Sin embargo, la anciana habló.
—Dentro de unos días… —Milagros fue a taparse los oídos—, Inocencio te prometerá en matrimonio al nieto del Conde.
No llegó a tapárselos. ¿Había oído bien? Se volvió de un salto. María olvidó su discurso ante la expresión de alegría de la muchacha.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ella casi gritando. El tono agudo en que lo hizo asaeteó a la vieja curandera.
—Lo que has oído.
—Repítalo.
No quería hacerlo.
—Te casarás con él —cedió al cabo.
Milagros emitió otro gritillo agudo y se llevó las manos al rostro; las separó de inmediato para mostrárselas a la anciana, como invitándola a compartir su alegría. Ante la pasividad de la curandera cejó en su intento. Lloró y se movió de un lado al otro con los puños apretados. Giró sobre sí misma y volvió a gritar entre sollozos. Se asomó a la ventana y alzó la mirada al cielo. Luego se volvió hacia María, algo más tranquila pero con lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Puedes oponerte —se atrevió a decir la curandera.
—¡Ja!
—Yo te ayudaría, te apoyaría.
—Usted no lo entiende, María: le quiero.
—Eres una…
—¡Le quiero! Le quiero, le quiero, le quiero.
—Eres una Vega.
La muchacha se plantó firme frente a ella.
—Hace muchos años de esas querellas. Yo no tengo nada que ver…
—¡Es tu familia! Si tu abuelo te oyera…
—¿Y dónde está mi abuelo? —El grito llegó a escucharse hasta en el callejón—. ¿Dónde está? Nunca está cuando se le necesita.
—No…
—Y los Vega, ¿dónde están esos Vega con los que se le llena la boca? —la interrumpió Milagros, airada, escupiendo las palabras—. No queda ni uno, ¡ni uno! Todos están detenidos, y los que no, como aquellos que encontramos con los Fernández, prefieren seguir con otra familia a volver a Triana. ¿De qué Vega me habla, María?
La anciana no supo responder.
—Ese joven no te conviene, niña —optó por decir, sabiendo la inutilidad de su advertencia. Pero tenía que hacérsela, a costa incluso de la reacción de la muchacha.
—¿Por qué? ¿Porque es un García que no tiene la culpa de lo que hizo su abuelo? ¿Porque usted lo ha decidido? ¿O quizá lo decidió mi abuelo, esté donde esté?
«Porque es un bellaco hipócrita y un mujeriego que solo quiere tu dinero y que te convertirá en una desgraciada.» La contestación rondó la cabeza de la anciana. No la creería. «Y además un García, sí, nieto del hombre que llevó a tu abuelo a galeras; nieto del hombre que llevó a la muerte a tu abuela y a la miseria a tu madre.»
—No quieres entenderlo —lamentó en su lugar.
María dejó a la muchacha con la réplica en su boca. Dio media vuelta y abandonó el piso.
Ahora Milagros, en el patio limpio de hierros del corral de vecinos, mientras los Carmona y los García se felicitaban y bebían el vino que habían comprado con los dineros de su última noche en la posada, echaba de menos a la anciana. No había vuelto a verla desde entonces. Cinco días en los que se había cansado de preguntar por ella. Hasta se había atrevido a asomarse a la gitanería acompañada por Caridad, sin resultado; luego habían recorrido las calles de Sevilla, también infructuosamente. Salvo por la presencia de Pedro, que había estado unos minutos con ella para después dedicarse a beber, charlar y reír con los demás gitanos, y por la de Caridad, Milagros se sentía extraña entre aquellas gentes. Empezaban a verse de nuevo trajes coloridos y adornos en el cabello, cintas de colores y flores; los gitanos podían pasar hambre, pero no iban a vestir como los payos. Los conocía a todos, cierto, pero… ¿cómo sería la vida con ellos? ¿Cómo sería su día a día una vez cruzado el callejón, en el edificio que habitaban los García? Observó a la Trianera, tan gorda como ufana, paseando como si fuera una verdadera condesa entre la gente, y se le encogió el estómago. Quiso ir en busca del apoyo de Pedro cuando los dos patriarcas, Rafael e Inocencio, reclamaron silencio. Y mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, el primero llamó a su lado a su hijo Elías y a su nieto Pedro y el Carmona a ella.
