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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (8 page)

BOOK: La sangre de Dios
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—Sí, las suscripciones a revistas, lo que paga mediante la tarjeta de plástico, quizá alguna casa de masaje... todo.

—¡Caramba! Es sorprendente.

—Hoy día, el espionaje se hace casi todo por la vía cibernética. Es así de simple. Internet ha acabado con los agentes secretos y con los secretos. En la próxima guerra mundial se luchará con ordenadores.

—Eso suena a ciencia ficción.

El informático sonrió.

—¿No ha oído usted hablar del pirateo informático? Yo hace unos años me dedicaba a eso, y no era de los peores en mi especialidad. Ahora me he corregido y pongo mis habilidades al servicio de una buena causa, como don Quijote. Un amigo mío llegó a introducirse en la base de datos de la Reserva Federal del Tesoro de Estados Unidos; otro en el sistema de dirección de los satélites de la NASA e incluso en el centro de mando del Misil Nuclear Ruso. Todo eso sin salir de casa. Virtualmente tuvo en sus manos comenzar una nueva guerra mundial, ¿se da cuenta?

Draco lo miró un instante, serio.

—Me doy cuenta y me parece espantoso. ¿No tienen las grandes potencias contramedidas? ¿No pudieron dar con él?

—Lo intentaron. —Perceval volvió a sonreír, divertido—. ¡Vaya que si lo intentaron!, pero él tenía su retirada bien cubierta. Había utilizado una ruta complicada, cambiando de nodos y saltando de la red a las conexiones de satélites y viceversa, no pudieron dar con él. La comunidad ciberpunk lo adora.

—¿Usaba algún
nick
especial?


Snake:
la serpiente.

—¿Y qué ha sido de
la Serpiente?

—Ahora se ha retirado de todo eso, digamos que está hibernando, pero sigue siendo una leyenda. En realidad, no pretendía delinquir. Lo que hizo fue alertar a las autoridades sobre los fallos de su sistema y el método con el que podían mejorarlo.

Mientras Perceval exponía las maravillas de la informática, una idea se abrió paso en el cerebro de Draco. Unos kilómetros más adelante, ya casi llegando a su destino, dijo:

—Tengo un caso difícil que quizá podría facilitarse si tuviera un buen consejero informático. ¿Estaría dispuesto a ayudarme? Le remuneraré debidamente, por supuesto.

—Lo haré con mucho gusto —dijo Perceval—. Ha sido usted un buen samaritano conmigo y estoy en deuda.

—En ese caso, permítame que lo invite a mi casa. Podrá dormir en la habitación de invitados. Pero antes será mejor que cenemos algo. Lo invito.

Fueron a cenar a Cagney's. Al verlo entrar, Ana la portuguesa se echó en sus brazos, llorando.

—Querido, estaba preocupada por ti. Lo de Joyce ha sido terrible. No sabes cómo lo siento.

—Lo sé, Ana, lo sé y te lo agradezco.

—¿Tiene la policía alguna pista sobre el asesino?

—No lo sé. Está investigando. Ya veremos.

—Esta mañana te llamaron de la agencia —dijo Tonino, el cocinero—. Creo que tienen un trabajo para ti.

—Me temo que tendrán que pasar sin mí. Ahora estoy con otro caso más importante.

Se sentaron a una mesa apartada y pidieron tallarines y cerveza. Durante la comida, Draco puso en antecedentes al informático.

—Lo único que sé es que se trata de una mafia rusa cuya cabeza visible es un gángster llamado
el Amo.
Uno de sus hombres en el Reino Unido, un tal Vasili Danko, fue asesinado hace unos días y la mafia inculpa a un cliente mío.

—¿Qué es lo que te interesa saber?

—Dos cosas: quiénes son los responsables en el Reino Unido y quién es el cliente que quiere hacerse con las piedras templarias, pero me temo que sólo tengo media docena de nombres.

—Será suficiente para empezar —dijo Perceval acometiendo la pasta con apetito—. Eso espero.

