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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (35 page)

BOOK: La reina descalza
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—No lo harán.

Los contrabandistas se volvieron hacia Nicolasa, que había aparecido al margen del camino con el arma de su difunto esposo en las manos.

—No lo harán… mientras yo no se lo ordene.

Le tembló la voz al hablar. El dolor que había sentido en su propio estómago al contemplar cómo el contrabandista hundía su navaja en el de Melchor se había trocado ahora en un tremendo agarrotamiento. Había azuzado a los perros en cuanto lo vio caer al suelo y comprendió que su suerte estaba echada. Luego salió al camino, ciega, resuelta a luchar por el gitano, pero de repente se había encontrado rodeada de hombres rudos y malcarados, todos enormes comparados con ella.

—Si es la mujer quien tiene que dar la orden… ¡matémosla! —propuso uno de los contrabandistas haciendo ademán de abalanzarse sobre Nicolasa.

El disparo atronó y el hombre salió despedido hacia atrás, con el rostro destrozado por las postas del trabuco.

Nicolasa no se atrevió a mirar a los demás. Había disparado como lo hacía cuando los lobos se acercaban al chozo: sin pensar. Nunca lo había hecho contra un hombre, por más que alardeara de ello si alguno se acercaba a sus dominios. Los gruñidos de sus perros la devolvieron a la realidad. El Gordo volvió a golpear con frenesí sobre la tierra del camino con su mano libre. Ella recargó el arma tratando de controlar el temblor de sus manos, vigilando de reojo a los hombres que la rodeaban.

—Que nadie haga nada —ordenó de nuevo uno de los lugartenientes.

Nicolasa respiró con fuerza al tiempo que atacaba por segunda y última vez el cañón del trabuco con la baqueta. Luego empezó a colocar la pólvora fina en la chimenea del arma. Todos estaban pendientes de ella… y de los perros. Carraspeó.

—Si alguien pretende dañarme… —volvió a carraspear, le costaba hablar—, los perros acudirán en mi defensa, pero primero acabarán con ese desgraciado igual que lo hacen con los lobos. Nunca dejan un enemigo vivo. —Comprobó la disposición del arma, asintió y volvió a empuñarla. Algunos se apartaron y se sintió fuerte—. Un solo apretón de esa mandíbula y vuestro capitán morirá —añadió dirigiéndose al lugar donde yacía Melchor. Entonces alzó la mirada hacia uno de los lugartenientes, todavía a caballo, y se encontró con un semblante que parecía animarla. ¿Qué…? ¡Ambición! Eso era lo que reflejaban sus ojos—. ¿O quizá desearíais que muriese? —especuló en voz más baja, directamente hacia el lugarteniente—. ¿Qué vais a hacer con un capitán cobarde, obeso y además manco? He visto la pelea. Esa herida en su axila no sanará.

El lugarteniente se llevó una mano al mentón, meditó unos segundos, agarró con fuerza su arma y asintió.

Nicolasa esbozó media sonrisa: saldría con bien de aquel lío.

—¿Qué…? —quiso oponerse el segundo lugarteniente cuando un repentino disparo del otro acalló sus quejas y lo desmontó del caballo con un balazo en el pecho.

Un rumor corrió entre los hombres, pero ninguno de ellos alzó la voz: se trataba de una cuestión entre los jefes, como tantas otras que habían vivido.

—Tú y tú —la mujer se dirigió a dos contrabandistas cercanos y luego señaló a Melchor—, cargadlo… —Boqueó en busca de aire a la vista de las manos del gitano, empapadas en sangre y crispadas sobre su estómago—. ¡Cargadlo en un caballo! —logró concluir.

—Hacedlo —les confirmó su ya nuevo capitán, indicándoles el caballo del Gordo.

Melchor no podía mantenerse en la montura. Lo cruzaron sobre ella como un fardo. La cabeza le colgaba.

—Vas a morir, Gordo —escupió el gitano antes de contraer su rostro en un rictus de dolor.

Y mientras el contrabandista volvía a golpear la tierra con la mano, Nicolasa agarró la rienda del caballo en el que iba Melchor y se internó con él entre los árboles.

Nadie osó moverse durante un largo rato. Los dos perros continuaron sobre su presa, que ahora acompañaba con gemidos los ya débiles golpes. Al cabo se oyó un silbido agudo de entre la arboleda. Entonces uno de los perros tiró de la pierna, como si pretendiese arrancarla del torso, y el otro hundió sus fauces en el cuello del Gordo. Al animal le bastó voltear la cabeza con violencia un par de veces para saber que su presa había fallecido. A diferencia de los lobos, que peleaban por su vida, el hombre se había dejado matar como un puerco. Luego los dos perros corrieron en pos de su ama.

Antes de que los animales alcanzasen a Nicolasa, en la espesura, Melchor volvió a hablar.

—¿Tú sabías lo de los gitanos?

Ella no contestó.

—Déjame morir —susurró él.

—Calla —dijo la mujer—. No hagas esfuerzos.

—Déjame morir, mujer, porque si logras curarme, te abandonaré.

