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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (16 page)

BOOK: La sangre de Dios
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—¿Un museo de qué? —preguntó Draco—, ¿cuadros y estatuas?

Perceval ensanchó su sonrisa.

—Ahora viene lo bueno: acordaron que eran imprescindibles para ese museo dos reliquias antiguas, las piedras templarias y el Sanguino.

—¿Qué es el Sanguino?

Perceval se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Las actas no lo aclaran, pero remiten al posible propietario de la reliquia, un tal Tonino Sebastiani.

—¿Sabes quién es?

—Lo he averiguado: es un potentado siciliano que hace grandes negocios con América, aceite de oliva y zumo de naranja. Es un mafioso, pero está estrechamente vinculado al Vaticano porque su abuelo o bisabuelo perteneció a la nobleza negra papal. Era un
uomo di fidenza,
un hombre de confianza del Vaticano.

Draco contempló pensativamente un tapiz de la pared que representaba una estrella de doce puntas inscrita en un círculo.

—Las piedras ya sabemos dónde están —dijo—. Quizá sea un buen momento para entrevistarse con ese hombre, con Tonino Sebastiani, y averiguar qué es ese Sanguino. Él nos podría orientar.

—También puede ser peligroso, Simón.

Draco asintió.

—Ya me hago cargo, pero aun así quiero seguir adelante.

29

Draco llamó al servicio de información de la telefónica suiza para solicitar el número de un abonado de Palermo.

—¿El señor Antonio Sebastiani? —respondió la solícita empleada—. Tome nota del número, por favor.

Marcó el número de Sebastiani. Después de tres timbrazos descolgaron el aparato.

—¿El señor don Antonio Sebastiani?

—Sí, aquí es —confirmó una voz grave, recelosa—, ¿quién lo llama?

—Quisiera consultarle algo relacionado con una reliquia llamada el Sanguino. Me llamo Simón Draco. Estoy en Suiza.

Se produjo un silencio meditativo. Después la misma voz preguntó:

—¿Cómo dijo usted que se llama?

—Simón Draco. Soy investigador privado.

—Aguarde un momento, por favor.

Pasados varios minutos, una nueva voz, más modulada, le dijo:

—¿Señor Draco? El señor Sebastiani no puede hablarle ahora, pero no tendría inconveniente en recibirlo el jueves próximo.

Draco titubeó. Podía ser una trampa. Tanta facilidad resultaba sospechosa. Después pensó, como otras veces, que de algo había que morir.

—Está bien. Indíqueme la dirección.

—Diríjase al hotel Ponte, en el barrio viejo de Palermo. El recepcionista le informará.

Y colgó.

El avión de Alitalia aterrizó en Malpensa, el aeropuerto de Milán, a las 8.35. Draco transbordó a un Airbus y se acomodó en un asiento de ventanilla. Cuando despegaron y ganaron la altura reglamentaria, una agradable azafata morena sirvió un zumo de naranja en un vaso de plástico con el anagrama de la compañía.

—Cada vez que pruebo esta porquería me prometo no volver a hacerlo —manifestó en el asiento contiguo un hombrecillo moreno vestido de manera informal—. Carlo Perini —se presentó—. Soy profesor de sociología en la Universidad de Palermo.

—Simón Draco. Simple turista.

—¿Es la primera vez que viene a la isla?

—Sí.

—Espero que le guste. En esta época del año está muy hermosa. Es una pena que no vengan más visitantes a disfrutar de la belleza de Sicilia. Me temo que damos muy mala imagen con todo eso de la mafia.

Draco miró a su interlocutor preguntándose si aquella conversación era tan casual como parecía. Después de todo, él venía a entrevistarse con un capo de la mafia. El hombre parecía sincero. Probablemente era profesor de universidad. Conversaron sobre las dificultades del sociólogo en una sociedad cerrada a las indagaciones de la ciencia. Inevitablemente volvió a mencionarse la mafia.

—«Mafia» significa coraje, valentía—dijo Perini—. Nació en 1812, cuando el gobierno napolitano intentó abolir los privilegios feudales de los príncipes sicilianos y ellos recurrieron a sicarios u hombres de honor para defenderlos. Más adelante, cuando Nápoles desapareció tras la unidad de Italia, los mafiosos tomaron un sentido patriótico de resistencia contra el centralismo romano. A principios de siglo, muchos sicilianos emigraron a América y se llevaron la mafia como organización de autodefensa. Después se entregaron a los negocios ilícitos, al delito a gran escala y se criminalizaron. ¡Una verdadera desgracia para Sicilia!

—Y los mafiosos sicilianos —preguntó Draco—, ¿sabe la gente quiénes son?

—Todos son conocidos, pero la justicia no puede hacer nada sin pruebas.

—¿Ha oído usted hablar de don Antonio Sebastiani?

