Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
—Todo eso sin contar que pasados los tres días, el olor del cadáver se haría insoportable —dijo el Salvaje, sin entender para nada el lado medio existencialón de las palabras del Poeta. Y luego, mesándose sus mostachones cerdosos, se apropió de la palabra para contar que una vez, siendo él un niño, por razones que no venían al caso contar, en una Oficina se habían demorado tres días en enterrar a una finada. Era enero en la pampa, el calor hacía humear las ca— laminas calientes y el cuerpo de la finada —una matrona más bien entradita en carnes— reventó en pleno velorio. Por las junturas del cajón comenzó a escurrir un líquido aceitoso y una pestilencia insoportable traspasó cada una de las casas de calamina de la corrida. Los deudos y las vecinas trataban de contrarrestar el hedor irrespirable con fragancias de perfumes y aguas de colonia que rociaban a grandes chorros sobre el ataúd. En una escaramuza urgente tuvieron que trasladar el cadáver al trote a la iglesia y de ahí rápidamente al cementerio. En la iglesia, el ataúd goteaba como una clepsidra nauseabunda formando en el piso una oleaginosa charca pestilente; la gente se cubría la boca y las narices con pañuelos embebidos en sales aromáticas y el cura apenas alcanzó a decir una misa rápida antes de salir corriendo por la puerta lateral a devolver violentamente en el patio de la capilla. Los que cargaron el ataúd, embozados en sus pañuelos al estilo de los bandidos del Oeste, reclamaban que era como llevar un cajón lleno de agua, pues el zangoloteo se los tumbaba para uno y otro lado. Y en el charco que se formó en una de las esquinas en que posaron el féretro para descansar, a él, que a la sazón no tendría más de nueve años, se le ocurrió agacharse hasta casi tocar la mancha con la punta de la nariz y dar una aspirada profunda para ver cómo olía de más cerca aquel aceite humano. “Estuve una semana vomitando todo lo que comía, paisanitos, por las reverendas”, dijo. Y terminó jurando por su madrecita que el nauseabundo olor del zumo humano, después de cincuenta y dos años de haberse dado el toquecito, todavía de vez en cuando lo sentía aletear como un mefítico espectro en sus narices.
La Malanoche, que se había acuclillado en el centro del grupo para oír mejor la narración del Salvaje, se puso de pie para recibir la corona de un anciano que se recortó de súbito en la puerta, emblanquecido completamente por el polvo. Con una locuacidad dificultada por una prótesis dental floja, el anciano explicó que la corona la había mandado hacer donde una familia amiga y que recién a esas horas se la habían terminado; que aunque él no había tenido el honor de haber conocido bien a la difunta, no era ningún motivo como para no sentirse partícipe del dolor que en esos momentos las aquejaba a todas ellas, que habían sido sus compañeras “en este doliente valle de lágrimas que es la vida”. Y, en forma extravagante, el enjuto anciano comenzó a darles el pésame con gran énfasis a todas y cada una de las niñas presentes. Luego de recibir el efusivo abrazo del viejito (que flaco y empolvado como venía tenía el aspecto de un aparecido) y de acomodar la corona de grandes rosas blancas a los pies del cajón, la Malanoche se quedó mirando con consternación el retrato de la Reina Isabel acomodado sobre la tapa. Se suponía que allí la meretriz tenía una punta de años menos, pero casi no se le notaba. Mirándola daba la impresión que la Reina Isabel era de aquellas personas que nacen como con una edad fija: antes de cumplir esa edad parecen más viejas de lo que son; pero apenas la trasponen comienzan automáticamente a parecer más jóvenes.
Las arrelingadas prostitutas calameñas, pretendiendo no poder soportar la náusea que, según ellas, la narración del Salvaje les produjo, arriscando sus finas naricillas y arrebozadas en sus inútiles chales calados, habían salido nuevamente al patio. Al entrar, rato después, lo hicieron contando que afuera, a propósito de la huida del Astronauta a la pampa, alguien estaba contando el caso de un tipo al que le decían el Burro Chato. Uno que también había vivido en los buques y que, lo mismo que el Astronauta, había escapado un día hacia la pampa y desaparecido para siempre. Quejándose de que no habían logrado captar enteramente la historia, preguntaron si alguno de los presentes la conocía. La Ambulancia, sin ningún miramiento, se apresuró a aclararles que el cuentecito del tal Burro Chato era justamente para contarse allá afuera, no ahí en el velorio.
