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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (32 page)

BOOK: La reina descalza
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Toda esa gente era tan solo una parte de la comunidad gitana española, siendo además la que más esfuerzos había hecho por asimilarse a los payos y asumir su cultura. Ciertamente, originarios de la India, los gitanos habían llegado a Europa en el siglo XIV, unos a través del Cáucaso y Rusia, otros desde Grecia, cruzando los Balcanes o incluso recorriendo la costa mediterránea africana. A España arribaron a finales del siglo XIV en forma de grupos de nómadas exóticos capitaneados por quienes se titulaban condes o duques del «pequeño Egipto» y que aseguraban hallarse de peregrinaje, a cuyos efectos portaban cartas de presentación del Papa y de diversos reyes y nobles. Al principio fueron bien acogidos, los señores por cuyas tierras transitaban les agasajaban y les garantizaban su seguridad, pero esa situación duró poco. Fueron los Reyes Católicos quienes dictaron la primera pragmática contra los que entonces eran llamados «egipcianos»: se les obligaba a salir del reino en un plazo de sesenta días salvo que tuvieran oficio conocido o estuvieran al servicio de señores feudales. Los azotes, la amputación de las orejas, el destierro y la esclavitud fueron las penas señaladas para quienes desobedecieran la pragmática real. A lo largo del siglo XIV tuvieron que repetirse las pragmáticas; los hábiles gitanos no cumplían las órdenes reales, su ansia de libertad e independencia superaba cualquier obstáculo. La terquedad de aquellas gentes por mantener su atávica forma de vida llevó a los sucesivos monarcas a dictar nuevas y numerosas leyes a través de las cuales pretendían controlarlos: prohibición de su lengua y vestuario, del nomadismo y hasta de los simples desplazamientos, de la trata de animales, la herrería y el comercio… Todas esas leyes y sus consecuentes disposiciones, muchas de ellas contradictorias entre sí, beneficiaron a los gitanos: los justicias de los pueblos y lugares por donde andaban o residían no sabían cuál aplicar o si había que aplicar alguna. También pretendieron señalarles lugares en los que habitar y así lo hicieron: los gitanos solo podían vivir y censarse en determinadas poblaciones del reino, y ahí el error del rey Fernando VI y del marqués de la Ensenada: la gran redada de julio de 1749 se centró en los gitanos que cumplían las pragmáticas, residían en los lugares señalados por las autoridades y se hallaban convenientemente censados. Los nómadas o trashumantes, los que no estaban censados o los que vivían en lugares no autorizados quedaron exentos de la persecución del ejército.

Aquel 16 de agosto de 1749, Ana Vega agarraba con fuerza la mano de un mocoso de no más de seis años que se había perdido en el barullo. Al atardecer, después de que los hombres partieran en gabarras hacia La Carraca, los soldados se habían presentado con cerca de una treintena de carros a las puertas del corral en el que llevaban medio mes encerradas. De acuerdo con las pragmáticas que obligaban a los pueblos y las ciudades del reino a proveer al ejército de carros y bagajes para el transporte de las tropas y sus pertrechos, los trajineros y arrieros de Sevilla habían puesto a disposición del ejército varias galeras, ocho de ellas grandes, de cuatro ruedas, algunas cubiertas con toldo y tiradas por seis mulas; el resto se componía de carros y carromatos de dos ruedas tirados por dos o cuatro mulas. Multitud de curiosos se arremolinaban en la zona. Los militares intentaron que las gitanas y sus hijos salieran con orden de la cobertera, pero enseguida se complicaron las cosas.

—¿Dónde nos llevan? —se encaró una de ellas a los soldados.

—¿Qué van a hacer con nosotras? —inquirieron otras.

—¿Y nuestros hombres?

—¡Mis hijos tienen hambre!

Los soldados no contestaban. Desde fuera del corral, una sencilla cubierta sobre pilares abierta por sus costados, la gente las insultaba. Ana se encontró apretujada: las mujeres se juntaban unas contra otras.