—Inocencio —anunció Elías García en voz alta y tono formal—, en tu condición de jefe de la familia Carmona, quiero pedirte en matrimonio para mi hijo Pedro, aquí presente, a Milagros Carmona, hija de José Carmona. Mi padre, Rafael García, jefe de nuestra familia, ha comprometido en su nombre y en el mío propio el pago de buenos dineros para obtener la libertad de los padres de Milagros, con cuyo desembolso entendemos cumplida la ley gitana y el precio de la muchacha.
Antes de que Inocencio contestara, Milagros cruzó una nerviosa mirada con Pedro. Él le sonrió y la animó. Su serenidad logró tranquilizarla.
—Elías, Rafael —escuchó que respondía Inocencio—, los Carmona consideramos suficiente precio el pago para obtener la libertad de uno de nuestros familiares y su esposa. Yo os entrego a Milagros Carmona. Pedro García —añadió Inocencio dirigiéndose al joven—, te concedo a la muchacha más bella de Triana, la mejor cantante que hasta la fecha ha dado nuestro pueblo. Una mujer que te proporcionará hijos, te será fiel y te seguirá allá donde vayas. La boda se celebrará tan pronto como entre el año nuevo. Sé feliz con ella.
Luego, Inocencio y Rafael García avanzaron y sellaron el pacto públicamente, cara a cara, mediante un vigoroso y largo apretón de manos. En ese momento, Milagros sintió la fuerza de aquella alianza como si cada uno de los patriarcas estuviera atenazando su propio cuerpo. ¿Y si María tenía razón?, le asaltó la duda. «Recuerda siempre que eres una Vega»; las palabras que había querido transmitirle su madre cruzaron por su cabeza como un relámpago. Pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
—¡Que nadie ose romper este compromiso! —escuchó que exclamaba Rafael García.
—¡Maldito el que se atreva! —se adhirió Inocencio—. ¡Que no muera ni en el cielo ni en la tierra!
Y con aquel juramento gitano acogido con aplausos, Milagros supo que su destino acababa de decidirse.
Fue la primera fiesta que se celebró desde que se había iniciado la liberación de los gitanos de arsenales y cárceles. Los gitanos del callejón de San Miguel aportaron la poca comida y bebida que tenían. Aparecieron un par de guitarras y algunas castañuelas y panderetas, todas rotas y deterioradas. Pese a ello, hombres y mujeres buscaron su espíritu y arañaron los instrumentos hasta obtener de ellos la música que, tiempos ha, hubieran podido llegar a crear. Milagros cantó y bailó, jaleada por todos, achispada a causa del vino, aturdida ante la sucesión de consejos y felicitaciones que no dejaba de recibir; lo hizo con otras gitanas y en varias ocasiones con Pedro, que en lugar de moverse a su ritmo, la acompañó con movimientos cortos y secos, soberbios y altivos, como si en lugar de bailar para los gitanos que palmeaban estuviera gritándoles a todos que aquella mujer iba a ser suya, solo suya.
Al anochecer, la Trianera se arrancó a palo seco con una debla que alargó y alargó con su voz rota hasta conseguir que las lágrimas apareciesen en los rostros de las gitanas y que los hombres buscasen esconderlos para llevarse un furtivo antebrazo a los ojos. Milagros no fue ajena a aquellos sentimientos de dolor que afloraban en todos ellos y tembló como los demás. En varias ocasiones creyó notar que la abuela de Pedro la retaba. «Hasta ahora tu éxito no es más que fruto de las alegres y tontas tonadas que cantas en una mísera posada», parecía escupirle. ¿Y qué del dolor del pueblo gitano?, le desafiaba la vieja, ¿qué del cante hondo y profundo, aquel que los gitanos guardamos para nosotros?
Milagros aceptó el reto.
