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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (6 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Recordando aquella noche, las mujeres que habían participado de la parranda se repelaban y se mordían los dedos llamándose brutas y dos veces brutas por no haberse percatado del detalle que, ahora, a la vista de los despojos mortales de su compañera, hallaban claramente premonitorio: claro, si la Reina Isabel no sabía tocar la guitarra; si pese al empeño que había puesto por un tiempo —en el que sólo logró que las yemas de los dedos le quedaran sangrando y en carne viva—, la Reina Isabel jamás aprendió a tocarla. Y esa noche había pedido que le pasaran una. “Sólo para sentirla contra mi pecho”, había dicho. Y ninguno de los allí presentes columbró que el pedido pudiera significar algo más que el hecho de querer sentir una guitarra contra su pecho. Y le pasaron una. Y abrazada fuertemente a ella, niña, por Dios, recordaban ahora, gimoteando de pena las mujeres, la Reina Isabel había cantado repetidamente, y casi toda la noche, esa de Cuco Sánchez que dice
guitarras, lloren guitarras, violines, lloren igual, no dejen que yo me vaya con el silencio de mi cantar.
Y le había puesto tal emoción a su voz de pajarita triste, con tanto sentimiento había cantado la Chabelita aquella noche, niña, por Dios, que nos hizo salir a todas unos cuantos lagrimones ennegrecidos de rímel y nostalgias cabronas. Y hasta la mismísima Carrilana, recordaban en medio de una risa con llanto las matronas, lo que ya era mucho decir porque ésa no había llorado ni con la palmada en el traste que le dieron al nacer, se había emocionado tanto que no había tenido más remedio que destetar su pañuelito de puta vieja para limpiarse las dos lágrimas de tonta grande que le arruinaron el maquillaje y le echaron por tierra el cartel de dura de corazón que tenía y que tan engreídamente, niña, por Dios, exhibía la puta cabrona.

Y que por eso, aunque nada más fuera por eso, repetían condolidas las mujeres; por haber hecho, con sus canciones, que un montón de viejas tarambanas como ellas se sintieran por un rato (los dos minutos que dura una canción) un poco más humanas, más puras si se quiere, la buenaza de la Reina Isabel se merecía el cielo de sobra; aunque más no fuera por esa voz capaz de hacer estremecer a las piedras, si en verdad existía Diosito, la Reina Isabel se merecía la Santa Gloria con fuegos artificiales y todo, con guirnaldas tiradas de calle a calle, con chayas de papel picado lloviendo multicolor y con una gran banda de músicos vestidos de mariachis; que eso era lo más cercano a como ellas se imaginaban la Santa Gloria.

Y algo parecido le dijeron al anciano cura de la Oficina la Pan con Queso y la Garuma, las dos niñas que esa mañana, elegidas por la Ambulancia sin apelación posible, fueron comisionadas para ir a verlo a la iglesia.

—Tendrán que ser ustedes no más —les dijo la mamancona, luego de escudriñarlas una a una concienzudamente—. Porque siendo más putas que todas nosotras juntas, son las que menos cara tienen. ¡Par de mosquitas muertas!

Mirando de reojo a la Garuma, las demás niñas estallaron en risas con lo de
mosquita muerta.
Y es que a la Garuma, prostituta de piel blanquecina, alta y flaca y ligeramente encorvada, se le conocía también en círculos más estrechos como la Mosquita Muerta; y esto por una instintiva y poco higiénica afición que tenía de andar cazando siempre estos insectos. Estuviera donde estuviera y se hallara con quien se hallara, la Garuma no podía controlar su manía de sacar el manotazo y atraparlas en el aire. Y era tan ducha en su arácnido ademán que, como en el juego de la payaya, podía atrapar la siguiente sin que se le escapara la anterior hasta juntar cinco o más moscas vivas en el puño de la mano. Su ademán limpio y rápido de dar el zarpazo, era tan súbito y reflejo como un tic. Y no entendía cómo los demás cristianos, con armas tan contundentes como un diario plegado o uno de esos horribles matamoscas de plástico, podían errar sus mandobles a un brazo de distancia, cuando ella, sobre todo en el calor zumbante del verano salitrero, era capaz de apañarlas concentrada en la lectura de alguna fotonovela o de agarrarlas al vuelo caminando tranquilamente entre la gente de la calle. “Ustedes con sus manotazos fallidos no hacen sino dejar a las pobres moscas todas despeinadas o con soplo al corazón”, decía, sin ningún asomo de alarde, la Garuma. En el ambiente de los buques corría el rumor de que en sus horas de trabajo, en medio de los jadeos y resuellos de su cliente, súbitamente sacaba una mano por debajo y, sin perder el ritmo del bamboleo, con la rapidez de una serpiente, se cazaba dos o tres moscas por polvo. Algunos comentaban que cuando no miraba nadie, se las comía.