17

Tres días después, Draco recibió una llamada en el móvil.

—Soy Perceval, ¿dónde podemos vernos?

—¿Conoces el pub Aurore en Regent Street?

—Lo buscaré. Estaré allí mañana a las diez.

—Muy bien. Te invitaré a desayunar.

—¿Sólo a desayunar? Me temo que tendrás que invitarme también a almorzar y a cenar. Prepárate porque hay cuerda para rato.

Perceval había averiguado muchas cosas. Vasili Danko había estado cobrando diversas cantidades de una compañía médica suiza en cuya nómina de pagos figuraba como jefe de jardinería con otros treinta jardineros a sus órdenes.

—Lo más interesante es el jardín de la empresa —observó Perceval.

Tecleó rápidamente en su ordenador y en la pantalla aparecieron diversas vistas del edificio, a las afueras de Berna, donde sólo había una extensión de césped y un jardín japonés con media docena de piedras clavadas en arena volcánica.

—Hay más datos interesantes: a estos rusos les paga una compañía de engranajes de Lyon, que a su vez era filial de otra compañía financiera radicada en las islas Caimán. Aquí me tropecé con bastantes dificultades, porque es complicado identificar las redes financieras de las sociedades
holding.
Está todo tan bien urdido que no ha sido fácil penetrar en los diversos niveles de seguridad: son como redes superpuestas, cada una con su peculiar diseño de agujeros, pero ninguna totalmente opaca. El
hacker
invasor, o sea yo, puede atravesar la primera sin novedad y quedarse prendido en la segunda, o pasar la segunda y la tercera y quedarse prendido en la cuarta. Hace falta paciencia y olfato. Lo básico es interrogar el programa que hay detrás, ver el tapiz no por el lado de las figuras, sino por su reverso, así se descubren los puntos débiles. En fin, he usado el lenguaje informático de base para reprogramar las órdenes de la contraseña, y tras componer mi propio programa par, le he ordenado a la aplicación que dirige el sistema de la contraseña lo que tiene que hacer... y el programa se ha revelado como una fotografía en la cubeta entregando su secreto, así he atravesado las defensas, he burlado el localizador automático Cerbero que se activó en cuanto pasé esa segunda fase, he abierto los ficheros y he dado finalmente con la verdad: la mafia rusa recibió el encargo de las piedras de un financiero brasileño. Aquí tienes sus datos completos.

—¿Un brasileño?

—Eso es lo que hay. Un hombre que opera con los rusos a través de sociedades fiduciarias domiciliadas en el archipiélago de las islas Caimán. Controla centenares de sociedades
offshore,
algunos establecimientos financieros,
trust funds,
bancos y sociedades de servicios que se entrecruzan, se superponen o compiten.

—¿Es posible?

—Me temo que sí. Lo he comprobado por caminos distintos y la pista conduce a Brasil. Sólo tuve que hacer una comprobación rutinaria: me introduje en su correo cifrado del día en que murió Joyce y encontré la orden.

Desplegó un papel y lo puso sobre la mesa: «Cortadle las manos a la mujer y se las enviáis con unas flores.»

Draco contempló la nota. Al menos los rusos no habían añadido la crueldad gratuita de las flores.

—Sé cómo te afecta, pero los gángsters de las favelas hacen cosas peores. Como tener a un hombre secuestrado en ayunas durante una semana, servirle después un guisado de carne y revelarle, cuando se lo ha comido, que era el corazón de su hijo o un muslo de su esposa.

Draco asintió. Tenía las mandíbulas apretadas y respiraba con dificultad.

—¿Sabes cómo se llama?

—Lo sé todo, o casi todo. —Puso una fotografía policial, sacada de una vieja orden de captura de la Interpol sobre la mesa—. Te presento a Aníbal dos Mares, un mulato enriquecido con el tráfico de madera, sospechoso de ser el exterminador de tribus enteras en la Amazonia, y ahora sospechoso de blanquear dinero del narcotráfico.

