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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (19 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Pero con las palomas fue otra cosa. Con las palomas, paisanitos, ni Dios estaba seguro en la pega. Porque cuando estas peludas aves de mausoleo se echaban a volar, lo mismo podían dejarse caer sobre las calaminas agujereadas de una casa de obrero o, con menos frecuencia, claro, sobre un chalet del Americano. “De la muerte, de los cuernos y de las palomas nadie está libre, ganchito”, era el dicho de moda en ese entonces.

Y tan tristemente famosas se hicieron las palomas, que hasta los niños en la escuela les dedicaban largos poemas y composiciones de quebranto. En los ranchos los viejos las ironizaban cambiándoles el sentido de la letra a los corridos y cumbias que hablaban de palomas, y en el trabajo muchos de ellos, los más osados, llegaron a confeccionar sus propios “espantapalomas”. Medio en broma, medio en serio, los vestían de overol, le calaban un casco, los amononaban con antiparras viejas, respiradores en desuso y guantes rotos. Luego, los instalaban en algún sitio alto y visible tal como lo habían hecho de niños en sus tierras del sur. Lo mismo que las composiciones y poemas de los niños o el acto de los borrachos de cambiarles la letra a los corridos que hablaban de palomas, estos monigotes venían a ser algo así como una catarsis para todos nosotros, como un espantatemores, un espantaangustias, un espantaimpotencia.

Y es que se dio cada caso con estas avechuchas del carajo, paisanitos. Casos conmovedores hasta las lágrimas y casos que lindaban simplemente con lo grotesco. Trabajadores, por ejemplo, que por años habían estado fregando la cachimba para que les pintaran las calaminas de la cocina de su casa, de repente una mañana se les dejaba caer una trepidante cuadrilla de pintores, carpinteros y plomeros. Y no solamente les pintaban las latas de la cocina, sino que les cambiaban la taza del baño, les tapaban los agujeros del techo, les reponían los vidrios rotos, les colocaban la puerta que le faltaba al dormitorio y, a los tres días de haberles dejado la casa como nueva, cuando aún no se desvanecía el olor a pintura, caían entre los palomeados de la semana. Otros, después de veinte o treinta años de servir en la empresa, eran al fin ascendidos de puesto. Con gran aparato entonces los cambiaban desde la destartalada casa del campamento a un espléndido chalet en el Americano. Y a la semana siguiente no más, cuando la familia aún no terminaba de ponerse de acuerdo de qué manera acomodar los muebles y cuáles de sus cuadros de pobres desentonaban menos en las paredes de su nuevo hogar, eran palomeados a mansalva, sin asco ni consideración alguna. Viejos de los buques que jamás en su vida se había dado el lujo de quedarse un día en la cama y faltar al trabajo, que subían al cerro todos los santos días del año, con sus domingos y festivos, y que nunca habían acudido al hospital por licencias médicas o a pedir una depirona (la panacea universal por mucho tiempo en la pampa); viejos que llevaban una hoja de vida impecable, una mañana cualquiera al ir a levantarse para asistir al trabajo, se quedaban sentados en la cama, boquiabiertos, con los pantalones a medio poner, mirando fija y psíquicamente a la blanca, flamante y siniestra paloma que durante el transcurso de la noche, cobardemente, le habían deslizado por debajo de la puerta. Y por la poronga del mono que eso no es nada, paisitas, porque en un momento dado se llegó a actitudes de corte tan obscenamente infames, tan aviesas y malintencionadas como por ejemplo hacer llegar las palomas a domicilio poco antes de la medianoche de un día 31 de diciembre. Dense cuenta ustedes un poco hasta dónde fueron capaces de llevar la infamia. Con la copa de champaña en la mano, en el mismo instante en que el destinatario se aprestaba a brindar con su familia por un feliz y próspero año nuevo, llegaba una sospechosa carta sin estampillas. Se bajaba el volumen de la música; el hombre, rodeado de su mujer y sus hijos, en un silencio frío, tal si hubiese pasado un ángel de hielo, rogando que de ninguna manera fuera a ser lo que todos en ese momento estaban pensando, rasgaba el sobre (color blanco paloma), desplegaba la hoja con dedos temblorosos y...
comunico a Ud. La determinación de la empresa, de poner término a la relación laboral en virtud de lo dispuesto en el artíc...
Y ya no había para qué seguir leyendo. ¡Feliz año nuevo, ñato, estás palomeado hasta las recachas!

