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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (12 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Por fin llega a la pulpería. Su construcción sólida, antigua, de líneas arquitectónicas simples, se yergue frente a la plaza a todo lo largo de la cuadra. A esa hora la vasta bóveda del local se halla atestada y su aparición repentina causa conmoción entre la concurrencia. Las mujeres, que conforman la mayoría del público, se vuelven con descaro hacia ella, cuchichean curiosas y se quedan contemplándola como fascinadas.

Altiva y periscópica, por sobre un mar de cabezas de moñas negras, su mirada de walkiria en acecho otea en el aglomeramiento sin darse por aludida del rumoreo que su presencia ha causado. De pronto parece avistar su presa. El moroso en cuestión (pobre musaraña indefensa) se halla apoyado farolientamente en las vidrieras de los perfumes y charla animadamente con una muchacha joven (su pose y sus ademanes rumbosos son a todas luces claros finteos de cortejo nupcial). Aún no se ha percatado de la amenaza que sobre su reputación de galán se cierne inexorable. De percatarse, de percibir un segundo antes a su mortal predadora, podría tal vez el pobrecillo insecto echar mano al recurso del mimetismo y esfumarse limpiamente por entre lo populoso del recinto. Pero los iridiscentes colores de su camisa (y su orondo poto luminoso) lo hacen mortalmente visible contra los vidrios del escaparate. Quizás como último recurso defensivo, el desprevenido bicharraco podría hacer (con su fulgurante sonrisita-diente-de-oro) lo de ciertas mariposas provistas de manchas luminosas en el extremo de las alas que, al verse atacadas de pronto, utilizan esa parte luminosa del cuerpo para atraer el picotazo salvando así, intactos, sus órganos vitales. O tal vez podría...

Pero todo ello no son más que vanas hipótesis, suposiciones inútiles. Porque ella, entomóloga erudita, cazadora amazónica, descomunal osa blanca, se le deja caer de súbito y sin darle tiempo a nada. Con las manos en jarras se le planta delante inmensamente. Y sonriéndole en forma zalamera, maternal casi, pero asegurándose la muy zorra de que la oiga claramente toda la concurrencia femenina, procede a cobrarle, como si se tratara de un inocente kilo de berenjenas:

—¡La cachita que debes, pues, lindo!

11

M
uy pocas personas sabían en los buques que el Astronautaera hermano de la Reina Isabel. Entre las mujeres sólo la Ambulancia y la Chamullo estaban en el secreto. La Reina Isabel se lo había contado a la Ambulancia como confidencia de amiga íntima y a la Chamullo, por ser ésta la única de las niñas que había logrado granjearse la confianza del Astronauta.

La insólita amistad entre el Astronauta y la pizpireta prostituta había nacido de un hecho simple y elemental: ella era la única que en la cama lo trataba con naturalidad. El apodo de esta jovial meretriz (“mereactriz”, le decía el Poeta Mesana) venía de su histriónico estilo de atender a los hombres. Con un poder de convicción prodigioso que ya se lo hubiera querido una artista del escenario, la Chamullo era capaz de hacer sentirse un Jorge Negrete al más contrahecho de sus clientes, un padrón al más pusilánime de virilidad y un amante de las mil y una noches al más insípido de sus asiduos. Y con la magia de sus recursos teatrales, más una alegría incoercible (“hay que hacerle honor a lo de
mujer alegre”,
decía, muerta de la risa) había logrado resquebrajar la áspera caparazón de quirquincho del Astronauta y romper su hosco ensimismamiento. En un magnánimo gesto de prostitución humanitaria, la entallada chimbiroquita accedía incluso a visitarlo en su propio camarote, cuestión que para las demás niñas era simplemente inadmisible. “Es como estar tirando con un gato muerto debajo de la cama”, solía decir la Poto Malo contando de la vez en que, necesitada de un dinero urgente, se le ocurrió ocuparse con el Astronauta en su camarote. Que al rato no más, a punto de vomitar el alma a causa de la pestilencia insoportable, hubo de salir corriendo a medio vestir, dejando al Astronauta dando manotazos al aire y gritando como desaforado: “¡Vuelve aquí, puta del carajo!”.

La Chamullo, en cambio, con un toquecito de mentolato en las narices, hasta se daba el lujo de hacer “sobrecama” con él. En su estrafalario catre
pata de oso,
que se usó mucho en las más paupérrimas oficinas antiguas —un somier apoyado sobre cuatro tarros de manteca—, tendida sobre la colcha adornada con cajetillas de cigarrillos colgándole como flecos en todo su contorno, era capaz de retozar tardes enteras junto a él. Mientras en peripatéticas charlas didácticas el Astronauta le hablaba de la errante cabellera platinada de los cometas o del movimiento paraláctico de las estrellas, la Chamullo, en religioso silencio, se entretenía con el manojo de llaves innumerables que le colgaba amazacotadamente del cuello como un grotesco escapulario de fierro.