18

Antes de embarcar en el Jumbo de la British Airways con destino a Brasil, Simón Draco pasó bajo el arco del detector de metales. El plástico de la Glock, que llevaba en el bolsillo del anorak, no produjo eco alguno. El pasajero recuperó en la bandeja exterior, ante el policía de servicio, el manojo de llaves y el falso encendedor, donde ocultaba cuatro balas del calibre nueve. La maletita del equipaje lo aguardaba al otro lado del túnel detector. Se dirigió con ella a la puerta de embarque.

Simón Draco durmió diez horas en su cómodo asiento reclinable de la clase preferente. Lo despertó la voz del comandante por la megafonía: «Bienvenidos a Brasil. Hace un tiempo excelente. Son las 6.35 horas, hora local. Deseamos que su estancia en el país del futuro sea provechosa.» El Boeing Jumbo sobrevolaba los veinticuatro millones de habitantes de São Paulo y se aproximaba al aeropuerto de Guarulhos.

El país del futuro. Draco se despabiló poco antes de aterrizar, justo a tiempo para contemplar, mientras el aparato iniciaba su aproximación, el inmenso y colorido panorama de la enorme favela que rodea el aeropuerto, casi hasta la cabecera de las pistas, a la luz rosada del amanecer. Draco rescató su equipaje del compartimento superior, y se adelantó a sus compañeros de vuelo que esperaban las maletas junto a la cinta transportadora. Un mulato pintón, al que habían despertado un minuto antes para que atendiera el vuelo procedente de Londres, lo recibió con medio bostezo en la casetilla de la aduana. Nada que declarar. ¿Motivo del viaje? Negocios. Le selló el pasaporte en la primera página que abrió y le indicó vía libre.

El taxista era un mulato cafetal con un diente de oro en la sonrisa. Su Buick modelo 85 apestaba a tabaco rancio y a pies sudados, pero debía de ser un coche seguro dado que lo presidía un Sagrado Corazón de Jesús sangrante, de plástico, con su bombillita dentro. Junto a la piadosa imagen había una postal abarquillada con los tres pastorcillos de Fátima. Habían pasado meses desde la Navidad, pero el parabrisas seguía enmarcado con espumillón de colores.

—Lléveme a la avenida Paulista —solicitó Draco al tiempo que abría la ventanilla para que entrara aire puro.

—¿Algún hotel en particular? —preguntó el mulato exhibiendo su diente—. Conozco unos cuantos muy buenos.

—No, usted lléveme a la avenida y ya le indicaré cuando lleguemos.

Una autopista de seis carriles enlazaba el aeropuerto con la ciudad. Los últimos modelos de coches japoneses, americanos y europeos circulaban despendolados. También se veían viejos coches americanos de todos los modelos de veinte años a esta parte.

—¿Es la primera vez que viene a Brasil? —se interesó el mulato mirando por el retrovisor.

Draco no respondió a la pregunta. Contemplaba con distante interés la sucesión de barrios de favelas, kilómetros y kilómetros de míseras chozas construidas con chapas, plásticos, paneles de anuncios, y otros materiales que desechaba la gran ciudad.

El taxista se encogió de hombros y conectó la radio. En las noticias, el portavoz del Vaticano leía el parte médico del papa. Lo habían hospitalizado para un chequeo rutinario, estaba algo cansado del último viaje, pero, aparte de eso, disfrutaba de una salud envidiable.

—Tenemos papa para rato —dijo el taxista exultante mirando otra vez por el retrovisor.

Simón Draco permaneció en silencio, abismado en sus pensamientos.

Al acercarse al núcleo de la conurbación, el tráfico se hizo menos fluido y finalmente se metieron en un gigantesco embotellamiento que duró casi una hora.

—Siento esto, señor —se excusó el taxista como si fuera el causante de aquella confusión—. Los que podrían arreglar este caos viajan como los ángeles —y señaló al cielo. Draco vio que el cielo estaba surcado por media docena de puntos distantes.

