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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (3 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Pero cuando comenzaron las paradas laborales de homenaje a la bandera —que los mineros viejos parafraseaban por lo bajo como “huevonaje a la bandera”—, cuando las jefaturas de cada sección bregaban cada semana entre sí por ver quién llevaba más contingente a la plaza, por quién presentaba los más simbólicos y espectaculares carros alegóricos, por quién se lucía más con sus números artísticos de canto, baile y declamación preparados y ensayados durante toda la semana, en el trabajo, para impresionar a las impertérritas autoridades militares de visita en la Oficina, entonces la cosa cambió del cielo a la tierra para el Poeta Mesana. De golpe y rasga pasó a ser la estrella principal, el plato fuerte de todos los actos organizados por la sección Mina.

Lo que muy pocos sabían es que el Poeta, aparte de su beligerante corbatita roja —que ya le había sido objetada más de una vez por la gregaria jefatura—, invariablemente se las arreglaba para meter entremedio de sus alocuciones patrióticas, algunas combativas estrofas espigadas de la
Antología
de Quimantú. Romántico acto de insurrección que llevaba a cabo más por darse una satisfacción personal que por otro motivo. Manera ingenua de hacerse pagar el hecho oprobioso y poco democrático, argumentaba con socarronería, de ser obligado a subir al proscenio.

Y así, antes del paso huasonamente marcial de los viejos de la mina frente a la tribuna de honor (“esforzados titanes que hacen patria extrayendo el
oro blanco
desde las
extrañas
mismas de estas eméritas pampas calcinadas”, como clamaba, impávido, el presentador oficial), los píos oídos del Sr. Capitán de Carabineros, del Sr. Director de la Escuela, del Sr. Comandante del Cuerpo de Bomberos, de los Sres. Ejecutivos de la Empresa y los muy eméritos oídos de las Autoridades Civiles y Militares todas (modositamente sentados pierna arriba bajo un toldo de lona) eran bombardeados, en su total inocencia, con versos de poetas tan luciferinos como Miguel Hernández o Ernesto Cardenal. Y a veces, en un acto de intrepidez suicida por parte de este Manuel Rodríguez de la poesía, resonaban claros en el ámbito de la plaza, como duras piedras de guerrilla, algunos tutelares endecasílabos del peligrosísimo y nunca bien muerto Pablo Neruda.

Y en esto justamente se hallaba el Poeta Mesana mientras aplanchaba su percudida camisa blanca, discurriendo de qué modo y en qué parte del panegírico de ese domingo colar unos peliagudos versos del salvadoreño Roque Dalton que decían algo como que los muertos estaban cada día más indóciles, que ya no eran los mismos desde entonces, que se ponían irónicos, que preguntaban, que parecía que iban cayendo en la cuenta de ser cada vez más la mayoría, cuando la Flor Grande, que corriendo de puerta en puerta andaba pregonando como loca la inconcebible muerte de la Reina Isabel, irrumpió en su pieza trastabillando en los calamorros con punta de fierro y cayendo aparatosamente en sus brazos.

El pobre Poeta, tomado de sorpresa, atinó sólo a apartar la mano en que sostenía la plancha caliente, mientras la otra le revoloteaba en el aire como una garza perpleja, sin hallar en dónde posarse. Como la inquietante desnudez de la meretriz era casi completa, el pobre vate, con la circunspección que le caracterizaba en sus escasos estados de sobriedad, sólo atinaba a balbucir: “Ya, ya, ya”, y a ensayar torpes caricias de padre atolondrado. Desconcertado él mismo con la increíble noticia de la muerte de su amiga la Reina Isabel, no hallaba las palabras para consolar a la desaforada prostituta que, llorando a desgañitarse, apretada fuertemente contra la cavidad de su pecho casi lampiño, no paraba de emitir sus escandalosos ayes de viuda furiosa y de repetir, inconsolable:

—¡Se nos fue la Reinita, Poeta crestón! ¡Se nos murió la Chabelita!

3

L
a Flor Grande y la Malanoche despertaron esa mañana en un camarote que no era el de ninguna de las dos. Completamente desnudas, tendidas boca abajo al borde de una litera, la una al lado de la otra, mostraban sus disímiles traseros acomodados ignominiosamente como para practicar en ellos el tiro al blanco. El magro, moreno y velludo de la Malanoche estaba levantado con una almohada doblada en dos, y el redondo y mundial de la Flor Grande, blanquísimo, su más rotunda carta de triunfo, lo habían alzado sobre una escocesa maleta de plástico, a cuadritos rojos y negros, rellena ipso facto de sucia ropa apiñada.

Desparramados por la habitación, una decena de hombres dormían su curda, ahítos y babeantes. Dos de ellos roncaban acomodados estrechamente junto a las mujeres, otros tantos estaban tumbados en la parrilla de abajo de la segunda litera y los demás yacían tirados por el piso entre botellas derramadas y una apestosa alfombra de colillas. Recostados contra las paredes, lacios, semidesnudos, algunos borrachos apretaban el cuello de una botella vacía o sostenían entre sus dedos, milagrosamente, la pura flor de ceniza de sus cigarrillos consumidos. Por los bordes de sus tristes calzoncillos despercudidos, les asomaban sus vergas lánguidas y acordeonadas como añosas cabecitas de tortugas.

