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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (8 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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El cuerpo de la Reina Isabel aún yacía recostado en su histórico catre de batalla a la espera del féretro. Tendido sobre las florecitas amarillas del cubrecamas, embutido en un vistoso vestido de tafetán morado, recargado de encajes y vuelitos inútiles (escogido como mortaja por sus compañeras más jóvenes porque les pareció que el cerrado traje azul de dos piezas la hacía aparecer muy avejentada), el cadáver de la legendaria matrona parecía aumentar hasta lo insoportable el calor de por sí ya alucinante de la pavorosa siesta salitrera.

“Con este calorcito del diantre, hasta los jotes se deben estar tomando su limonadita detrás del cerro”, trató de bromear uno de los dos viejos que, desde la mañana, en cotona de trabajo y con la mirada errática de los perdidos en los espejismos de la pampa, se paseaban por la trifulca de la habitación cambiando sillas de lugar y volviéndolas a poner donde mismo. Las mujeres hacía rato que habían optado por ignorarlos y, en conmiserativos movimientos de cabeza, les dejaban hacer y decir llevándoles el amén en todo. Aunque a cada estrellón con ellos, la Cama de Piedra estaba a punto de perder la paciencia y mandarlos de una vez por todas a freír monos a otra maldita parte.

La Ambulancia, más por verse libre de ellos por un rato, los había tomado como niños de los mandados. Los hizo ir a comprar los ingredientes para la preparación del gloriado y, luego de que hubieron regresado, los mandó de nuevo a cambiar la marca del vino. Que de pasada se cambiaran también el pisco por otro de más grados; que se compraran las naranjas que recién se les había olvidado y que, por Dios, dejaran de ser pajarones, que se fijaran bien que las naranjas no se fueran en pura cáscara, porque el clavo de olor que les habían vendido, les dijo nada más por fregarles la cachimba, no tenía ni la más mínima pizca de olor, y que a la canela se le notaba a simple vista que había sido remojada vaya a saber cuántas veces. Después los mandó a comprar los cigarrillos, el café y las galletas para repartir en el velatorio, y, más tarde, de eso no hacía aún ni media hora, les encargó que se trajeran de algún rancho un par de cervecitas de contrabando para matar el bendito calor que ya las tenía medio atontadas a todas. “Ésas corren por cuenta nuestra”, habían manifestado entusiasmados los ancianos.

Al verlos sentados de nuevo a la orilla de la cama, mirando con un triste aire sonámbulo los despojos mortales de la Reina Isabel, la Ambulancia les pidió, ahora un poco más amablemente, usando esa melosa zalamería de las mujeres gordas, simplemente irresistible para algunos hombres, que hicieran el favorcito de limpiar y preparar los aros de alambre para la confección de las coronas funerarias. Pero que lo hicieran afuera, en el patio. Y les alargó un herrumbrado enredijo de redondelas hechas de fierro y de zunchos. Entre los aros con restos de papel requemado modelados en forma de corazón o tréboles de cuatro hojas, venían algunas coronas confeccionadas en hermosas flores de lata; verdaderas obras de artesanía de la pampa vieja que sólo necesitaban una manito de pintura para recobrar su antiguo esplendor funerario. Todas esas oxidadas armazones de coronas las había traído el Caballo de los Indios desde el cementerio de la desmantelada oficina Los Dones.

El pequeño camposanto de Los Dones tenía la misma triste apariencia de corral abandonado que muestran todos los viejos cementerios de la pampa. Aunque éste, encerrado entre los terrenos trabajados de la mina, ese encrespado oleaje de desmontes estériles en que se va convirtiendo la pampa, semejaba más una desvalida balsa abandonada a la deriva y calcinada por el sol. Como ocurría en todos aquellos cementerios olvidados, la mayoría de sus tumbas se hallaban profanadas sin consideración alguna. Lo que se buscaba eran las argollas matrimoniales y el oro de veinticuatro quilates de las fulgurantes dentaduras de antaño. Sus desbaratados ataúdes, flotando a flor de tierra, dejaban ver los restos perfectamente conservados de los sonrientes y flemáticos cadáveres en proceso de momificación.

