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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (7 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Y los viejos, al final, habían tenido que conformarse, acostumbrarse a compartirla de la misma manera, absolutamente metódica, con que compartían el tablero de damas en el patio soleado de los buques. Del mismo litúrgico modo con que compartían el vino espolvoreado de arena en las infinitas tardes tierrosas, mientras oían, obsesivos y distantes, tal como oían el traqueteo del tren o el caer de la lluvia allá en sus lejanas tierras sureñas, los mismos corridos mexicanos de siempre. Y habían tenido que aceptar de todas maneras este rito compartido porque el camarote de la Reina Isabel era la única ventana con luz en sus largas noches de ancianos oscuros, desequilibrados por el abandono. Haber dado con ella había sido para muchos de ellos el milagroso
levántate y anda
de sus amortiguadas existencias.

Y había muerto sola. Ella, la Reina Isabel, que durante toda su vida había sido una generosa y desinteresada tendedora de mano; ella, la Reina Isabel, oidora condescendiente de cuitas y amarguras de amores malos; ella, la Reina Isabel, dueña de un altruismo y una exaltación humanitaria bordeante casi en la santidad misma.
(“Si le sacáramos sus faldas cortas, sus blusas escotadas y esos puteriles pañuelitos de seda con que cubre su melena teñida, y la vistiéramos de una penitente saya color café, tendríamos si no una santa con todas las de la ley, por lo menos una beata a un punto cruz de ser canonizada”,
solía decir ante las demás niñas, con mal disimulada ternura, el Poeta Mesana). Y ella, la Reina Isabel, había muerto sola. Había expirado en la penumbra fosca de su camarote sin tener quien le hiciera el favor de pasarle un vaso de agua, sin tener a su alcance el barandal de un brazo amigo en donde aferrarse ante el vértigo de asombro del instante final, sin tener siquiera el consuelo de un oído piadoso en cuya caracola dejar resonando el rumor triste de sus últimas palabras. El postrer fogonazo de su mirada sólo registró el desamparo inmenso de su vida y esa parda soledad de patas largas algodonada en los recovecos polvorientos de sus cuatro paredes sin enlucir. Los recortes de bigotudos astros del cine y la canción ranchera, arrancados de cancioneros y revistas
Ecran,
y los paisajes tijereteados infantilmente de calendarios viejos y cajas de bombones con que adornaba la tristeza carcelaria de su pocilga, fueron lo único alegre que se llevó en el sepia empañado de sus pupilas de vieja, en sus suaves ojos del color del desierto.

El Huaso Grande, minero con quien compartía el camarote y que, al igual que los demás, pretendía
desembarcarla
de los buques y llevársela a su tierra, se hallaba ausente de la Oficina. Cuatro días antes había partido de viaje al sur del país, a tramitar la compra de un terrenito visto y palabreado en sus últimas vacaciones. Una pequeña parcelita en donde echar a descansar sus derrengados huesos, un pedazo de tierra que pagaría palmo a palmo con el
oro blanco
acumulado en los sacos de sus pulmones, como sombríamente anduvo ironizando antes de la partida.

Alto como las puertas, de rostro sembrado de lunares y cejas espesamente unidas, este viejo duro como las piedras tenía, al decir de la Reina Isabel, un corazón bueno y alegre como un tambor infantil. Sus manos de cuarzo eran dos aspas en movimiento perpetuo, y en sus ojos semicerrados le andaba una lucecita de astucia que hacía la impresión de estar elucubrando siempre una de las suyas (como ese brillo que uno les imagina en los ojos a los imbatibles zorros de las fábulas).

Él sabía que algunos viejos de espíritu gregario, una vez llegado su tiempo de jubilación, solicitaban quedarse a vivir sus últimos años en los mismos camarotes en donde pasaron toda su vida para ser luego sepultados en los entierrados y tristes cementerios de la pampa. No se atrevían a regresar a sus campos del sur ni se animaban a mudarse al puerto más cercano. Como les había ocurrido a muchos de sus antiguos compañeros de la mina, temían que la humedad les volviera barro los arenales precipitados en los alvéolos de sus pulmones y, azules como arlequines, murieran ahogados antes de tiempo. Él, en cambio, no tenía ningún reparo en marcharse. El sueño que desde hacía un par de años venía masticando y rumiando como una bola de coca, y que le hacía resistir la dureza del trabajo, era echar a descansar sus huesos en las forestales cercanías de Valdivia, su lluviosa tierra natal.

Un atardecer cualquiera allá en su tierra (atardecer de un día del que sólo recordaba no había sido muy feliz), había salido a campear, se había tirado debajo de un sauce a saborear despacito la yerba dulceamarga de una primera pena de amor, se había quedado dormido y se había puesto a soñar que se venía para el norte. Fue un sueño largo y zarandeado como un viaje de cinco días en tren. Cuando despertó tenía la boca llena de una tierra salobre, los cerros a su alrededor se habían pelado rumpo, y en vez del astilloso arado de palo, sus manos, enfundadas en industriales guantes de cuero de cerdo, manipulaban febrilmente las manillas de fierro de una monstruosa draga mecánica. Con ella removió a lo largo de más de cuarenta y cinco años corridos un planeta entero de caliche.