El Cura, “para limar asperezas”, pidió otra ronda de gloriado, y con su pausada voz de pastor evangélico se ofreció a relatar algunas historias de espantos. Cuentos que se contaban en la mina de profanados cementerios pampinos olvidados en el desierto, de antiguas apariciones de ánimas en las líneas del tren y de viejos cuidadores solitarios que después de veinte, treinta o más años viviendo solos en las ruinas de alguna Oficina abandonada, conversando todo el día con sus perros para no olvidarse de hablar (llamándolos
compadres, amigos opaisitas),
terminaban finalmente convertidos en verdaderos fantasmas de carne y hueso. Las mujeres se olvidaron por un momento de atender a los acompañantes para quedarse, ensimismadas y pávidas, escuchando los escalofriantes relatos de miedo. Hasta la Ambulancia pidió ayuda y arrimó un poco más su pesada silla de fierro, y por el lapso de dos horas no se oyó en la pieza mortuoria nada más que el lejano rumor del triturar de piedras en los chancadores de caliche y la pastosa voz del Cura haciendo espeluznar de miedo a las mujeres.
Después, y como para volver el alma al cuerpo, el Salvaje propuso en tono deferente —demasiado deferente el tonito— que el Caballo de los Indios, que hasta ese momento había mantenido un silencio de araña en su rincón, se contara algunas de sus historias para entretener a las señoritas de Calama ahí presentes. “No se nos vayan a dormir las preciosuras”, dijo el Salvaje. Y aunque había dicho
historias,
todo el mundo se dio cuenta de que en verdad lo que quiso decir fue
mentiras.
El Cabeza con Agua, entusiasmado con la idea, le pidió riendo al Caballo de los Indios que se contara la increíble y puñetera historia del oso. Y sin darle tiempo a que éste reaccionara, dijo que si no accedía, él mismo la iba a contar. Pero el Viejo Fioca le rebatió enseguida esgrimiendo que su cochino vocabulario, dado el lugar y las circunstancias, no era el más adecuado para contar tan gracioso y peliagudo relato y que, en consecuencia, él mismo se lo iba a ofrecer a las visitas. Aunque el asunto, dijo, había que escucharlo de boca del propio afectado para tomarle el sabor debido. Todo comenzó una noche sin luna, después de un fragoroso copeo en la Cueva del Chivato. El Caballo de los Indios viene caminando de vuelta a los buques. De pronto, sin saber de dónde ni cómo (tal vez aquel día había llegado un circo a la Oficina), un oso del tamaño de un ropero se le deja venir súbitamente por detrás, aprisionándolo fuertemente contra su cuerpo. ¡El terrible abrazo del oso! Aunque al principio se debate desesperado, el apretón del salvaje animal comienza a hacerle crujir los huesos y a dejarlo sin respiración. Ni gritar puede el pobre Caballo. Y cuando ya está por perder el conocimiento —sin poder hacer gran cosa, pues el oso le tiene aprisionados los brazos— y ya piensa en tirar la esponja y dejarse triturar tranquilamente, se le viene la genial idea a la cabeza. Como puede, comienza a tantearle las partes pudendas a la bestia hasta hallarle la poronga; acto seguido, y con las últimas fuerzas que le van quedando, comienza, despacito primero —suavecito, suavecito—, a hacerle una macaca al oso. Éste, a medida que se va excitando, va aflojando gradualmente su abrazo. Mientras más se excita, más afloja la presión. Hasta que en un instante, babeante y temblorosa, la bestia deja caer sus fuertes brazos peludos como si fueran de peluche y él sale corriendo a todo lo que dan sus cortas piernas. Cuando ya a una distancia salvadora vuelve la cabeza para ver si el animal lo viene siguiendo, el Caballo de los Indios dice que ve al oso, con una inefable expresión de éxtasis en su rostro salvaje —la lengua afuera y los ojos brillantes—, haciéndole señas con una manito como diciéndole: “¡Ven! ¡Ven!”.
