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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (5 page)

BOOK: La sangre de Dios
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Patrick O'Neill sonrió.

—Visto desde fuera parece una fantasía, pero los servicios de contraespionaje británicos y americanos invirtieron hombres y recursos en aquella operación.

—Y las piedras, ¿cómo llegaron a manos del anciano alemán?

—El señor Peter Kolb era entonces el asistente del oficial encargado de custodiar al judío, el comandante Otto von Kessler. Kessler se suicidó al día siguiente del desembarco de Normandía y los dos guardianes de la Gestapo que custodiaban al prisionero perecieron carbonizados. Supuse que Kolb conocería el paradero de las piedras y me puse en contacto con él a través de un amigo de la embajada americana en Bonn que me ayudó a localizarlo. Le telefoneé y le hablé de las piedras. Al principio lo negó todo, pero cuando le mencioné la cifra de marcos que estaba dispuesto a pagar se ablandó y reconoció que las tenía él. El resto de la historia ya lo sabe. Usted fue a verlo, pero alguien se le había adelantado.

—¿A quién pueden interesarle esas piedras?

O'Neill hizo un gesto de desaliento.

—No lo sé: a los continuadores de las viejas logias, a la Lámpara Tapada, al Vaticano, a los neonazis... Incluso a las facciones secretas que quieren reinstaurar la realeza europea sobre las bases de la estirpe de David.

—¿Qué me está diciendo? ¿Una estirpe de David en Europa?

—Le extraña, ¿verdad? Permítame que se lo explique. En el año 6, cuando Jesucristo contaba pocos años de edad, hubo un levantamiento contra los ocupantes romanos en Galilea, la llamada rebelión del Censo. Los romanos ejecutaron al heredero de la estirpe davídica y nieto de Ezequías. Jesús era de estirpe real, descendiente de David, seguido por los zelotes, la facción política de los esenios. Representaba el poder temporal, la realeza, mientras que su primo Juan el Bautista, como descendiente de Aarón, representaba el poder espiritual, el Sumo Sacerdocio.

—¿Se refiere a san Juan, el que lo bautizó en el Jordán?

—El bautismo en el Jordán equivaldría a la investidura real. Juan el Bautista tenía el sagrado deber de apoyar al rey Jesús. Esto explica que los templarios abracen las doctrinas de los seguidores del Bautista. ¿Le apetece otro té, señor Draco?

—Sí, por favor.

Mientras lo servía, O'Neill prosiguió:

—Bien, después de la muerte de Cristo, sus seguidores se escindieron en tres grupos mal avenidos, y al final prevalecieron los petristas, gracias a la excelente dirección de san Pablo, y arrinconaron, pero no hicieron desaparecer, a los otros. Ellos fueron, en adelante, la verdadera Iglesia. Cuando los templarios llegaron a Tierra Santa, mil años después, conocieron a unos mandeístas que tenían a san Juan por el Mesías y se integraron en dos órdenes: la externa, semejante a las otras de su tiempo, y la secreta, que aspiraba a implantar la paz universal bajo la dinastía davídica.

—Una dinastía que se había perdido en los tiempos de Cristo.

—Al parecer no se había perdido, sino que perduraba en Europa, en los descendientes de los hijos de Jesucristo. Los templarios custodios de la Orden secreta aspiraban a la sinarquía, el gobierno mundial por una sociedad perfecta, benéfica y justa entronizada en el Rey del Mundo, rey y sacerdote a la vez, bajo el secreto de la fórmula del
Shem Shemaforash.

—Se me hace difícil admitir que Cristo tuviera descendencia.

—El secreto de la descendencia de Cristo y de la restauración de su estirpe era conocido por los templarios y por una sociedad denominada Lámpara Tapada en Oriente (y Sionis Prioratus). Todo depende del empleo de ese Nombre Sagrado o
Shem Shemaforash.
Los últimos que quisieron explotarlo fueron los nazis.

Draco asintió en silencio mientras dudaba entre considerar aquello una locura o simplemente un asunto enrevesado y difícil de entender.

—Quien sea, cree que las tengo yo y me ha volado media casa como aviso —concluyó.

—¿Usted no tiene los
tabotat
?

—No, no señor, y lamento decepcionarlo. Ya le digo que encontré a Kolb muerto y su casa revuelta.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Nada. Intentar mantenerme al margen de este maldito embrollo.

—Si cambia de idea, llámeme. Sigo interesado en esas piedras.

—Tendrá que ponerse a la cola. Por lo visto todo el mundo está interesado.

11

Se le hizo de noche en la autopista a la altura de Birmingham. Había tenido un día trabajoso y se caía de sueño. A la primera cabezada sobre el volante abandonó la autopista y tomó una habitación en un motel de Lichfield. Cenó poco, un pastel de riñones y una cerveza. En la habitación marcó el número de su casa para escuchar los mensajes del contestador automático. Había uno de la Agencia de Detectives Morton & Sons. La inconfundible voz cascada de Morton padre le ofrecía un asunto de espionaje industrial: «¿Dónde demonios te metes?, llámanos.» El segundo mensaje era de Joyce: «¿Has regresado de la excursión? Un amigo tuyo, un tal Powers, ha preguntado por ti.»

