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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (9 page)

BOOK: La sangre de Dios
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En los barrios de Lapa y Perdizes atravesaron varias calles de ferreterías y tiendas de trajes de novia. Dejaron a la izquierda el enorme cementerio de Araça con sus ostentosos mausoleos de los magnates del café y del caucho asomando por encima de los carcomidos muros de ladrillo.

El taxista se persignó frente al camposanto.

—Allá detrás está el estadio Pacaembu, la catedral del fútbol brasileño —señaló con orgullo.

Atravesaron la Rua da Consolação y los atrapó otro atasco de veinte minutos, ya en las inmediaciones de la Paulista.

El taxista le mostró la gran arteria con orgullo:

—Todo esto es la avenida Paulista, señor. Tres kilómetros de largo; ciento treinta edificios de más de cuarenta pisos, donde están instaladas las doscientas empresas más importantes de América Latina. Aquí se concentra el cuarenta por ciento del producto interior bruto del país. ¿Usted sabe lo que es el producto interior bruto?

—Tengo una ligera idea.

—Hablo de más de quinientos billones de dólares, señor. Billones con B. Eso es más de lo que mueven al año muchos países de Europa.

—Ya veo que Europa está de capa caída —comentó Draco.

Complacido, el negro mostró su diente de oro. El orgullo patriótico subió varios enteros.

La avenida Paulista era una calle de treinta metros de anchura con rascacielos a ambos lados. Todavía se resistían al inevitable destino algunos palacetes levantados a principios de siglo por los hacendados del café y del caucho de Manãos.

—Ese rascacielos es el Caesar Business. —El conductor señaló un masivo edificio de cemento de quince plantas que ocupaba toda una manzana.

Los helicópteros iban y venían esquivando las torres de comunicaciones metálicas de algunos edificios.

Draco contemplaba las anchas aceras por las que una multitud deambulaba. En su mayoría eran blancos, o mulatos claros. Los únicos negros eran los vendedores ambulantes y los propietarios de puestos callejeros.

—Más de un millón de personas pasan por la avenida Paulista cada día —seguía diciendo el taxista—. Esos que ve usted en la acera con tablones llenos de tickets venden almuerzos en los restaurantes baratos de la zona. Cuando los empresarios notaron que los trabajadores procedentes de las favelas, que necesitarían tres horas para ir a sus hogares, se quedaban sin almorzar y rendían menos por la tarde, comenzaron a regalar bonos de almuerzo, pero ellos siguen sin almorzar porque se los venden a los ticketeros a mitad de precio.

Un furgón blindado había reculado sobre la acera de un banco para cargar sacas de dinero. Seis policías, con las pistolas desenfundadas, observaban hostilmente a los transeúntes. Dos de los policías eran negras culonas, con los pantalones del uniforme tan ajustados que parecían a punto de estallar.

Simón Draco se apeó frente al parque de Trianón, cuatro hectáreas de selva amazónica que había sobrevivido milagrosamente en el corazón de la urbe. Pagó la tarifa, más cinco dólares de propina, despidió a un indigente que se ofreció a llevarle el equipaje y se desvió por una calle lateral, ocupada principalmente por restaurantes baratos y lavanderías. Se hospedó en el Merak Hotel, de tres estrellas.

19

Simón Draco se recreó en la perspectiva de la rua Augusta, en la que los mejores arquitectos del mundo habían rivalizado por crear el rascacielos emblemático de la modernidad del último cuarto de siglo: el cemento de los años setenta, el acero y cemento de los ochenta, el cristal ahumado y el acero oscurecido de los noventa, los edificios Le Vert, el parque Ibirapuera, el Complejo Caesar. Confundido entre los turistas y los paseantes desocupados, Draco curioseó los variopintos productos que ofrecían los tenderetes de baratijas a lo largo de las anchas aceras: las pasables imitaciones de Rolex a diez dólares; los cuadros de los artistas callejeros; los puestos de los voluntarios de la Cruz Roja, que tomaban la tensión; las pirañas disecadas, con sus feroces mandíbulas abiertas exhibiendo la hilera de malignos dientecillos cónicos.

—A un cruceiro la pequeña; a dos cruceiros la grande —lo animó un vendedor negro—: un delicado souvenir para colocarlo encima del televisor, señor.

Banqueros, agentes de bolsa,
hacendeiros,
intermediarios financieros circulaban en Mercedes y en BMW, muchos de ellos blindados, seguidos por sus pretorianos de escolta, tipos musculosos con cara de enfado, con trajes oscuros, que no se recataban en mostrar, como por descuido, las culatas de sus armas automáticas. Vio apearse de una limusina Mercedes blanca a un potentado. El gorila que le abrió la puerta observaba a los viandantes con gesto hosco mientras sostenía en la mano, apuntando al suelo, una Magnum plateada.

