Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
E
stupefacto y absurdo, parado en medio del desierto más triste del mundo, este humilde animal pampino, minero y vinero sin vuelta y amigo personal de la Reina Isabel, de pie ante su féretro inmenso, ante el mito yacente de su cuerpo glorioso, viene en declarar, categórico y honrado, que tal vez lo mejor en estos momentos sea callarse el hocico, hacer mutis en su homenaje, no decir ni pío: imitar el silencio filial de estos cerros pelados. O sentarse tal vez a pampa rasa como en una vasta catedral de piedras y, llorando, tal como hace el viento detrás de las tumbas, ponerse a repetir sin descanso su ínclito apodo real (oigan al viento gemir inconsolable detrás de cada tumba: reina isabel reina isabel reina isabel... mientras de pura pena, con sus alambres mentales perturbados, va lamiendo y relamiendo las viejas flores de papel). Aunque tal vez, maldita sea, quién dice que lo mejor en estos momentos no sea mandarse a cantar a todo grito la más sentida ranchera de amor. Una canción de Guadalupe del Carmen, su favorita de toda la vida, sería, creo yo, el más glorioso responso que esta muerta egregia quisiera oír, esta walkiria salitrera que de tan munificente que era, amigos míos (entiéndase pulentísima), también cantaba. Como si ser puta en estos salitrales del carajo no fuera de por sí ya lo bastante épico, con una voz de gorrioncillo evangélico, esta melancólica menina del sexo también (además) cantaba...
El viento de las cinco de la tarde se roba jirones del discurso. Las niñas escuchan absortas, elegíacas. Todas visten de negro (tal vez demasiado recargado). Algunas propusieron presentarse al funeral en la misma facha con que en la noche anterior irrumpieron en la iglesia y recorrer las calles meneando escandalosamente las caderas y disparando flor de desprecio a todo el que se cruzara por delante. Pero se impuso el criterio de la Ambulancia y, de luto cerrado, con el mayor recato de que fueron capaces, hicieron el recorrido desde los buques hasta la salida del campamento, en donde esperaba el bus. Todas las puertas y ventanas de la avenida se abrieron de par en par para ver pasar a la decana de las niñas. Al frente del cortejo, lenta, destartalada, repleta de flores y coronas, avanzaba la carroza de la Oficina. Inmediatamente detrás, pálida, compungidísima en su beatle negro, la Malanoche portaba la cruz blanca con el nombre de la Reina escrito a lápiz de cejas. Después venía el compacto grupo de mujeres contritas cargando en vilo, a duras penas, el tosco féretro negro. Marchaban llorando y enjugándose el sudor con una lasitud desfalleciente. Cerraba el cortejo el pequeño grupo de hombres que, también de trajes oscuros, impertérritos, soportaban las miradas de los curiosos y el fiero sol de esa hora, quieto y pesado como un cadáver. Antes de la partida, las mujeres habían acordado unánimemente, a manera de homenaje, cargar ellas solas el ataúd (sin la ayuda de los varones) y, asimismo, en señal de duelo y como una muestra de cariño penitencial por su querida compañera de labores, no ocuparse durante tres días y tres noches.
... habría que enumerar una a una las oficinas salitreras perdidas en estas vastas planicies delirantes; habría que nombrar de memoria las cuatro o cinco calles de tierra de cada una de ellas; habría que haber entrado alguna vez a una de esas terribles casas de calaminas y compartido un día con sus heroicos moradores (el padre de manos duras, la madre de canas verdes, los doce chiquillos de duros pies desnudos); habría que haber conversado largamente con ellos sentados en una piedra a la puerta de su casa en uno de esos planetarios atardeceres de la pampa; haberlos asistido en uno de sus sublimes días de despioje —comúnmente un domingo ahíto de sol y de perros—; haberlos acompañado en sus marchas de hambre a través del desierto más cabrón del mundo, haber sufrido junto a ellos aquellas grandes huelgas sangrientas y compartido la cucharonada proletaria de sus dramáticas ollas comunes; abreviando, amigos míos, habría que ser pampino de ley para acceder al honor de tomar un puñado de tierra y arrojarlo sobre el féretro de esta mujer heroica, de esta hembra pródiga, de esta bienaventurada hetaira salitrera (más buena y saludable que el paico) conocida en toda la pampa como la Reina Isabel; un sobrenombre que quiso ser irónico y que al final resultó premonitorio. Porque ella vivió y murió como una real Reina de Amor; una Reina a la cual todos terminamos queriendo del mismo modo como se quiere a la pampa; con su áspero ámbito de piedras y sus dulces espejismos azules...
