Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Eric, al terminar de leer la carta de su madre, quedó pensativo. ¿Cómo una mujer culta y del nivel intelectual de su madre podía creer a pies juntillas las elucubraciones de aquel loco? Si eso ocurría con su madre, ¿qué no conseguiría aquel esquizofrénico de Goebels con sus diatribas contra los judíos influyendo en mentes de gentes mucho menos preparadas y favorecidas que la de su madre? ¿Cómo se podía opinar indistintamente de todo un pueblo tal que si fuera una sola persona? Que como tal podría ser mejor o peor, pero jamás cabría atribuir a una comunidad los males de Alemania. Cuando aquello acabara, se casaría con Hanna, le gustara o no a su madre. ¿A cuántos buenos alemanes se cargaría aquel loco por ser judíos? Ahora, visto a través de los acontecimientos vividos hasta aquel 1942, resultaba ser que todos los prejuicios de su amigo Sigfrid tenían fundamento. Una infinidad de pensamientos acudió a su mente. Estaba tan alejado de los suyos que, en medio de aquella inmensidad líquida, se había fabricado un mundo aparte y le parecía que el de Berlín estaba tan lejano en el tiempo y en la distancia que de no ser por la terrible añoranza que despertaba en él el recuerdo de su amada, hubiera pensado que se hallaba en otro planeta.
Poco a poco regresó al mundo y tras tomar el segundo sobre, palparlo y darle la vuelta varias veces ante sus ojos, se dispuso a rasgarlo. Su escritura a máquina le impedía intuir de quién procedía, sin embargo al analizar el hecho de haberlo guardado para leerlo en segundo lugar, algo en su interior le dijo que las nuevas que le traía eran por lo menos inquietantes.
Rasgó la solapa engomada con su navaja y extrajo de su interior tres finas hojas de papel cebolla dobladas en tres pliegues. Se arrimó a la pantalla que alumbraba la cabecera de su catre y, tras torcer el flexo para mejor dirigir el rayo de luz, pudo leer la firma. Entonces, se dispuso a leer.
Mucha agua había pasado bajo el puente de las Barcas desde los infaustos sucesos acaecidos y que habían ocasionado tanto dolor a los habitantes de la aljama de las Tiendas. Juan I, «bravo en la guerra, humano con sus enemigos y dispuesto siempre a perdonar, era la luz de la esperanza de aquellas gentes de sus pueblos que estaban cansadas de respirar una atmósfera turbulenta»
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, regía los reinos de Castilla y de León. Para hacer las paces con los portugueses, tras la aciaga jornada de Aljubarrota, había desposado a Beatriz de Portugal
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luego de haber enviudado de Leonor de Aragón, fallecida a consecuencia de un mal parto el 13 de septiembre de 1381
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; y se podía decir que excepto el reino nazarí de Granada, la península Ibérica era el predio particular de los monarcas cristianos. En cambio las relaciones del rey de Castilla con los nobles eran muy diferentes de las que había mantenido su padre. Enrique II había debido la corona a una serie de familias a las que tuvo que agradecer la ayuda que le habían prestado en la lucha fratricida que sostuvo con su medio hermano Pedro I, y los colmó de privilegios, en cambio su hijo tuvo que frenar las excesivas ambiciones de una nobleza acostumbrada a pedir sin freno y lo que era peor a lograr todo aquello que ambicionaran.
Una madrugada de mayo del año de gracia de 1389, dos jinetes en sendas cabalgaduras, un alazán árabe de nueve años el más disminuido y un garañón normando, poderoso y de gran alzada el segundo, atravesaban la puerta de Cambrón.
En el corazón de Simón se entremezclaban dos sentimientos antagónicos. Por un lado el hecho incuestionable de que abandonaba la casa de sus padres, y quizá para siempre, le entristecía, pero la ilusión de que, tras aquellos desesperanzados años, cabía la posibilidad de hallar de nuevo a su amada, aun a sabiendas que lo más probable fuera que si tal ocurría quizá lo único que cupiera fuera poner los ojos en ella sin poder siquiera cruzar una palabra, le llenaba el corazón de gozo. La despedida de su madre, pese a que arguyeron una añagaza para hacerla creer que su partida estaba motivada por asuntos de negocios y que no era definitiva, fue dura, ya que es difícil engañar el corazón de una madre y Simón supo, al mirarla a los ojos, que, únicamente por respeto a Zabulón, la mujer simulaba que creía el engaño. La verdad es que, tras abrazar a ambos, partió sin volver la vista atrás.
El día iba saliendo y la primavera estallaba, igual que su alma, renovando el paisaje castellano. Las ardillas brincaban gozosas encaramándose a los árboles y saltando de rama en rama al paso de las cabalgaduras, y algún que otro conejo asomaba sus orejas tras un bancal oteando el horizonte y queriendo curiosear quiénes eran aquellos inmensos seres que perturbaban sus alegres correrías; los vencejos rasaban sus peculiares vuelos dibujando en el aire curiosos giros y el rumor de la floresta le parecía el más hermoso de los conciertos.