Las llaves pertenecían a los tres grandes candados de la puerta y a las rumas de maletas, cajones y baúles antiguos que atiborraban la habitación. Se decía que aparte de las decenas de trajes de casimir inglés legítimo de hechuras pasadas de moda hacía más de cuarenta años, y de los gruesos volúmenes de astronomía que a veces se le veía leer en mitad del patio, guardaba en sus maletas herméticos tomos de brujería y ocultismo, y que de tanto leerlos subrepticiamente por las noches era que se le habían terminado de pelar los alambres. Que en uno de los baúles mantenía el dinero ahorrado con avaricia suicida a lo largo de toda la vida, y que lo conservaba en los mismos sobres intactos en que le pagaban el salario, y en los cuales había veintes de cobre y coloridos billetes fuera de circulación. Que en uno de los polvorientos cajones en forma de cofre pirata, cerrado con doble chapa y cuatro candados, atesoraba su impresionante colección de relojes, leontinas, anillos, colleras y prendedores de oro. Aunque otros aseguraban que todas aquellas historias no pasaban de ser meras fábulas y que lo que realmente el hombre guardaba con tanto celo y bajo tantas llaves, no eran sino herrumbrosas porquerías recolectadas en basurales y cementerios abandonados, y que de ahí la hediondez inaguantable del camarote.

Pero si bien era cierto que en su camarote la fetidez podía desgarrarse como un visillo podrido, también lo era que en los días festivos y fines de semana al Astronauta se le podía ver vestido con la elegancia de un gran canciller de los años treinta. Además, a la Chamullo, en compensación por la gracia de sus amores filantrópicos, le llevaba regalado media docena de sortijas de oro, entre anillos, gargantillas y aretes (joyas que ella regalaba o vendía enseguida, pues sólo gustaba llevar sus alegres chacharachas de fantasía). El obsequio preferido de la Chamullo era un mamotreto de tapas duras y papel biblia que no versaba precisamente sobre astronomía o magia negra, sino que se trataba de un anacrónico manual de sexo. Un día ella lo vio sobre la cama y se lo pidió en vez de un nuevo anillo. Aficionada desde siempre a esa clase de literatura, la Chamullo era la única niña de los buques capaz de hablar más de cinco minutos sobre sexo sin caer en el dicho soez.

El tercero de los que estaban en conocimiento de los lazos sanguíneos que unían a la Reina Isabel con el lunático personaje era el Poeta Mesana. La propia matrona le había contado la historia en una infinita tarde de domingo en que un súbito viento arenoso había asaltado el campamento. Después de un lánguido coito al fiado, mientras se tomaban unos mates, ella le narró la extensa y triste historia de su vida. En verdad lo hizo un poco por darle ese saborcito de nostalgia necesario a todo mate y otro poco para capear la soledad y el viento borracho que afuera rugía desclavando calaminas, elevándolas a gran altura por sobre los techos y dejándolas caer como atroces guillotinas de zinc.

Abandonados por su madre, se había hecho cargo de ellos su tía la Flores de Pravia, una mujer flaca hasta la histeria que en su juventud, al igual que su hermana, había sido asilada en una casa de tolerancia en Alto del Carmen. La mujer los crió a ella y a su hermano hasta el día que abandonó a su marido (lo mismo que había hecho su madre) para irse con un empleado de escritorio veinte años más joven que ella. Todo lo que la desequilibrada mujer les dejó fue, a ella, las marcas de los cinturonazos en la espalda propinados cada vez que la sorprendía cantando por algunas monedas en la corrida de los solteros; y a su hermano, la eterna pelada al rape con sólo un triste mechón en la frente que le remarcaba aún más su congénito aspecto de desamparo. Lo único loable de la mujer fue el hecho de haberlos iniciado en los secretos de la lectura. Nunca los mandó a la escuela. Ella misma les enseñó a deletrear en un sebiento manojo de hojas sueltas del silabario
Lea,
aunque más por desahogar su neurosis en la cabeza de los niños que por mera vocación pedagógica. La Reina Isabel, de mollera más dura, se había quedado sólo en el deletreo. En cambio su hermano, con una facilidad extraordinaria se aprendía las lecciones más difíciles y deletreaba de corrido —casi cantando
— la pipa de mí papá y las manos de mi mamá,
y las andaba repasando una y otra vez a toda hora y en todas partes. En la calle recogía cuanto papel impreso se hallaba tirado y se ponía a leerlo en voz alta. Al comienzo lo hacía sólo por la satisfacción de darse cuenta que lo podía hacer, pero más tarde se le fue convirtiendo en un prurito de curiosidad casi malsano por saber todo cuanto decían los papeles.

Al quedar solos, y sin que nadie se lo impusiera, ella se tomó para sí el deber de mantener a su hermano mayor. Y lo hizo de la única manera que sabía: cantando las rancheras de Guadalupe del Carmen en la corrida de los solteros. Al poco tiempo, siguiendo los pasos de su madre, entró de frentón a ocuparse de prostituta. Ganaba mucho más dinero. Una tarde llegó su hermano al camarote en donde ella ejercía. Llevaba un pequeño hato de ropa y su pallasa cruzada a la espalda. Iba a despedirse. Se iría a trabajar a la Oficina de otro cantón. El empleo no era nada muy complicado, consistía en retirar, de noche, los barriles de mierda de las casas de los jefes principales, trasladarlos en una carreta al botadero, lavarlos y reponerlos limpios e inmaculados antes de amanecer. Se despidieron llorando. Al principio él venía a visitarla de vez en cuando; ella lo hallaba cada vez más raro, como asonambulado, y le reprendía el hecho humillante de seguir dejándose el mechón de huérfano en la cabeza. Después de un tiempo ya no se apareció más. La última vez que supo de él fue cuando alguien le contó que había visto su nombre en las listas de reclutamiento. Desde entonces había perdido todo contacto con su hermano.