En invierno, durante los turnos de noche, para soportar el frío transminante de las heladas que cubren de escarcha las inmensidades de la pampa, transformándolas en blancas estepas siberianas, los mineros acudían a este cementerio en busca de leña para hacer sus fogatas. Primero comenzaron por arrasar las resecas rejas del cerco; después iban por las tablas torneadas de los corralitos que circundaban las tumbas de tierra, y al final, temerarios e insensibles como profanadores de profesión, siguieron con la madera santa de las cruces, sin importarles los nombres, las fechas ni los dolorosos epitafios escritos con letra gótica y conmovedoras faltas de ortografía. Se dice que una noche de invierno un minero viejo, de esos forjados a la antigualla, al no hallar mejor madera para hacer su fuego, dejó sentado un cadáver al borde de la fosa para llevarse las tablas del ataúd. Al poco tiempo este hombronazo, que no se sacaba el casco ni siquiera para ir a sentarse a la plaza en las tardes de retretas, murió víctima de un accidente inconcebible: se hallaba un mediodía defecando confiadamente entre los desmontes, cuando una piedra del tamaño de una nuez, salida de una tronadura hecha en un rajo a más de mil metros de distancia, lo mató instantáneamente. Hacía un calor de los demonios y, acuclillado, el hombrón se había quitado el casco por un segundo para enjugarse el sudor de la frente. Con el pañuelo arrugado en una mano y el casco tomado de la visera en la otra, lo hallaron sentado sobre su propio guano, en la misma posición en que dejara al muerto aquella vez a la orilla de la tumba.

Y desde ese cementerio, hasta el que tuvo que caminar su buen trecho subiendo y bajando desmontes, había traído las armazones de las coronas el Caballo de los Indios. Lo había hecho por iniciativa propia, después que en la misma mina, unas horas antes de terminar su turno mañanero, se enterara de la ya difundida noticia de la muerte de la Reina Isabel.

Pequeño y enclenque, pero extraordinariamente ágil para su edad, el Caballo de los Indios poseía una delgada vocecita infantil que iba muy bien con su cara (toda manchada) de niñito peinado al limón. Su sonrisita leve, de alba dentadura postiza, era cabalgada por unos delgados y estrictos bigotitos negros, como remarcados cuidadosamente con papel carbónico. De ademanes cuidadosos y presa de un sentimiento de inferioridad
galopante,
como decía el Viejo Fioca, producto de las manchas que le habían vuelto overa la piel y valido el cinemático apodo, lo que lo caracterizaba entre los mineros (más que sus manchas) era su afición a contar casos, como los llamaba él, y que para el resto de los mortales no pasaban de ser desaforadas mentiras narradas con la convicción, la prolijidad y la inocencia tierna de un mentiroso congénito. Al Caballo de los Indios nunca se le había visto entrar a ocuparse con otra niña que no fuera la Reina Isabel.
Mamita,
dicen que le decía en la cama, mientras ella le sobajeaba con ternura su también overa pajarilla. Onanista crónico, se comentaba que acudía a los servicios de la Reina Isabel porque ésta era la única niña de los buques con la paciencia y la comprensión suficiente como para masturbarlo y canturrearle a la vez, monótonamente,
la mar estaba serena, serena estaba la mar.
Única y melismática manera como el Caballo de los Indios, decían muertos de la risa, lograba alcanzar el orgasmo.