Y aquella mañana en la iglesia, en el corto tiempo que duró la entrevista, mientras oía con abismada atención las palabras del cura, ante la mirada atónita de éste y la vergüenza ajena de la Pan con Queso, la Garuma se atrapó maquinalmente tres moscas católicas.

Recatadamente vestidas, sin un pellizco de pintura en la cara (el único retoque de la Pan con Queso fue cambiarse su diente de gutaperche), las dos mujeres se apersonaron antes de mediodía por la iglesia y pidieron hablar con el padrecito. Su misión era conseguir que el anciano sacerdote accediera a decir una misa de cuerpo presente por el alma de la Reina Isabel, nuestra compañera, que el Señor tenga en su santo reino, le dijeron; porque a pesar de todo lo que se pueda decir y pensar de una mujer como ella, le dijeron, la Reina Isabel era más sana que una copita de vino dulce, créanos, padre, le dijeron. Más buena que una monedita de oro, le dijeron. Y lagrimeando copiosamente, con inocente irreverencia, le dijeron que la pobrecita era más sosegada y quitada de bulla que una estampita religiosa; o si no creía, que preguntara no más en los buques, le dijeron; que hablara con cualquiera de los hombres que allí vivían y averiguara quién era y cómo era en verdad la Reina Isabel. ¡Más livianita de sangre que era la Chabela!, le dijeron. Y besándose aparatosamente los dedos en cruz, con el rostro arrebatado en llanto, le juraron por Diosito lindo, padre, que la finadita había sido en vida poco menos que una mártir. Una verdadera
Madgalena,
padre, eso es lo que fue siempre nuestra compañera que en paz descanse, redondearon rotundas las dos niñas, tratando de convencer definitivamente al aflautado hombrecito de Dios. Pero éste, con una de sus blanquitas manos mesándose suavemente la barbilla y la otra metida bajo el sobaco, las escuchaba con la expresión conmiserativa y lejana con que se escucha a dos niñitas tontas que no tienen idea del disparate que están pidiendo.

Y es que ya a la hora de las dos obleas remojadas en una espiritual agüita perra en que consistía su frugal desayuno, el eclesiástico sacerdote se había informado, por boca de la mujer encargada del aseo parroquial, de la intempestiva y muy comentada muerte de la prostituta. “Una de las más viejas de todas esas perdidas, padre”, le había acotado secamente la beata, mientras le acomodaba al cuello una servilleta con la paloma del Espíritu Santo bordada en una esquina, de las que confeccionaban las mujeres de la congregación. Prevista, por lo tanto, la poco honrosa visita de las mujeres, el anciano ministro de Dios ya tenía espigados los correspondientes versículos de las Sagradas Escrituras y listas y dispuestas en la punta de su apostólica lengua las dogmáticas leyes de la muy Santa Iglesia Católica con que sencillamente apabulló a las dos aleladas emisarias. El interminable como esotérico sermón, cual una extraña ráfaga de vientecillo helado, les fue secando las lágrimas a las prostitutas y endureciéndole a ojos vistas la expresión de sus rostros, encarajinándosela. Con las manos en jarras, sin el más leve pestañeo, oyéndolo como a un ser caído de otra galaxia, la Pan con Queso y la Garuma no supieron nunca de dónde habían logrado sacar tanta paciencia y estómago juntos para tragarse cruda toda esa enrevesada soflamería teológica que el decrépito curita, en calmosos ademanes litúrgicos, trató de hacer lo más suave y diplomática posible, pensando, tal vez, que en cualquier momento el demonio rondador podía despertar las iras prosaicas a esas pobres mujercitas pecadoras.