Otra de las obras maestras de la infamia y la canallada (una verdadera joyita), y que no le pasó sólo a uno o dos trabajadores, sino que fueron varias las víctimas, tenía que ver con las actividades de aniversario de la empresa, específicamente con la elección del mejor trabajador del año. Al viejito elegido lo homenajeaban en una ceremonia a toda pompa, en donde le regalaban un aparato de radio y el gerente en persona le hacía entrega del diploma que lo acreditaba como el trabajador distinguido del año. Luego, se mandaba un cóctel con los pescados grandes y sus bellas secretarias personales. Los pescados, copa en mano, le sonreían displicentes, le palmoteaban el hombro y le preguntaban, paternales, por la salud de su mujer y el estudio de sus niños. A la semana siguiente el mejor trabajador del año era palomeado sin misericordia alguna. El viejito, con la paloma en una mano y el flamante diploma de mejor trabajador en la otra, sin poderlo creer todavía, con una patética expresión de sonámbulo en su rostro reseco, recorría las oficinas pidiendo una explicación imposible, tratando de convencer a secretarias y administrativos de que indudablemente se trataba de un error. Y esgrimía su diploma recién enmarcado, con su nombre escrito en doradas letras góticas, en el cual el Gerente de Operaciones y el Gerente de Recursos Humanos, con el testimonio de sus rúbricas rimbombantes aún frescas en el pergamino, acreditaban y daban fe de que se trataba, en efecto, de fulano de tal, con más de treinta y cinco años de servicio, elegido como el mejor trabajador del año
en reconocimiento a su valioso aporte y trayectoria en la empresa. ¿Lo
ve, señorita?, gemía lastimosamente, ¿Se da cuenta de que a mí no me pueden hacer esto? En tanto que un par de lagrimitas de perro apaleado se le deslizaban por las mejillas como quemantes gotas de salitre fundido.

Así fue de nefasto el paso de las palomas. Algo como jamás antes se vio en ninguna de las viejas oficinas. Todas las masacres salitreras, todas las injusticias cometidas, todo el dolor de las huelgas interminables de aquellas épocas, no habían logrado mellar el espíritu de los pampinos como lo hicieron estos cabrones pajarracos de papel.

Y con una psicosis de esa envergadura, ¿quién cresta, díganme ustedes, iba a poder trabajar tranquilo? Los pobres viejos andaban todos sobresaltados. Se les veía todo el día angurrientos y malhumorados, apretándose las manos a cada rato, cortándose los dedos, tropezando en las escaleras, quemándose con salitre fundido, arrastrados por las correas transportadoras, accidentándose, en fin, a todo momento y de la manera más inverosímil.

En las noches no dormían conversando con sus mujeres.

—Si me llegaran a palomear, vieja.

—Ni Dios lo permita, viejo.

—Adónde diantre nos vamos.

Algunos simplemente no soportaban la presión reinante y, antes de acriminarse por cualquier cosa, encorajinados como andaban, optaban por mandar todo a la mierda. Se cancelaban voluntarios y se las envelaban adonde fuera. Preferían pasar hambre en sus tierras antes que seguir viviendo las veinticuatro horas del día con esa obsesión metida en el alma. “Es lo mismo que andar pisando huevos con los punta de fierro, paisanitos”, decían. “¡Que me lleve el demonio, pero yo me largo!”.

17

E
s pasada la medianoche cuando comienza a soplar el viento sur. La nube de tierra que día y noche emana de los molinos de caliche, hace un lento viraje en cuarenta y cinco grados y, silenciosa y densa, orillando la gran torta de ripios, se va dejando caer sobre el dormido campamento. Como un inmenso dragón ingrávido, sonámbulo, desintegrado en flotantes partículas de sal sucia, la polvareda va cubriendo completamente las calles, los árboles y la noche; apestando mórbidamente la luz de la luna llena; colándose al interior de las casas por todos los agujeros imaginables, por las hendijas más estrechas, por las trizaduras más ínfimas, por los increíbles resquicios. Imperceptible como una enfermedad, la nube de polvo se va cerniendo nocivamente sobre los seres y las cosas: espolvoreándose sobre los pisos recién encerados, sobre el tevinil de los sillones, sobre el brillo del mantel de hule de las mesas de tablas, sobre los anaqueles, sobre las repisas con pañitos almidonados, adhiriéndose al plumaje de lana de los impávidos cisnes de los gobelinos, destacándose sobre las insomnes rosas de plástico, sobre el óvalo vacío de las fruteras de yeso, sobre la bemba roja de la negrita de yeso, introduciéndose en las tristes alcancías de yeso. Implacable, la neblina de polvo va penetrando en los pequeños dormitorios afantasmando la luz de la única lámpara encendida, deslustrando el pelaje de los ositos de peluche, filtrándose en la respiración azul de los niños dormidos (neblinándoles hasta los mismos paisajes de sus sueños), llegando hasta los dormitorios matrimoniales, cubriendo con su finísima colcha de sal los cuerpos desnudos de los esposos trenzados en un abrazo exánime sobre las blancas sábanas de sacos harineros, entrándoles por los oídos, entrándoles por las narices, entrándoles por las exangües bocas abiertas (de mañana amanecerán gustando un sedimento amargoso y escupiendo del mismo color y consistencia del adobe), entalcándoles las negras cabelleras desmelenadas, las cejas, las pestañas, el rizado triángulo de sus pubis negros. Blanqueándolos va la bruma morbosa, encaneciéndolos, envejeciéndolos prematuramente tal si quisiera regresarlos al polvo bíblico antes de tiempo (en el oscuro cuarto del fondo el abuelo insomne hace rato que yace transfigurado en enharinado espectro).