Apenas el Viejo Fioca termina de contar y el Cabeza con Agua de rematar con que sólo a un viejo puñetero como el Caballo de los Indios se le podía haber ocurrido tal recurso de escape, estalló una risotada que hizo retumbar todo el ámbito de los buques. La Ambulancia, jadeando también de tanto reír. se dio cuenta de la situación y, persignándose tres veces seguidas, conminó a los demás a guardar respeto.
El Caballo de los Indios, con su mansedumbre habitual y como un niño que ya no se aguanta de recitarles algo a las visitas, después de que todos sus hermanos lo han hecho, se acomodó en el asiento y, sin negar ni corroborar lo del oso, olvidándose un poco de su profunda consternación, se puso a contar una de sus historias. Él las llamaba
casos.
Y los contaba con una veracidad tal en su vocecita de niño obediente, y un aura tan impávida en la expresión de su rostro, que ya lo habrían querido imitar los más grandes timadores y charlatanes de ferias libres. Dueño de una memoria prodigiosa, podía contar cien veces el mismo caso sin tropezar en un solo detalle ni caer en la más mínima contradicción.
Esto ocurrió hace años en la pampa. Fue por el cantón de Aguas Blancas, en las oficinas hermanas de Castilla y León. Estas oficinas, como ustedes saben, estaban prácticamente unidas. Me acuerdo clarito de esa tarde, pues era una de las pocas tardes nubladas de la pampa y, además, había un tierral de los mil carajos. (¿Se han dado cuenta ustedes que las cosas extraordinarias suceden en la pampa en los días nublados y ventosos?). Bueno, esa bendita tarde un carpintero de la León, joven y soltero, se hallaba clavando una calamina sobre el techo de una corrida de casas frente a la pulpería cuando, de pronto, un remolino de proporciones gigantescas lo envolvió como a un muñeco y se lo llevó por los aires con calamina y todo. Agarrado firmemente a la plancha de zinc, y sin soltar el martillo, el hombre se elevó por el cielo resistiendo los violentos sacudones, las volteretas, las picadas en tornillo y todas las acrobacias y corcóveos del furibundo viento. Hasta que finalmente, después de cuatro minutos interminables de vuelo, fue a aterrizar en medio de la corrida de los solteros de la otra Oficina, la Castilla. Cayó justo frente a una pieza en donde un grupo de prostitutas retozaban sentadas a la puerta en enaguas y tomando mate. Y con tan buena suerte para él, que el descenso fue en un suave planeamiento volantín cortado y justo sobre una camionada de arena amontonada en la calle. Las mujeres quedaron turulatas con el intempestivo aterrizaje del hombre, que, arrodillado frente a ellas, se quedó viéndolas con la mirada errática de los amnésicos. Con un martillo en la mano derecha y cinco clavos de tres pulgadas férreamente apretados en la boca (después se constataría que los clavos quedaron mellados por las marcas de los dientes), el hombre las miraba como si en verdad fuese un marciano recién llegado al planeta. Había perdido la memoria y no recordaba ni su nombre. El impresionante susto lo había dejado sumido como en una especie de limbo. Una de las mujeres se lo llevó a su pieza para curarle algunos rasguños y luego lo hizo tender en la cama para que se recuperara. El hombre durmió dos días seguidos. Después se levantaba de a ratos y sólo para sentarse a la puerta a contemplar inexpresivamente la calamina que habían arrimado a la pared. Al final se quedó a vivir con la mujer. Como es característico en la pampa, luego no más lo bautizaron con un sobrenombre. ¿Cómo creen ustedes que le pusieron? ¿El Aviador? ¿El Hombre Pájaro? ¿El Alfombra Mágica? Nada de eso. Simple y llanamente lo apodaron el Calamina. Y la historia increíble del Calamina se hizo famosa en todo el cantón. Luego, comenzó a correr el rumor supersticioso entre las prostitutas de la Oficina que acostarse con él traía buena suerte. Y ahí lo tenían entonces al famoso Calamina convertido de la noche a la mañana en un verdadero toro reproductor, peleado y regaloneado por cada una de las niñas de la corrida de solteros. Y todo iba inmejorablemente bien para él, cuando una mañana apareció muerto, tendido de bruces sobre la calamina en que había volado. Alguien lo había atravesado con una barreta de carrilano clavándolo atrozmente a ella. Por mucho tiempo se comentó en las oficinas de Castilla y León que el asesinato del Calamina se había debido a que a las mujeres de los campamentos, sobre todo las casadas, les había dado también por ponerse supersticiosas.
