La reina descalza (21 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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A Milagros tampoco le costó reconocer a su amiga incluso con los ojos anegados en lágrimas. Dudó; esperaba encontrarla vestida con su llamativa ropa roja, pero la duda se disipó al instante: no existía en Triana, en Sevilla entera, una mujer negra tan negra como aquella que avanzaba parsimoniosa hacia ella.

La muchacha se limpió las lágrimas con el antebrazo y luego se tocó la mejilla. Todavía le ardía debido a la bofetada que le había propinado su madre.

Milagros y Caridad se miraron en la distancia sin saber cómo reaccionar: una nunca había tenido nadie a quien buscar; la otra, lejos de la ira de las disputas con su madre, vacilaba entre aquellos dos cariños, como si uno traicionase al otro. Al final fue Milagros quien tomó la iniciativa y se lanzó a la carrera. Caridad la vio acercarse, sus abalorios de plata al aire lanzando miles de reflejos al sol, y se detuvo, dejó caer al suelo su hatillo y, absurdamente, se quitó su sombrero de paja.

Milagros se lanzó a sus brazos. Caridad esperaba… deseaba… necesitaba una explosión de alegría y afecto, sin embargo, entre los sollozos y balbuceos de la muchacha, percibió que la gitana se refugiaba en ella buscando ayuda y comprensión.

En el camino que llevaba de Triana a la gitanería de la huerta de la Cartuja, Caridad se dejó abrazar. Milagros hundió la cabeza entre sus pechos y estalló en un llanto desconsolado, como si hasta entonces hubiera reprimido sus sentimientos, sin nadie en quien volcar su dolor y su desgracia.

Caridad había conseguido tranquilizar un tanto a la muchacha y las dos permanecían sentadas a la vera del camino, entre los naranjos, pegadas la una a la otra. Escuchó el entrecortado relato de Milagros desde el momento de la fiesta con los condes.

—Virgen Santísima —murmuró Caridad en el momento en que la muchacha le contó su petición de venganza al gitano.

—¡Merecía un escarmiento! —exclamó Milagros.

—Pero… —trató de rebatir ella.

La gitana no le permitió continuar.

—Sí, Cachita, sí —insistió entre gemidos—, te violó, te prostituyó y nadie estaba dispuesto a hacer nada por ti.

—¿Lo mataron por mí?

La pregunta surgió rota de la garganta de Caridad en cuanto Milagros citó el disparo que había acabado con la vida del gitano.

—Tú no tienes la culpa, Cachita.

«No es culpa tuya», esas habían sido las palabras con las que se había despedido Melchor aquella misma noche. En la vega, los errores se atajaban a latigazos, y luego a trabajar. Pero ahora la asaltaban sensaciones desconocidas: por su causa, Melchor había partido en busca de venganza; por su causa, Milagros también había reclamado venganza. ¡Venganza! ¡Qué cerca estaba de los gitanos aquella palabra!

—Pero todo ha sido por mí —interrumpió a Milagros cuando esta ya le relataba lo sucedido en el consejo de ancianos.

—Y por mí, Cachita, también por mí. Eres mi amiga. ¡Tenía que hacerlo! No podía… no hacía más que pensar en lo que te había hecho aquel hombre. Siento tu dolor como si fuera mío.

¿Su dolor? El único dolor que padecía en aquel momento era el de que Melchor se hubiera marchado, que ya no estuviera con ella. Las noches en el cuartucho del patinejo, torciendo tabaco y canturreando mientras él permanecía en silencio a su espalda acudieron como un fogonazo a su recuerdo. Milagros continuaba hablando de Rafael García, de los ancianos y de una curandera. ¿Debía interrumpirla y contárselo? ¿Debía confesarle que se le encogía el estómago al solo pensamiento de que Melchor pudiera resultar herido al enfrentarse a aquel contrabandista? Perdió el hilo de la conversación ante la imagen del Gordo y sus lugartenientes sentados a la mesa de la venta de Gaucín, brutales todos ellos, mientras Melchor… ¡Había partido solo! ¿Cómo podría…?