Y la pavorosa nube de tierra, el letal hongo de sílice, continúa precipitándose perniciosamente sobre el inerme campamento dormido, borroneando los azules perfiles de la noche, difuminando los contornos del mundo, eclipsando mortecinamente el duro universo del hombre salitrero.

Geófagos resignados, los viejos que en el velorio de la Reina Isabel conversan en grupos en el patio de los buques, a la puerta de su capilla ardiente, no se dan siquiera por aludidos de la malsana polvareda que ya los cubre por completo, que los desdibuja, que los diluye hasta hacerlos aparecer como habitantes del fondo de un mar de secas aguas sucias. A dos pasos de distancia no se reconocen entre ellos; a cuatro ya no se alcanzan a divisar ni las siluetas, pese a la roja lumbre de sus cigarrillos que en medio de la mefítica bruma siguen fumando como si nada, impávidos, inhalando humo y polvo a la vez.

Pero se lo toman con humor los hombronazos. “Hay que respirar pues, señoritas”, les dice el Hombre de Fierro a las dos prostitutas de Calama que, al borde del sofoco, han salido del camarote fúnebre con la ilusión de hallar afuera un aire más limpio. Con un leve pañuelo bordado cubriéndose las boquitas de fresa, las mujeres han salido comentando que no podían entender de qué modo ellos podían tragarse todo ese polvo como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Y no se enferman ustedes, pordiositosanto? —preguntan con afectada inocencia las hetairas calameñas.

—No se les dé nada, señoritas —le dice, semiserio, el Tococo—, que aquí en la pampa está comprobado científicamente que hasta las mismas guaguas ya vienen con un porcentaje de sílice en sus pulmones pequeñitos.

—O sea, linduras mías —fataliza rotundamente el Salvaje—, se puede decir que desde el mismo vientre materno de nuestra madre, nosotros los pampinos ya venimos fritos.

—Con decirles, señoritas —tercia de nuevo el Hombre de Fierro—, que si a los mismos gorriones de la plaza se les hiciera una radiografía, los hallarían a todos enfermos de silicosis.

—Siempre y cuando a los pajaritos no les diera por cobrar indemnización —salta irónicamente el Salvaje—. Porque entonces los doctorcitos de por aquí capaz que los manden a tirar pala a la mina de puro sanos que los hallarían.

Las prostitutas, luego de comprobar que afuera es el mismo cocho de tierra a respirar, se acomodan sus calados chales negros, y en un andar balanceadísimo, frunciendo siúticamente sus boquitas poto de gallina, vuelven a entrar a la habitación. Allí el polvo ya ha velado totalmente la atmósfera. A través de la ventana abierta, bajo la difusa luminosidad de la ampolleta de 25 watts, las siluetas de los acompañantes se ven moviéndose como en un triste acuario rebasado de la misma agüita turbia del sonámbulo mar de afuera.

Los distintos grupos de viejos en el patio reanudan sus conversaciones interrumpidas brevemente por la presencia melindrosa de las niñas. El grupo del Hombre de Fierro continúa con el tema motivado por el cambucho de pan que el Cacha Diablos, silencioso e inescrutable como siempre, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero café, todavía paseaba bajo el brazo a esas horas de la noche. El cambucho con un pan untado apenas de margarina y amarrilleándole una traslúcida lámina de queso cortado como con hoja de afeitar, más los pequeños envoltorios de té y azúcar con las porciones rigurosamente medidas para una ración —su desayuno para llevar a la mina—, había hecho rememorar al grupo de viejos la abundancia atorante de la antigua mesa pampina.

El Hombre de Fierro, que en sus andanzas de patizorro viejo recorriera diecisiete oficinas arrugando pampas, continúa evocando, con los grandilocuentes gestos de manos que lo caracterizan, los memorables atracones que se daba la gallada de antes y las legendarias cantinas de aquellos tiempos. Bravas mujeres aquellas, de ánimo siempre jocundo, que en prehistóricas cocinas de ladrillos, abrasantes como calderas del infierno, manipulando inmensos fondos de fierro enlozado, preparaban diariamente sus épicos banquetes proletarios. En comedores de calaminas y piso de tierra (ardientes en verano y mortalmente helados en invierno), en pródigas mesas a tabla desnuda, grandes como barcos, estas grandes mujeres pampinas, secundadas por sus saludables hijas mayores, daban de comer en sus casas a centenares de hombres extenuados y hambrientos, enrabiados y furiosos contra la explotación. Y más encima debían preocuparse de atender en mesas lo más distantes posible a tiznados y patizorros para evitar sus eternas riñas de niños grandes. En los tiempos de González Videla debían velar, además, porque a ninguno se le ocurriera ponerse a leer el diario en la mesa; tan feroces lectores eran catalogados de inmediato de comunistas, y por el solo hecho de dar pensión a un comunista, a ellas se les cerraba inmediatamente la cantina.

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