La Malanoche, que fue la primera en despertar, tuvo que desembarazarse de un borracho gordo que dormía ovillado casi encima suyo. Con una venérea expresión de felicidad estampada en su rostro sanguíneo, el ebrio, de grandes mostachos cerdosos (que le recordaron la caricatura del sargento García vista en las historietas que leía la Cama de Piedra), le tenía el dedo mayor de la mano derecha introducido íntegramente en la roseta violácea de su esfínter.

—Se fueron al chancho estos cabrones —rezongó la Flor Grande, con voz lamentosa—. No sé qué cresta le echaron al vino.

Ambas se sentaron un momento a la orilla de la litera, mascullando quejumbrosas. Mustias y desgreñadas, con sus cabezas apretadas fuertemente entre las manos, sentían los efectos calamitosos de la borrachera. La Flor Grande dijo que era como si un lote de diabladas bolivianas le estuvieran haciendo sonar sus bombos inmisericordes dentro de la brumosa catedral de su cráneo, cuyas paredes sentía como si fueran de quebradizo papel de arroz.

—¡Eso! —confirmó la Malanoche, presionando sobre sus sienes con las yemas de los dedos—. Pero más que el retumbar de los bombos, Florcita linda, lo que yo siento en el cerebro es el aserruchante ruido de las matracas.

En el desorden descomunal del camarote no se veía ninguna clase de muebles: ni repisas ni veladores ni mesas; ni siquiera una silla. En las cuarteadas paredes polvorientas, pintadas de un sofocante color verde selva, no se apreciaba ningún recorte de monas peladas. Esto hizo pensar a las mujeres que se trataba del camarote de algunos de los huasos llegados a la pampa en el último enganche. Todavía no habían comprado siquiera un miserable espejito para afeitarse.

Todo el moblaje consistía en las dos literas de fierro con parrillas de zunchos que era el único ornato con que la compañía entregaba las habitaciones. Sólo los ocupantes de las parrillas inferiores poseían colchones. Los de arriba habían acomodado sus ropas más gruesas para no amanecer con los zunchos marcados en la espalda. En un rincón del camarote se había estado tratando de construir una especie de clóset con palos y tablas brutas. Y tal vez por falta de material o simplemente por abulia, lo que había resultado era un perfecto mamarracho.

—Más parece gallinero de campo que ropero esta huevada —dijo la Flor Grande.

Buscando sus calzones negros, al parecer escondidos por los hombres en el frenesí de la fiestecita, se había puesto a hurgar en la ropa amontonada allí, en tanto que la Malanoche, por su lado, removía sin consideración alguna a los borrachos dormidos buscando los suyos debajo de ellos. En la parte de arriba del armario, que se dividía en dos compartimentos, se amontonaban bolsones de viaje con el ticket de cartulina aún colgando en sus orejas, dos chalequinas de lana y un par de casacas invernales con la caperuza incorporada. Como un signo fuera de lugar, un emblemático sombrero de paja colgaba redondamente de un clavo. Pendidas de cuatro clavos de cuatro pulgadas cada uno, había además cuatro toallas descoloridas. En la parte inferior, o sea en el propio piso de madera, sucio y polvoriento, renegreaba una ruma de ropa e implementos de trabajo: guantes, cascos, overoles y bototos con punta de fierro; todo manchado de grasa y petróleo, señal claramente notoria —verdadero estigma, según la Flor Grande— que diferenciaba a los
machucados
de la planta de los
gallos
de la mina.

Con una morisqueta de asco, tomándolos con la punta de los dedos para no mancharse de grasa, la Flor Grande extrajo los minúsculos cuadros amarillos de su compañera desde el interior de uno de los bototos y se los alargó puteando de rabia. Que de haber sabido que esos pendejos no eran mineros, le dijo, no habría ido a meterse a esa pocilga. Que quizás cuántas veces se las habrían culeado gratis esos perros apestosos de mierda, le dijo. Le dijo que nada más era cosa de mirarles las caritas de cerdos satisfechos con que dormían la cura los muy crestones para darse cuenta de que habían descargado la piedra las veces que se les dio la gana a esos casposos infelices hijos de la gran puta, le dijo.

—¡Y parece que, además, estos maricones usaron el puro camino de tierra! —le secundó la Malanoche socarroñamente compungida, echándole más carbón a la locomotora.

