Read La sangre de Dios Online

Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (2 page)

BOOK: La sangre de Dios
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hemos tenido noticias de Alemania.

El cardenal Leoni, con el ceño ligeramente fruncido, interrumpió la extracción de un caracol para prestarle toda la atención.

—Los amigos rusos de Leonardi han metido la pata. Ya te advertí que son gente sin modales, ratas de cloaca. Por lo visto, el alemán que tenía los
tabotat
se asustó, intentó huir, se cayó por una escalera y se fracturó el cuello.

—El Señor lo tenga en su seno —respondió rutinariamente Leoni, llevándose el caracol a la boca. Lo deglutió saboreándolo, tomó un sorbo de champán, se enjugó los labios e hizo la pregunta decisiva—: ¿Qué hay de los
tabotat
?

—Eso es lo malo, que no hay ni rastro de ellos. Registraron a fondo la vivienda, pero nos los encontraron.

Los dos prelados guardaron silencio mientras un camarero retiraba los platos y otro recogía las migajas y alisaba el mantel con el palustre de plata. El cardenal Leoni depositó sobre la mesa impoluta la bolita de pan que había estado amasando distraídamente con los dedos largos y elegantes.

El camarero sirvió el segundo:
boeuf à l'arlésienne,
con su espesa salsa de cebolla, berenjena, tomate y pimiento.

—Los rusos pensaron que el británico tendría los
tabotat
—prosiguió Foscolo mientras saboreaba el primer bocado de ternera—, pero tampoco los tenía. Además, ha muerto.

Leoni miró al arzobispo con expresión ceñuda.

—¿También ha rodado por la escalera?

—No, eminencia, sufrió un infarto fulminante mientras lo interrogaban, eso me han asegurado. No pudieron hacer nada por él.

—¿Me está diciendo que hemos perdido el rastro de los
tabotat
? —preguntó severamente el cardenal.

—Bueno —Foscolo trató de insuflar un hálito de esperanza, la suficiente para no arruinar del todo una estupenda comida—. Existe la posibilidad de que el alemán los guardara en otra parte...

—¿Dónde? Ese hombre, el alemán, era pobre como las ratas. La diócesis nos envió un informe completo —replicó Leoni mientras hundía el cuchillo en la carne.

—No se ha perdido del todo la esperanza, eminencia. Al día siguiente del fallecimiento del señor Burton, su emisario fue a verlo, y permaneció en su casa más de una hora. Los rusos vigilaban el edificio y lo siguieron. Vive en Meadows, treinta kilómetros al norte de Londres. No tiene oficio conocido. Al parecer es una especie de detective privado que colaboró con el coronel Burton cuando era traficante de armas. Él podría conocer el paradero de los
tabotat.

El cardenal Leoni no respondió. Se concentró en el Chateaubriand con el semblante preocupado. Una carne irreprochable, cocinada de un modo exquisito, cuya degustación era una pena estropear con el contratiempo de los
tabotat.
Cuando terminó, cruzó los cubiertos sobre el plato, apuró el vino de la copa y dijo:

—Encuentre esos
tabotat,
arzobispo. Sobre nuestros hombros gravita la enorme responsabilidad de asegurar el porvenir de la Iglesia. La Iglesia ha sobrevivido a los avatares de la historia durante dos mil años. Mientras imperios y dinastías caían a nuestro alrededor, hemos prevalecido sobre nuestros enemigos. Ahora, la Iglesia se enfrenta a su disolución en un mundo cada vez más ateo y hostil. Si queremos que sobreviva, deberemos reforzarla con la potencia de Dios; necesitamos recuperar los
tabotat.
Con ellos sabremos asegurar la supervivencia de la Iglesia en los tiempos de tribulación que se avecinan, que ya están aquí.

—Veré a Leonardi —prometió el arzobispo.

—Hágalo, monseñor.

Comieron silenciosamente el postre, un
favorite
de crema de castañas y albaricoque aromatizado al ron.

4

Londres

La última anotación en la agenda de Burton, tres días antes de su muerte, facilitaba un dato de dudosa utilidad: «P. O. Kilmartin», y debajo, señalado con una flecha, «Peter Kolb, Hamburgo».

Draco encendió un cigarrillo y se lo fumó mientras meditaba frente al montón de ceniza de la chimenea. Tres días antes, el Coronel había requerido sus servicios después de dos años. El trabajo era fácil: viajar a Hamburgo, buscar a un tal Kolb, y entregarle la bonita suma de diez mil libras esterlinas a cambio de dos hachas de piedra, dos pedruscos de basalto en forma de piñón. Un trabajo limpio y fácil, legal, sin problemas, ida y vuelta en el mismo día, a cambio del cual ingresaba en su escurrida bolsa mil libras libres de impuestos.

Un trabajo fácil. Entonces, ¿por qué no lo haría el Coronel personalmente? Cabían varias explicaciones: una, estaba vigilado; dos, prefería no viajar a Alemania: tras una intensa vida de soldado de fortuna, el Coronel se había granjeado algunas antipatías en los servicios secretos de media Europa; tres, la operación era peligrosa, y como ya estaba viejo, prefirió encomendársela a una persona de confianza. No, si hubiera sabido que era peligrosa, se lo habría advertido. Recordaba sus palabras: un asunto fácil, de correo, limpio, sin armas. El Coronel ignoraba que jugaba con fuego. Probablemente eso le costó la vida.

