Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—En absoluto —Alí disfrutaba, no todos los días podía impartir clases magistrales a tan dignos contertulios—. Si se sabe leer a los autores clásicos las referencias a las lentes son constantes, pueden encontrarse en Plinio, Estrabón, Plutarco o en el filósofo griego Demócrito, que describe la Luna como un lugar con cráteres y montañas parecidas a las de la Tierra mucho antes de que Galileo inventase el telescopio. Teofrasto, un autor del siglo IV antes de Cristo, incluso llegó a describir este tipo de lentes.
—Yo leí en algún sitio que Julio César podía ver los movimientos de las tropas enemigas a bastante distancia —intervino John—. Incluso sabía lo que pasaba al otro lado del Canal de la Mancha antes de invadir Inglaterra.
—Yo sigo insistiendo —dijo Marie visiblemente enfadada—. Estos conocimientos se perdieron. Durante la Edad Media no hay mención alguna de lentes o catalejos.
—Que se perdieran en la oscurantista tradición europea de esos siglos no significa que otras culturas no los siguieran utilizando —opinó tímidamente Osama, que por una vez se había atrevido a intervenir en la docta conversación de los tres arqueólogos.
—Pero sí es cierto en parte lo que dice Marie —convino Alí—, toda referencia escrita a la ciencia óptica desaparece completamente de la tradición después del colapso de Roma.
—¿Cómo domina tan profundamente este tema? —preguntó extrañada Marie—. Es un campo casi desconocido para mí.
—Pues por mi trabajo de conservador en el Museo de El Cairo —reveló Alí—. Hasta hace muy pocos años todas las piedras pulimentadas de cuarzo que atesorábamos, como las que aquí observamos, eran consideradas por los especialistas como simples motivos de ornamentación.
—Sí —convino Marie—. Yo he visto muchos de estos cristales formando parte de varias estatuas, concretamente simulando los ojos del personaje encarnado en la escultura.
—Exacto —prosiguió Alí—, pero se ha demostrado recientemente que estos adornos, además, actuaban como lentes magnificadoras. Incluso hay sospechas que algunos dignatarios de alto rango podrían haber usado un simulacro de las modernas gafas para corregir su miopía o para poder ver de cerca.
—Pero, ¿cómo se ha podido pasar por alto un punto tan evidente? —objetó esta vez John.
—Pues porque no era tan evidente —dijo Alí—. El cuarzo o cristal de roca que se lograba recuperar de los yacimientos se mostraba tan gastado y oscurecido que ya había perdido gran parte de su poder de aumento; además, como el conocimiento era secreto y la transmisión del mismo se realizaba por vía oral, no se han conservado documentos escritos sobre este tema y sobre muchos otros que también tenían que ver con la tecnología de aquellos días.
—Así que estos cristales son un vestigio arqueológico…
—…de primer orden.
John empezó la frase y Alí la terminó. El egipcio había empezado a envolver delicadamente los cristales, con cuidado de no rayarlos más de lo que estaban.
—Parece que el constructor de la tumba no se chupaba el dedo precisamente — dijo John mientras contemplaba el tacto que ponía Alí en la operación.
—Pues debía ser uno de los últimos representantes de la época gloriosa de los faraones —opinó el conservador.
—¿Por qué? —interpeló Osama, que participaba de nuevo en la conversación para dejar constancia de su interés por el tema.
—Porque en el Tercer Periodo Intermedio, la época que le toco vivir a Sheshonk, el estado de anarquía, tanto económica como política, debía hacer muy difícil la transmisión del saber entre los sacerdotes. De facto, las dinastías reales posteriores no fueron ni la sombra de lo que habían sido sus predecesoras.
—Y una civilización se extinguió —emitió nostálgicamente John.
—Bueno estuvo dando coletazos hasta el periodo de Alejandro Magno, pero ya sin levantar grandes monumentos y muy debilitada políticamente. Después, el misterio cubrió las ruinas.
—Por lo que han contado —dijo Osama—, creo que tendremos que ir con cuidado, aunque esto ya lo sabemos desde esta mañana, ¿no es cierto?
Nadie contestó, aunque todos tenían la advertencia muy presente. Hoy habían salvado la vida por muy poco. John y Marie juzgaron, casi al unísono pero cada uno por su cuenta, que no deberían dar detalles a sus contactos de la experiencia que habían vivido ese día. Total, no lo iban a entender.
Después de un rato de meditación personal, Marie se dispuso a organizar el resto de la jornada. No iba a dejar que el incidente hiciese mella en el grupo y cundiera el desánimo, aunque tampoco creía conveniente volver a introducirse en la tumba, por lo menos hasta la siguiente jornada.
—Bien, propongo que pospongamos los trabajos de exploración hasta mañana por la mañana. Así dispondremos de los trabajadores para limpiar los destrozos de la puerta por la que hemos escapado y podremos abrirnos paso por la que ahora no nos deja avanzar. Ya sin las lentes esa cámara no es peligrosa, incluso nos vendrá bien disponer de algo de luz natural en la profundidad de la tumba.