Cuando el Poeta Mesana y el Viejo Fioca aparecieron en el camarote de la Reina Isabel cargando el tosco ataúd de pino, conseguido tras arduos trámites en el Departamento de Bienestar, la consternación hizo presa de nuevo entre las mujeres, y apesadumbradas, gimoteando bajito, volvieron a lamentarse de que no podía ser que su amiga y compañera del alma fuera a ser sepultada sin el mínimo y cristiano homenaje de una misa de réquiem. Que Dios simplemente no podía permitirlo, suspiraban desoladas a medida que las más viejas preparaban los materiales para la confección de las coronas y las más jóvenes comenzaban a emperifollarla y acicalarla para luego introducirla en el cajón. Y a medida que éstas le embetunaban la cara de cremas, y le arrebolaban las mejillas de coloretes, y le acorazonaban de rojo los labios sin sangre, y le ennegrecían las pestañas de rímel, y le demarcaban a lápiz las cejas exiguas y con toda aquella mezcolanza de cosméticos baratos la iban dejando convertida en una crepuscular muñeca fúnebre; a medida que ellas mismas se sorprendían y regocijaban de lo hermosa que les iba quedando la finada (“pero mírenla”, le decían entusiasmadas a las otras. “Si está quedando más mona que una reina de verdad”), más se convencían todas de que Dios no podía ser tan injusto.

—Dios no puede ser tan patevaca —decía la Carrilana, desplegando los pliegos de papel de seda—. Todo tiene que ser cosa del pollerudo ese del cura.

—¡Ese languciento hijo de la grandísima! —despotricaba la Pan con Queso, probando el engrudo con el dedo.

—Yo creo que hay que hacer algo de todas maneras, niñitas —empujaba la Dos Punto Cuatro desde su rincón, recortando alambritos para los tallos.

Y cuando hubieron terminado de recortar el papel de seda, de encarrujar los pétalos de las flores moradas, de tijeretear las hojas en papel crepé, de cortar (las más inútiles) a la medida de una cuarta los trocitos de alambre de tronadura, de enhuincharlos en papel verde embadurnado de engrudo para hacer los tallos; cuando las primeras flores resplandecían sobre la mesa y, un momento después, la primera corona armada en grandes rosas moradas y blancas, se alzó bella y fúnebremente esplendorosa en las manos de la Ambulancia, ya la decisión de tomarse la iglesia estaba oleada y sacramentada: esperarían hasta que anocheciera y se dejarían caer justo en mitad de la misa de domingo. La resolución fue aprobada por decisión unánime. Y a falta de cerveza para celebrar (el vigilante les había requisado el segundo embarque de cervezas a los viejos de los mandados), las niñas lo festejaron con una primera probadita al gloriado que, en un camarote de la corrida de enfrente, la Garuma y la Chamullo recién habían terminado de preparar. El ponche, según la opinión de todas, les había quedado de chuparse los mostachos. Y la Chamullo, con su verba imbatible, se vanagloriaba de haberlo combinado siguiendo las indicaciones precisas de una receta antiquísima que una vez le oyera a la propia Reina Isabel. Mientras la Cama de Piedra, por su lado, repetía eufórica que la orden del día era tomarse la iglesia por asalto y meter el fiambre a como diera lugar.

—¡A sangre y fuego si es necesario, niñitas! —arengaba intrépida la Cama de Piedra, ensanchando aún más sus anchas espaldas de capataz de carrilanos. Ella era la que más cucharonadas de probaditas le había dado al ponche y se hallaba en un vociferante estado de alborozo.