Cuando a través de la nube de polvo eternizada sobre el campamento, amanecía, el Caballo de los Indios salió del velorio rumbo a su camarote. Los velorios lo dejaban inquieto. Así como el Salvaje llevaba el olor de la muerte metido en las narices, él llevaba una apremiante imagen fúnebre plasmada en la memoria, la imagen que lo había iniciado en su solitario vicio; aunque él nunca había tomado su onanismo como vicio, sino más bien como una ceremonia litúrgica de su soledad. Ceremonia que todavía seguía oficiando. Pese a que ya no se podía dar el lujo de sus fáciles masturbaciones de niño, ni de regalarse con las sísmicas y barrocas de su juventud, ni ensayar aquellas memorables de su edad adulta que, a base de control y experiencia, había logrado hacer más placenteras y clamorosas que los más perfectos de los coitos. Sus somnolientas masturbaciones de ángel senil eran ahora más bien rituales de carácter místico que libidinosa búsqueda de placer.
En la soledad de su camarote, hediondo a polvo y encierro, se quitó los zapatos y se tendió de espaldas en la cama revuelta, sobre la desflecada colcha cenicienta arrollada mustiamente a los pies. Igual en todos los aspectos a los demás camarotes, el suyo se diferenciaba en los recortes de mujeres: las suyas eran todas en blanco y negro y nunca enteramente desnudas. El olor de las velas y de las flores fúnebres persistiendo denso en su cerebro, le ha exacerbado esa especie de onanismo necrofílico gestado en la penumbra de una capilla ardiente, una noche perdida en los recuerdos de su niñez campesina. Aunque no tiene muy claro si la escena, después de tantos años, en verdad la vivió, la oyó o sencillamente la inventó (se desabrocha la correa, se baja los pantalones hasta las rodillas y se acomoda de lado, tumbándose hacia la orilla de la angosta cama, de cara a la pared). Y es que las imágenes a través del tiempo le llegan en forma intermitente, desvaída, irreal. Como entre brumosos visillos de color sepia o como al trasluz de un vidrio esmerilado, ve los ojos del idiota mirando lascivamente a la muchacha. El entorno casi se le ha borrado por completo; sólo entiende que es una casa de campo, que la muchacha ha muerto de una caída de caballo y que mientras cortan las tablas de ataúd se halla tendida sobre un catre de perillas cubierta solamente de un largo camisón blanco. El camisón sí lo ve con claridad: es de tela delgada, casi transparente, tal vez seda, y debajo de él, el cuerpo de la hermosa doncella, tibio aún, se dibuja subyugante y doloroso (la luz del amanecer filtrándose por los vidrios de la única ventana del camarote, ilumina las tristes manchas de su piel desnuda; una tumefacción tibia, palpitante, como de lagartija asoleada, le colma la mano). Las imágenes le llegan como en oleadas de vapor denso, agobiante. En la pieza mortuoria están solamente la niña muerta, el idiota y un esmirriado niño de nueve años (que es él) acurrucado en el rincón más oscuro del cuarto. El cuarto es un amplio dormitorio de adobes y piso de tierra. Los rasgos del idiota los ve como diluidos, como borroneados por una media de nailon, y lo que vislumbra es sólo una enorme cabeza ladeada, babeante, catatónica; una cabeza como de buey. La cabeza se levanta y comienza a acercarse a la muchacha; la cabeza y dos manos gruesas, pringosas y trémulas, que comienzan a palpar lascivamente el cuerpo de la niña. Primero la acarician por sobre la tela, torpemente, y después, en un arranque de lujuria delirante, arrollan el camisón hasta el vientre de mármol de la muchacha, dejando a la vista esos muslos blancos, lunados, limbáticos; esos muslos que todavía le bailan en su mente acalorada, mientras los bufidos de bestia y las guturales obscenidades del idiota resonando aún en su recuerdo, se mezclan con sus propios resuellos de ángel senescente muriendo de espasmos y desamparo en una lírica eclosión de nardos y crisantemos marchitos manchando la cal sucia de la pared.