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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (14 page)

BOOK: La sangre de Dios
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—Frau Benz está despierta —murmuró Draco.

—Habrá que dormirla.

Llegaron junto a la puerta. Draco la abrió lentamente para ver el interior: el embozo de la enorme cama matrimonial estaba desplegado, pero Frau Benz debía de estar en el cuarto de baño. Lola se acercó sigilosamente y observó a Frau Benz a través de la puerta entreabierta. La dama, gorda y rubia, canturreaba distraídamente una cancioncilla bávara de su juventud. Lola le guiñó un ojo a Draco para indicarle que ella se encargaba de la mujer. Vertió el contenido de una ampolla en una mordaza de gasa que traía preparada e irrumpió en el baño. Se oyó un grito ahogado, después un forcejeo. Luego, el silencio.

Draco retiró el retrato del Führer y contempló un momento la caja fuerte. En efecto, una vieja Berling como la que había abierto en Sâo Paulo. «Este hombre va a perder un buen negocio por no renovar esta caja anticuada», se dijo repitiendo las palabras de Max Ballum cuando se enfrentaba a un trabajo.

Lola se quedó junto a la puerta vigilando el pasillo mientras Draco le aplicaba los sensores a la caja. Encendió las letras y comenzó a girar lentamente la primera rueda. Clic en uno, clic en ocho; clic en ocho; clic en nueve; después, la segunda rueda, clic en uno; clic en nueve; clic en cuatro, clic en cinco. Miró las fechas inscritas en la plaquita del cuadro que tenía al lado: 1889, el año del nacimiento del Führer, y 1945, el año de su muerte. Herr Benz no se había quebrado la cabeza buscando una cifra para la clave. Giró hacia abajo la manija. La caja se abrió con un ruido del mecanismo.

—¡Cógelo todo, absolutamente todo! —gritó Lola en sordina.

Abrió la bolsa de lona plastificada y fue trasvasando el contenido de la caja fuerte. Había agendas, listas de números, fajos de dólares americanos en billetes grandes y marcos alemanes, un estuche con una Cruz de Hierro con diamantes, varios CD en sus embalajes y tres copias en papel de impresora de un mismo grabado de Durero.

¿Durero? Draco recordó las palabras de Perceval: «Topamos con la palabra "Durero" y series de cifras. Debe de ser una clave, pero la informática se estrella en ella.» ¿Tendría alguna relación? Por si acaso los dobló en cuatro, pero en lugar de meterlos en la bolsa de lona se los guardó en el bolsillo.

—Ya estoy —dijo cerrando la caja y colocando el cuadro en su sitio.

—Vámonos —lo apremió Lola desde la puerta.

Salieron nuevamente al pasillo y bajaron precavidamente la escalinata. El vestíbulo seguía desierto, pero en el salón las animadas conversaciones de un rato antes habían decaído, se oía el tintineo del hielo en los vasos. Se deslizaron de puntillas por la puerta del sótano y regresaron a la bodega. Bajaron los peldaños iluminándolos con la linterna.

—Tengo que activar el emisor que guiará al avión —dijo Lola.

Les pareció que el lugar idóneo era la tabla superior de una estantería. Lola comprobó el emisor de frecuencia y lo puso en marcha. El pilotito rojo se reflejó en los ladrillos del techo. Con la habitación a oscuras, aquel resplandor rojizo podía delatarlo. Cubrió el piloto con el tapón de plástico de sus binoculares.

—Podemos irnos.

Draco amontonó un par de cajas vacías para facilitar el acceso a la trampilla.

Arriba todo seguía igual, el sendero entre las cocinas y los barracones débilmente iluminado por la luz huérfana del porche. Se deslizaron al exterior y se dirigieron a las caballerizas. Al resguardo del muro de madera recuperaron el resuello.

—¿Estás bien? —preguntó Draco.

Lola le apretó el brazo como respuesta. Sentía la garganta seca y el corazón le golpeaba en el pecho. Por un momento pensó que con un poco de suerte saldrían limpiamente de aquello, pero un instante después se arrepintió por haberse precipitado cuando apareció ante ellos la figura inconfundible del Turco encañonándolos con una pistola.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con su voz ronca y atronadora—. Levanten las manos bien altas y no me enfaden.

Detrás de él, temblorosa, apareció una muchacha guajira, casi una niña, con el cabello revuelto y el vestido desgarrado que le dejaba los pechos pequeños y duros al aire. El Turco tenía la bragueta abierta y por la abertura le asomaba un faldón de la camisa. Comprendieron que lo habían sorprendido en una aventura galante. Al multimillonario le gustaba desvirgar indias sobre la paja del galpón, entre los vapores amoniacales del estiércol, como en sus tiempos de mozo de cuadras.

Aníbal dos Mares miró las ropas oscuras de los intrusos, la mochila, las caras tiznadas de negro.