—¿Helicópteros?

El taxista asintió complacido.

—¿Sabía usted que en la avenida Paulista hay más bancos y más sociedades financieras que en el resto de América Latina? Los banqueros brasileños rivalizan por construir el rascacielos más alto y en la azotea tienen sus helipuertos particulares. Viven en haciendas a doscientos o trescientos kilómetros, fuera de toda esta miseria, en medio de bosques magníficos y cada mañana se trasladan al trabajo en helicóptero. ¡Ésos saben vivir!

Draco observó que los automovilistas se lo tomaban con calma, bajaban las ventanillas y conversaban tranquilamente de un coche a otro. Incluso vio que un hombre intercambiaba un número de teléfono con la conductora solitaria con la que había conversado. «Tienen otro concepto del tiempo —pensó—, pero tampoco lo pierden.»

Cuando el tráfico comenzó a fluir, pasaron por un gigantesco cementerio de coches donde viejos automóviles se apilaban hasta diez alturas. Detrás, en medio de una nube de vapor, media docena de chimeneas fabriles descargaban humo negro.

—... aparte —iba diciendo el taxista— de que así se libran de los atracos. En la ciudad hay miles de atracadores que aprovechan los embotellamientos para hacer su agosto: en un semáforo se te acerca un vendedor de caramelos a ofrecerte su mercancía, y si te ve buena pinta o un buen reloj, te deja pegado un chicle junto a la cerradura. Dos semáforos más adelante, sus compinches te atracan a pistola y te desvalijan. —Miró por el retrovisor para comprobar si la revelación alarmaba al pasajero, pero el inglés seguía tan inexpresivo y abstraído como al principio—. Si nos ocurriera esa desgracia, Dios no lo quiera, de que un bandido se fije en nosotros —prosiguió—, le aconsejo que no se resista, señor, y le entregue todo lo que tenga porque a la menor resistencia disparan. Hay gente muy mala en esta ciudad.

Draco estudió la expresión del taxista por el retrovisor. Parecía sincero, pero tampoco podía descartar que lo estuviera amedrentando antes de llevarlo a un lugar propicio donde algún socio pudiera atracarlo.

—No se preocupe por mí, porque yo también disparo a la menor señal de peligro.

El taxista miró sorprendido y vio que su pasajero estaba cargando una extraña pistola con las balas que sacaba de un encendedor.

—¡Señor, soy un trabajador que se gana la vida honradamente y no quiere líos! —advirtió.

—También yo soy una persona pacífica. Si no intentan atracarnos, no habrá líos. Esta pistola también lo defenderá a usted —respondió suavemente Simón Draco.

El taxista no volvió a despegar los labios en la hora que invirtieron todavía hasta la avenida Paulista, pero de vez en cuando miraba a su pasajero con expresión preocupada.

Pasaron por nuevos barrios de favelas, construidos con bidones abiertos, puertas rescatadas de escombreras y placas de uralita o de chapa acanalada, un océano de basura reciclada en el que, a veces, surgía como una isla verde un barrio residencial protegido por una muralla de cemento sobre la que asomaban árboles y edificios de construcción vanguardista. Más cerca de la ciudad, tras las favelas vinieron los miserables barrios obreros, y tras éstos, colmenas de apartamentos con ropa puesta a secar sobre barandas oxidadas y casitas familiares de una sola planta. Enormes carteles publicitarios mitigaban la miseria circundante: «Coca-Cola», «Calcinhas»
[1]
, «Café de Brasil», «Jardim Cidade Verde: Morar bem... sua familia merece»
[2]
. E incluso el gigantesco anuncio de una campaña contra el sida que mostraba un condón desplegado de siete pisos de altura con la leyenda: «Camisinha sempre a mão»
[3]
. Draco entendía el portugués bastante bien. Había llegado a chapurrearlo en sus tiempos del Congo, donde convivió con mercenarios angoleños.

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