—¡No nos sacaréis de aquí!

—¡Justicia! ¡No hemos cometido delito alguno!

—¿Y nuestros hombres? ¿Qué habéis hecho con ellos?

—¿Y nuestros hijos?

En el exterior arreciaron los gritos. Los soldados se consultaban entre ellos con la mirada, los cabos a los sargentos y estos al capitán.

—¡A los carros! —ordenó el último—. ¡Subidlas a los carros!

El chiquillo de seis años apareció agarrado al muslo de Ana cuando los militares la emprendieron a golpes y culatazos contra las mujeres. El caos fue total. Ana ayudó a levantarse a una anciana postrada en el suelo.

—¿De quién es este niño? —repetía a gritos.

Observó cómo un grupo de soldados empujaban fuera del corral a Rosario, a María, a Dolores y a otras de las amigas de Milagros; ellas intentaban tapar con sus brazos aquellos jóvenes cuerpos que no llegaban a cubrir los harapos que les quedaban tras medio mes encarceladas en un corral: hacinadas, sin agua, durmiendo sobre mil capas formadas por los restos de los excrementos secos del ganado. Un soldado agarró la camisa de Rosario y tiró de ella con fuerza hacia el exterior. La camisa se rasgó y quedó en manos del militar, que miró la prenda con incredulidad y luego estalló en carcajadas mientras la gente silbaba y aplaudía a la fugaz vista de los turgentes pechos de la muchacha.

Ana, cegada de ira, fue a lanzarse sobre el soldado, pero solo consiguió arrastrar por el suelo al mocoso agarrado a su muslo; lo había olvidado. El soldado reparó en ella y le hizo un autoritario gesto para que saliese del corral. Ya quedaban pocas mujeres en su interior. La gitana obedeció. Los carros, dispuestos en una larga fila y custodiados por el ejército para impedir que la gente se abalanzase sobre ellos, estaban ya a rebosar. Los coloridos trajes de las gitanas se veían deslucidos incluso bajo el brillante sol sevillano de agosto; todas ellas habían sido desposeídas de las joyas y abalorios con los que se adornaban; hasta las cintas de sus vestidos habían desaparecido. Llantos, quejas, gritos y súplicas surgían de boca de las mujeres y sus hijos pequeños. A Ana le flojearon las piernas; ¿qué mísero futuro les esperaba?

—¿De quién es este…? —empezó a gritar. Pero calló y apretó la mano del niño; era un empeño inútil.

—¡Sube al carro! —le gritaron al tiempo que la empujaban con una escopeta cruzada sobre su espalda.

¿Subir al carro? Se volvió lentamente y se encontró con un jovenzuelo imberbe con la peluca blanca torcida. Lo escrutó de arriba abajo.

—¡Tabaco! —le gritó al instante—. ¡Te vendo tabaco a buen precio! —añadió simulando rebuscar en el interior de su falda—. ¡Del mejor!

El muchacho tartamudeó algo y negó ingenuamente con la cabeza.

—¡Tabaco! —aulló entonces Ana en dirección a la gente, aparentando que fumaba un cigarro.

A su espalda, las gitanas que estaban en el carro acallaron sus sollozos.

Luego sonrió, como si la sangre volviera a correr por sus venas, cuando una de las del carro se sumó a su pantomima.

—¡La buenaventura! ¡Leo las líneas de las manos! ¿Quieres que te las lea, mocetón?

De carro en carro, las gitanas empezaron a reaccionar.

—¡Una limosna!

—¡Cestas! ¿Quieres una cesta, marquesa? —le preguntó una gitana a una inmensa matrona que presenciaba la situación embobada, tanto como el hombre esmirriado que la acompañaba—. ¡En ella podrás llevar a tu esposo!

La gente rió.

Poco a poco, mujeres y niños trocaron su llanto en algarabía. Ana guiñó un ojo al joven soldado.