“Ni al tañado del Astronauta le hemos oído decir tantas chambonadas juntas”, contarían más tarde las mujeres, haciendo mención a los venáticos monólogos que el Astronauta, subido sobre su banquita, se mandaba cada noche mientras observaba el cielo con su catalejo. En esos extraños soliloquios, mascullados en un tono como de plegaria, el estrafalario Astronauta, con sus mamotretos de astronomía amontonados sobre la banquita, hablaba de cosas tan extraordinarias para una prostituta como lo puede ser la precesión de los equinoccios, el movimiento paraláctico o las misteriosas Tablas Rudolfinas.

Cuando la Pan con Queso y la Garuma optaron por retirarse de la iglesia, sin hacer mayor escándalo, salvo la ostensible mirada criminal por parte de una y el descarado escupitajo de desprecio en las baldosas del atrio, por parte de la otra, lo único que llevaban claro en la cabeza era que ni los suicidas ni las rameras tenían derecho al santo oficio. Viéndolas alejarse, el longevo sacerdote respiró aliviado. En verdad había estado esperando que en cualquier momento ese par de mujercitas desatinadas se salieran de madre. Con sus célicos ojillos de ratón entrampado puestos en blanco, alzó sus translúcidas manos al cielo como pidiendo a Dios que lo revistiera de su santa paciencia. Musitó unas palabras de agradecimiento a su Padre Dulcísimo por lo barato que habíale resultado salir ileso de tan pedestre embrollo, y antes de terminar el monocorde abejorreo de un padre nuestro rezado con los ojos abiertos y fijándose en el polvo del piso recién encerado, ya se había olvidado completamente del asunto.

6

H
acía poco tiempo que el Astronauta, a través del antiquísimo catalejo con que escudriñaba los cielos transparentes de la pampa-encaramado conmovedoramente sobre su pisito de madera—, había comenzado a ver espigas de trigo y ranas más grandes que su propio delirio saltando entre los charcos de aguas muertas de la Luna cuando, al amanecer de aquel domingo luminoso, dio su último suspiro la Reina Isabel; la más antigua, la más famosa y la más extrañamente anímica de todas las niñas que habían pasado por los buques de la Oficina.

Según la autopsia, la Reina Isabel había muerto a causa de la voracidad de un tumor maligno del cual solamente ella tenía conocimiento y del que nunca se quiso hacer tratar. Ni la Ambulancia ni la Chamullo ni la Flor Grande, tres de sus compañeras y amigas más íntimas, se enteraron nunca de su letal enfermedad. Jamás se la oyó quejarse ni su semblante dejó entrever nunca algún signo que delatara su silencioso padecimiento. Las ramificaciones de planta carnívora de su tumor cancerino, no obstante haberle causado la muerte, no le habían alcanzado a roer un ápice de su lacónica prestancia de aristócrata a mal traer que lució siempre en público. Confundida prestancia que, junto a su peinado a la laca y al encaje más bien desmejorado de sus facciones taciturnas, le valieran el irónico apodo. Uno de los tantos —algunos de una crueldad feroz— que con su ascetismo congénito, y el natural aguante de las prostitutas pampinas, sobrellevó a lo largo de su azarosa carrera.

