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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (20 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Aun en los tiempos más difíciles, recuerda el Hombre de Fierro, cuando en la pampa se anduvo a patadas con los piojos (en las plazas los rotos se entretenían tirándoles bichos disimuladamente en la cabeza a los suches de escritorio), la comida fue siempre esencial, suculenta y abundante: sagrada. El desayuno, por ejemplo, se servía en platos, y el bistec no podía fallar de ninguna manera, y con doble acompañamiento: cebolla frita y sémola o cebolla frita y cabellos de ángel o cebolla frita y cocho con sal (o San Martín, como también se le denominaba a esta humeante mazamorra de harina tostada preparada con grasa, con sal y orégano, y sustanciosamente oleada con el jugo de la carne). Cuando el desayuno estaba pobre, el boliviano y olorosísimo café a granel, con leche, acompañado de unas sopaipillas más grandes que el mismo plato, era más que suficiente para empachar el apetito épico del voraz obreraje.

El almuerzo era grandioso. Si la gallada llegaba con apuros de trabajo lo podía pedir en
convoy,
entonces les traían todos los platos de una sola vez, los que, en hilera sobre la mesa, formaban un convoy humeante, apetitoso, rebasado. Si sólo faltaba que les pusieran barandas a esos platos, paisanitos. ¡Y qué platos! Vayan tomando nota: deprimero venía una epopéyica cazuela de vacuno enjundiosa como ella sola, con una tumba más grande que la de los libres, una redonda papa de esas de Coquimbo, un tercio de choclo con sus dientes completitos y apretaditos, el áureo trozo de zapallo y el buen manojo de porotos verdes; todo esto olorosa y gloriosamente emperejilado como Dios manda. De segundo, el proletario plato de porotos burros o bayos, con riendas o con mote, adoquinado suculentamente de una lluvia de chicharrones y servido con una picante y geográfica mancha de ají color que hacía bramar de gusto a la gallada. El tercero, o postre que le llaman ahora pretenciosamente las veteranas, y que en la mayoría de los casos no pasa de ser sino un feble vaso de jugo en polvo, consistía comúnmente en esos tiempos en el delicioso y chilenísimo huesillo con mote —en verano mantenido fresco a puro saco de gangocho mojado— que servido también en plato hondo y con cuchara grande, era la gloria misma para esas erosionadas gargantas salitreras. El
lonche
también venía en platos; y la ensalada a la chilena, con la cebolla sin amortiguar (porque en esos tiempos la cebolla amortiguada era cosa de maricones), acompañada del grueso bistec ensangrentado, era infaltable. En la noche la comida llegaba haciéndole el peso al almuerzo. No como las anémicas sopitas en sobre de ahora, pues, paisanitos, que lo dejan a uno ofreciendo concierto de tripas toda la santa noche. En esos tiempos el charquicán espesito, las pantrucas tiradas o los aromáticos chunchules, eran comidas que verdaderamente afirmaban el pulso a esos hombrones que el en infierno de las calicheras machacaban la piedra de sol a sol.

Los domingos eran una fiesta aparte. La cazuela de ave, la empanada de horno picantita o el exquisito pastel de choclo, le daban el sabor distinto al esperado día de descanso. La sandía (en época de sandías), riéndose avergonzada sobre la mesa, toda empolvadita de harina tostada, iluminaba el rostro de los comensales como rojas lámparas de frescura, las victrolas sonaban con las mejores canciones de Jorge Negrete y las hijas de las cantinas, recién lavaditas ellas, atendían con delantales nuevos y cintas rosadas en el pelo. Ángeles en ese mágico cielo dominguero, las niñas hacían desfallecer de amor a los pensativos pensionistas enamorados. Ellos sabían que esas sanas mujercitas de trenzas largas, duchas en tácticas y escaramuzas domésticas, que se levantaban a las cinco de la madrugada a encender la cocina a carbón, que sabían preparar un causeo o un banquete tan gloriosamente como sus madres, y que lo mismo tocaban la guitarra como despiojaban a sus hermanos menores o partían a hachazos un durmiente enterito sin perder en ningún instante la gracia floral de sus catorce o quince años, eran las mejores hembras que existían para tomar un día como esposas.