Era obvio que las muertes del alemán y del Coronel estaban relacionadas. Los asesinos habían registrado las viviendas, probablemente buscando lo mismo, esas piedras en forma de almendra que el alemán intentaba vender. Si las hubieran encontrado en Hamburgo, no habrían puesto patas arriba la casa del Coronel. ¿Dónde estaban las piedras?

Dos hombres habían muerto y la única pista para aclarar esas muertes podía estar en la anotación de la agenda: «P. O. Kilmartin.» Podría ser quien le encargó el peligroso trabajo al Coronel. Draco consultó el índice de un mapa de carreteras y localizó el lugar. Kilmartin era un pueblecito del oeste de Escocia, a sesenta kilómetros de Glasgow, frente a la isla Jura.

P. O. parecían las iniciales de una persona. ¿Quizá del cliente que había negociado la adquisición de las misteriosas piedras? Encendió el ordenador y consultó la guía telefónica de la zona. En el condado de Kilmartin había veinte abonados a los que podrían corresponder las iniciales P. O. ¿Por dónde empezar? Se imaginó llamándolos: «Buenos días, me llamo Jack Burton, quería hablarle de las piedras que me encargó comprar.» No, no iba a funcionar. No tenía la voz del Coronel, ni la persona que se ocultaba bajo esas iniciales iba a confiar en un desconocido que llamase de parte del Coronel.

Dedicó toda la mañana a localizar las direcciones de cada uno de los abonados P. O. del condado de Kilmartin y a trazar un itinerario lógico para visitarlos a todos, uno por uno, con la menor pérdida de tiempo. Quizá sobre el terreno no resultara tan complicado; podría descartar de antemano a los más humildes. El P. O. que había encargado el rescate de aquellas piedras era una persona solvente, quizá un coleccionista excéntrico que viviera en un castillo al borde de un
loch,
con embarcadero propio y servidumbre con cofia, alguien capaz de gastar cincuenta mil libras esterlinas en un capricho.

A mediodía sintió hambre; abrió el frigorífico, a pesar de que sabía que estaba vacío, sólo había una botella de leche y un bote de mostaza antigua de Dijon, doblemente antigua, pues hacía ya tres años que había rebasado la fecha de caducidad.

Miró por la ventana. El churretoso día otoñal no sabía si llover o no. Se puso el anorak y condujo su Austin hasta Meadows. Era tarde, el comedor de Cagney’s estaba desierto. Ana recogía las mesas.

—¿Ha quedado pastel de riñones para un pobre hambriento? —le preguntó a la portuguesa que atendía el comedor.

—Mira a quién tenemos aquí —gritó Ana hacia la cocina mientras le hacía un guiño cómplice al recién llegado. Ana era fea, morena y menuda, pero trataba a los clientes fijos con cariño, como una madre, incluso los obligaba a comer.

En la piquera de la cocina apareció la cabeza de un italiano gordo.

—Simón, tarde como siempre —gruñó al ver al visitante.

—Es para no desacreditar el establecimiento si vengo con los parroquianos finos.

Draco sabía de sobra que en aquel restaurante obrero, de nueve libras el menú de la casa, bebidas aparte, no entraban clientes finos.

El italiano le trajo una bandeja con una fuente de pastel de riñones y media botella de chianti. Se sentó con él a la mesa, mientras la mujer trajinaba en la cocina.

—¿Cómo te va la vida?

—Me defiendo.

Se defendía bastante bien. Aquella mañana había ingresado en su cuenta de ahorros las ciento cincuenta mil libras que encontró en el cobertizo del Coronel.

5

En Hyde Park, un hombre con sombrero y gabardina se sentó en el mismo banco en el que un individuo le arrojaba miguitas de pan a las palomas. El recién llegado desplegó un periódico deportivo que habían abandonado y se puso a leerlo.

—Necesito información sobre un sujeto —dijo el de las palomas, sin levantar mucho la voz—. La foto está entre las páginas de este periódico.

—¿Quién es? —preguntó el del sombrero y la gabardina.

—Sólo sabemos que visitó al coronel Burton el día que murió.

—¿Podría ser el asesino?

—No lo creo. Burton estaba ya muerto, pero este tipo permaneció casi una hora en la casa y después debió de avisar a la policía desde un teléfono público.

El de las palomas agotó el cartucho de miguitas, se levantó y se fue. Unos minutos después, el del sombrero estiró las piernas, bostezó y se marchó también llevándose el periódico con la foto y la revista. A dos manzanas estaba la central de Scotland Yard. Entró, saludó al guardia de la puerta, que le devolvió respetuosamente el saludo, y tomó uno de los cuatro ascensores. Mientras subía buscó la fotografía entre las páginas centrales del periódico. Era grande, tomada con teleobjetivo.

—Así que fue éste —murmuró mientras miraba la foto.