—¿Don Antonio? El don de Caltanissetta. Todo el mundo lo conoce en Sicilia. Es un hombre muy poderoso. En 1943, el mafioso americano Lucky Luciano envió un emisario para pedirles a don Antonio y a don Calógero Vizzini que favorecieran el desembarco americano en Sicilia. Los americanos los nombraron Coroneles honorarios como prueba de gratitud y dejaron en sus manos la intendencia civil. Don Antonio amasó una enorme fortuna en pocos años. Ahora su familia vende aceitunas, aceite y naranjas en Estados Unidos. Ya está viejo y enfermo, pero sigue siendo uno de los hombres más poderosos de la isla.

El Airbus describió un amplio giro para enfilar el aeropuerto Falcone Borselini. Perini señaló por la ventanilla el distante panorama de montañas peladas con los valles cubiertos de naranjos, olivos y vides, que se divisaba más allá del caserío de Punta Raisi.

—Desde aquí arriba parecería que nada ha cambiado desde que los griegos roturaron estas tierras —suspiró.

Una azafata recorrió el avión para asegurarse de que todos los pasajeros llevaban abrochado el cinturón de seguridad. Draco notó que muchos sicilianos se santiguaban.

—Es que el aeropuerto de Palermo es algo peligroso —señaló Perini—. A un lado está la montaña y al otro el mar, como Caribdis y Escila, y los pilotos tienen que afinar mucho.

Aterrizaron correctamente. Un autobús de servicio interno los condujo a la terminal. Draco, que sólo llevaba equipaje de mano, volvió a coincidir con el profesor Perini en la parada de taxis.

—¿Tiene hotel reservado?

—Me esperan en el Ponte.

—Me coge de paso. Tomemos el mismo taxi y lo dejaré en su hotel.

—Muchas gracias.

La Autoestrada A 29 de Palermo estaba bastante concurrida. El taxista conducía como un demente con el pie a fondo, mientras silbaba alegremente una piececilla de ópera italiana. En un tramo recto, Perini le señaló a la derecha.

—Esas dos banderas rojas marcan el lugar del asesinato del juez Falcone —dijo—; ¿sabe usted quién era el juez Falcone?

—¿El juez que asesinó la mafia?

—El mismo. El 23 de mayo de 1992, tres coches blindados que circulaban a ciento sesenta kilómetros por hora transportaban al juez Giovanni Falcone, a su mujer y a sus guardaespaldas. En aquel puente había tres hombres echados sobre la baranda, contemplando el tránsito. Uno de ellos, el jefe mafioso Brusca, oprimió un botón. ¡Bum! Dos meses más tarde, un atentado parecido acabó con la vida de Paolo Borsellino, sucesor y amigo de Falcone. También lo ejecutó personalmente Brusca.

—¿Cómo se sabe eso?

—Porque uno de sus compinches, un tal Santino di Matteo, lo reveló a la policía. Brusca raptó a su hijo de once años, lo estranguló con sus propias manos y disolvió el cuerpo en ácido.

Tras treinta y cinco kilómetros de autopista desembocaron en un suburbio de casas pobres de Palermo. El tráfico se ralentizó en una calle de edificios modernos algo ajados y polvorientos. Perini le señaló una corona verde y jarrones con flores en la puerta de un bloque de pisos.

—Ahí vivía el juez Falcone —dijo—. La gente le trae flores y cartas.

Pasaron por el barrio del puerto, en el que confluían algunas calles adornadas con guirnaldas de bombillas de colores.

—Es por la fiesta de Santa Rosalía, la patrona de la ciudad —le aclaró Perini.

Draco observaba el aire decadente y algo desvencijado de los comercios y los monumentos de la vieja ciudad. Atravesaron una puerta de la vieja muralla y se internaron en un barrio menestral, donde todavía se apreciaban las huellas de los bombardeos de la guerra. A Draco le sorprendió encontrar tantos palacios abandonados y en ruinas.

—Donde antes de la guerra vivían los aristócratas y los rentistas, ahora sólo hay gatos famélicos —dijo Perini.

El hotel Ponte estaba ubicado en un destartalado edificio de la época de Mussolini. El recepcionista le asignó a Draco una amplia habitación del tercer piso con vistas a una plaza desarbolada con un monumento a los caídos de la mafia, una especie de bloque de hierro oxidado con la inscripción:
«Al caduti nella lotto contro la mafia.»

Se duchó, se puso una chaqueta oscura y bajó a recepción.

—El señor Sebastiani me indicó que me alojara aquí, ¿dónde podría verlo?

El empleado, un tipo delgado y alto, de cara afilada y profundas ojeras, contempló con recelo al huésped y consultó su nombre en el libro antes de responder.

—Vaya usted al convento de los capuchinos y pregunte por el padre Amaro. Él le indicará.

El taxi condujo a Draco, a través de la ciudad antigua, entre destartalados edificios de piedra, hasta una plaza polvorienta abarrotada de coches.

—Aquélla es la cripta de los Capuchinos.

El taxista señaló una puerta anodina de la que, en aquel momento, salían dos turistas nórdicos con calzonas, faltriquera marsupial y gorra de visera. Draco entró en una especie de vestíbulo donde había un viejo expositor de postales y una mesita baja con guías del Jubileo romano y tickets de entrada a la cripta. A través de una puerta de cristales, en la habitación contigua, dos frailes capuchinos veían un telefilme americano, uno de ellos acostado en un sofá, con los pies desnudos y sucios sobre un cojín, el otro en un sillón de orejas, igualmente descalzo y sucio, con los pies apoyados en la mesita auxiliar.