—Bien, estoy de acuerdo —apoyó Alí, deseoso de descansar un poco para olvidarse de tanta agitación.
—Yo aprovecharé lo que queda de tarde para intentar descifrar los jeroglíficos de los frescos de las cuatro paredes de la sala hipóstila —propuso John—. Tengo ya las fotos volcadas en uno de los ordenadores del camión.
—Bien, me parece una excelente idea —aceptó Marie—. Quizá puedan proporcionarnos información importante acerca de nuestro querido amigo Sheshonk.
Osama no decía nada. Marie le preguntó.
—¿Y usted teniente? ¿Está de acuerdo?
—Sí, por supuesto —consintió Osama, que empezó a pensar que, al final, iba a disfrutar de por lo menos medio día festivo.
El teniente dedicó la tarde a auscultar una emisora que había conseguido sintonizar desde la radio de un todoterreno, en estas latitudes era lo único que se podía escuchar con un mínimo de interferencias. Era una cadena árabe de noticias y en este momento emitían un coloquio de sobremesa entre varios comentaristas políticos. Se permitió el lujo de encender el motor y poner un rato el aire acondicionado, los vehículos tenían el depósito casi lleno así que no importaba gastar un poco de gasolina para combatir el despiadado calor del mediodía.
Uno de los tertulianos hablaba de las repercusiones políticas del atentado del sábado en Tel Aviv. El primer ministro israelí, Isaac Ben Wise, había nombrado a un conservador del ala dura para sustituir al moderado David Mayer, asesinado en ese acto terrorista.
A veces daba la sensación que en Oriente Próximo se iban esparciendo lentamente, por calles y campos, ingentes cantidades de pólvora. Todos los días, a todas horas, sin que nadie se preocupase de recogerlos o limpiarlos, se depositaban por las esquinas y los caminos grandes montones de polvo negro. Polvo negro que se mezclaba con el aire al ser agitado por el viento, hasta que todos los residentes en la zona lo respiraban y lo aceptaban como natural, como propio, como parte del ecosistema, lo quisieran o no. El ambiente estaba terriblemente saturado de corpúsculos de odio que emponzoñaban cualquier intento de solución de los numerosos conflictos de la zona. Todos los habitantes vivían resignados en medio de la espiral, esperando tocar fondo o temiendo que la chispa de un simple rayo incendiase de golpe todo el salitre acumulado, haciendo volar los problemas por los aires.
Osama confiaba en que Egipto, dada su política de moderada imparcialidad de los últimos años, se salvase de la inminente quema del enorme castillo de fuegos artificiales que estaban levantando árabes e israelitas. Cualquier paso en falso, cualquier realineamiento político por parte de los dirigentes políticos, cualquier hecho aislado, intencionado o casual, podría suponer un peligroso giro de la situación. El cielo de Egipto podría nublarse en un momento con las ominosas partículas de hostilidad que revoloteaban alegremente por otras latitudes.
Los oradores radiofónicos repasaban la vida y obra del nuevo ministro de defensa israelí, David Leví, un antiguo general que entre sus mayores méritos militares contaba la invasión de la Península del Sinaí en la Guerra de los Seis Días. Por lo visto, el nuevo jefe del ejército hebreo había puesto hacía años muchas trabas a la posterior devolución del Sinaí al gobierno egipcio, su dueño legítimo, incluso se había mostrado partidario de un escenario geopolítico en el que Israel controlaba totalmente el Canal de Suez.
Otro camión de pólvora descargaba en la castigada zona, pensaba un Osama que, como todo el mundo en la región, únicamente esperaba lo inevitable.
Y había otro pensamiento que rondaba la mente del teniente Osman. Se preguntaba si la obligada sustitución del titular del todopoderoso ministerio de defensa israelí supondría algún cambio con respecto a lo que se había decidido hacer con el Arca de la Alianza.
Nadie se lo había confirmado, pero el teniente no dudaba ni por un segundo que si los gobiernos occidentales sabían de la existencia del Arca, el servicio secreto israelí también estaría enterado. Suponía que el traslado del codiciado objeto a Suiza respondía a un consenso internacional a tres bandas entre Egipto, occidente e Israel.
Aunque los acuerdos podían romperse muy fácilmente en un clima tan turbulento. Yusuf al-Misri, su antiguo comandante, su admirado instructor y protector, le había ordenado proteger el yacimiento y sacar el Arca del país, pero también le había dicho que estuviese pendiente de recibir contraórdenes si en algún momento se desencadenaban acontecimientos inesperados.
Por eso había un teléfono vía satélite en el costoso y preciado camión que hacía las veces de centro de mando. Yusuf solamente llamaría al teniente en caso de cambio de planes, simplemente dejaría un mensaje inocuo en el contestador. Cuando Osama lo escuchara, él tendría que llamar a su superior para recibir nuevas instrucciones.