La inflamada endecha del Poeta Mesana, centelleante de pavesas fúnebres, hace aumentar el calor y arder aún más la calichosa tierra bajo los pies. Pero ahí están todos, hieráticos y tristes: la Ambulancia y su humanidad mayestática, el Viejo Fioca y su perigallo trémulo, la Chamullo y su melena al viento, el Hombre de Fierro y su gesto esculpido en caliche, la Flor Grande y sus ayes lastimeros, el Caballo de los Indios y su mirada húmeda, la Malanoche y sus ojeras eternas, el Salvaje y sus mostachos de alambre, la Pan con Queso y su boca abierta, el Tococo y su redonda cara sanguínea, el Cacha Diablos y su silencio íngrimo, la Poto Malo y su mohín atrabiliario, el Cabeza con Agua y su aire licencioso, la Cama de Piedra y su ademán de heroína, la Carrilana y su duro perfil de hombre, la Dos Punto Cuatro y su gesto contestatario, la Garuma y sus largas manos pálidas, el Cura y su ceño grave, y todos ellos, más media docena de viejitos sin apodo, escuchan ceremoniosos y contritos las palabras del Poeta Mesana. Éste, con el mismo vozarrón tronante, el mismo tono epopéyico y el mismo ternito negro con que declama sus odas en la plaza de la Oficina, lee sus hojas de cuaderno recortado ojivalmente contra un pequeño mausoleo de estilo gótico...
... yo no quisiera en esta ocasión decir de ella lo que se dice de todos los muertos amados. Pero allá arriba deberían saber mejor que nadie que, aunque la Reina Isabel no fue ninguna vestal impoluta, ninguna santa de altar, de ningún modo fue tampoco lo que se dice una mujer de mala fe, una hembra traicionera, una mina patevaca. Con sus tiernos pañuelitos de seda en la cabeza, sus zapatones elocuentísimos y su sentimental corazón doble ancho, dificulto que en los camarotes de los buques y en las corridas de solteros de todas las salitreras de la pampa se haya ocupado alguna vez una putita más amorosa y más buena gente que ella. Y es que la Reina Isabel, amigos míos, nunca fue una ramera amargada, nunca una puta amalditada. Jamás se le oyó culpar al Destino de su destino ni se andaba inventando novelones tristes para justificar su vida. Con la misma entrega de una monja tomando sus votos de castidad, la Reina Isabel asumió su homérico oficio: consagradamente y para toda la vida. Nada de andarse por las ramas, nada de medias tintas, nada de arrepentimientos tardíos: a la Reina Isabel, como ella misma decía cuando el licor violeta de la nostalgia se le subía melancólicamente al corazón, la cosa le gustó desde niña y punto...
De pronto todos desvían la cara en dirección a donde el Poeta Mesana, interrumpiendo por un segundo su discurso, mira extrañado. El Astronauta, acurrucado como un niño detrás de un nicho, asiste al entierro de su hermana con el dolor humilde de un ángel o un perro abandonado. Ha recorrido los veinte kilómetros de distancia durante la noche, subiendo y bajando (cayéndose y parándose) por el oleaje de desmontes de las grandes extensiones de pampa trabajada hasta llegar al cementerio. Ha dormido allí, a la intemperie, y sin comer ni tomar agua ha esperado la llegada del funeral. Su oscuro terno dominguero se ve entierrado y hecho jirones y su rostro casi angelical se nota terriblemente demacrado. En la mirada se le percibe el extravío irremediable de los que ya no vuelven nunca más de los valles de la luna. La Chamullo se le acerca emocionada, compungida, se sienta a su lado en el suelo y, en silencio, lo rodea en un abrazo filial. Mientras le acaricia la expósita cabeza rapada, el Astronauta se deja hacer ausente. Sus ojos de perro están fijos en el féretro negro.
... y qué va a ser ahora de nosotros, sus decrépitos parroquianos, me pregunto acongojado. Porque no todas las niñas, claro está, van a tener el altruismo de ramera talentosa ni la paciencia de puta consagrada que ella prodigaba. Y es que la Reina Isabel, amigos míos, era la última representante de una estirpe de mujeres en extinción. Y aquí, si me permiten, quiero aprovechar de aclarar algo; aunque tal vez no sea esta la ocasión más propicia ni un camposanto el lugar más adecuado, pero esto se tiene que decir. Y a la que le venga el sayo que se lo ponga. (Yo sé que la Reina Isabel lo va a aprobar; es más, ya debe estar riéndose sólita en su lecho póstumo). Porque putas jóvenes han proliferado hoy en día, amigos míos (si me salgo de madre avisen), que andan apurando en la cama. Andan arriscando las naricillas como si fuéramos perros tiñosos y ni tocar se dejan las perlas. De modo que hay que hacerles el amor prácticamente levitando. O como haciendo flexiones. Palabra que sí. ¡La incomunicación a poto pelado!, eso es, amigos míos, meterse con ellas. Tal como dice el ilustrísimo Viejo Fioca aquí presente, en vez de ocuparse con estas vestales de pacotilla, resultaría más entretenido (y hasta más romántico se diría) sacarse la plata de un bolsillo, guardársela en el otro y, solo en el camarote, de cara a la pared, arreglárselas lo más tiernamente posible...