—Ya fumaremos otro día —le dijo antes de volverse y aupar al pequeño al último de los carros. Luego, cuando el capitán ordenó el inicio de la marcha, subió también ella.

Junto a Ana, en el carro, Basilia Monge ofrecía imaginarios buñuelos a la gente.

—Traedme la sartén y la masa —gritaba a los soldados a caballo que cerraban la marcha—, que la grasa para freírlos ya la sacaré de la tripa de vuestro sargento.

Ana Vega hizo caso omiso de las risotadas de los soldados y la indignación del sargento y se acuclilló a la altura del niño que había venido arrastrando.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —le preguntó mientras trataba de limpiarle con sus propios dedos mojados en saliva los churretones de suciedad que recorrían su rostro debido a unas lágrimas a las que ni siquiera había tenido oportunidad de prestar atención.

La caravana de niños y gitanas tardó cerca de una semana en llegar a Málaga. El maltrecho camino carretero que iba hacia el sur les expuso a la inquina de las autoridades y los vecinos de El Arahal, la Puebla de Cazalla, Osuna, Alora, Cártama, antes de llegar a la famosa ciudad a orillas del Mediterráneo. El rey había dispuesto que los gastos de la comida y el traslado de los gitanos se cubriesen con el producto de la venta de sus pertenencias, pero no había dado tiempo de sacarlas en almoneda, y los corregidores y alcaldes de los pueblos se negaron a procurar, a cuenta de un rey que difícilmente les devolvería esos dineros, más que lo imprescindible para que aquellas mujeres no fallecieran en sus jurisdicciones y les originasen problemas; el hambre, pues, fue haciendo mella en las gitanas, que tuvieron que presenciar, indefensas, cómo los soldados robaban sus raciones y que además reservaban lo poco que les restaba para alimentar a sus hijos.

En la primera noche, Ana recorrió la fila de carros en busca de la madre de Francisco, que así se llamaba el niño, con la que se topó haciendo el mismo recorrido que ella pero en sentido inverso y preguntando carro a carro por su pequeño. Se trataba de una gitana de Sevilla que por un instante olvidó lo desesperado de su situación y recibió a su hijo con los brazos extendidos. Sin dejar de abrazarlo, miró a Ana.

—Gracias…

—Ana —se presentó ella—. Ana Vega.

—Manuela Sánchez —dijo la otra.

—Es un buen chaval —comentó Ana revolviendo el sucio cabello de Francisco—, y canta muy bien.

Ana lo había entretenido con canciones a lo largo de la inacabable e incómoda jornada en el carro.

—Sí, igual que su padre.

La sonrisa de Manuela desapareció. Ana la imaginó evocando a su hombre. ¿Y José? Volvió a sentir la desazón que la había perseguido durante los días de prisión en la cobertera del pastor, envuelta en las constantes quejas y lamentos de las gitanas por la separación de sus esposos. Ella… Las lágrimas no brotaban de sus ojos cuando pensaba en José. ¿Qué había sido de su vida? ¿Dónde había quedado el amor que un día creyó sentir por su esposo? Solo Milagros los unía. Apretó los labios. Por lo menos la muchacha estaba libre. Aquel era su único consuelo, poco importaba el resto si su niña seguía libre. Se irguió. ¡Debían luchar! El rey le había robado a su padre durante su infancia; la condena a galeras había llevado a su madre a la muerte, y ahora otro rey le robaba… su propia libertad. ¡No estaba dispuesta a someterse, a rogar y a suplicar, a arrastrarse ante los payos y ante sacerdotes y frailes como había hecho junto a su madre cuando solo era una niña! ¡No! No lo haría. El tiempo… o la muerte resolverían la situación.

—Enséñanos cómo cantas, Francisco —le pidió entonces para sorpresa de Manuela.

Ana empezó a palmear con suavidad, sus dedos extendidos y crispados.