Y es que pese a no decir nunca que no cuando de parrandear se trata, todo el mundo sabe que a la Flor Grande sólo le gusta jaranear y ocuparse con mineros. Que su placer mayor es encamarse con ellos recién llegados del cerro y antes de que se bañen, entierrados completamente de pies a cabeza. Que le gusta sentirles la piel todavía quemante del terrible sol de las calicheras; raspar su propia piel contra esa arenilla salitrosa que se les viene en el pelo, en las pestañas, en los pliegues de sus párpados caídos; que traen acopiada en las espirales de sus orejas; hecha barro reseco en las ventanillas de sus narices; metida ásperamente entre sus dientes; acumulada en la estrella del ombligo y, más fina y más salobre, guardada para ella en las mismas alforzas del prepucio. Como una desenfrenada perra sabuesa, husmea en esos cuerpos rendidos buscándoles el aroma agridulce de su sudor bestial. Ese aroma mezclado con el olor denso y potente de la dinamita que la transporta a los tiempos perdidos de su infancia, cuando su padre, y después su primer hombre —ambos mineros a combo y barreta—, llegaban de las calicheras desvaídos de cansancio, con la pampa reverberándoles en sus ojos aguados y la tarántula del sol agarrada horriblemente a sus frentes; tórrido tatuaje de fuego que les seguía quemando todavía en el frío glacial de las noches.

A los plantinos, en cambio, a los
tiznados,
como les decían en los tiempos de su niñez a los hombres que laboraban a la sombra oleaginosa de las maestranzas, jamás los había podido soportar. Les hallaba un maleable dejo de reptil en sus manoseos resbaladizos. Le repelía ese halo tornasolado en la piel blanquecina, transparente, demudada de falta de sol y por cuyos poros y nervaduras verde-azuladas le parecía ver aflorar lo aceitoso y helado de las maquinarias. “Se parecen a esos pescados del fondo del mar”, decía.

La noche anterior, tras un copeado recorrido por los ranchos y cuando ya se preparaba para dormir, su amiga la Malanoche había ido a sacarla de la misma cama para invitarla a “una fiestecita”. Ella, la muy tonta, ya entonada como estaba, no se había dado el trabajo ni siquiera de vestirse; nada más se chantó encima su negliglé y listo. Y ahora, al no encontrar sus calzones por ninguna parte (ni pensar en ponerse los cuadritos de muñeca de la Malanoche que por lo menos andaba con vestido, pues no le entrarían ni a las rodillas), tiene que cubrirse sólo con el transparente camisón lila que le quitó a tirón limpio al borracho que lo tenía puesto. El vestido de color salmón a lunares negros de la Malanoche lo habían hallado apelotonado bajo la cabeza del único upo al que más o menos conocían: un cataplasma que regaba la plaza de la Oficina y al que, por lo malo para gastar, los demás llamaban el Esmeril de Goma. Él había sido quien las invitó a la “fiestecita”.

Cuando las niñas salieron del camarote, el sol, como un lerdo perro de calchas amarillas, se les fue encima lamiéndoles tibia y empalagosamente la piel. Trepando por la cal polvorienta de los murallones, el sol rebasaba el largo patio del buque, y espeso, como lava candente, se derramaba por la principiante mañana de domingo.

A esas horas el patio se veía aún desierto. Era demasiado tarde para encontrarse con los trabajadores entrantes al turno de la mañana y demasiado temprano para ver trajinar a los que no laboraban ese día. Los salientes ndel turno de nochero, a esas horas la mayoría ya se hallaba durmiendo. Sólo los gatos, gordos y perezosos, de todos los tamaños y colores, se asoleaban en sus posturas de efigies enigmáticas o se restregaban contra lo áspero de las murallas, enmarcándose e irguiendo sus largas colas lentas. Taimados, sensuales, ronroneantes, los felinos eran los amos y señores de los buques. “Aquí hay más gatos que hombres”, solía decir refunfuñando la Malanoche, en los días que le iba mal con los clientes. “Mucho mejor me iba entre la mariconería de las calles del puerto que en este antro en que se supone hay puros hombres”.

La Malanoche había llegado de Tocopilla. Al contrario de muchas de las mujeres que se aparecen por la pampa en los días de pago y que en sus ciudades no ejercen derechamente el oficio —algunas incluso son respetadas amas de casa—, la Malanoche sí ejercía la prostitución en el vecino puerto. Aunque no con mucho éxito. Su facha más bien deplorable no la hacía muy solicitada en la vida nocturna de su Tocopilla natal. Morena, flaca, esmirriada, con unas eternas ojeras violetas desmejorándole el semblante, sufría además de un mal aliento crónico que combatía con grandes bolos de chicles de menta que rumiaba incansablemente de noche y de día. Y este rumiar frenético le volvía aún más torva la expresión.

Al llegar a la Oficina, esa misma mala facha la había eximido de ser ocupada gratis en el retén de Carabineros. Pues, luego del control sanitario en el hospital y el correspondiente paso por la Oficina de Bienestar, las meretrices tenían que registrarse en el retén. Y era fama en la Oficina que uno de los oficiales, apodado el Perro Negro, antes de darles el visto bueno, las entraba a un calabozo preparado ad hoc en donde las pasaba por las armas. “Ésta tiene menos carne que un chirihue”, había dicho el crapuloso uniformado, dándole un festivo nalgazo de burla.

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