La sede central de Araucaria Inc. era un cubo negro de acero y cristal ahumado de veinticinco plantas. Draco se sentó en un banco de la acera opuesta y contempló el edificio. Parecía un ataúd clavado firmemente en el cemento de la calle. Se imaginó el interior de aquel hormiguero cuadrangular: cientos de despachos ocupados por miles de personas. En uno de aquellos despachos, uno importante sin duda, decorado quizá con un Picasso o con un Monet, desde una enorme mesa de brillante superficie, una mano había descolgado un teléfono, unos labios habían ordenado la muerte del Coronel y la tortura de Joyce. Esos mismos labios iban a ordenar su propia muerte en cuanto sus esbirros consiguieran las piedras templarias. ¿A cuál de los miles de habitantes de aquel hormiguero le interesaban tanto dos piedras prehistóricas como para lanzar al ángel negro de la muerte a través de un océano, hasta una sucia buhardilla de la vieja Europa o para decretar la muerte de otras personas?

Él, Simón Draco, encontraría el cerebro que emitió la orden y le alojaría una bala. A sus cincuenta y tres años era todo lo que esperaba de la vida. Después de desmoronarse sus proyectos de retirarse a vivir con Joyce a algún lugar tranquilo, no tenía otros planes de futuro.

Draco abandonó el banco y cruzó la calle por el semáforo para contemplar desde la acera de Araucaria Inc. el edificio de enfrente. Era un rascacielos más antiguo y menos estilizado, pero más alto, que albergaba las oficinas de más de cien empresas menores. El acceso parecía libre: un arco abierto de piedra artificial adornado con dos atlantes de estilo modernista, por el que entraban y salían docenas de personas, ejecutivos de cartera y traje, apresurados mensajeros de uniforme con sobres y paquetes en las manos, gente común.

20

Draco cruzó nuevamente la calle y entró en el edificio de oficinas. Una pared del vestíbulo, tan amplio como el de Victoria Station, estaba ocupada por un enorme directorio donde se consignaban trescientos nombres de empresas u oficinas con su correspondiente ubicación dentro del edificio. En el piso treinta y siete, el último, un restaurante llamado Santa Gula, «Arte y gastronomía», ocupaba siete casillas del directorio; supuso que corresponderían a otros tantos módulos. Un restaurante grande para hombres de negocios, un río continuo de caras nuevas en las que los camareros no tienen tiempo de fijarse. Tomó un ascensor y pulsó el 37.

En el ascensor dos gordos discutían vivamente.


Ser um país desorganizado da tanto ou mais trabalho que ser um país serio
—decía uno.

—Hay que desmatar más —replicaba el otro—. Esos árboles son oro. Si no los aprovechamos nosotros, lo harán los que vengan detrás. Eso de que seamos el pulmón de la tierra, mientras ellos especulan con sus sembrados, que también fueron bosques, no nos debe intimidar.

En el restaurante, a la hora del almuerzo, una muchedumbre de oficinistas conversaba ruidosamente en mesas ordenadas con tanta gracia como las del comedor de un penal. Draco aguardó disciplinadamente a que se desocupara una de las mesitas individuales con vistas a la avenida Paulista. Pidió una cerveza mientras examinaba la carta. El vuelo le había despertado el apetito. Se decidió por una
feijoada,
un potaje de judías negras con trozos de vaca, cerdo, embutidos y rabo y oreja de cerdo, acompañado de un arroz farofa y una salsa de pimienta picante y adornado con rodajas de naranja. Mientras daba cuenta del contundente almuerzo, estudió el edificio de Araucaria Inc. El muro de cristal ahumado no permitía distinguir las separaciones entre los despachos. Por ese lado no había nada que hacer. Abajo, los controles debían de ser rigurosos, por lo que colarse era imposible sin apoyo externo. Vio que en la azotea estaban, en un primer nivel, los respiraderos y las salidas de humos y a unos tres metros la amplia explanada del helipuerto, con una enorme H en un círculo blanco. Calculó una distancia de unos veinte metros desde la caseta de salida hasta el centro del círculo, un espacio despejado más que suficiente para cazar al pez gordo disparándole desde el edificio de enfrente.

Se comió pausadamente la sandía y los higos del postre, mientras pensaba dónde se procuraría el arma adecuada. En Europa hubiera sido fácil, pero en Brasil no conocía a nadie.

21

El periódico
Folha de São Paulo
anunciaba una manifestación de carteros y maestros en la avenida Paulista para dos días más tarde. Draco lo leyó con interés en el desayuno. Se calculaba que acudirían quince mil manifestantes. El prefecto de la policía advertía que sus hombres utilizarían gas lacrimógeno y balas de borracha.

—Oiga, ¿qué son balas de borracha? —le preguntó al hombre que desayunaba a su lado.

—Balas de goma.

—¡Ah, caramba! Se va a armar un buen lío —comentó señalando los titulares del diario.

