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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (4 page)

BOOK: La reina descalza
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—¿Te digo la buenaventura, mocetón?

El hombre, fuerte, hizo ademán de seguir su camino, pero Milagros le sonrió abiertamente y se acercó a él, tanto que sus pechos casi le rozaron.

—Veo una mujer que te desea —añadió la gitana, mirándole fijamente a los ojos.

Ana llegó a la altura de su hija a tiempo de escuchar sus últimas palabras. Una mujer… ¿Qué más podía desear un individuo como aquel, grande y sano pero evidentemente solo, que portaba en sus manos una pequeña vela? El hombre titubeó unos segundos antes de fijarse en la otra gitana que se le había acercado: mayor, pero tan atractiva y altiva como la muchacha.

—¿No quieres saber más? —Milagros recuperó la atención del hombre al tiempo que profundizaba en unos ojos en los que ya había advertido interés. Intentó coger su mano—. Tú también deseas a esa mujer, ¿verdad?

La gitana notó que su presa empezaba a ceder. Madre e hija, en silencio, coincidieron: trabajo fácil, concluyeron ambas. Un carácter apocado y tímido —el hombre había tratado de esconder su mirada— metido en un corpachón. Seguro que había alguna mujer, siempre la había. Solo debían animarle, insistir en que venciera esa vergüenza que le reprimía.

Milagros estuvo brillante, convincente: recorrió con el dedo las líneas de la palma de la mano del hombre como si efectivamente le anunciasen el futuro de aquel ingenuo. Su madre la contemplaba entre orgullosa y divertida. Obtuvieron un par de cuartos de cobre por sus consejos. Luego Ana intentó venderle algún cigarro de contrabando.

—A la mitad del precio de los estancos de Sevilla —le ofreció—. Si no quieres cigarros, también tengo polvo de tabaco, de la mejor calidad, limpio, sin tierra. —Trató de convencerle abriéndose la mantilla con que se cubría para mostrarle la mercancía que llevaba escondida, pero el hombre se limitó a esbozar una sonrisa boba, como si mentalmente ya estuviera cortejando a aquella a la que nunca se había atrevido a dirigir la palabra.

Durante todo el día madre e hija se movieron entre la multitud que se desplazaba desde el Altozano, por los alrededores del castillo de la Inquisición y la iglesia de San Jacinto, todavía en construcción sobre la antigua ermita de la Candelaria, diciendo la buenaventura y vendiendo tabaco, siempre atentas a los justicias y a las gitanas que hurtaban a los desprevenidos, muchas de ellas pertenecientes a su propia familia. Ella y su hija no necesitaban correr esos riesgos, y no deseaban verse envueltas en alguno de los muchos altercados que se producían cuando pillaban a alguna: el tabaco ya les proporcionaba suficientes beneficios.

Por eso trataron de separarse de la gente cuando fray Joaquín, de la Orden de Predicadores, inició su sermón a cielo abierto delante de lo que con el tiempo sería el portalón de la futura iglesia. En ese momento, los piadosos sevillanos apiñados en la explanada no estaban para buenaventuras o tabaco; muchos de ellos habían acudido a Triana para escuchar otra de las controvertidas prédicas de aquel joven dominico, hijo de una época en que la sensatez trataba de abrirse paso entre las tinieblas de la ignorancia. Desde el improvisado púlpito, fuera del templo, iba más allá de las ideas de fray Benito Jerónimo Feijoo; fray Joaquín, en voz alta, en castellano y sin utilizar latinajos, zahería los atávicos prejuicios de los españoles y soliviantaba a las gentes defendiendo la virtud del trabajo, incluso mecánico o artesano, en contra del malentendido concepto de honor que impelía a los españoles a la holgazanería y ociosidad; excitaba el orgullo en las mujeres oponiéndose a la educación conventual y sosteniendo su nuevo papel en la sociedad y en la familia; afirmaba su derecho a la educación y a su legítima aspiración a un desarrollo intelectual en bien de la civilidad del reino. La mujer no era ya una sierva del hombre, y tampoco podía ser considerada un varón imperfecto. ¡No era maligna por naturaleza! El matrimonio debía fundamentarse en la igualdad y en el respeto. En nuestro siglo, sostenía fray Joaquín citando a grandes pensadores, el alma había dejado de tener sexo: no era varón ni hembra. Las gentes se apiñaban para escucharlo y era entonces, Ana y Milagros lo sabían, cuando las gitanas aprovechaban el embeleso de la gente para hurtar de sus bolsas.

Se acercaron cuanto pudieron al lugar desde el que fray Joaquín se dirigía a la multitud. Le acompañaban los poco más de veinte frailes predicadores que vivían en el convento de San Jacinto. Muchos de ellos alzaban de tanto en tanto el rostro hacia el cielo plomizo que, por fortuna, se resistía a descargar el agua; la lluvia hubiera dado al traste con la celebración.