Y aquí el Hombre de Fierro hace un aparte en su narración para entrar a contar —de nuevo— su romántica historia de amor con la bella hija de una de estas cantinas. En verdad, la única historia de amor romántico ocurrida en su monótona vida de pampino solo. Fue en la oficina Flor de Chile. Él era uno más en el callado tropel de pensionistas jóvenes enamorado de la niña. Como sus padres pertenecían a una congregación evangélica, a la niña se la conocía en la oficina como la Canutita. Tenía quince años aún no cumplidos, tenía la piel soleada de la quena, tenía una risa de dientes blancos como el salitre y era dueña de un cuerpo de mujer a punto, enverado por el clima tórrido y el natural fertilizante que es la pampa toda. Diariamente, al recoger la mesa, la niña recolectaba decenas de papelitos doblados debajo de las alcuzas o dejados estratégicamente entre las alargadas botellas de agua. Apasionadas misivas de amor que ella, después de leer con cierta pena y un vago sentimiento de culpa, dejaba olvidadas entre los trastos en algún rincón de la cocina. En la Oficina era sabido de todos que varios hermanos de la congregación religiosa a la que asistía con sus padres, hacían consagrados ayunos de penitencia por amor a la niña; que, desaforados de pasión, se iban a orar a gritos en el silencio eclesiástico de los duros cerros de la pampa pidiéndole a Dios les concediera la gracia de hacerla su esposa.

Aunque la niña prodigaba sus sonrisas a todos en general cuando servía a la mesa, el Hombre de Fierro se había forjado algunas ilusiones. Era compañero de trabajo y amigo personal del padre. Un viejo minero que tenía la virtud de haber aprendido a leer en las Sagradas Escrituras y que sólo podía hacerlo en sus versículos; en las páginas de un diario o en cualquier otro libro de tono mundanal, el abecedario se le volvía nomenclatura indescifrable, críptica. Este santo varón no perdía oportunidad para hablarle de la Palabra de Dios y tratar de sacarlo del ancho camino que lleva a la perdición y encauzarlo por el angosto y lleno de espinas de la salvación eterna. Y el Hombre de Fierro, con el buen pretexto de conversar y conocer mejor el nombre de Dios, se dejaba caer por la casa de la cantina a esas horas de la tarde en que el ajetreo se detenía por un rato y se podía ver entonces a la niña en toda su esplendorosa adolescencia. A esas horas de la caída del sol, mientras los mayores se sentaban a la puerta de sus casas de latas, y el día moría en el horizonte como en una de esas lentas películas de pueblos perdidos, un enjambre de niños se iba juntando en la calle para armar sus rondas y sus juegos bulliciosos. Sus mandandirundánicas canciones, que como en todas las aldeas del mundo hablaban de príncipes buscando esposas y otras atávicas historias de amor, apaciguaban el paso cósmico y sobrecogedor del bíblico crepúsculo del desierto. Y era en estas ocasiones en que el Hombre de Fierro, un taciturno jovencito en aquel tiempo, de zapatos estrictamente lustrados, pantalón negro y aplanchadísima camisa blanca, languidecía de amor viendo jugar a la pequeña mujercita con esa entrega y pasión frenética que sólo ponen los niños en sus juegos y los amantes en el amor. Sus vestidos de organdí, sin embargo, sus cintas de seda atadas a las trenzas largas hasta la cintura, sus calcetines blancos y esa luminosidad pura en sus ojos evangélicos, llevaban al Hombre de Fierro a encontrarla aún muy niña y a seguir esperando un tiempito más para declararle su amor y hablar de ello con sus padres.