—¿No ha visto nunca una manifestación en la Paulista? Le aseguro que es un buen espectáculo. Yo pienso cerrar mi negocio. El año pasado, durante la manifestación de los agrónomos, lo dejé abierto, lo saquearon y casi me arruinan.

—¿Qué tiene usted, un supermercado?

—No, algo más serio. Soy propietario de la cadena La Casa dos Assentos. Tengo veinte establecimientos repartidos por todo el país.


¿Assentos?

—Asientos sanitarios. Tapas de retrete. Treinta modelos distribuidos en cinco series distintas, en poliéster, almohadillados, en madera lacada e infantiles. Si le interesa comprar un buen asiento de retrete, venga a ver mi exposición, tres manzanas más abajo. Le atenderé personalmente. Ahora me tendrá que disculpar, tengo que abrir la tienda.

Draco cerró el periódico y apuró su café. Manifestación en la Paulista, lío con la policía, confusión, carreras, cargas policiales, río revuelto, el momento indicado para realizar el atentado.

A la hora del almuerzo regresó al Santa Gula y comprobó que no había dificultad alguna para acceder a la azotea superior. Por la tarde compró un mono de trabajo usado en un mercadillo. Le estaba un poco ancho, pero serviría.

El recepcionista del hotel, un mulato de luminosa sonrisa artificial, le indicó los lugares de ambiente.

—También hay algunos
dancings
en Campo Belo, señor, cerca de Santo Amaro, pero de noche puede ser un lugar peligroso para un extranjero.

Draco compuso un gesto espantado.

—¿Atracadores?

El mulato asintió solemnemente.

—Sí, señor, mala gente. Allá va poco la policía.

Draco salió a la calle y anduvo un par de manzanas antes de tomar un taxi para Campo Belo.

—Lléveme a un local donde se baile brasileño.

—¿Mulatas sudorosas y peleas de gallos, algo así?

—Algo así.

El taxista lo dejó en una calle suburbial, mal iluminada, con putas haciendo la acera y camellos cuidando el negocio. grupos de negros cuchicheaban delante de improvisadas candelas, en viejas latas de brea. Hombres con pinta de reclutas entraban y salían de discotecas y bares de aspecto cochambroso. No faltaban los borrachos, los mendigos y toda clase de tipos marginales. En cuanto a los lugares de diversión, la oferta no parecía muy variada: un establecimiento se llamaba As Fogosas; otro, Garota Bum. Casi todos se anunciaban con una luz pobre de neón de colores chillones. Todos parecían iguales. Al final entró en Gata Bumbum Dourado, y se arrepintió inmediatamente porque el local estaba atestado, aunque decidió seguir adelante y se abrió paso entre el rebaño humano hasta hacerse un hueco en la barra, casi totalmente ocupada por una bulliciosa clientela. Detrás del mostrador, donde solicitó una caipiriña, había un espejo y estantes con botellas viejas, vacías. El papel pintado de las paredes era horrible. El brebaje que daban por caipiriña era espantoso. Un tipo calvo y grasiento le ofreció:

—¿Crack, garotas, muchachos?

—Largo de aquí —respondió Draco.

Le escupió a los pies y se alejó murmurando bendiciones.

Draco esperó a que volviera a la barra un camarero, especialmente mal encarado, que servía las mesas.

—¿Quieres ganarte una propina? —le preguntó.

El camarero ni siquiera lo miró.

—¿Qué hay que hacer?

—Necesito una pistola.

El camarero asintió, desapareció por una puerta en la que se leía «Privado» y volvió a los cinco minutos.

—Un hombre llamado Manuel Peixe te está esperando dos calles más abajo, en la calleja del restaurante Gran Muralla. Él te ayudará.

—¿Cómo sabré quién es?

—No tiene pérdida: le falta el brazo derecho.

Al
Manco Peixe,
aquella noche no le salieron las cuentas. Con su dentadura de porcelana de seiscientos cincuenta dólares que acababa de estrenar partida de un puñetazo y el brazo sano retorcido sobre el omóplato a punto de salírsele de su encaje, gimió una vez más para que el extranjero se apiadara de su desgracia, pero éste apretaba aún más la dolorosa presa. Finalmente, protestando de que aquello le podía costar la vida, accedió a telefonear al Moro.

—¿Moro? Soy el Manco. Aquí tengo a un amigo que te quiere proponer un negocio.

—¿Qué clase de negocio?

—Un alquiler.

El Moro se tomó su tiempo antes de responder.

—¿Quién es?, ¿por qué no llama personalmente?

—Es que es nuevo en la plaza. Es inglés, creo.

Draco le arrebató el teléfono.

—Escucha, Moro. Te pagaré el doble de la tarifa. Necesito un arma especial y no quiero preguntas.

El Moro, debatiéndose entre la codicia y el recelo, se mantuvo un rato en silencio. Al final prevaleció la codicia.

—¿Qué clase de arma?

—Un fusil Heckler & Koch 33 o similar, con mira telescópica.

Nuevo silencio.

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