Y porque en las capas geológicas volteadas por las explosiones, hallaba cáscaras de pajaritos momificados —que sacaba con sus propias manos, bajándose de la máquina para no dragarlas— y peces y moluscos petrificados que lo hacían pensar en su propia muerte, es que no quería ser sepultado bajo esa extensa mortaja de sal que para él era la pampa. No quería convertirse en un bulto de cuero corrugado en buen estado de conservación desenterrado por el viento en estas infernales peladeras del carajo en donde, sin darse cuenta, se le fueron achicharrando los mejores años de su vida.

Aguijoneado en el último tiempo por el rezongo silbante de sus viejos pulmones enfermos, el Huaso Grande comenzó a gestionar su jubilación por enfermedad profesional. Pero tras un extenso papeleo y exámenes infructuosos, y cansado ya de que los médicos de la compañía, luego de mirar las placas radiológicas con la expresión de estar contemplando las diapositivas de un límpido paisaje de ensueños
(“idílico el paisaje si se fija un poco, colega”),
le palmotearan el hombro alegremente y, con un cinismo inefable
(“casi arcangélico el cinismo, paisa”),
lo mandaran de vuelta al cerro aduciendo que sus pulmones estaban más sanos y más limpios que un paño de sacristía; aburrido, según sus propias palabras, de que esos matasanos chuchones le estuvieran viendo mismamente las verijas, y porque sentía que cada noche se le iba haciendo más difícil extraer el resuello salvador desde las dunas de sílice de sus pulmones a medio fuelle, el bueno del Huaso Grande se decidió un día a tomar el toro derechamente por las astas. Ya estaba bueno de tanta jodienda. Qué se habría creído toda esta tracalada de médicos tiñosos. Sin siquiera pasar por su camarote, sin cambiarse su cotona de minero ni lavarse la cara, entierrado de pies a cabeza tal cual llegaba diariamente de la mina, con su lonchero de lata en la mano, el hombronazo se pasó ese día directamente de la mina al recinto del hospital. Iba como desaforado y gruñendo que ahora sí iban a saber esos satisfechos caballeritos de blanco quién era el mentado Huaso Grande.

De propósito, solicitó ficha para ver a “Rodrigo de Triana”, el médico al que los mineros habían bautizado de ese modo porque
“ese pendejo jamás ha avistado tierra en pulmón alguno, paisa”.
Una vez dentro del consultorio, y antes de que el galeno levantara la cabeza de sus recetarios, sin darle tiempo a ordenarle que sacara la lengua, el Huaso Grande apoyó tranquilamente las manos en el escritorio, echó la cabeza hacia atrás, y el espeso amasijo de barro que escupió fue a dar certeramente sobre la blancura inmaculada de su hoja clínica.

—¡O me reconoce silicoso o me manda al calabozo! —le dijo con la mayor serenidad del mundo.

Y luego, aguantando a duras penas la risa, no por la cara de idiota con que De Triana se lo quedó viendo por sobre la montura de oro de sus lentes ópticos, sino
por la pitorrera rima que se me fue a atravesar por delante, paisita, por la cresta,
como contaba después muerto de la risa, agregó enfático:

—¡Y no es ningún maldito verso!

Lo declararon silicoso en tercer grado. Y con el dinero de la indemnización, que la propia Reina Isabel le cosiera a mano bajo el forro de su vestón cruzado, se había ido sólo cuatro días antes de su muerte inesperada. Al despedirse, entre arrumacos de palomo viejo y frases de amor maestramente dirigidas a hacer aflorar el sentimentalismo de tela de cebolla de la Reina Isabel (a despertarle el duendecillo romántico que hasta las putas más perdidas llevan dormido en el rinconcito más muelle del corazón), el Huaso Grande había logrado al fin arrancarle la promesa venturosa, tantas veces negada, de irse con él. Que no estuviera triste, que él se encargaría de buscar un pequeño reino de adobes oloroso a retamos y yerbabuena, con sillas de paja en los corredores sombreados y una gran ventana abierta hacia un arroyuelo lleno de patos y sauces “tan llorones como usted”. Así le había dicho, loador, el bien inspirado Huaso Grande después de hacer el amor por última vez. Su agudo rostro lunarejo resplandecía de sinceridad. Ella, como siempre, había terminado llorando. Pero la Reina Isabel no quería irse de la pampa. Ella había nacido en una de las más pobres y astrosas oficinas que hubiera existido por esos tiempos. La gente la llamaba “La Piojillo”. Se había criado en otra de nombre Algorta, y había ejercido su oficio no se acordaba en cuántas más. Nunca en su vida había ido más allá de esa temblorosa redondela de horizontes mondos que, azules y lejanos, circundaban el desierto. Y aunque más de una vez había bajado al puerto y se había maravillado con sus casas altas y la profusión de sus letreros de luces, y se había sobrecogido de pavor frente a esa otra pampa infinita que es el mar, ni por eso, sin embargo, cambiaba su cabrona pampa la Reina Isabel. Y es que la Reina Isabel no cambiaba su pampa del carajo por ningún otro lugar del mundo. Y es que la Reina Isabel se sentía en medio de la sequedad de la pampa mejor que marino en alta mar. Y es que los sentidos de la Reina Isabel se habían adaptado plenamente a la desnudez lunaria de estos parajes desamparados en donde la única flor es la sombra de la piedra, en donde el silencio de sus blancuras infinitas resuena sencillamente a planeta y donde la soledad es subrayada de pronto, dolorosamente, por el vuelo oscuro de una golondrina sedienta, el portento súbito de una mariposa anaranjada, la visión alucinante de un zorro loco cruzando la fría escarcha de invierno o la raya rápida y nerviosa de la ineluctable lagartija tornasolada.