¿Powers? Draco no recordaba conocer a ningún Powers. Se escamó un poco. Tampoco recordaba haberle dado el teléfono de Joyce a nadie, excepto al Coronel.

El tercer mensaje lo inquietó mucho más. Una voz desconocida, grave, decía: «Soy Powers. Usted ha vendido algo que nos pertenece. Lo volveré a llamar dentro de veinticuatro horas.»

La llamada de Powers a Joyce había sido un aviso. La telefoneó.

—Escúchame con atención y haz exactamente lo que te diga porque es posible que estés en peligro. Es una larga historia que no puedo contarte por teléfono. Coge algunas cosas, pocas, y vete a pasar unos días con Alfie.

Alfie, el nombre familiar de su amiga Ruth, una secretaria de la City que vivía en Londres.

—Pero...

—Confía en mí y haz lo que te estoy diciendo. Y no uses más el teléfono. Te quiero. Te veré pronto.

Joyce permaneció un largo rato con el teléfono descolgado en la mano. «Te quiero», había dicho Draco. Llevaban tres años durmiendo juntos un par de veces al mes, casi metódicamente, y jamás le había hablado de sus sentimientos. Le acariciaba la nuca distraídamente después de hacer el amor. Ésa era la única muestra de ternura que le demostraba, nunca le había dicho que la quisiera. Ni siquiera le había dado a entender que le importara aquella extraña relación. Él hacía su vida, aparecía y desaparecía, y ella no preguntaba. «Tengo un trabajo», decía él. O «He estado trabajando». A veces se ausentaba durante un mes. En un par de ocasiones la había invitado al cine, en Londres, siempre en fin de semana. Una vez fueron a la playa cercana a Bristol, en la que ella veraneaba de pequeña. Fue una especie de regalo, para que volviera a recorrer los escenarios de una infancia feliz. Ella le preguntó entonces por su infancia y él respondió con una evasiva: «¿Yo?... Por ahí...», y un vago gesto que podía significar el mar o el ancho mundo. Era evidente que no había tenido una infancia feliz. Mejor no indagar.

El timbre de la puerta la sacó de sus cavilaciones bruscamente. Colgó el teléfono y fue a ver quién era. Simón le había aconsejado que tomara precauciones. Puso la cadena de seguridad antes de abrir.

—¿La señora Lambert? —preguntó un hombre joven con la gorra de una agencia de mensajeros.

—Se ha equivocado de número, es cuatro casas más abajo.

Lo siguió con la mirada mientras descendía los cuatro peldaños, atravesaba el breve jardín y salía a la acera cerrando la pequeña cancela. Al volverse después de cerrar la puerta se dio de bruces con un hombre corpulento de ojos achinados que le sonreía estúpidamente. Quiso gritar pero el intruso se abalanzó sobre ella y le tapó la boca con una mano, al tiempo que con el otro brazo la agarraba por la cintura y la alejaba de la entrada. Joyce le descargó un par de furiosas patadas en la espinilla.

—Estáte quieta y no te pasará nada —le susurró al oído su asaltante con acento extranjero—. Sólo te haré un par de preguntas y me iré.

Joyce obedeció. El gigante aflojó un poco la presión del brazo y apartó la mano de la boca.

—Tu amiguito tiene algo que nos pertenece. Si nos dices dónde está no tendremos que matarlo. Son dos piedras antiguas del tamaño de un bollo de leche.

—No sé de qué me habla —gimió Joyce.

El muchacho de la gorra de la agencia de reparto entró también por la puerta de la cocina que daba a la parte trasera de la casa. Sin la gorra de plato no parecía tan joven. En su mirada había un destello de crueldad.

—Pierdes el tiempo con ella, Nicolai. No sabe nada.

—¿Qué hacemos entonces con ella? —preguntó el grandón.

—Lo que hemos venido a hacer.

12

Simón Draco madrugó, pagó la habitación, se tomó una taza de café aguado en la cantina de la gasolinera y recorrió ciento cincuenta kilómetros de autopista hasta Brestley. A las nueve de la mañana, una hora prudente para telefonear a una casa extraña, marcó el teléfono de Alfie. La voz adormilada de la mujer le dijo que Joyce no había pasado la noche allí.

—¿Es que pasa algo? —inquirió despabilándose de pronto—. ¿Habéis reñido?

Draco no estaba de humor para dar explicaciones. Pulsó el botón de colgar y marcó nerviosamente el número de Joyce. Sonaron timbrazos interminables al otro lado, mientras le rogaba a Dios que estuviera en la ducha, o recogiendo la colada tendida en el jardín posterior. Volvió a marcar un par de veces, con medio minuto de intervalo, en vano. Finalmente volvió al Austin y reanudó el viaje a mayor velocidad, mientras intentaba tranquilizarse aferrándose a la única explicación natural de aquella ausencia: «Ha madrugado para ir de compras a Londres y se ha olvidado el móvil en casa.» Llegó a la periferia londinense poco antes de las diez y se dirigió directamente a la casa de Joyce. La llave seguía oculta bajo una pina decorativa del jardín posterior. Abrió la puerta.