—¡Yo soy la luz del mundo! —gritaba fray Joaquín para hacerse oír—. Eso fue lo que nos anunció Nuestro Señor Jesucristo. ¡Él es nuestra luz!, una luz presente en todas estas velas que portáis y que deben alumbrar…

Milagros no escuchaba el sermón. Fijó la mirada en el fraile, que al poco descubrió a madre e hija cerca de él. Los vestidos coloridos de las gitanas destacaban entre la concurrencia. Fray Joaquín vaciló; durante un instante sus palabras perdieron fluidez y sus gestos dejaron de captar la atención de los fieles. Milagros notó cómo se esforzaba por no mirarla, sin conseguirlo; al contrario, en algún momento no pudo evitar detener sus ojos en ella un segundo de más. En una de esas ocasiones, la muchacha le guiñó un ojo y fray Joaquín tartamudeó; en otra, Milagros le sacó la lengua.

—¡Niña! —la regañó su madre tras propinarle un codazo. Ana hizo un gesto de disculpa al fraile.

El sermón, como deseaba la multitud, se alargó. Fray Joaquín, libre del asedio de Milagros, logró lucirse una vez más. Cuando acabó, los fieles encendieron sus velas en la hoguera que los frailes habían dispuesto. La gente se dispersó y las dos mujeres volvieron a sus trapicheos.

—¿Qué pretendías? —inquirió la madre.

—Me gusta… —contestó Milagros, haciendo un gesto coqueto con las manos—, me gusta que se equivoque, que tartamudee, que se ruborice.

—¿Por qué? Es un cura.

La muchacha pareció pensar un instante.

—No sé —respondió mientras se encogía de hombros y dedicaba un simpático mohín a su madre.

—Fray Joaquín respeta a tu abuelo y por lo tanto te respetará a ti, pero no juegues con los hombres… aunque sean religiosos —terminó advirtiéndole la madre.

Como era de esperar, la jornada fue fructífera y Ana terminó con las existencias de tabaco de contrabando que ocultaba entre sus ropas. Los sevillanos empezaron a cruzar el puente o a coger las barcas de regreso a la ciudad. Todavía podrían haber echado algunas buenaventuras más, pero la cada vez más escasa concurrencia puso de manifiesto la gran cantidad de gitanas, algunas ancianas ajadas, otras jóvenes, muchos niños y niñas harapientos y semidesnudos, que estaban haciendo lo mismo. Ana y Milagros reconocieron a las mujeres del callejón de San Miguel, parientes de los herreros, pero también a bastantes de aquellas que vivían en las miserables chozas emplazadas junto al huerto de la Cartuja, ya en la vega de Triana y que, por obtener una limosna, acosaban con terquedad a los ciudadanos, se interponían en su camino y les agarraban de la ropa mientras clamaban a gritos a un Dios en el que no creían e invocaban a una retahíla de mártires y santos que llevaban aprendida de memoria.

—Creo que está bien por hoy, Milagros —anunció su madre después de apartarse de la carrera de una pareja que huía de un grupo de pedigüeñas.

Un mocoso de cara sucia y ojos negros que perseguía a los sevillanos fue a chocar contra ella invocando aún las virtudes de santa Rufina.

—Toma —le dijo Ana entregándole un cuarto de cobre.

Emprendieron el regreso a casa al tiempo que la madre del gitanillo exigía a este la moneda. El callejón hervía. Había sido un buen día para todos; las fiestas religiosas enternecían a la gente. Grupos de hombres charlaban a las puertas de las casas bebiendo vino, fumando y jugando a las cartas. Una mujer se acercó a su marido para enseñarle sus ganancias y se entabló entre ellos una discusión cuando él trató de quedárselas. Milagros se despidió de su madre y se unió a un grupo de muchachas. Ana tenía que pasar las cuentas del tabaco con su padre. Lo buscó entre los hombres. No lo encontró.

—¿Padre? —gritó tras acceder al patio de la casa en la que vivían.

—No está.

Ana se volvió y se encontró con José, su esposo, bajo el quicio de la puerta.

—¿Dónde está?

José se encogió de hombros y abrió una de sus manos; en la otra llevaba una jarra de vino. Sus ojos chispeaban.

—Ha desaparecido poco después de que lo hicierais vosotras. Habrá ido a la gitanería de la huerta de la Cartuja a ver a sus parientes, como siempre.

Ana negó con la cabeza. ¿Estaría efectivamente en la gitanería? Algunas veces había ido a buscarlo allí y no lo había encontrado. ¿Volvería esa noche o lo haría al cabo de algunos días, como tantas otras veces? ¿Y en qué estado?

Suspiró.

—Siempre vuelve —espetó entonces José con sarcasmo.

Su esposa se irguió, endureció la expresión y frunció el ceño.

—No te metas con él —masculló amenazante—. Te lo he advertido en muchas ocasiones.

El hombre se limitó a torcer el gesto y le dio la espalda.

