, convertida en señora de la plantación, se deleitaba en aromas, texturas y colores.

—Melchor… —intentó aclarar sus dudas.

—¡Vamos! —le interrumpió este sin embargo.

La orden la pilló desprevenida.

—¡Aligera, morena! —la apremió el gitano.

Caridad fue tras ellos.

Uno de los sobrinos quedó atrás, guardando los animales, igual que sucedía en los demás grupos. Solo los hombres se adelantaban hasta la orilla, pues tal era el desorden que los caballos terminaban asustándose, coceándose entre sí y malbaratando la mercancía.

De repente, a lo largo de la playa se encendieron multitud de linternas. Ya nadie actuaba con precaución; las luces podían delatarlos a la vista de cualquier barco del Resguardo costero que se hallara en la zona. Solo cabía apresurarse. Tras los pasos de los gitanos, rodeada de contrabandistas, Caridad vislumbró varias barcas alrededor de las cuales se arremolinaban los más diligentes. Se detuvo a unos pasos de la orilla, junto a Melchor, entre gritos y chapoteos. Bernardo se movía con rapidez en busca de su mercancía. Los llamó agitando una linterna y hacia allí fueron todos, donde se iban amontonando las corachas descargadas de una de las varias barcas que se habían acercado a la playa.

—¡Empieza, morena! —le instó Melchor al tiempo que empujaba a varios contrabandistas y cortaba con su cuchillo las cuerdas que cerraban uno de los sacos—. ¿A qué esperas? —gritó cuando ya cortaba las del siguiente y Caridad aún no se había movido.

Protegida por Tomás y los tres sobrinos restantes, que trataban de impedir que los demás se hiciesen con el tabaco antes de que Caridad comprobase la mercancía, esta intentó acercarse a la primera coracha. No veía. El griterío la distraía y los empujones la molestaban. Con todo, introdujo la mano en el primer saco de cuero. Esperaba llegar a palpar hojas, coger alguna de ellas y… ¡Era tabaco Brasil! Lo había conocido en Triana, aunque ya tenía referencias de él. Tabaco de cuerda: hojas de tabaco negro brasileño envueltas en grandes rollos. Caridad pudo oler el dulzón del jarabe de melaza utilizado para tratar las hojas y poder enrollarlas. A los españoles les gustaba: picaban la cuerda y la envolvían en otra hoja; también se mascaba, pero no podía compararse con el buen tabaco…

—¡Morena! —esta vez fue Tomás quien le llamó la atención, su espalda pegada a la de ella, aguantando el empuje de los demás hombres—. O te apresuras o alguno de estos te confundirá con una coracha y te cargará en uno de sus caballos.

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