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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (20 page)

BOOK: La sangre de Dios
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Le ofreció asiento en una incómoda silla mientras él se acomodaba en su sillón frailero. Hablaba un inglés correcto, con fuerte acento griego. Draco expuso su interés por la reliquia el Sanguino. El abad reflexionó unos instantes con el dedo corazón de las manos unidas sobre los labios fruncidos. Después de emitir un breve suspiro dijo:

—Hay poco que decir del Sanguino. La excavación de hace unos años fue un acuerdo privado entre el abad Theorodos, que en paz descanse, y el cardenal romano Luchetti, que en paz descanse también. Enviaron un equipo de arqueólogos que trabajaron durante un mes y pico. Ellos mismos trajeron los obreros, todos extranjeros. Durante el tiempo que duraron los trabajos, el acceso a la basílica estuvo restringido al personal técnico. La comunidad celebraba sus cultos en el refectorio.

—¿Encontraron la reliquia?

—Levantaron el suelo de la iglesia y encontraron veintitantos cálices de cerámica, vacíos, todos con un poco de sangre seca en el interior, medievales, creo, nada de interés. Volvieron a colocar las losas y se marcharon. Eso es todo lo que sé.

—Es vital que dé con ellos. Se trata de un asunto muy importante.

El abad esbozó una sonrisa cínica.

—¿Importante? ¿Qué es importante en esta vida? Querido amigo: aquí vivimos muy aislados del mundo y lo que pasa más allá de las montañas no nos interesa demasiado. ¿Lo comprende? Me temo que no le puedo facilitar más información. Le he contado todo lo que sabía. Nadie vio nada. Cuando llegaron nos prohibieron la entrada a la iglesia, y cuando se fueron, las losas estaban de nuevo en su sitio, algunas de ellas rotas.

36

La estación de autobuses de Karditsa era un edificio polvoriento de cemento con una hilera de ventanas con los cristales casi opacos que no se habían limpiado desde la inauguración, en los tiempos de la reina Federica. Había una hilera de bancos de hierro pegadas a la pared que estaba iluminada con antiguos anuncios de caldo de pollo italiano y televisores en color belgas. Petisú, haciendo un esfuerzo por vencer la repugnancia que le producía la cochambre, se sentó en uno de ellos, al lado de un corpulento pope que apestaba a sudor rancio y a tabaco turco. El tobillo le dolía, se le estaba hinchando, aunque no había ningún hueso roto, porque podía caminar, aunque cojeando. Por lo demás, había salido bien librado de su despeño, sin más herida que la de su autoestima. Y el todoterreno, que se había pegado contra las rocas y había quedado para hacer badiles.

El pope se volvió hacia el extranjero y le sonrió mostrando una dentadura firme y amarilla, más equina que humana.

—¿Turista? —le preguntó amistosamente en inglés.

—Sí, turista —concedió Petisú.

—¿Grecia bonita? —preguntó el gigante apurando sus conocimientos en el idioma extranjero.

—Grecia bonita —corroboró el viajero.

Después afirmó la maleta entre las piernas y cerró los ojos fingiendo que dormía para evitarse el incordio de conversar con el patán. No habían pasado cinco minutos cuando el gigante le posó su grasienta mano en el hombro.

—¿Qué pasa? —inquirió Petisú.

El gigante sonreía señalando un destartalado autobús que acababa de entrar en la estación, un Mercedes repintado de rojo que traslucía los rótulos e insignias de las líneas urbanas de Colonia a las que perteneció en una reencarnación anterior.

—El autobús a Meteora —dijo el griego.

Petisú sufrió un sobresalto.

—¿Cómo sabe que voy a Meteora?

El gigante sonreía como si le hubieran preguntado la mayor bobada.

—¿Adonde iba a ir si no?: todos los turistas van a Meteora.

37

Había perdido miserablemente el tiempo. El abad había recibido instrucciones para que no le revelara ninguna información. ¿De quién? Quizá de los mismos que habían intentado interceptarlo y evitar que llegara al monasterio. Se preguntaba quién andaba detrás de todo aquello, ¿la mafia rusa?, ¿los antiguos nazis? Quien fuera, se ocultaba detrás de una maraña de compañías y nombres falsos. Una persona u organización muy poderosa movilizaba cuantiosos medios para conseguir dos antiguas reliquias: las piedras templarias y el Sanguino, dos talismanes presuntamente procedentes del Arca de la Alianza y del Grial que contuvo la sangre de Cristo.

Abismado en estas cavilaciones, Simón Draco descendió a tientas la peligrosa escalera del Gran Meteora, débilmente iluminada por la luz de la luna, y se dirigió al cercano pueblo de Kalabaka. Se hospedó en el motel Divani, en las afueras, y después de una ducha caliente preguntó en recepción por un lugar decente para cenar.

—El mejor restaurante del pueblo es la taberna Meteoras. No tiene pérdida. Está en la plaza principal, frente al ayuntamiento.