Gárrula y desfachatada más que todas, la Cama de Piedra era famosa en el ambiente por sus escándalos de borrachera en los ranchos. Tenía cartel de guapa y se lo había hecho trabándose a puñete limpio y zurrando no sólo a una cantidad nada despreciable de mujeres, sino también a varios hombres de pelo en pecho. En las sonadas parrandas de días de pago, los borrachos que la conocían ya no querían ni mirarla. La sabían temiblemente fanfarrona y camorrista, sobre todo con un trago en la cabeza. Su genio malquisto hacía incluso que la relación con las demás niñas de los buques fuera más bien tirante; no tenía entre ellas amigas íntimas. “Yo no me caso con nadie”, decía, escupiendo por el colmillo. La Cama de Piedra tenía, además, una particular y rara afición colindante en la manía: leer historietas de aventuras hasta el cansancio. “Me meto en el culo —decía despectiva— esas cagonas novelitas de Corín Tellado en donde las mujeres se hacen las cartuchas y los hombres son todos unos maricones de a peso”. Y se gastaba la mitad de sus ganancias en caricaturas de Tarzán, de Kid Colt, de Superman, del Hombre Araña, del Llanero Solitario y de todas las revistas que le colgaran con perritos de ropa en la puerta de la única librería de la Oficina, en la cual lo único que no había eran libros. Y las leía al ir a dormir y las leía al despertar; y las leía sentada a la mesa de la cantina mientras comía; y las leía acuclillada en las casetas de los baños; y las leía en el cine mientras comenzaba la función y las leía a la hora de la siesta tendida a la talquina (completamente desnuda) sobre la colcha dragoneada de su cama dura. Y las leía también por sobre el pescuezo de sus clientes mientras se ocupaba, indiferente del todo a los berridos de “esos pobres animales huachos”, como llamaba despectivamente a los solitarios hombres de los buques.

Y fue ella la que le quitó la palabra de la boca a la Ambulancia para responder a la pregunta panfila de la Garuma, de cómo debían de vestirse para ir a la iglesia:

—¡Como putas de carnaval, mijita! —le dijo, tronante, la Cama de Piedra.

El cortejo irrumpió en la iglesia en plena consagración del vino y la hostia del sacrificio ante el estupor de la feligresía y el desconcierto enternecedor del sacerdote. El anciano ministro de Dios, petrificado de súbito por la visión luciferina, se quedó boqueando y con el cáliz en alto “lo mismo que un pelotudo capitán de futbolito mostrando su copita de campeón a la galería”, como compararía más tarde, en el velorio, el Hombre de Fierro, que todo lo alegorizaba en fútbol. El rumoroso cortejo de mujeres anchas avanzó por el pasillo central hasta las primeras corridas de asientos de la colmada nave. Ataviadas de manera mundanal y pintadas como para una farándula de cabareteras caribeñas, las niñas rodeaban en silencio el largo ataúd de pino barato que iban cargando, por turno, las más corpulentas. Los hombres que iban con ellas se quedaron rezagados a la entrada. La Dos Punto Cuatro había aconsejado, en un rápido conciliábulo antes de salir de los buques, que los hombres que las acompañaran no debían comprometerse. “Ustedes podrían perder la paga”, dijo canchera. Y para evitar el posible alboroto al pasar por el centro comercial de la Oficina, se fueron con el ataúd por la parte de atrás de los buques, por los terrenos baldíos y oscuros que separaban el amurallado campamento B del promontorio en donde se alzaban los chaleses del Americano. Los mismos terrenos por donde antaño se paseaban feroces guardias montados a caballo, espantando, huasca en mano, al garumaje que osaba invadir los vedados territorios de los gringos.

El antecesor del anciano sacerdote había sido un cura corpulento y sanguíneo. Un curazo que decía “por la puta”, que hacía guantes con sus feligreses y que salía a correr de amanecida por las calichosas arenas del desierto. El mismo día que desapareció de la Oficina, misteriosamente desapareció también la joven esposa de uno de los gringos más encumbrados del Americano. En su lugar habían mandado a este santo varón de Dios, de vocecita atiplada y finos modales de porcelana china que, ahora, con el cáliz apuntando hacia el cielo, se estremecía de pavor al vislumbrar en los ojos sombreados de malva y oro de las walkirias, un franco e irreverente desafío a su liturgia. Por la mañana, al negarse ante ese par de pajaritas con cara de santas que habían venido a pedirle una misa para su compañera, no había vislumbrado muy bien bajo las patas de qué macho se estaba metiendo. Sólo ahora caía en la cuenta de que las cosas comenzaban a complicarse y que ni Dios mismo, con todo su aureolado ejército de santos, lo iba a poder librar de esas desfachatadas meretrices salitreras.

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