Hasta que un quemante domingo de mayo en la mañana apareció en la cantina el Rucio, el hombre que dejaría con un palmo de narices a todos los pretendientes de la niña, gentiles y religiosos. El Hombre de Fierro recuerda perfectamente el día porque fue el mismo en que el Cristo de Elqui llegó a predicar a la Oficina y comió sentado junto a ellos en la mesa, invitado por el cantinero. Venerado por algunos y vituperado por otros (había quienes le prendían velitas y quienes lo corrían a piedrazos de sus calles), el Cristo de Elqui apareció por la Oficina en un lamentable estado de miseria. Su burda saya café, larga hasta los tobillos, atada a la cintura con una pita de saco, se veía rezurcida una y mil veces y llena de lamparones de grasa espolvoreados del salitre de los caminos. Y tal vez porque sus cristianas sandalias se le habían desbaratado o perdido, andaba calzado ese día con unos resecos calamorros mineros. Abiertos, inmensos (como tres números más grandes), con las puntas torcidas hacia arriba, los calamorros asomando por debajo de la saya le daban una estrambótica facha de loco desatado, facha acentuada por el grotesco modo con que los fieros bototos le hacían caminar. Seguido por una jauría de niños, el Cristo recorrió la Oficina predicando y dando testimonio de cuando él era un pecador impenitente, un bebedor empedernido y un mujeriego sin remedio. Cuando entró al comedor acompañado del padre de la niña, los perplejos pensionistas se quedaron con la cuchara a medio camino y, con una reverencia inconsciente, se pusieron de pie prestamente. Ahí en el comedor hizo el Cristo de Elqui su primer milagro. Con su voz aguardentosa y una firmeza en sus ojos llameantes que nadie pudo resistir, pidió juntar las tres mesas e hizo compartir el pan como hermanos a tiznados y patizorros. Él se sentó a la cabecera mesiánicamente y bendijo la mesa con una tronante oración corta. Su desgreñada y sucia barba negra, su piel cuarteada por el sol y el agrio grajo que despedía su cuerpo cansado, le daban un auténtico aire de profeta, de afiebrado predicador en el desierto. A la cantinera le pidió por favor que le ofrendara con puro segundo. De primero había cazuela de carne vacuno y él no comía carne de ninguna especie. Hablando de Dios y de su santa madrecita, a quien había hecho la promesa de predicar la Palabra, se manducó bestialmente tres platadas de porotos con mote. Su barba quedó repugnante, embadurnada de ají color. Cuando la hija de la cantinera le preguntó si el señor se iba a servir tercero, él le dijo que no. Llenó, en cambio, un vaso con el agua pura de una de las botellas de la mesa y mientras la bebía no dejó de mirar a la niña con una lujuria vidriosa, como de sus mejores tiempos de pecador.

Pero la niña, cristiana y todo, no había hecho mayor asunto de la presencia del Cristo de Elqui en su casa. Ella en esos instantes tenía ojos solamente para el pensionista nuevo. Aprendiz de electricista, el Rucio había llegado esa misma mañana a la Oficina en busca de trabajo y se hallaba sentado en el otro extremo de la mesa. Como un felino anticristo, sus ojos verdes dejaban una estela fosforescente tras el sinuoso trajinar de la niña. Ella, que de pronto había perdido su natural dominio y compostura, presa de un sonrojado atolondramiento de amor, no sabía cómo andar ni cómo desenvolverse entre el, ahora, complicado laberinto de mesas. Desde ese día, más peinadita y modosita que nunca, exquisitamente erubescente, la Canutita comenzó a servir las mesas casi bailando. Al Rucio le servía su alborozado corazón abierto en rebanadas rojas, enmielado y espolvoreado todo por la llovizna blanca de su sonrisa radiante. Haciendo de su estado de merecer una evidencia repentinamente incuestionable, la niña se hizo desaparecer las cintas del pelo, ahorcó su cintura, soltó las palomas de sus caderas nupciales y dejó de jugar indefinidamente por las tardes al
Pajarito a tu jaula.
Sólo dos meses después se casaron.