¡Cuántas cosas habían acaecido durante aquellos años y cuántos cambios se habían producido en su vida! Por el momento en Toledo, ya fuere porque era la capital del reino y el monarca gobernara a sus heterogéneos súbditos con mano firme, o fuere porque los rabinos habían vuelto a recuperar la hegemonía perdida, la calma era total aunque tensa, ya que si se auscultaba con atención se podía percibir que un oscuro y espeso latido palpitaba en su trasfondo, pues los vientos que desde el sur subían por la península, lo hacían preñados de amenazas y de odio y nada bueno auguraban para su probado pueblo; y lo hacían siempre azuzados por aquel mismo y porfiado enemigo de su raza, el arcediano de Écija, que irritaba a tal punto a los reyes de la península que Juan I de Aragón dio la orden de que «si asomara las narices por Zaragoza fuera arrojado al Ebro»
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En la alforja de su caballo llevaba Simón una carta, llegada justamente unas horas antes de su partida, y que desde la lejana Amberes le traía nuevas de su amigo David, que desde donde se hallare había procurado, durante aquellos turbulentos años y siempre que tuviere el mensajero idóneo, enviarle nuevas referentes a su vida. En aquella ocasión lo había hecho a través de un franco, comerciante en especias, que aprovechando la ruta jacobea se había desplazado hasta la capital del reino para establecer nuevas rutas comerciales.
Habían llegado a un lugar en donde un pequeño afluente del Tajo trazaba una curva que al hacer un meandro formaba un vado apto para que las cabalgaduras atravesaran al otro lado, y Simón indicó con un gesto a su amigo que se detendrían allí a fin de abrevar a sus caballos.
Seisdedos se había convertido, a raíz del durísimo ejercicio de arrancar piedras de la cantera durante aquellos años, en un cíclope de descomunal fortaleza. Su carácter, de por sí taciturno, se había tornado sumamente huraño al regreso de un viaje que, con el permiso de Simón, había realizado guiado por una extraña premonición. Al llegar a la cabaña donde había pasado toda su niñez halló en uno de los catres el cadáver de su abuela que sin duda había fallecido poco tiempo antes. Domingo cavó una zanja y tras amortajarla depositó en ella el cuerpo de Inés Hercilla y lo cubrió de tierra. Después, tomó un trozo de madera y haciendo una tosca cruz con su navaja, la puso en la cabecera de la rústica tumba. Luego de enterrarla, rezó la oración que de pequeño le había enseñado la buena mujer y montando en su cabalgadura regresó a Toledo. A su llegada buscó a Simón para explicarle lo ocurrido; éste le interrogó al respecto de por qué súbitamente había querido volver. «Algo en mi interior me avisó de que la abuela había muerto.» Ante el estupor de Simón añadió: «A veces me ocurren cosas así, cuando os encontré medio muerto, aquella mañana salí en busca de alguien que estaba en apuros.» Y no hubo forma de sacarle nada más.
Seisdedos, en cuanto vio el gesto de su amo, se apresuró a desmontar y sujetando la brida de su caballo se aproximó al de Simón para hacer lo propio. Puso éste pie a tierra y en tanto Seis se acercaba a la rivera para que las bestias abrevaran, se acomodó en un tronco abatido, y extrayendo la carta de David de su faltriquera, se dispuso a releerla por enésima vez.
Amberes, a 6 de marzo de 1389
Querido amigo:
Ha muchas lunas que me tenía que haber puesto a escribiros, pero lo ajetreado de las jornadas y el hecho de que no se me ofrecía la coyuntura de un buen mensajero han hecho que haya ido postergando mi respuesta hasta el día de hoy que como podéis ver por la fecha ya anda entrado nisam
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.Mucho ha llovido desde la última vez que tuve oportunidad de enviaros una misiva, ya que si no es por un correo seguro y amigo, no me atrevo a hacerlo pues al quereros comunicar sin recelo ni censura todo lo que pienso y me acontece podría, caso de caer mi carta en manos inconvenientes, poner en peligro la integridad de vuestra persona.
Espero que al recibir ésta, vos y vuestra familia gocéis de las bendiciones de Elohim y de la protección de su clemencia infinita, cosa que me consta muy necesaria, por propia experiencia, en los pagos en los que moráis.
No podéis imaginaros lo diferente que es la vida allende los Pirineos y el distinto trato del que gozamos los hebreos. No os hablo por boca de ganso ya que lo que os relato he tenido ocasión de vivirlo en mis carnes y de primera mano. Los judíos, en las ciudades que he visitado y que voy visitando, viven en barrios apartados, pero no porque alguien los obligue a ello sino porque éste es su gusto y porque los da yanim consideran que es más favorable el hacerlo de esta manera para mejor preservar nuestras costumbres y negocios. La última localidad visitada ha sido Amsterdam, y los barrios judíos de Houtgratch, Vloyenburg y Breedstraat constituyen lo más granado y selecto de la ciudad.