—¿Sois jodidos policías u os manda la competencia? —preguntó casi complacido y abrió la boca para dar la alarma, pero el grito se le ahogó en la garganta y se transformó en estertor: Draco le había atravesado la garganta con un estilete que ocultaba en la manga. Un chorro de sangre espesa salpicó la cara y los pechos desnudos de la indiecita que se miró las manos y, cuando descubrió de qué se trataba, comenzó a chillar, horrorizada. Sonaron gritos dentro de la casa y carreras de botas militares sobre las maderas del porche principal. Los perros comenzaron a ladrar. Algunas ventanas se iluminaron e inmediatamente se encendió toda la iluminación exterior, incluyendo los focos de la piscina y los farolillos románticos del parque.

Draco y Lola corrían ya, en línea recta, hacia la arboleda. A mitad de camino comenzaron a silbar las balas.

—No tiréis —ordenó una voz en alemán—. Ya van los perros tras ellos.

Seis furiosos perros de presa los perseguían.

—¡Que no los maten! —gritó Benz—. Quiero uno vivo por lo menos. Tiene que hablar.

Los guardaespaldas siguieron a los perros.

—¡El pito loco! —gritó Lola.

Draco sacó el artilugio del bolsillo y oprimió el botón cuando las fauces babeantes del primer mastín estaban a dos saltos de su garganta. El animal se detuvo inmediatamente como si hubiera chocado contra un muro de acero, se enroscó en el suelo y prorrumpió en aullidos lastimeros. Los otros perros lo imitaron un poco más lejos.

Los perros habían fracasado. Las balas comenzaron a silbar entre los árboles arrancando astillas y cercenando ramas. En la espesura no penetraba la escasa luz de la luna. Draco y Lola tropezaron y cayeron un par de veces, pero se incorporaron rápidamente y reanudaron su carrera, cogidos de la mano para evitar separarse en la oscuridad; Draco delante, llevándola casi a rastras hasta el árbol grande, una mancha poderosa y benefactora que destacaba contra las estrellas en medio de la arboleda. Nuevamente ladraron los perros que volvían a la carga más furiosos que antes. Uno de los sicarios encontró el rastro.

—¡Aquí, aquí, han pasado por aquí! —Llamó a sus compañeros, pero cuando llegaron a la arboleda dejaron de disparar, temerosos de herirse entre ellos.

Al otro lado del agujero, Draco y Lola todavía no podían sentirse a salvo. Draco repuso el alambre que cerraba el hueco para evitar que los perros los siguieran. Después colocó en el sendero las dos minas antipersona que había dejado detrás del árbol, las activó y las cubrió con puñados de hierba. Continuaron la huida.

Por encima de sus cabezas se oyó el sonido de un motor. La avioneta acudía puntual a la cita. En medio de la espesura, perdidos, dejaron de huir. Aguzaron el oído mientras respiraban afanosamente, apoyados en un tronco. La selva se había quedado silenciosa. Ni rastro de los perros ni de los perseguidores.

—Quizá no han encontrado el agujero —aventuró Draco, pero un instante después un estampido seguido de un destello distante señaló el estallido de una mina.

Pasó un minuto. El motor del avión se había alejado y no se oía. ¿Habría perdido la señal? ¿Habría dejado atrás la Casa Grande?

Entonces estalló la bomba vietnamita. Un relámpago súbito iluminó un kilómetro cuadrado de selva como si fuera de día. Un instante después, el taponazo sordo de la explosión se percibió remoto, seguido de un temblor en el aire, la onda expansiva muy aminorada, que, no obstante, produjo sobre las cabezas de los fugitivos un estruendo de ramas resquebrajadas.

—Apúrense que esto está que arde.

Jacinto los llamaba desde el otro lado del claro. Lo siguieron de buena gana. Cuando llegaron a la furgoneta, después de cuatro horas de caminar penosamente por la selva, estaba amaneciendo.

Escarlata les estrechó las manos.

—Ha sido un buen trabajo. Ahora tenemos que andar listos porque seguramente extremarán el control en la frontera.

Desandaron el sendero Macuco hasta las proximidades de Iguazú y allí transbordaron a un viejo Volkswagen. Una india gorda y sonriente salió del coche.

—Aquí les presento a Victoria, que va a ser su guía el resto del viaje. Ella sabe lo que tiene que hacer.

Se despidieron brevemente.

La india conducía a toda velocidad volviendo la cabeza para mirar a sus pasajeros cada vez que hablaba, y hablaba mucho.

—En la carterita del asiento tienen dos billetes de autobús. Ahora vamos a visitar la presa y central hidroeléctrica Itaipú Binacional, entre Paraguay y Brasil. Allí encontraremos decenas de autobuses turísticos. Ustedes se buscan el suyo y regresan a Foz de Iguazú confundidos entre los turistas.


Okay.

27

Al declinar el día, en el vuelo de regreso a Sâo Paulo, Lola contemplaba el paisaje, pensativa. De pronto se volvió y trenzó su mano con la de Draco.

—¿Estás satisfecho?