Una semana antes de la boda el Hombre de Fierro arregló sus monos, pidió el sobre azul en la empresa y se marchó a trabajar a la Oficina de otro cantón. El único recuerdo que se llevó de su amor inconfesado fue la Biblia que le había regalado el padre de la niña y que tantas veces leyera junto a ella. Encerrado en la soledad de las piezas de soltero, la siguió leyendo por algún tiempo en las tardes después del trabajo, pero solamente, el libro del Cantar de los cantares, que una tarde descubriera por casualidad y del cual tenía subrayado con un lápiz de carbón los versículos más hermosos y ardientes del gran poema de amor del rey Salomón. Al correr de los años había extraviado la Biblia en el ir y venir de una Oficina a otra, pero nunca más se olvidó de aquella niña
hermosa como el lirio entre los espinos y a yegua de los carros de faraón comparada.

Adentro, mientras tanto, a causa del espeso polvo ambiente, las meretrices han optado por cerrar el ataúd. Prácticas tanto en alegría como en el dolor, han puesto sobre la tapa, entre dos blancos floreritos de loza, un pequeño portarretrato de baquelita que encierra una fotografía en blanco y negro de la Reina Isabel. En la fotografía, la Reina Isabel, luciendo uno de sus talismánicos pañuelos de seda en la cabeza, aparece sonriente, de medio cuerpo y veinte años más joven. Da por pensar que la leve sonrisa que le aliviana la expresión siempre taciturna de su rostro, no es tanto por el pajarito en sí como por la ingenua pose de artista de ca baret que en un festivo impulso de última hora se le ocurrió fijar en el bromuro de plata. El retrato se lo había hecho una tarde de aburrimiento, a una semana de haber llegado a trabajar a los buques de la Oficina, y tiempo después se la regaló en señal de amistad eterna a su mamotrética amiga la Ambulancia, con portarretrato de baquelita y todo.

A los pies del cajón, en tanto, se han ido acomodando las coronas llegadas durante el transcurso de la noche. Adornadas con largas cintas de papel, las ofrendas fúnebres, confeccionadas casi todas en las pensiones de los viejos, en su mayoría siguen siendo de flores moradas y azules. Algunos de los hombres que habían participado en la búsqueda del Astronauta, ya bañados y mudados de ropa, comentan con desgano sobre lo inútil de la búsqueda. Al regresar al campamento, alguien los había conformado con que no debían tomarlo muy a la trágica. Que sabido era de todos que no era la primera vez que el hombrecito se echaba a la pampa en la noche; que frecuentemente se estaba internando en ella con el ánimo de hacer contacto con naves extraterrestres, objetos voladores que por estos diáfanos firmamentos boreales, ahítos de estrellas y luminosidades misteriosas, se veían aparecer con más frecuencia que los mismos aviones.

18

L
a tarde en que el Burro Chato desenvainó su verga de animal cerrero y la depositó, parsimoniosamente, sobre una mesa del Gran Vía —ante el jolgorio de los ebrios y el asombro legítimo de mesoneras y prostitutas—, no hizo más que refrendar públicamente el apodo que le colgaran el mismo día de su llegada a la Oficina.

Los que así le bautizaron —sin presentir el acierto tautológico entre el sambenito y su asnal apéndice— no habían tenido que devanarse demasiado los sesos para hacerlo. Y es que el pequeño hombrecito, que a los palmoteos y bromas socarronas no hacía sino arrugarse y pelar las encías en una mueca que a duras penas podía llamarse sonrisa, tenía la piel cenicienta de los burros, olía como burro, caminaba con ese trotecito corto característico de los burros y su pelo, duro y apelmazado, le caía como verdadera crin sobre sus estólidos ojos de burro. El calificativo de
chato
habíale sido agregado por su exiguo metro cuarenta de estatura, logrado a duras penas por los altos tacones de huaso con que acondicionaba sus zapatitos de niño.

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