Por cierto, hablando de ello debo deciros que una importante novedad ha influido en mi futuro. Luego de pasar dos años en París, dirigí mis pasos, a través de Germania, tal como creo os relaté en mi última carta, hacia Amberes —vía Amsterdam—, ciudad hermosa ubicada en la desembocadura del Escalda y que está bajo la protección del duque de Borgoña. Su puerto es de los más importantes de Europa y por tanto su comercio es floreciente, las mercancías se trasiegan por los canales, por lo que la gente va y viene a sus asuntos, muchas veces por vía fluvial. Allí, una mañana, dirigiendo la vista hacia la galería de mujeres de la sinagoga
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, vi a un ángel del señor, hermoso y blondo, que me miraba sonriente, su nombre es Verónica Goldanski y al verla comprendí los sentimientos de los que me hablabais al respecto de Esther. El caso fue que la esperé a la salida y, contrariamente a lo que ocurre en Toledo, iba sin aya que la acompañara y nadie la miró especialmente cuando se dirigió a mí interesándose por mi persona, ya que vio al punto que yo no era uno de los habituales de la sinagoga. Me permitió acompañarla en el camino hacia su casa y aproveché el trayecto para explicarle quién era y de dónde procedía, y quedamos citados para el día siguiente. A este primer encuentro siguieron otros y supe de esta manera un sinfín de cosas y costumbres que os asombrarán como a mí me ocurrió al principio. A los judíos provenientes de España nos conocen en Europa como sefardíes, ya que Sefard es Hispalis, «Tierra de conejos»; y en cambio los que proceden de donde ella y su familia son oriundos, son conocidos como asquenazíes. Todos, para adecuarse a su nueva patria, cambian sus apellidos y los trasforman de manera que tenga algo que ver con el oficio o tarea que desempeñan, tomando la raíz de la profesión del padre y la terminación del país originario; en su caso, de Polonia. Su padre trata en metales preciosos, de ahí que tomaran la cepa de su nombre, gold, que en castellano es oro, y le añadieran la terminación anski, que es polaca y que procede de la patria de sus abuelos. Goldanski es su apellido.Tras estas divagaciones, que ya veréis dónde me conducen, os daré la gran nueva, ¡me voy a casar con ella! Es hija única y al principio sus padres me acogieron con el natural recelo y la prevención consiguiente, pero al enterarse, a través de sus contactos comerciales, de cuál es mi familia y sobre todo al conocer que mi tío Ismael es el rabino de la sinagoga de Benzizá, consintieron de inmediato nuestro noviazgo. Una recomendación y un ruego me hizo mi futuro suegro. Lo primero, que sería conveniente que cambiara mi apellido, como todos hacen, para adecuarlo al país en el que voy a morar, para lo cual me acompañó al registro judío de nombres en donde, siguiendo las directrices del rabino que está al frente del archivo, ya he comenzado los trámites, y lo segundo, que me olvidara de los carros y de los caballos y me dedicara a su oficio, ya que al no tener hijo varón que perpetúe su estirpe, si yo no accediera a ello todo su esfuerzo por acreditar su firma se perdería. De tal manera que ya me veis rumiando cómo debo llamarme y buscando un término que aquí en los Países Bajos tenga algo que ver con Caballería; hay varios. Ni que deciros tengo que en cuanto sepa cómo me llamo os enviaré la referencia de mi nuevo nombre para que podáis escribirme con la propiedad que convenga, entre otras cosas, para que el correo pueda hallarme, pero por el momento podéis poner el nombre y la dirección de mi futura que os consigno al final de ésta. Como podéis ver, suplo con largueza mi falta de noticias y aprovecho ésta para poneros al corriente de mi vida como espero hagáis vos en vuestra próxima. Sigo con lo segundo. O sea que ya me imaginaréis aprendiendo los rudimentos de este oficio que nada tiene que ver con mi anterior profesión. De todas maneras os debo confesar que es menos cansado y mucho más pulcro, ya que no hay color posible entre tratar con carros y caballos o hacerlo con oro, plata y hasta con gemas de gran valor.
Bien, creo que no me he dejado nada en el tintero y que os he puesto al corriente de los avatares de mi vida.
El correo por el que os envío ésta es de toda confianza, si os da tiempo podéis contestarme a través de él y si no, sé que industriaréis los medios oportunos para hacerlo en próximas fechas.
Os deseo lo mejor del mundo tanto para vos como para vuestros padres, a los que desde aquí envío mis más cordiales saludos que extiendo a Domingo, vuestro criado, que tanto me impresionó, y a todas aquellas personas que veáis en Toledo y que creáis oportuno darles nuevas de mí. No os digo que vayáis a ver a mi tío ya que he aprovechado el mismo conducto para enviarle una misiva.
Sin otro particular, recibid el testimonio de mi más rendido afecto.
Vuestro compañero de aventura,
David Caballería (por el momento)
El nombre y la dirección a la que debéis escribirme son: Doña Verónica Goldanski. Calle del Canal de Van Sea, n.° 8, Amberes.