La taberna Meteoras, a pesar del nombre tan poco imaginativo, era un local espacioso, cálido, lleno de humo, con una larga barra llena de alegres parroquianos, todos hombres, que conversaban a voces y prorrumpían en frecuentes carcajadas. Su comedor, adyacente, estaba ocupado principalmente por turistas anglosajones y nórdicos que censuraban con susurros desaprobadores la tosquedad de los nativos. Todas las mesas individuales estaban ocupadas. Draco se sentó en el banco corrido de una mesa colectiva y solicitó la carta.

—Fuera de temporada sólo tenemos plato del día, señor —informó un joven lleno de granos, que oficiaba de camarero—. Muy bueno: cocina griega auténtica.

—Traiga entonces el plato del día.

Resultó ser media docena de
keftedhes,
albóndigas de carne de buey con huevo, pan rallado, cebolla, orégano, menta y perejil, ligadas con aceite y vinagre, fritas y posteriormente cocidas a fuego lento en salsa de almendras. El vino local, rojo y rotundo, acompañaba muy bien al sustancioso plato.

A mitad de la comida, un mozancón de aspecto tímido se sentó al otro lado de la mesa, frente a Draco, con su plato de albóndigas y su jarra de cerveza fuerte.

—¿Señor Draco?

—Sí, soy yo. ¿Y usted quién es?

El mozancón miró alrededor para cerciorarse de que nadie los vigilaba.

—Me llamo Stavros —murmuró inclinándose sobre el tablero en actitud confidencial—. Soy lego en el Gran Meteora. Lo he visto allí esta tarde. Yo soy el que barría el patio.

Draco recordó vagamente a un monje ataviado con un delantal de cuero que barría las losas cansinamente.

—¿Qué desea?

—Usted pregunta por el Sanguino.

—Cierto.

—El abad le ha mentido.

Draco miró a los ojos a su interlocutor. ¿Qué nuevo truco era aquél? ¿Lo habían enviado para sonsacarlo o era sincero el muchacho?

—Difícilmente puede haberme mentido —respondió cautamente—. En realidad no me ha dicho nada.

—Por eso le ha mentido. Le ha ocultado lo que sabe.

—¿Y usted me lo va a contar?

Stavros se removió incómodo en su asiento.

—Yo trabajaba en la biblioteca, con el antiguo abad, pero el nuevo me ha rebajado a sirviente. No obstante, si lo traiciono es porque él traiciona al monasterio. No es nada personal. —Draco asintió—. ¿Qué sabe usted del Sanguino?

—Prácticamente nada.

—Es el verdadero Grial, el recipiente que contuvo la sangre de Cristo. —El lego se santiguó a la manera ortodoxa—. El Sanguino llegó a Meteora en 1356. Lo trajo un monje etíope llamado Sansón, que llegó al monasterio viejo y ciego acompañado por un lego joven. El joven pasó una temporada con los monjes, pero la vida monástica le resultó demasiado rigurosa, por lo que regresó a Etiopía. Sansón se quedó y murió en Meteora. Entonces se hizo la primitiva iglesia, en honor a la reliquia de Sansón, por eso la cúpula tiene doce lados, que son los del sello de Salomón que oculta la Divina Palabra, el nombre verdadero de Dios.

—He oído algo de eso —repuso Draco—. El
Shem Shemaforash.

—El Sanguino estaba enterrado en el subsuelo de la iglesia, en un cáliz sencillo de barro vidriado. El abad Nikóforos hizo fabricar una veintena de cálices idénticos, les puso sangre de pollo y los enterró bajo el pavimento.

—¿Por qué hizo eso?

—Para proteger el original de posibles expolios.

—¿Y cómo podían distinguir el original entre tanta copia?

—Por medio de una clave muy sencilla. La iglesia estaba embaldosada con losas oscuras y claras, ajedrezadas. Una losa estaba marcada con una flor de lis. A partir de ella había que dar tres saltos de caballo de ajedrez para llegar a la losa que escondía el Sanguino. No obstante, esos tres movimientos en direcciones distintas apuntaban a veintidós losas diferentes, que tenían debajo otros tantos Sanguinos falsos además del verdadero. El emplazamiento del Sanguino original sólo lo sabía el abad y este secreto se iba transmitiendo de abad en abad, pero llegó un momento en que se perdió. En 1545, el abad Temístocles reformó la iglesia y cambió las losas, que estaban en muy mal estado, por las actuales.

—Son todas iguales, sin ajedrezado —observó Draco.

—Exactamente. Porque, aunque no se había olvidado la memoria del Sanguino, nadie sabía dónde se encontraba exactamente la reliquia, ni siquiera el abad sabía que la clave estaba en el ajedrezado. Hace tres años, un devoto siciliano encontró un papel con una clave procedente de Etiopía, al parecer dibujada del puño y letra del lego que acompañaba a Sansón. Lo demás creo que lo sabe usted: llegaron los arqueólogos de Roma, con el permiso del patriarcado de Atenas, y realizaron excavaciones en el subsuelo de la iglesia, pero se llevaron una gran sorpresa al ver que el suelo no tenía nada que ver con el plano que ellos traían.