—¿Estás bien? —preguntó Milagros ante el temblor que notó en el cuerpo de Caridad.

—Sí… no. Ha muerto Alejandro.

—Al final se comportó como un verdadero gitano: valiente y temerario. Si lo hubieras visto aporreando la puerta del alfarero… ¡Y lo hizo por nosotras! —Milagros dejó transcurrir los segundos—. ¿Tú crees que me amaba? —planteó de repente.

Caridad se vio sorprendida por la pregunta.

—Sí…—titubeó.

—A veces siento su presencia.

—Los muertos siempre están con nosotros —murmuró entonces Caridad como si recitase algo que tenía aprendido—. Debes tratarle bien —continuó, recitando lo que se decía en Cuba de los espíritus—. Son antojadizos y si se enfadan pueden resultar peligrosos. Si quieres alejarlo, por la noche puedes encender una hoguera delante de la puerta de tu casa. El fuego los asusta, pero no debes quemarlo, solo rogarle que se vaya.

—¿La noche? —se interrogó la muchacha como sorprendida. Luego levantó la vista al cielo, en busca del sol—. La noche no importa, lo malo es al mediodía.

Caridad la miró extrañada.

—¿El mediodía?

—Sí. Los muertos aparecen justo al mediodía, ¿no lo sabías?

—No.

—El mediodía —explicó Milagros—, cuando las sombras desaparecen y el sol salta de levante a poniente es un tiempo que no existe, un instante en el que todo pertenece a los muertos: los caminos, los árboles…

Caridad sintió un escalofrío y alzó la vista al sol.

—¡No te preocupes! —trató de tranquilizarla Milagros—. Creo que me amaba. No me hará ningún daño.

La muchacha se interrumpió al comprobar que su amiga continuaba mirando al sol, calculando cuánto restaba para que las sombras desapareciesen; su respiración se había acelerado y había echado mano al imán que todavía colgaba de su cuello.

—Vamos a la gitanería —decidió entonces.

Caridad se levantó como impulsada por un resorte, atemorizada porque en España los fantasmas también aparecieran al mediodía.

Ni siquiera había transcurrido un minuto, mientras Caridad apretaba el paso, cuando Milagros giró la cabeza hacia su compañera: no sabía qué había sido de ella durante todo ese tiempo; no le había dado la menor oportunidad de hablar, de explicar su periplo con el abuelo.

—¿Y tú por qué venías a la gitanería? —preguntó.

—Tu padre me ha echado del corral.

Milagros imaginó la escena, entornó los ojos y negó con la cabeza. Y todavía quedaba su madre. ¿Qué diría cuando la viera aparecer en la gitanería? Ana iba allí con frecuencia, mucha más de lo que cabía esperar en una mujer casada; incluso alguna noche dormía con María y con ella en la choza de la curandera. Tras la muerte de Alejandro y la sentencia que dejaba a la muchacha al cuidado de la curandera, las relaciones de Ana con su marido parecían haber tomado un camino sin retorno: para él, el capricho de Melchor con aquella mujer negra había arruinado definitivamente su vida. No. A su madre no le gustaría la presencia de Caridad. No la admitiría. Milagros temió su reacción.

—¿Y tus vestidos nuevos? —se interesó tratando de alejar de sí el agobio que la había asaltado de repente.

Pese a sus recelos por la llegada del sol a lo más alto, pese a sus prisas, Caridad se detuvo en el camino, rebuscó en su hatillo y extrajo la camisa rasgada, que mostró a la muchacha extendiéndola ante ella con los brazos en alto.

Rodeadas de fértiles huertas y naranjos, Milagros no alcanzó a ver la cabeza ni el torso de Caridad, ocultos tras la camisa que sostenía frente a ella. Lo que sí vio fueron los desgarros en la prenda. Un incontrolable y tierno estremecimiento la asaltó al percibir la ingenuidad de aquella mujer que le enseñaba sus ropas rotas.