La llegada de los perros con los morros ensangrentados permitió a Nicolasa aclarar esa garganta que se le había agarrotado ante la amenaza de Melchor.

—Buenos chicos —susurró a los animales mientras estos correteaban entre las patas del caballo—. Mientes, gitano —dijo después.

16

Málaga era una población de poco más de treinta mil habitantes que formaba parte del reino de Granada y que había sido fundada a orillas del Mediterráneo por los fenicios en el siglo VIII antes de Jesucristo. Tras el paso de cartagineses, romanos, visigodos y musulmanes, la Málaga del siglo XVIII, ocupada en derruir los lienzos de sus magníficas murallas nazaríes, presentaba una trama urbana en forma de cruz, con la plaza Mayor en el centro y sus grandes y numerosas construcciones religiosas a lo largo de las aspas.

Sin embargo, la antigua ciudad fenicia no estaba preparada para acoger a las gitanas detenidas. La redada se había producido el 30 de julio, pero el secreto con el que se había llevado a cabo supuso que la orden por la que se elegía a esa ciudad como depósito de las gitanas y sus hijos no llegó a sus autoridades hasta el 7 de agosto, sin tiempo para preparativo alguno. Y para desesperación del cabildo municipal, caravanas de carros cargados de mujeres estaban llegando a la capital provenientes de Ronda, Antequera, Écija, El Puerto de Santa María, Granada, Sevilla…

La Alcazaba, el castillo elegido por el marqués de la Ensenada como prisión, resultaba peligroso por hallarse instalado allí el polvorín del ejército, algo que el noble no había tenido en cuenta. Así, las primeras mujeres fueron internadas en la cárcel real, pero la constante afluencia de ellas hizo que pronto estuviera repleta. Entonces el cabildo requisó algunas casas en la calle Ancha de la Merced, que también resultaron insuficientes. Y si las previsiones de espacio habían fallado, más todavía lo hicieron las destinadas a la manutención de aquel ingente número de personas. El cabildo municipal elevó una petición al marqués para que detuviese la remisión de gitanas al tiempo que le solicitaba los fondos necesarios para atender a las que ya habían llegado. El noble dispuso que las nuevas partidas de gitanas fueran desviadas hacia Sevilla: «En derechura y con seguridad», ordenó.

Al final, en el arrabal de la ciudad, extramuros, las autoridades requisaron las casas de la calle del Arrebolado y clausuraron sus salidas, formando con ello una gran cárcel en la que llegaron a hacinarse, desharrapadas, hambrientas y enfermas, más de mil gitanas con sus hijos menores de siete años. Ana Vega, sin embargo, fue internada en la cárcel real a la espera de juicio como instigadora de la revuelta en el camino a la ciudad.

Y si la situación en Málaga era desesperada, otro tanto sucedía con el arsenal de La Carraca. José Carmona, junto a seiscientos gitanos —quinientos hombres y cien niños— de diversas procedencias, llegó a Cádiz a finales de agosto. Pero a diferencia de Málaga, en donde el cabildo municipal tenía posibilidades de requisar casas para alojar a las imprevistas recién llegadas, el arsenal de La Carraca no era más que un astillero militar cercado y constantemente vigilado para impedir la fuga de los penados y los esclavos que cumplían trabajos forzados. Como sucedía en Cartagena, en La Carraca no cabían los gitanos; sin embargo, si en el arsenal murciano se les pudo alojar en viejas, inútiles e insalubres galeras varadas, en el gaditano se les agrupó en patios y todo tipo de dependencias. De poco sirvieron los memoriales que elevó al consejo el gobernador del arsenal poniendo de relieve la insuficiencia de las instalaciones y el riesgo de motines que se sucederían ante la llegada de aquel contingente de hombres desesperados.

En la época de la razón y la civilidad, la respuesta de las autoridades fue tajante: allí donde habían cabido tantos penados, bien podría alojarse a los gitanos. Se ordenó al gobernador que despidiera a los peones contratados y los sustituyera por aquella masa humana nociva y ociosa; de esa forma se obtendrían los resultados perseguidos por la monarquía borbónica, cuyos ideales distaban mucho de la piadosa resignación ante la pobreza, con la limosna como única solución, que hasta entonces había aceptado la sociedad. El trabajo honraba. En unos tiempos en los que se estaba superando el ancestral concepto de honor que había impedido a los españoles dedicarse a trabajos mecánicos y por lo tanto viles, nadie podía estar ocioso, y menos los gitanos, quienes debían ser útiles a la nación, como los vagos y holgazanes que eran detenidos a lo largo y ancho del reino y destinados a trabajos forzados.

Muy a su pesar, el gobernador de La Carraca obedeció: aumentó las tropas de vigilancia, instaló cepos y horcas en el arsenal como elemento de disuasión para los gitanos, despidió a los trabajadores libres contratados y se empeñó en sustituirlos por los recién llegados. No obstante, atemorizado ante la posibilidad de rebeliones, se negó a quitarles los grilletes y las cadenas.