El largo quejido que brotó de ella acalló los aplausos en que estallaron los gitanos tan pronto como la voz de la Trianera dejó de acechar sus penas, como si con su repentino silencio les hubiera facilitado el consuelo. Milagros cantó sin siquiera plantarse en el centro del círculo, con Caridad y otras gitanas a sus costados. ¡Ella no se sentía libre! Al contrario, la voz de la vieja Reyes había logrado transportarla a un atardecer en la ribera del río, frente a la iglesia de la Virgen del Buen Aire, la capilla abierta de los mareantes de Sevilla, y a su abuelo postrado de rodillas. «¿Dónde está, abuelo?», pensó mientras la voz se rompía en su garganta y surgía de ella atormentada, como un lamento desgarrado. «Canta hasta que la boca te sepa a sangre», le había dicho María. ¿Y la vieja? ¿Y sus padres? Milagros creyó saborear aquella sangre justo cuando la Trianera rendía la cabeza, vencida. No llegó a verla pero lo supo, porque los gitanos guardaron un prolongado silencio cuando terminó, a la espera de que la reverberación de su último suspiro desapareciera del callejón. Luego la aclamaron tal y como podían hacer los sevillanos en la posada.
—Me voy —Pedro García aprovechó el estruendo para anunciárselo a su abuelo en un aparte.
—¿Adónde, Pedro?
El joven le guiñó un ojo.
—Hoy no es el día… —quiso oponerse aquel.
—Diga usted que me ha enviado a un recado.
—No, Pedro, hoy no puede ser.
—¿Por una Vega? —le echó en cara el joven. Rafael García dio un respingo al tiempo que su nieto dulcificaba las facciones y sonreía antes de continuar—: Usted era igual que yo, ¿me equivoco? Somos iguales. —Pedro le pasó un brazo por los hombros y lo estrujó contra sí—. ¿Va usted a impedir que disfrute para guardar las formas ante una Vega?
—Ve y diviértete —cedió el patriarca al instante.
—A la iglesia. Diga que he ido a rezar el rosario —se burló el joven, camino ya de la salida del callejón.
Cuando Pedro se encontraba cerca de la plaza del Salvador, después de cruzar el puente de barcas e internarse en Sevilla, su abuelo no tuvo más remedio que acercarse a Milagros: la muchacha llevaba bastante rato buscando con la mirada a su prometido.
—Ha ido a hablar con el párroco de Santa Ana sobre tu bautizo —la tranquilizó.
¡Ni siquiera Milagros iba a creerse que Pedro se hubiera unido a alguna de las más de cien procesiones que recorrían las calles de Sevilla cantando avemarías o rezando el rosario! Milagros sabía de la necesidad de su bautizo; se lo había comentado Inocencio cuando le anunció también que por Navidad cantaría villancicos en la parroquia. Se trataba de una condición para la liberación de sus padres. Y justo en el momento en que Pedro cruzaba la plaza del Salvador y llegaba a la calle de la Carpintería, ella aceptó la excusa del Conde y volvió a unirse a la fiesta.
Oculto en la esquina de la plaza del Salvador, Pedro escrutó la calle donde vivían los carpinteros, algunos de ellos reconvertidos en fabricantes de guitarras, antes de lanzarse a cruzarla para llegar hasta la casa donde le esperaba la exuberante pero insatisfecha esposa del artesano. Un minúsculo retal de tela de color amarillo como dejado al azar tras la reja de una de las ventanas del taller le indicaba cuándo estaba sola. El corazón le palpitaba acelerado y no solo por el deseo: el riesgo de que el marido se presentara, generalmente borracho, como ya le había sucedido en una ocasión en que tuvo que esconderse hasta que su esposa logró dormirlo, aumentaba el placer que ambos obtenían. Se permitió una sonrisa en la oscuridad a su recuerdo: «Ahora llegará —chillaba nerviosa la mujer mientras Pedro la montaba frenéticamente, ella con las piernas alzadas, abrazada a sus caderas con los muslos—, abrirá la puerta y escucharemos sus pisadas —reía entre jadeos—, nos pillará y…». Sus palabras se ahogaron en un largo gemido al alcanzar el orgasmo. Esa noche el carpintero no llegó a presentarse, recordó el joven con otra sonrisa cuando la sombra a la que prestaba atención se perdió más allá de la calle de la Cuna y la de la Carpintería quedó solitaria. Entonces se internó en ella presuroso.