Al cumplir la mayoría de edad, la Reina Isabel se dio a la tarea de buscar a su hermano. A veces le llegaban noticias de que había sido visto en tal o cual Oficina, de tal o cual cantón. Ella entonces viajaba en cuanto podía hacerlo. En la Oficina en cuestión se pasaba algunos días en los cuales, a la vez de indagar, aprovechaba para ejercer. Cuando su interrogatorio en medio de jadeos y resuellos no arrojaba resultados positivos, se iba a preguntar a la Oficina del Personal; luego, averiguaba en las fondas y en las cantinas del campamento hasta terminar buscándolo, con el alma en un hilo, en las salas de los hospitales y en los pulgueros de las comisarías. Nunca lo pudo hallar. Muchas veces se lo dieron por muerto. Que se había quemado vivo al caer a los cachuchos de salitre fundido en la Flor de Chile, que lo había destrozado un tiro en una calichera de la
Piojillo,
o que lo habían matado en un pleito de fondas en la Candelaria. Una vez le vinieron con la noticia trágica de que su pobre hermano había sufrido la terrible muerte del palanquero en la oficina Prosperidad; que, incluso, le habían erigido una animita a la orilla de la línea férrea en donde había sido destrozado por las ruedas de los catorce carros de un convoy salitrero; y que, al decir de las ancianas que iban a prenderle velas y a pedirle favores, su hermano estaba haciendo verdaderos milagros de santo. Al final la Reina Isabel, resignada, había optado por desistir de su búsqueda inútil.

El día en que se dio de cabeza con él en el patio de los buques de la Oficina, habían transcurrido treinta y dos largos años. Lo encontró sentado en una banquita de palo de durmiente parchando una cotona de trabajo a la que ya no le cabían más remiendos encima. Pese al tiempo transcurrido y a que el físico de su hermano mostraba un deterioro y una magrura de lástima, ella lo reconoció enseguida. Él, ya con los primeros efluvios de la locura cromándole el cerebro, pareció no reconocerla en absoluto.

La Reina Isabel venía esa vez a la Oficina sólo de pasada. Su destino era la Alemania. Hasta allá la había invitado a trabajar la Azuquítar con Leche, una vieja amiga de sus comienzos, famosa en Algorta por su récord que nadie pudo superar. En un solo día de trabajo, esta prostituta de potente grupa, había llegado a ocuparse con noventa y nueve enardecidos mineros recién pagados, y aún le había sobrado alma a esta hija del altísimo, a esta homérica puta del carajo, para hacerlo por amor —y con amor— con su
hombre
de turno. Aunque algunos escépticos aseguraban después que la célebre meretriz había llegado solamente, y a duras penas, a los noventa y ocho polvos. El mismo día de su llegada, la Reina Isabel conoció a la Ambulancia. Fue mientras esperaban turno en el hospital que se hablaron. Tal vez fue el contraste —una gorda, inmensa, ampulosa, toda ella ataviada de blanco; la otra, delgada, lacónica y vestida sin que nada combinara con nada— lo que hizo que ambas mujeres se acercaran. Luego, habían acordado seguir juntas haciendo el resto del recorrido. La Ambulancia, que sólo necesitaba poner al día su “carné rosado”, y pese al esfuerzo que le significaba arrastrar su enorme humanidad, la acompañó caminando desde el hospital a la Oficina del Bienestar y desde allí hasta la comisaría. Ésta quedaba exactamente frente a los buques. Y fue al salir de la comisaría cuando ambas entraban a los buques sonriendo y tomadas del brazo, que la Reina Isabel lo vio.

El Astronauta se hallaba sentado en su banquito de palo, enfebrecido en la labor de su costura interminable. Con el torso desnudo, encorvado por el peso de la metálica pelota de llaves colgándole del cuello y esquelético hasta más allá de lo santo, la Reina Isabel lo reconoció porque llevaba el mismo mechón de niño huérfano en la frente de su cabeza rapada, aunque ahora se asemejaba más a un mohicano. Parada a dos metros frente a él, girando en un vértigo de emoción incontenible, sintiendo cómo le saltaba el chorro de lágrimas calientes, la Reina Isabel se lo quedó mirando como a un aparecido. Él apenas levantó su cabeza de orate y siguió absorto en sus vesánicas puntadas. Cuando la Reina Isabel, temblándole la voz, le preguntó a su amiga, sólo por ver, quién era ese hombre tan flaco, la Ambulancia, socarrona de gestos, le dijo que se trataba del Astronauta, “el tipo más chiflado de todos los buques”.

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