—¡Joyce!

Recorrió la casa, el salón, la cocina, se asomó al jardín posterior, se precipitó escaleras arriba, el dormitorio, el baño, el cuarto de invitados, donde tenía montado su caballete con una marina que representaba un oleaje furioso batiendo espumas contra unas rocas. Joyce no estaba en casa. La cama estaba deshecha y en el fregadero había una taza con restos de té y el plato del desayuno.

En aquel momento sonó el teléfono. Draco se precipitó a cogerlo.

—Diga.

—¿Señor Draco?

Era una voz varonil suave y agradable.

—Sí, ¿quién es usted?

—Tenemos a su chica.

—¿Quién es usted?

Se hizo una pausa al otro extremo del hilo. La voz modulada volvió a hablar.

—Un buen amigo suyo. Le aseguro que la mujer está bien. No sufrirá daño si usted colabora. Tiene seis horas para rescatar las piedras y llevárnoslas a la iglesia de Saint Paul o para decirnos a quién se las vendió. Lo veremos allí, a las cuatro en punto de la tarde. No intente ninguna jugarreta o ella lo pasará mal.

—Pero...

Bip, bip, bip... Habían colgado.

Simón Draco llegó a la iglesia de Saint Paul a las tres y veinte. Recorrió el interior del templo desierto. Sólo dos mujeres rezaban en uno de los bancos delanteros. A través de la puerta de la rectoría se veía a un sacerdote entrado en años que instruía a su joven acólito delante del armario de los ornamentos.

Draco se sentó en un banco trasero, desde el que dominaba la puerta de entrada, y esperó. Llevaba la Glock en la sobaquera y una navaja automática en el tobillo. Si no conseguía convencer a los secuestradores de Joyce de que él no sabía nada de las piedras, quizá pudiera persuadirlos, por otros medios, para que le revelaran el paradero de la mujer.

Cinco minutos antes de las cuatro entraron dos hombres. Uno se quedó de pie junto a la puerta y el otro, elegantemente trajeado, de facciones correctas, se sentó al lado de Draco.

—Bien, señor Draco, ¿ha pensado en nuestra oferta? —susurró.

—No tengo las piedras —casi gritó.

—Ya —respondió el otro imperturbable—. Sabemos que las ha vendido. ¿Ciento cincuenta mil libras, verdad? Una bonita cantidad. Si usted no puede recuperarlas, lo haremos nosotros, y si quiere quedarse con el dinero, es cosa suya. Díganos quién las tiene.

—Ya les he dicho que nunca las tuve —insistió—. Fui a recogerlas a Hamburgo y me encontré al alemán muerto. No sé dónde están.

El ruso suspiró profundamente y sacudió la cabeza.

—En fin, parece que usted no se aviene a razones. Creíamos que apreciaba más a la señora Lambert.

—¿Dónde la tienen? ¿Está bien?

—Sí, claro que está bien. —En la voz del sicario había una infinita paciencia enteramente teatral—. Somos personas razonables y corteses —continuó diciendo—, pero podemos dejar de serlo si insiste en ocultarnos el paradero de esas piedras. En fin —dijo levantándose—. Le ampliaremos el plazo unas pocas horas más. Consúltelo con la almohada y vea lo que le conviene. Lo volveremos a llamar mañana por la mañana.

—¿Y la señora Lambert? —Draco no pudo disimular la ansiedad. El otro sonrió levemente.

—Regrese a casa. Le enviaremos noticias de ella. Así verá la clase de personas que somos y se avendrá a colaborar con nosotros. No lo olvide: volveremos a llamarlo mañana.

Draco se instaló en casa de Joyce al lado del teléfono. Suponía que le permitirían hacerle una llamada. Quería tranquilizarla. Cayó en la cuenta de que los secuestradores estaban tan seguros de que él conocía el paradero de las piedras porque sabían que había ingresado ciento cincuenta mil libras en el banco y creían que era el producto de la venta de las piedras. Les explicaría la procedencia del dinero, se ofrecería para seguirle la pista a las piedras, porque si ellos no las tenían, forzosamente seguirían en Hamburgo. Habría que regresar y buscarlas mejor. Colaboraría honradamente con ellos. Estaba dispuesto a cualquier arreglo con tal de que liberaran a Joyce. Draco nunca había creído en el amor. Le parecía que era un mito propio de poetas, de adolescentes y de mujeres con la cabeza a pájaros. Ahora, angustiado por el secuestro de Joyce, sentía crecer un sentimiento nuevo que quizá era amor. Quizá había estado, estaba, enamorado de ella sin saberlo. Mientras esperaba junto al teléfono intentaba mitigar su impaciencia urdiendo confusos planes de futuro. Su relación con Joyce sería distinta. Iba a llevar una vida más relajada: viajar, salir a cenar, vivir juntos, incluso casarse si ella lo quería.

A las nueve de la noche sonó el timbre. Draco encendió la luz y se precipitó hacia la puerta. Un mensajero joven, uniformado de gris, con gorra de plato, le entregó un sobre grande, acolchado. Reconoció la letra menuda de Joyce en la dirección.

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