Abandonó la casa al cabo de una hora y anduvo la calle distraído, con el tacto, el sabor, el olor y los gemidos de la mujer todavía agarrados a sus sensaciones, hasta llegar a la altura de un retablo dedicado a la Virgen de los Desamparados pintado en la misma calle.
—¡Perro asqueroso!
El insulto le sorprendió. No la había visto: una sombra encogida junto al retablo. La vieja María continuó hablando:
—Ni siquiera el día en que te has comprometido con la niña eres capaz de reprimir tu… tu lujuria.
Pedro García miraba de hito en hito a la vieja curandera, arrogante, pretendiendo un respeto que… ¡Estaba sola en una calle perdida de Sevilla, en plena noche! ¿Qué respeto podía esperar por más gitana anciana que fuera?
—¡Juro por la sangre de los Vega que Milagros no se casará contigo! —amenazó María—. Le contaré…
El gitano dejó de escuchar. Tembló al solo pensamiento de su abuelo y de su padre encolerizados si la muchacha se negaba a contraer matrimonio. No lo pensó. Agarró a la curandera del cuello y su voz mudó en un gorjeo ininteligible.
—Vieja imbécil —masculló.
Apretó con una sola mano. María boqueó y clavó sus dedos atrofiados, como si de garfios se tratase, en los brazos de su agresor. Pedro García no hizo nada por librarse de ellos. Cuán fácil era, descubrió mientras transcurrían los segundos y los ojos de la anciana amenazaban con saltarle de las órbitas. Apretó más, hasta notar cómo crujía algo en el interior del cuello de la anciana. Resultó sencillo, rápido, silencioso, tremendamente silencioso. La soltó y María se desplomó, pequeña y arrugada como era.
La hermandad que cuidaba del culto al retablo se ocuparía del cadáver, pensó antes de dejarla allí tirada, y avisarían a las autoridades, que la exhibirían, o quizá no, en algún lugar de Sevilla por si alguien la reclamaba. Lo más probable es que la enterraran en una fosa común a costa de las dádivas de los piadosos feligreses.
La parroquia de Santa Ana de Triana, en el corazón del arrabal, era la que contaba con mayor número de «personas de comunión» en Sevilla —más de diez mil—, y era atendida por tres párrocos, veintitrés presbíteros, un subdiácono, cinco clérigos menores y dos coronas. Pero pese a tal número en fieles y sacerdotes, Santa Ana estremeció a Milagros. La obra era una maciza construcción gótica de planta rectangular y tres naves, la central más ancha y alta que las demás, interrumpida en su mitad por el coro. Había sido erigida en el siglo XIII por orden del rey Alfonso X como muestra de gratitud a la madre de la Virgen María por haberle sanado milagrosamente un ojo.
Milagros la vio oscura y colmada de retablos dorados, estatuas o pinturas de Cristos dolientes y lacerados, santos, mártires y vírgenes que la escrutaban y parecían interrogarla. La muchacha trató de librarse de aquella opresión cuando notó que sus pies descalzos pisaban una superficie rugosa; miró al suelo y saltó a un lado al tiempo que reprimía un juramento que quedó en bufido: se hallaba sobre una de las muchas lápidas bajo las que reposaban los restos de los benefactores de la iglesia. Se arrimó a Caridad y las dos permanecieron quietas. Un sacerdote apareció bajo el arco de Nuestra Señora de la Antigua, en la nave del Evangelio, tras el que se encontraba la sacristía. Lo hizo en silencio, tratando de no molestar a los fieles, mayoritariamente mujeres que durante nueve días seguidos rezaban y se encomendaban a santa Ana, ya para alcanzar la deseada fecundidad ya para proteger sus notorios embarazos; era sabido en Triana y en toda Sevilla que desde antiguo la santa matrona intercedía por la concepción de las mujeres.