Acostumbraba a volver, sí; José tenía razón, pero ¿qué hacía durante sus escapadas cuando no iba a la gitanería? Nunca lo contaba, y en cuanto ella insistía, él se refugiaba en aquel insondable mundo suyo. ¡Qué diferencia con el padre de su niñez! Ana lo recordaba orgulloso, altivo, indestructible, una figura en la que siempre encontraba refugio. Luego, por entonces ella contaría unos diez años, lo detuvo la «ronda del tabaco», los justicias que vigilaban el contrabando. Solo fueron unas libras de tabaco en hoja y era la primera vez que lo pillaban; debería haber sido una pena menor, pero Melchor Vega era gitano y lo habían detenido fuera de aquellas poblaciones en las que el rey había determinado que debían vivir los de su raza; vestía como gitano, con prendas tan costosas como llamativas, cargadas todas ellas de abalorios de metal o plata; portaba su bastón, su navaja, sus pendientes en las orejas y, además, varios testigos aseguraron que le habían oído hablar en caló. Todo aquello estaba prohibido, más incluso que burlar impuestos a la hacienda real. Diez años de galeras. Esa fue la condena que se le impuso al gitano.

Ana sintió cómo se le encogía el estómago al recuerdo del calvario que vivió con su madre durante el juicio y, sobre todo, durante los casi cuatro años desde que se dictó la primera sentencia hasta que efectivamente llevaron a su padre al Puerto de Santa María para embarcarlo en una de las galeras reales. Su madre no había cejado en el empeño un solo día, una sola hora, un solo minuto. Aquello le costó la vida. Se le humedecieron los ojos, como siempre que revivía esos momentos. La volvió a ver pidiendo clemencia, humillada, suplicando un indulto a jueces, funcionarios y visitadores de cárceles. Imploraron la intercesión de curas y frailes, decenas de ellos que les negaban hasta el saludo. Empeñaron lo que no tenían…, robaron, estafaron y engañaron para pagar a escribanos y abogados. Dejaron de comer para poder llevar un mendrugo de pan a la cárcel en la que su padre esperaba, como tantos otros, a que terminara su proceso y le dieran destino. Había quien, durante aquella terrible espera, se amputaba una mano, hasta un brazo, para no ir a galeras y enfrentarse a una muerte lenta y segura, dolorosa y miserable, destino de la mayoría de los galeotes permanentemente aherrojados a los bancos de las naves.

Pero Melchor Vega superó la tortura. Ana se secó los ojos con la manga de su camisa. Sí, había sobrevivido. Y un día, cuando ya nadie lo esperaba, reapareció en Triana, consumido, desharrapado, roto, destrozado, arrastrando los pies pero con su altivez intacta. Nunca volvió a ser aquel padre que le revolvía el cabello cuando acudía a él tras algún altercado infantil. Eso era lo que hacía: revolverle el cabello para luego mirarla con ternura recordándole en silencio quién era ella, una Vega, ¡una gitana! Era lo único que parecía importar en el mundo. El mismo orgullo de raza que Melchor había tratado de inculcar a su nieta Milagros. Poco después de su regreso, cuando la niña contaba solo unos meses de vida, su padre esperaba que Ana concibiera un varón. «¿Para cuándo el niño?», se interesaba una y otra vez. José, su esposo, también se lo preguntaba con insistencia: «¿Ya estás preñada?». Parecía que todo el callejón de San Miguel deseara un varón. La madre de José, sus tías, sus primas…, ¡incluso las mujeres Vega de la gitanería! Todas la asediaban, pero no pudo ser.

Ana volvió la cabeza hacia el lugar por el que había desaparecido José después de su breve intercambio de palabras sobre Melchor. Al contrario que su padre, su esposo no había sido capaz de sobreponerse a lo que para él constituía un fracaso, un escarnio, y el escaso cariño y respeto que había reinado en un matrimonio pactado entre ambas familias, los Vega y los Carmona, fue desapareciendo hasta ser sustituido por un rencor latente que se mostraba en la aspereza del trato que se dispensaban. Melchor volcó todo su cariño en Milagros, y, una vez se hubo resignado a no tener un varón, también lo hizo José. Ana se convirtió en testigo de la pugna de los dos hombres, siempre del lado de su padre, al que quería y respetaba más que a su esposo.

Había anochecido, ¿qué estaría haciendo Melchor?

El rasgueo de una guitarra la devolvió a la realidad. A su espalda, en el callejón, oyó el ruido del correteo de la gente, del arrastrar las sillas y los bancos.

—¡Fiesta! —anunció a gritos la voz de un niño.

Otra guitarra se sumó a la primera tentando las notas. Al poco se escuchó el repiqueteo hueco de unas castañuelas, y otras y otras, y hasta el de algún viejo crótalo de metal, preparándose, sin orden ni armonía, como si pretendieran despertar aquellos dedos que más tarde acompañarían bailes y canciones. Más guitarras. Una mujer aclaró su garanta; voz de anciana, quebrada. Una pandereta. Ana pensó en su padre y en lo mucho que le gustaban los bailes. «Siempre vuelve», trató de convencerse entonces. ¿Acaso no era cierto? ¡Él también era un Vega!

Cuando salió al callejón, los gitanos se habían dispuesto en círculo alrededor de un fuego.

—¡Vamos allá! —animó un viejo sentado en una silla frente a la hoguera.

Todos los instrumentos callaron. Una sola guitarra, en manos de un joven de tez casi negra y coleta prieta, atacó los primeros compases de un fandango.

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