Él asintió, serio. No lograba desentrañar el origen de aquella tristeza indefinible. Aníbal dos Mares, el responsable de la muerte del Coronel y de Joyce, estaba muerto. Klaus Benz, cuya implicación en el asunto era menos probable, pero tampoco se podía descartar, había muerto también. Lo que había venido a hacer en Brasil estaba hecho. No obstante, la venganza no remediaba su soledad. Quizá la acrecentaba. Ahora sólo veía un camino vacío que no llevaba a ninguna parte.

Lola le apretó la mano y reclinó su cabeza en el hombro de Draco. Quizá intuía lo que pasaba por su cabeza.

Jack y Ari los esperaban en el aeropuerto con el Mercedes. Dejaron a Draco en su hotel.

—Tengo que redactar el informe para la oficina de narcóticos —se disculpó Lola—. Te llamaré para la cena.

Draco, en su habitación, desplegó los grabados de Durero. Eran simples fotocopias enviadas por Internet. ¿Podía estar en ellos la clave? De otro modo, ¿por qué iba a guardar Benz en su caja fuerte unas simples reproducciones sin valor?

Draco salió a la avenida Liberdade, buscó una cabina telefónica y llamó a Perceval.

—Tengo unas reproducciones de Durero que estaban en cierta caja de seguridad, ¿pueden significar algo? Tienen arriba un largo número escrito a rotulador.

—Díctamelo.

Perceval tomó nota de los números.

—¿Vas a estar en el hotel?

—Hasta la hora de la cena, a las nueve, hora brasileña.

—Te llamaré mañana por la mañana.

Después de cenar, Lola despidió a Jacky a Ari, y cuando se quedó a solas con Draco, le cogió la mano. Bajaron en silencio, como dos enamorados, por la acera de la Rua da Consolaçâo y atravesaron la plaza de la República paseando bajo los copudos árboles.

—Mañana regresamos a Nueva York.

Draco comprendió.

—Llegó el momento del adiós.

Ella asintió.

En el portal de Ipiranga número 12 se dieron un breve beso de despedida.

—Adiós, entonces.

—Adiós.

Estaba buscando un taxi cuando Lola apareció nuevamente a su lado y lo tomó de la mano.

—Me voy contigo al hotel, si me lo permites —le dijo—. No quiero estar sola esta noche.

En el hotel se amaron lenta y apasionadamente por última vez. Después Lola encendió un cigarrillo. La brasa brillaba en la oscuridad. En el silencio perfecto percibía la sangre latiéndole en las sienes.

—Lo sabíamos desde el principio —dijo—. Sabíamos que este momento llegaría. Hemos sido buenos amigos.

—Sí.

—Pero no podré olvidarte.

—Tampoco yo a ti.

—Si alguna vez voy por Europa, te haré una visita.

—Eso está bien.

Cosas que se dicen por decir algo. Lola apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesita, y se acurrucó en el pecho de Draco. Permanecieron despiertos, en silencio, durante horas, ella acariciándole levemente el pecho, hasta que se quedó dormida, ya de madrugada. Draco veló el sueño de la mujer. A veces le daba un beso en el pelo, sin despertarla.

28

El Jumbo de Varig Airlines aterrizó en Zurich a las 8.35 horas. Arthur Perceval se había tomado el día libre y aguardaba a Draco en su apartamento de Uraniastrasse, 466, un ático de cincuenta metros cuadrados atiborrado de material electrónico que apenas dejaba espacio para un sofá, un baño diminuto y un mueble-cocina donde se preparaba sus compuestos macrobióticos.

—Tengo tantas noticias que no sé por dónde empezar.

—Comienza por el principio —sugirió Draco.

—La cifra del grabado de Durero,
El Caballero, la Muerte y El Diablo,
era una clave, relativamente fácil, que remitía a un catálogo de grabados de grandes artistas.

—¿Sólo eso?

—Naturalmente me pareció insólito que una copia de un grabado que se encuentra por un dólar en cualquier mercadillo estuviera guardada en una caja fuerte de la selva brasileña. La comparé con otras reproducciones del mismo grabado, que flotan en distintas páginas de Internet, y era exactamente igual.

Perceval sorbió un poco de la taza de compuesto vitamínico que se había preparado y siguió.

—Se me ocurrió darle la vuelta al grabado para ver el reverso. Había unas anotaciones de números y letras que aparecían perfectamente alineadas. Los números estaban separados por puntos, en grupos de cuatro. Después de cada sucesión había algo parecido a un nombre y apellido en letras minúsculas y sin espacios en blanco entre ambos. Fíjate en la primera sucesión.

Perceval volvió el papel y le enseñó la primera línea del reverso:

209.1.224.17 juanvergino

—Y así el resto de las sucesiones. Todas tenían el mismo sistema. Observé que ninguno de los valores superaba el 255 y comencé a pensar en Internet.

—¿Por qué? —inquirió Draco.

—¿Recuerdas que uno de los principios fundamentales de la cábala hebrea es que toda letra o palabra tiene un equivalente numérico y viceversa? —preguntó Perceval—. Pues bien, toda la informática es una inmensa cábala.

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