—Canta, hijo —se sumó con dulzura la madre.

El niño se sintió observado y, con los ojos clavados en el suelo y los dedos de los pies descalzos jugueteando con la arena, empezó a tararear las mismas canciones con las que habían luchado contra el tedio del viaje. Ana palmeó con más fuerza.

—¡Venga, Francisco! —le animó la madre con la voz tomada y lágrimas en los ojos.

Las gitanas se fueron acercando, pero nadie se atrevió a interrumpir al pequeño, ni siquiera a jalearle. No sonaban guitarras ni castañuelas, no disponían de una mísera pandereta, solo se escuchaban las palmas de Ana y el murmullo entre dientes del chiquillo, que sin embargo dudó al levantar la mirada y encontrarse con el rostro de su madre anegado en lágrimas.

—Como tu padre, hijo, canta como él —acertó a pedirle esta.

Y Francisco se arrancó a cantar a palo seco, con timbre infantil, agudo, alargando las vocales hasta que tenía que tomar aire, igual que hacía su padre, igual que cuando cantaba con él. Pero allí nadie sonreía, nadie jaleaba, nadie bailaba; el chiquillo se encontró rodeado de mujeres cabizbajas y llorosas que, a la tenue luz del ocaso, agarraban a sus hijos como si temieran que también se los quitaran. Cuando una de esas gitanas cayó postrada de rodillas con las manos tapándose el rostro, la voz de Francisco se fue apagando poco a poco hasta quebrarse del todo, momento en que se lanzó a los brazos de su madre.

—Muy bien —le premió esta apretujándolo contra sí.

Ana continuaba palmeando.

—Bravo —aclamó alguien en un susurro cansino entre el grupo de gitanas.

Casi ninguna se movió. Lo poco que había cantado Francisco las había llevado de vuelta a sus casas, con sus esposos, abuelos, padres, tíos, primos e hijos; muchas habían creído escuchar las risas de aquellos hijos mayores de siete años que habían partido con los hombres.

Ana palmeó más fuerte.

—¡Cantad! —las animó—. ¡Cantad y bailad para los soldados del rey de España!

—Gitana, ¿acaso pretendes burlarte de nosotros?

La pregunta sorprendió a Ana, que se volvió y, a la luz de las hogueras, vio el rostro de un soldado asomando por encima del carro.

—No… —había empezado a responder cuando una fuerte pedrada acertó de lleno en la frente del soldado.

Ana volvió a girar la cabeza, y en la semioscuridad, algo alejada, logró vislumbrar a la Trianera, que la mortificó con su cínica sonrisa antes de lanzar una segunda piedra. No tuvo tiempo de reaccionar.

—¡Nos atacan! —se escuchó de los soldados.

La propia Ana tuvo que agacharse para evitar la lluvia de piedras que se produjo al instante, entre insultos y chillidos.

Los soldados de guardia tocaron a rebato.

Manuela, agazapada al lado de Ana, chillaba como una posesa, e incluso el pequeño Francisco lanzaba piedras… Ana buscó la protección del carro cuando los soldados a caballo se colaron entre ellos y empujaron a las mujeres, dispersando a unas, lanzando al suelo y pisoteando a otras. Los disparos al aire del resto de los militares que las rodeaban lograron que la mayoría se amedrentase. Apenas transcurrieron unos minutos; la humareda de las descargas de escopetería todavía flotaba en el aire cuando la revuelta ya estaba controlada.

Ana escuchó con el corazón encogido los quejidos de dolor y los sollozos, y entrevió las sombras de niños y mujeres tratando de levantarse del suelo o renqueando de un lado al otro en busca de sus familiares. Tan solo algún insulto aislado, del que ahora los soldados se reían, venía a recordar la razón de aquel castigo. ¡Era una locura desafiar al ejército! Volvió la cabeza en busca de la Trianera y la vio escabullirse con inusitada agilidad. Huía. ¿Por qué…?

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