—¿Y cómo se las arreglaron?

—Usaron unos complicados instrumentos de resonancia magnética para realizar una ecografía del terreno con impulsos eléctricos generados por una batería de electrodos clavados en el suelo. Los electrodos envían una señal que permite ver las diferentes densidades del subsuelo. De este modo se conocen con exactitud el emplazamiento y los límites de cualquier hueco subterráneo. Cualquier vasija enterrada proyecta en la pantalla del monitor una sombra coloreada que la distingue de la tierra.

—¿Y qué ocurrió?

—El aparato detectó las veintidós vasijas: algunas con menos sombras porque estaban rotas, pero las localizaron todas. Entonces trabajaron sobre la escala de la iglesia, calculando por ordenador la disposición del ajedrezado primitivo, de manera que las vasijas se adaptaran a la posición de los saltos del caballo de ajedrez, según indicaba la clave.

—¿Y dieron con la reliquia?

El lego asintió, serio.

—Sin lugar a dudas, dieron con ella, pero para asegurarse de que era la auténtica enviaron a Londres un trocito de la vasija que la contenía y la sometieron a un estudio de termoluminiscencia, un análisis que determina la antigüedad de un recipiente de barro cocido. Enviaron tres muestras de tres vasijas distintas, y el análisis confirmó lo que ya sabían: habían dado con el Sanguino original. Las otras muestras resultaron ser de la época medieval.

—¿Cómo podría encontrar el equipo que excavó la iglesia?

—No tengo ni idea. La compañía era Historic Sites Inc.: el nombre aparecía rotulado en las furgonetas y en los instrumentos. El cura romano que los acompañaba se hacía llamar Portone. Un tipo autoritario que se adueñó del monasterio con la complicidad del abad, el pobre Stipoulos, que estaba ya viejo y se echaba a temblar en cuanto lo llamaban del patriarcado de Atenas.

El lego apuró de un trago el resto de su cerveza y se levantó.

—Ahora debo marcharme.

Le tendió al extranjero una mano poderosa y áspera.

—Me ha sido usted muy útil —le dijo Draco al estrechársela—. Muchas gracias.

—De nada. Si usted consigue arrebatarle el Sanguino a los romanos y nos lo devuelve, el monasterio le quedará muy agradecido. Los jóvenes queremos restaurar las viejas costumbres y la disciplina.

Draco se despidió del joven talibán cristiano ortodoxo.

38

Zurich

Draco paseaba como un turista cualquiera por la Milla de Oro suiza, el triángulo comprendido entre la confluencia de los ríos Sihl y Limmat, que en realidad es un trasvase del lago Zurich hacia el oeste. A esa hora, los comercios, casi todos tiendas de lujo, estaban cenando, y los restaurantes, también lujosos, comenzaban a animarse.

—En la calle sólo verás relojerías, joyerías, tiendas de ropa cara y comercios por el estilo —le había advertido Perceval—. Los bancos, todos dedicados a blanquear dinero, están en los pisos, tras discretas fachadas.

Draco miró la tarjeta: Royal Finance Group, número 71 de la Banhnoff Strasse, segunda planta. Era un edificio moderno, de piedra lisa, escueto y minimalista. Empujó la puerta de cristal y entró a un discreto vestíbulo con dos ascensores y otras tantas cámaras de vigilancia. Pulsó un botón verde y se encendieron unos focos. Una pantalla de cristal del tamaño de una cuartilla se iluminó con una fosforescencia azul. De un pequeño altavoz colocado cerca del techo le llegaron unas palabras en alemán que no entendió:


¿Sprechen sie Englisch?
—respondió Draco.

La voz de las alturas repitió la pregunta en inglés:

—¿Qué desea?

—Necesito información sobre su compañía.

—¿Con qué objeto?

—Represento a una compañía interesada en hacer negocios con ustedes.

—¿De dónde viene?

—De Grecia. De Meteora.

—¿Tiene alguna identificación?

—Sí.


Okay.
Por favor, póngala en la ventana iluminada y a continuación pulse el botón rojo.

Draco escribió una nota: «¿Siguen ustedes interesados en las piedras templarias?», la colocó contra el cristal y pulsó el botón que le habían indicado. Un escáner de luz azul recorrió la pantalla fotografiando el papel.

—Aguarde un momento, por favor —respondió la voz del altavoz.

Draco se imaginó a los de arriba consultando por teléfono. Pasaron cinco lentos minutos. Finalmente la voz volvió a hablar:

—Suba al ascensor que tiene a su izquierda y pulse el botón del segundo piso.

En el segundo piso, dos hombres de seguridad lo cachearon sucintamente antes de conducirlo a uno de los despachos. Un hombrecillo calvo con cara de ratón lo aguardaba detrás de una mesa de jade. Le ofreció asiento.

—¿Desea tomar algo, señor...?

—A estas alturas, usted debería saber que me llamo Draco.

—Señor Draco, ¿desea tomar algo?

—No, gracias.

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