—¿Qué… qué ha sucedido? —preguntó tras carraspear en un par de ocasiones.

No le permitió contestar. Ya se había enterado de cómo se las había arreglado el Gordo para robarles a los Vega aquellas dos corachas de tabaco y de que Melchor había partido en busca de venganza.

—Ya las arreglaremos, Cachita. Seguro que sí.

Cuando iban a reemprender el camino, Caridad, al introducir con delicadeza la camisa en su hatillo, topó con el pañuelo que el gitano le había entregado para su nieta.

—Espera. Esto me lo ha dado Melchor para ti.

Milagros contempló el largo pañuelo de colores con cariño y lo estrujó entre sus manos.

—Abuelo —susurró—. Es el único que me quiere. Tú también, claro, bueno, supongo —añadió azorada.

Pero Caridad no la escuchaba. ¿La querría también a ella el gitano?

9

En la gitanería, Caridad se dedicó a torcer el tabaco y a fabricar cigarros. Tomás la alojó en la barraca de un matrimonio ya anciano, desabridos y malcarados ambos, que vivían solos y a los que sobraba algo de espacio; también le procuró todos los instrumentos necesarios para su trabajo pero, por encima de todo, fue quien la defendió de la agresividad con que la recibió Ana en cuanto la vio llegar acompañada de Milagros.

—¡Sobrina! —le gritó Tomás interponiéndose entre las mujeres y atenazándola de las muñecas para impedir que continuara golpeando a Caridad, que aceptaba encogida, tratando de taparse la cabeza, los gritos y los golpes de la gitana—, cuando regrese Melchor, decidirá qué debe hacerse con la morena. Mientras tanto… Mientras tanto —repitió zarandeándola para que le atendiera—, se dedicará al tabaco; eso ordenó tu padre.

Ana, congestionada, acertó a lanzar un escupitajo al rostro de Caridad.

—¡No pienso vender uno solo de los cigarros que fabrique esta negra! —afirmó soltándose de Tomás—. ¡Así se te pudran todos, y tú con ellos!

—¡Madre! —exclamó Milagros al verla huir en dirección a Triana.

La muchacha se apresuró tras ella.

—Madre. —Trató de detenerla—. Caridad no hizo nada —insistió la muchacha tironeando de su ropa—. No tiene la culpa.

Ana la separó de un manotazo y continuó su camino.

Milagros la contempló alejarse y luego volvió a donde ya se había congregado un buen número de gitanos. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—¡Ni mula con tacha, ni mujer sin raza! —sentenció el tío Tomás—. Igual que su padre: una Vega. Ya se le pasará. —Milagros alzó los ojos hacia él—. Dale tiempo al tiempo, niña. Lo de la negra no es una cuestión de honor gitano: se le pasará.

Y mientras Caridad, recluida en la choza, se aplicaba en elegir y despalillar las hojas de tabaco, humedecerlas y secarlas en su punto, cortarlas, torcerlas y rematar la boca de los cigarros con hilos, Milagros aprendía los rudimentos de los bebedizos y remedios de la curandera siguiéndola allá adonde fuere: a recoger hierbas por los campos o a visitar a algún enfermo. La vieja María no consentía a la muchacha el más mínimo desliz o desaire, y la controlaba y sometía a su voluntad con su sola presencia. Luego, por las noches, le permitía gozar de unos ratos de esparcimiento que Milagros aprovechaba para correr en busca de Caridad; entonces las dos se alejaban de la gitanería y se perdían en conversaciones o simplemente en fumar y mirar al cielo estrellado.

—¿Se los robas al abuelo? —preguntó una noche la muchacha después de dar una fuerte chupada, las dos sentadas, juntas, en la ribera del Guadalquivir, cerca del destartalado embarcadero de unos pescadores, escuchando el murmullo de las aguas.