De manera que marcharse nada más de la pampa ya le parecía a la Reina Isabel algo inverosímil. Irse, ahora, a esos lugares descritos de maravilla por la gracia de payador del Huaso Grande, se le hacía simplemente imposible. Le resultaba algo así como meterse a vivir en uno de esos satinados cromos de calendario que pegaba en las paredes de su pieza, o en una de esas bucólicas películas mexicanas en tecnicolor; únicas partes en donde la
Reina Isabel de las eternas pampas —
como le decía riendo la Ambulancia que debería llamarse— concebía esa clase de paisajes, aquellas exuberantes vistas que a los arenales tranquilos de su imaginación se le antojaban más bien empalagosas de verdores y pajarería rara.

Y algunas niñas decían que la pobrecita había muerto justamente de eso, de la angustia, decían, de la pena grande, de la profunda grieta, decían, que le había partido el corazón en dos. Esa grieta causada por la disyuntiva de no querer alejarse de estas pampas queridas que la vieron nacer, decían, pero tampoco herir con el desaire y el menosprecio de una negativa mortal —decían con sentimentalismo exacerbado las niñas—, el alma de mimbre de ese gigante enfermo de amor que tan hidalgamente le ofrecía combatir juntos los últimos catarros de sus vidas y las primeras morriñas de la muerte.

7

E
l asunto de tomarse la iglesia por asalto surgió sólo como una ocurrencia lanzada al desgaire por una prostituta venida de la cercana oficina María Elena. Enterada por casualidad de la muerte de la matrona, y habiendo trabajado juntas un par de veces en la corrida de tablas de la oficina Alemania, había aparecido por los buques pasado el mediodía.

Era la hora ardiente de la siesta salitrera. Las mujeres, reunidas en pleno en el camarote de la Reina Isabel, trabajaban afanosamente tratando de dejarlo convertido si no en una esplendorosa capilla ardiente, por lo menos en una decorosa pieza mortuoria. Sudando la gota gorda en su empeño, comentaban lo cabrón y patevaca que había sido el cura al negarse a hacerle la misa de cuerpo presente a su compañera, cuando la Dos Punto Cuatro, que era como apodaban a la prostituta elenina, salió de pronto con la patochada de que por qué no recordaban los buenos tiempos e iban y se tomaban derechamente la iglesia. “Hace sólo un tiempito atrás —dijo en un tonito desganado— nos hubiéramos tomado hasta la Capilla Sixtina de haber hecho falta”. Y siguió limpiando los vidrios trizados y quemantes de la única ventana de la pieza con una expresión de indolencia en su rostro transpirado.

La Ambulancia, que por haber sido la más íntima de la Reina Isabel había tomado las riendas de la situación desde el comienzo, replicó, también como al descuido, que a decir verdad la idea no le parecía del todo tirada de las mechas. Y desde su pesada silla de fierro instalada junto a la puerta abierta, con su carne de ballena blanca brillante de transpiración y su melena colorada recogida desesperadamente en un minúsculo tomate risible, siguió impartiendo sus instrucciones. Despatarrada su humanidad tremenda sobre esa especie de trono que un cliente le construyera en la maestranza especialmente para ella, y que había traído desde su camarote con la ayuda de otras dos mujeres, la Ambulancia ordenaba con aire de doliente en primer grado que ninguna de las niñas, por supuesto, le pensaba discutir. Que los espejos había que voltearlos de cara a la pared; que las monas en pelotas del Huaso Grande, si no se podían despegar de las murallas, había que cubrirlas con algo; que esas horribles figuras de salitre fundido eran de mal agüero, que acarreaban la mala suerte, que quizás cuántas veces se lo había repetido a la porfiadita de la Chabela. Que los recortes de las fotos de Jorge Negrete no se les ocurriera tocarlos, por más viejos y amarillentos que se vieran, y, por supuesto, que los de Guadalupe del Carmen, menos. Que habría que conseguirse unos parcitos de asientos más, ojalá de esas bancas largas que trajo el Poeta Mesana y que el calor de mierda, con el permiso de la finada, la iba a terminar por volver loca. Todo en un compungido tonito cresponeado de ayes y resuellos de abnegación, mientras, al borde del sofoco, se soplaba el abismo insondable de su tetamenta suntuosa y se pasaba por la alta frente albísima un pañuelito calado de transpiración y agua de colonia inglesa.

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