Draco golpeó en el cristal con los nudillos. El fraile joven se puso las sandalias con un gesto de fastidio y salió a atenderlo.

—Venía a ver al padre Amaro.

El joven lo miró con recelo. Era imberbe, fofo y pálido de tez, casi femenino.

—El padre Amaro está en la comunidad —señaló con voz aflautada y mujeril—. ¿Quién le digo que lo busca?

—Me llamo Simón Draco.

Tomó nota en un papel.

—¿Quiere ver la cripta mientras lo llamo?

Simón Draco se encogió de hombros.

—Son dos mil quinientas liras —anunció el frailecillo tendiéndole un ticket—. Es por la contabilidad.

Draco satisfizo el óbolo y descendió las polvorientas escaleras que le indicaba el fraile. Desembocó en una triple galería húmeda y ventilada, en la que colgaban de las paredes decenas de cadáveres supuestamente momificados, en realidad meros esqueletos con pitracos de carne reseca, embutidos en polvorientas y podridas mortajas rellenas de estropajo y cañas. Media docena de turistas deambulaban por el secadero contemplando la macabra exposición. Hacía frío. Draco merodeó hasta el fondo de la galería central, donde una reja de madera cortaba el paso. Detrás se exponía el cadáver de una niña en un cajón de madera adornado con polvorientas flores de trapo. Parecía más bien una máscara de cera maquillada como una muñeca barata.


La Addolorata
—apuntó una voz a su espalda.

Se volvió. Era un fraile de unos cincuenta años, atildado y sonriente, con cara de hombre de mundo.

—¿El padre Amaro?

—Yo soy. Y usted debe de ser el señor Draco, ¿no?

—Simón Draco —dijo estrechándole la mano.

—Andrea, el portero del Ponte, me avisó de su llegada. —Señaló a la niña momificada, al otro lado de la reja—. Ésta es nuestra inquilina más joven y mejor conservada. Murió en 1881, el año en que cesaron los enterramientos. El cadáver más antiguo que tenemos es el de fray Silvestre da Gubbio, muerto en 1599. Está en aquella galería, pero usted no ha venido a ver a los difuntos, ¿verdad?

Se detuvo y escrutó los ojos de Draco sin perder la sonrisa.

—He venido a informarme sobre una reliquia llamada el Sanguino.

Fray Amaro asintió y echó a andar de nuevo, las manos en la espalda, en silencio, como si paseara con un viejo conocido. Draco aguardaba su respuesta.

Unos metros más adelante, el fraile le indicó uno de los cadáveres altos, más parecido a un espantapájaros, incluso con paja rancia y cañas brotándole de los harapos, una calavera apenas cubierta de piel apergaminada.

—Éste es fray Silvestro. La soga que llevan algunos frailes difuntos al cuello es un signo de humildad. La corbata humilde —añadió con una sonrisa cínica.

—¿Qué es el Sanguino? —preguntó Draco.

—¿Por qué lo busca usted?

—No lo busco. Busco solamente a los que lo buscan. Soy investigador privado. Un cliente quiere que me ponga en contacto con ellos en su nombre.

—¿Y por eso llamó a don Antonio Sebastiani?

—Alguien me dijo que él tenía el Sanguino.

Habían llegado al pie de la escalinata que conducía al vestíbulo de las postales y a la calle.

—Me parece que va siendo hora de almorzar —dijo el padre Amaro mirando el reloj—. Venga usted a las cinco y seguiremos hablando del Sanguino.

Deambulando por las calles de la antigua capital normanda, Simón Draco llegó a la Porta Nova, decorada con atlantes de turbante y bigote a la turca, con los brazos cortados. La ciudad olía a rosas marchitas. Dejó pasar a un grupo de alegres colegialas con brillantes mochilas y zapatos de la
Guerra de las galaxias.
Entró, por distraerse, en un establecimiento de artículos para turistas, cercano al aparcamiento de la catedral, y anduvo curioseando entre el batiburrillo de
Pietàs
de Miguel Ángel de yeso, de imitaciones de vasos griegos, de Cristos y padres Píos de plástico reflectante, de sables japoneses, de escorpiones embutidos en pisapapeles de metacrilato, de estrellas de mar secas, de vírgenes de Lourdes, penes, vulvas y ceniceros fabricados con lava del Etna molida. Dudó si compraba una botella de aguardiente siciliano
Fuoco dell'Etna,
pura dinamita, pero al final no se decidió: tenía que cuidarse el estómago. Al salir del establecimiento sintió hambre. En los alrededores encontró una mesa libre en la
trattoria
Trinacria, en los Quattro Canti. Almorzó pasta a la palermitana, pastel de berenjena y media botella de chianti Ruffino, muy satisfactorio. La clientela, de lo más popular, hablaba a voces entre grandes risotadas, a pesar de las palabras admonitorias que había en la pared, junto al dibujo de dos burros rebuznando:

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