El inspector Climsey llegó a su despacho y abrió la carpeta que tenía sobre la mesa. En los ficheros británicos, el coronel Burton figuraba como traficante de armas y contratista de servicios de seguridad y defensa, una nueva manera, más elegante, de designar a los mercenarios. Climsey retransmitió la fotografía a un colega del SIS y le hizo una consulta. El hombre del SIS la reenvió a su contacto en Gurkhas Support Group, la compañía de mercenarios inglesa con sede en un elegante edificio de oficinas frente a Regent Park. El ejecutivo de Gurkhas conocía al coronel Burton, pero hacía un par de años que habían dejado de hacer negocios juntos.

—Creo que los sudafricanos deben de tener información más actualizada —dijo Climsey.

Los sudafricanos eran la compañía Executive Outcomes, la empresa se servicios militares más importante de Occidente, junto con la israelí Levdan.

El funcionario del SIS tardó dos horas en reunir la información que su amigo requería.

—Ese Coronel lleva una vida muy movida.

—Llevó. Murió ayer, apiolado.

—Ya veo. Pues el mundo no se pierde gran cosa. Era socio de Dyncorp y de MPRI, o sea Military Professional Ressources Incorporated.

—¿Y ésos quiénes son, Paul?

—Dos compañías de mercenarios con sede en Virginia, EE. UU. A veces colaboran con la CIA en misiones concretas, en las que el gobierno prefiere mantenerse al margen, o cuando una posible baja en el ejército regular podría ser impopular. Son los que verificaron la retirada de las tropas serbias en Kosovo, y otros trabajos sucios en Haití, en Bosnia o en Croacia.

—¿Han identificado al tipo de la foto?

—Negativo. No está en los ficheros. También hemos consultado en los ficheros del ejército y de la policía, porque la mayoría de los mercenarios proceden de ahí, sin resultado. El Coronel había tenido contactos con Jean Jacques
Yeye,
otro jefe de consejeros técnicos, como ahora se llaman los perros de la guerra, un tipo que opera en Sierra Leona, pero tampoco aparece ahí, ¿es todo lo que tenemos de él?

—¿De cuándo datan los ficheros?

—De 1980.

—El tipo tiene cincuenta y tantos años. Debes buscarlo antes.

—¿Tan importante es?

—Mucho.

—Bien —suspiró—, lo intentaré de nuevo.

Una hora más tarde le telefoneó a Climsey.

—Ya tengo a tu hombre. Ese tipo ha salido de una página amarilla de la historia. Se llama Simón Draco y fue mercenario en el Congo belga a las órdenes del coronel Burton. Eso explica la amistad. Te envío su ficha con la dirección actual, sus datos de la seguridad social y el permiso de conducir.

—Un buen trabajo. Gracias.

—A mandar, pero me debes una botella de bourbon.

6

Brighton

Vasili Danko le señaló una silla a su ayudante Piotr Vorsenko para que se sentara. El mongol puso sobre la mesa un par de folios que extrajo de una ostentosa cartera de cuero, debajo del último número de la revista
Playboy.

—¿Y bien? —preguntó Danko.

—Nuestros amigos de Londres han localizado al curioso, Vasili. Es un antiguo amigo del Coronel.

—¿No tiene que ver con el gobierno?

—No, nada que ver.

—¿Para quién trabaja, entonces?

—Para el Coronel, supongo. Eran amigos. Estuvo casi una hora en la casa del Coronel y tomó la precaución de avisar a la policía desde un teléfono público, sin darse a conocer.

Vasili Danko reflexionó.

—Es evidente que sabe algo. ¿Crees que nos puede llevar a las piedras?

—Creo que nos escamoteó las piedras delante de nuestras narices y que las ha vendido. Hace dos días realizó un viaje a Hamburgo, ida y vuelta. Su nombre quedó registrado en la lista de la compañía aérea. Y ayer ingresó ciento cincuenta mil libras en una cuenta bancaria.

Danko lanzó un silbido admirativo en sordina.

—O sea que trajo las piedras de Hamburgo y ya las ha vendido.

—Me temo que sí. En Moscú no están orgullosos de nosotros. Nos conceden tres días para que recuperemos las piedras.

—¿Qué vamos a hacer si las ha vendido ya?

—Sólo tenemos que capturarlo, convencerlo para que nos diga quién se las compró y eliminarlo. Por ese orden, no lo olvides.

—Será un trabajo fácil.

—Quizá no sea tan fácil. El tipo es un pájaro de cuidado, tiene un largo currículum.

—¿Un largo qué?

—Currículum, o sea historial.

Danko sacudió la cabeza.

—Piotr, desde que vivimos fuera de la Madre Patria te estás amariconando. ¿Qué palabra es ésa, qué has dicho?

—¿Currículum? Es latín. Se usa mucho a cierto nivel.

BOOK: La sangre de Dios
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Pleasure of Memory by Welcome Cole
Murder Queen High by Bob Wade
Blind Alley by Iris Johansen
The British Lion by Tony Schumacher
All the Lovely Bad Ones by Mary Downing Hahn
House of Skin by Jonathan Janz
Trusting Fate by H. M. Waitrovich