Caridad detuvo en el aire la mano con la que iba a coger el cigarro que la otra le pasaba. ¿Robar?

—¡Sí! —exclamó Milagros ante la duda de su amiga—. ¡Se los robas! No pasa nada, no te preocupes, no se lo diré a nadie.

—Yo no… ¡No los robo!

—Pues ¿cómo lo explicas? Si el tabaco no es tuyo…

—Es mi fuma. Me pertenecen.

—Cógelo ya —insistió la gitana acercándole el cigarro. Caridad obedeció—. ¿Qué es eso de tu fuma?

—Si yo los hago…, puedo fumar, ¿no? Además, estos no son de tabaco torcido, solo uso las venas de las hojas y los restos, todo picado y envuelto en una capa. En la vega era así. El amo nos daba la fuma.

—Cachita, esto no es la vega y tú no tienes amos.

Caridad exhaló unas largas volutas de humo azulado antes de hablar.

—Entonces, ¿no puedo fumar?

—Tú haz lo que quieras, pero como dejes de traer tu fuma, no volveré a verte. —Caridad quedó en silencio—. ¡Es broma, morena! —La gitana soltó una carcajada, abrazó a su amiga y la zarandeó—. ¿Cómo quieres que deje de verte? ¡No podría!

—Yo tampoco… —Caridad titubeó.

—¿Qué? —la incitó la muchacha—. ¿Qué? ¡Suéltalo ya, Cachita!

—Yo tampoco podría —acertó a decir de corrido.

—¡Por todos los dioses, santos, vírgenes y mártires del cielo entero, ya iba siendo hora!

Milagros, todavía con su brazo rodeando la espalda de Caridad, la atrajo hacia sí. La otra se dejó llevar con torpeza.

—¡Ya era hora! —repitió la gitana propinándole un sonoro beso en la mejilla. Luego tomó su brazo y la obligó a pasarlo por encima de sus propios hombros mientras ella la agarraba de la cintura. Caridad olvidó incluso el cigarro que mantenía entre sus dedos y Milagros no quiso romper el hechizo y dejó transcurrir el tiempo, sintiendo cómo su amiga afianzaba el abrazo, ambas con la mirada en las aguas del río. Tampoco quiso que Caridad notase el llanto que contenía a duras penas.

—¿Tu mamá? —la sorprendió Caridad sin embargo preguntando en la noche, con la voz puesta en el río.

—Sí —contestó Milagros.

Ana no había vuelto a poner los pies en la gitanería; ella no podía hacerlo en el callejón.

—Lo siento —se culpó la otra, y apretó el abrazo cuando Milagros no pudo evitar el llanto.

¿Cuán lejanas quedaban aquellas mismas lágrimas que ella había vertido el día en que la separaron de su madre y de los suyos mientras la mantuvieron a la espera del barco en la factoría, mezclada con cientos de desgraciados iguales que ella; durante la travesía…?

Detuvo sus recuerdos al notar que el cigarro le quemaba; chupó de nuevo. En Cuba buscaba el espíritu de su madre en las fiestas, cuando la montaba alguno de los santos, pero aquí, en España, solo trataba de recordar su rostro.

Milagros y Caridad fueron afianzando sus cariños, pero aquellas escapadas nocturnas terminaron pronto.

—Niña —la detuvo la curandera una de esas noches, cuando ya ella iba a abandonar la choza. Milagros se volvió hacia el interior—. Escúchame: no te separes de los tuyos, de los gitanos.

Similar mensaje recibió ese día Caridad por parte de Tomás.

—Morena —le advirtió tras entrar en la choza, cuando ella envolvía con cuidado la capa de un cigarro—: no debes apartar a Milagros de sus hermanos de sangre. ¿Entiendes a qué me refiero? —Caridad detuvo la labor de sus largos dedos y asintió sin levantar la cabeza.

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