En el bus, de vuelta a la Oficina, vienen todos en silencio, ensimismados. Nadie quita los ojos de las ventanillas. La pampa atardece. En los oídos aún resuenan las palabras del Poeta Mesana y la tristeza inmensa de la pampa se pega dolorosamente contra los vidrios. Al fondo del vehículo, en el último asiento, la Chamullo acuna la cabeza pequeña y ardiente del Astronauta. Más adelante, la Poto Malo dormita cabeceando sobresaltadamente. La Ambulancia, ocupando dos asientos, parece más blanca todavía enfundada en su riguroso vestido de luto. La desencajada Flor Grande mira al Poeta Mesana sentado circunspectamente junto a la Dos Punto Cuatro, y luego, todavía llorosa, vuelve su rostro al paisaje: recuerda las palabras del discurso fúnebre y se ima— gina a la Reina Isabel sentada en cada piedra. Al ponerse el sol, por entre los intersticios de los arreboles, le parecer ver a su amiga haciendo señas de adiós con uno de sus multicolores pañuelos de seda, transfigurada bellamente por la luz incomparable del crepúsculo pampino.
... y es que walkirias como tú ya no quedan, amiga mía. Y es que contigo se va la parte tierna y tremendamente humana que hizo posible la gran epopeya del salitre. Con tu muerte, garumita sonámbula, se nos comienza a morir definitivamente la pampa entera. Después de ti el desierto se nos vuelve a quedar desierto, después de tu modo de amar y de cantar. Qué va a ser de nosotros sin tus canciones, qué va a ser de las pobres piedras, cancionera de mi vida. Esas piedras que te rodeaban llenas de gozo cuando cantabas, que descansando un rato de su pesada carga se sentaban sobre sí mismas nada más que para oírte, para oír tu voz llena de gracia que les iba mitigando el dolor eterno de su piedra en el ojo, de su maldita piedra en sus zapatos de piedra. Ellas que son puro cráneo, pura rodilla, hueso puro, cómo se estremecían de amor cuando, cantándonos, les cantabas; cuando —como por una sombrita de nube— tocadas eran de tu gloriosa copla ranchera. Qué va a ser de las piedras ahora, me repito llorando, cancionera mía, y de aquellos remolinos que por esas blancuras (llenos de gusto) sólo por ti bailaban...
Al entrar a la Oficina, los ojos llorosos de las niñas y los gastados ojos de los hombres parecen haber envejecido de golpe. Las atardecidas calles de tierra les parecen aún más grises de lo que son. El polvo de los molinos se ha dejado caer temprano y la nube gorda, densa, contaminante, hace más triste la tristeza crepuscular del campamento. Altos jotes fúnebres planean sobre la torta de ripios rayando en grandes círculos negros lo que resta de luz. Algo parece faltarle al mundo esa tarde, piensa la Chamullo, mientras el bus se detiene a las puertas de los buques: una tuerca, una flor, una lucecita, un corrido mexicano.
... nada más para que te levantaras, garumita de la pampa, nosotros recrearíamos de color estas llanuras. Nada más para que de nuevo las quisieras y en ellas hallaras tu contento, con los colores más lindos las iríamos ungiendo. Arrastrándonos en carne viva por esos salitres ardientes, piedra por piedra nos iríamos signándolas, transfigurándolas a estas pampas hasta que llegaran a hacer juego con el más floreado de tus vestidos. Semejantes a esos campos que cantando soñabas las dejaríamos a estas blancuras. Porque aun a los mismísimos cráneos de vaca (y por el puro gusto de verte reír de nuevo), los tocaríamos también de nuestros óleos, les retocaríamos sus perdidas manchas hasta hacerlos mugir en el viento. Y es que para que tu alma no llorara, no gimiera cucurrucucú paloma, y en lo pelado de estos horizontes el color de tus ojos no se sublimara, hasta en las mismas lagunas de espejismos, te lo juro mi cancioncita ranchera, nos volaríamos de amor pintando patitos...
Al entrar a los buques, las niñas y los viejos, apurados, huraños, casi huyendo no saben de qué, se desparraman a la soledad de sus camarotes. La Ambulancia y la Chamullo, luego de dejar al Astronauta en el suyo, se dirigen rápidamente cada una a su habitación. Les urge una ducha, sobre todo a la Ambulancia. La Poto Malo no se ducha. La Poto Malo al llegar a su camarote camufla una botella en una bolsa de papel y sale a comprar una cerveza. En verdad ella nunca fue muy amiga de la finada (ella nunca en verdad fue muy amiga de ninguna de las niñas). El ácido de su bilis negra le impide compartir con nadie. Su apodo le amarga la vida. Es la que menos clientes atrae. Nadie se acasera con ella. Nunca se le ha visto una fila formada a su puerta.
... y para que el dolor de estos cementerios no te tocara ni su abandono te partiera el alma, nos iríamos todos de manda por los más perdidos de estos corrales. Como promesantes a la Virgen de la Tirana y en penitencia por este amor de ti, lavando nos iríamos a lágrima viva el dolor de sus cruces resecas y la amargura terrible de sus coronas de lata. Sólo por ti, amiga mía, para que la tristeza de estos muertos no te entrecortara, recalcando nos iríamos fechas y nombres, epitafios y salmos. Y que nos castigara la Santa, palomita mía, si frente a cada sepulcro embellecido, para que el silencio no fuera y como la más gloriosa bienvenida que tú quisieras oír, no nos mandáramos a cantar a todo grito la más alegre de tus rancheras de amor...