Las medidas no produjeron resultado alguno. El arsenal de La Carraca, el más antiguo de los astilleros españoles, estaba en los angostos canales o caños navegables que se adentraban en tierra desde la bahía de Cádiz; era un terreno pantanoso, producto de la sedimentación alrededor de una vieja carraca hundida en la zona. El propio marqués de la Ensenada había decidido ampliar aquellos astilleros con la incorporación de la isla de León, también sobre lecho de fango.

José Carmona, como los demás gitanos, fue forzado a trabajar hundido en fango hasta las caderas para preparar los pilotajes de los diques y ayudar a las grandes máquinas de hinca a clavar los largos y fuertes maderos de roble en aquel fondo inestable. Encadenados, los gitanos intentaban con grandes esfuerzos moverse en el lodazal, pero las cadenas hacían todavía más difícil lo que ya de por sí parecía imposible. Se trataba de extraer la máxima cantidad de lodo del recinto de tablestacas previamente delimitado, para clavar los pilotes sobre los que se ensamblaría un entramado de maderas que constituiría la base de la construcción. Bajo los gritos y golpes de los capataces, con el fango a la altura del estómago, José, como muchos otros, se esforzaba con denuedo por desplazarse con una cesta repleta de barro. Podrían haber simulado aquel esfuerzo y haraganear entre el lodo, pero todos querían apartarse de la peligrosa maza de la máquina de hinca que una y otra vez era izada para caer pesadamente sobre la cabeza del pilote. Ya habían presenciado un accidente: el suelo inestable había originado que el pilote se torciese al recibir el impacto de la gran maza de hierro y dos operarios que estaban junto a él habían resultado heridos de gravedad.

En otras ocasiones, José fue empleado en las grúas destinadas al embarque o desembarque de la artillería pesada de los navíos. Cuatro hombres se ocupaban de hacer girar la rueda con palancas que tiraba de la soga que recorría el brazo de madera de la grúa. ¡Hasta cinco mil novecientas libras podían pesar los cañones del calibre veinticuatro! Los guardianes le azotaban a la más mínima indecisión, mientras el cañón era trasladado en volandas desde el barco al muelle.

Y cuando no trabajaba entre el lodo o con las grúas, lo tenía que hacer en las bombas de achique o en las jarcias de los barcos, siempre encadenado —el gobernador mantenía aherrojados hasta a los gitanos que eran ingresados en la enfermería—, para luego pasar las noches tumbado a la intemperie, buscando refugio entre las cuadernas podridas que se amontonaban frente a uno de los almacenes del arsenal. Allí José caía rendido, pero le costaba conciliar el sueño, como a la mayoría de los que le acompañaban en las cuadernas. En la explanada que se abría delante del almacén, varios cepos aprisionaban los cuerpos de algunos gitanos que se habían amotinado. Y ¿cómo iban a poder descansar con hermanos de raza obligados a mirarles con la cabeza atrapada en el cepo?

—Casi todos son de la gitanería —oyó José una noche que los acusaba uno de los herreros del callejón de San Miguel—, ellos y su rebeldía son la causa de que todos estemos aquí.

El reproche no consiguió adhesiones.

—Me gustaría tener sus agallas —se lamentó otro tras unos instantes de silencio en los que muchos de ellos cruzaron sus miradas con los castigados.

¿Agallas? José reprimió una réplica. ¡Claro que habían sido ellos! Y aquellos otros que vagaban los caminos y que se habían librado de la detención. Los Vega. Habían sido gentes como los Vega, Melchor, e incluso Ana los responsables de que sus tobillos estuviesen ahora mismo sangrando por debajo de los grilletes. José Carmona trató de acomodar los hierros para que rozasen lo menos posible sus piernas heridas. «¡Malditos todos ellos!», escupió ante una punzada de dolor.

El gobernador no cedió en la cuestión de las cadenas, pero, para su desesperación, los gitanos no se rendían, ni hombres ni niños, porque habiéndose destinado a los chiquillos a aprender los oficios propios de la reparación de los barcos, carpinteros y calafateadores se negaron en redondo a admitir en sus cofradías a niños gitanos.

Mientras tanto, los motines y las revueltas se sucedían en el arsenal. Todas fueron reprimidas con crueldad. Ningún intento de fuga prosperó y los gitanos continuaron siendo forzados al trabajo, más incluso que los esclavos moros con los que compartían cárcel, que no sacrificio, porque los esclavos comunicaban a Argel las condiciones de trabajo a las que los sometían los españoles y las autoridades berberiscas actuaban con reciprocidad: tan mal como eran tratados los moros en los arsenales, lo eran los españoles cautivos en Berbería. Y la diplomacia borbónica se afanaba por encontrar ese punto intermedio que podía satisfacer los intereses de ambas partes.

A diferencia de los esclavos moros, los gitanos no tenían a quién recurrir. Solo su solidaridad los defendió. Desharrapados, casi desnudos, hambrientos y encadenados, heridos, enfermos muchos, superaron el primer impacto de la detención hasta que renació su carácter altivo y orgulloso: ellos no trabajaban ni para el rey ni para los payos, y no había látigo en el mundo que pudiera obligarles.

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