La imperceptible gravedad de su mal oculto tampoco había sido motivo para dejar de atender, hasta el mismísimo sábado de su víspera, a los más incondicionales de sus parroquianos: una quejumbrosa manada de viejos silicosos que, atraídos por la paciencia santa de su sexo caritativo, se habían llegado a convertir en una cerrada corte de amor senil, olorosa a salicilatos y yerbas medicinales. Entre esos vetustos machos solitarios, veteranos todos de la época gloriosa del
oro blanco,
los más asiduos eran el Viejo Fioca (su más insistente enamorado), el Huaso Grande (su último compañero de pieza y con el que más tiempo alcanzó a convivir), el panfilo y mentirosazo Caballo de los Indios (del que se decía que acudía a la Reina Isabel porque ésta era la única que lo complacía en su onanismo sin remedio), el huraño Cacha Diablos, el ampuloso y siempre mal hablado Cabeza con Agua, el Hombre de Fierro (llamado así por su brutalidad para trabajar y cuyo talón de Aquiles eran unas almorranas del tamaño de una nuez. En los turnos de noche, acuclillado a culo pelado y llorando, las colocaba sobre los helados rieles de la línea férrea para aliviar por un rato el lancinante dolor insorportable), el Salvaje (capataz de carrilano, de pelo, cejas y mostachos acerados, cuya frase de oro en contra de los ingenieros era que a esos futres
“la Universidad les sirvió para puro echarles a perder la letra”),
el mismo Poeta Mesana en ocasiones y otros ancianos insomnes, algunos ya jubilados, que por no haber hecho nunca los méritos suficientes como para ser condecorados con la escarapela de un sobrenombre, nadie jamás sabía muy bien quiénes eran, en qué lugar ponerlos y de qué manera tratarlos.

Y la Reina Isabel, amante paciente, madre abnegada y hermana de caridad de todos ellos, los atendió hasta el mismo final de su vida. Y lo hizo con la misma convicción y animosidad de espíritu que pusiera en su primer día de ejercicio profesional. Con la idéntica consagración de puta talentosa con que ejerció a lo largo de casi medio siglo el único oficio que, según sus propias palabras, le venía. Sin perder en ningún instante su entusiasmo ni menguar ese desprendimiento de hembra leal que la caracterizaba, esa especie de virtual filantropía que en su primera juventud la llevara a recorrer decenas de campamentos salitreros perdidos a través del desierto, calmando las urgencias de amor de aquellos bravos pampinos solitarios. Hombrones que medio a medio de la pampa, con el torso desnudo bajo el sol más ardiente del planeta, trituraban estrellas como piojos a puro ñeque, a puro macho de 25 libras. Salvajes capaces de ocupar la dinamita lo mismo para voltear un cerro como para arrancarse una pena de amor con tripas y todo si les jorobaba mucho. Viejos en cuya mirada torva se reflejaban las masacres salitreras como gigantes crepúsculos de sangre, y que llevaban la muerte colgando como si nada en la curva impávida de sus corvos de acero. Y esta mujer legendaria, esta meretriz de corazón, esta puta heroica, atendía a esos bestias regaloneándolos en su regazo como a crecidos niños sin madre. Y los amaba sin pedir coto y sin el más leve quebranto de ánimo; los amaba hasta quedar sin resuello y tirada como muerta en esos magros colchones desgreñados que prácticamente caminaban de piojos.

Y es que ella, como solía decirles en su misma cara a los viejos, había nacido inexorablemente predestinada para eso. Se los decía sin tapujos cuando éstos, atacados súbitamente de un quijotismo sentimental y tardío, le ofrecían redimirla, rescatarla de los buques y ponerle casa. Temblando como colegiales enamorados, los viejos le prometían su corazón y el sobre intacto de sus sueldos miserables. Todo se lo ofrecían a cambio de la posesión exclusiva de sus caricias vivificantes, del roce de pluma de sus manos taumaturgas, de la humedad piadosa de su lengua de cordera y, sobre todo —lo que más enardecía a estos leones decrépitos—, a cambio del ronroneo tierno de sus frases amatorias inventadas con palabras del color obsceno del corazón y nunca iguales para todos.
“Lo que pasa, carajo”,
les decía ella, entonces, mientras los veía vestirse sentados, después de haberles encendido el fósforo ya consumido de su vanidad de machos, de haberlos llevado si no a la gloria ya inalcanzable de sus polvos de antaño, por lo menos a las dulces estepas de harina de un limbo colindante (del que volvían agradecidos hasta las lagrimitas chirles de sus pobres llantos estreñidos).
“Lo que pasa, carajo”,
solía decirles, entre sentimental y socarrona, mientras les abotonaba los puños de sus camisas afraneladas y les ayudaba a hacer las rositas en los cordones de sus tristes zapatos de muertos:
“Lo que pasa, carajo —
les decía—, es
que yo nací para ser puta lo mismo que una gallina para ser cazuela de ave”.

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