El militar, disimuladamente, acechaba tres o cuatro veces al día el avisador de mensajes del teléfono, si alguien había dejado algún recado una luz roja parpadearía en la consola.
Resolvió dedicar dos o tres horas a dormir un poco, esa noche no esperaba a los vigilantes, por tanto tendría que montar guardia durante un tiempo hasta comprobar que todo permanecía tranquilo.
La tarde pasaba de prisa.
Alí y Marie, por su parte, habían decidido dedicarla simplemente a descansar y relajar los nervios. También se habían resguardado del sol, Marie en la cabina del camión, Alí en el interior del otro 4x4. El aire acondicionado era un lujo al que ninguno estaba dispuesto a renunciar, así que casi todos los motores de los vehículos estaban encendidos.
Alí se distraía leyendo una Biblia que le había prestado John. El inglés le había marcado los pasajes donde se hablaba de Sheshonk y del Arca. Tenía lectura para rato a juzgar por las numerosas anotaciones que llenaban el libro.
La francesa trataba simplemente de serenarse, de extinguir todo deseo, de limpiar su mente mirando fijamente las ahora calmadas arenas del desierto. Intentaba que su pensamiento imitase el vacío del paisaje, aunque a duras penas conseguía sacudirse los últimos acontecimientos de su cabeza.
El mar de arena, contemplado desde el microclima artificial creado por el aire acondicionado, aparecía como una gigantesca ilusión.
El tiempo fue pasando y todos volvieron a juntarse a la hora de cenar.
John fue el último en aparecer por la tienda-cocina-comedor. Cuando caía el crepúsculo era el lugar más acogedor y cómodo de todo el campamento, el calor ya se había evaporado como por arte de magia y el frío que lo reemplazaba era eficientemente mitigado por la gran cocina portátil que hacía las veces de estufa.
Marie y John cruzaron las miradas en cuanto el inglés apartó el velo de la entrada, como si buscasen una confirmación física de que "el otro" estaba allí, de que era real y podían disfrutar de su mutua presencia durante las próximas horas. Ambos habían llegado a un estado emocional donde no existía la vuelta atrás, no se podía regresar al punto de partida, solamente había posibilidad de recorrer el camino más rápida o más lentamente, pero el final sería invariablemente el mismo, el inevitable encuentro.
El cordón invisible que unía las dos miradas fue cortado por una pregunta de Alí.
—¿Ha habido suerte con los textos?
—¿Eh?… —John tardó unos segundos en saber lo que le preguntaba el egipcio—. Sí, sí, ya los he traducido.
—¿Son partes del
Libro de los Muertos?
—Sí, eso parecen por lo menos.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Alí.
—Oh, nada —tranquilizó John—. Que no los había visto nunca en ninguna recopilación.
—¿Son inéditos? —preguntó esta vez Marie que había despertado también de su pequeño trance.
—Eso creo —contestó John evitando mirar directamente a la cara de la arqueóloga para prevenir nuevos azoramientos.
Desde que en el siglo XIX se hiciera una primera edición del
Libro de los Muertos,
se habían descubierto muchísimos más fragmentos en paredes, papiros, sarcófagos e, incluso, amuletos y estatuillas. El volumen, publicado también con los sugerentes nombres de
Textos de las Pirámides
o
Textos de los Sepulcros,
había enriquecido su contenido y abultado su grosor incorporando las nuevas aportaciones, aunque no siempre eran auténticamente originales, generalmente se trataba de meras variaciones sobre los textos ya conocidos.
—Entonces, habrá recitación —pronosticó Alí—. Pero después de la cena, aunque me temo que nos toca abastecernos nuevamente con las latas de Osama.
—Tampoco están tan mal —alegó el aludido.
Alí rebuscó entre las cajas y decidió hacer un revuelto con habas cocidas, arroz y pollo, juntando el contenido de hasta tres envases distintos en una suerte de cocina militar creativa. El plato era inverosímil, ininteligible, pero se dejaba comer y evocaba más a una especialidad culinaria de algún exótico país oriental que al contenido de una lata de comida preparada.
—Nunca se me hubiese ocurrido amasar semejante mezcla —dijo Osama cuando había acabado con su ración.
—Sí, aunque la verdad es que estaba bueno —reconoció John.
—Tienes buena mano para la cocina Alí —concedió también Marie.
—La comida es pura química, el truco consiste en conocer los sabores que combinan y los que no, lo demás es remover el puchero.
Todos se habían quedado satisfechos y se prepararon para el concierto oral que iba a impartir John. Dejaron el fuego encendido para combatir la paulatina bajada de temperaturas del desierto y cerraron la tienda completamente. Se había levantado algo de viento y los fuertes tejidos de los pabellones se estremecían de vez en cuando con las rachas intermitentes, preñadas de arena, que escupía el desierto.