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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (12 page)

BOOK: La sangre de Dios
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—Acabar con él puede ser tan difícil como secuestrarlo, a no ser que se trate de una acción suicida.

Lola sonrió.

—Somos gente civilizada, descartamos acciones suicidas.

La azafata le entregó el vaso de plástico con una sonrisa cómplice. Lola y él debían de parecer una de esas parejas que conservan su amor después de veinte años de matrimonio, una especie de milagro que las almas románticas siempre aprecian.

Al principio, el plan le había parecido descabellado. Después comprendió que, aunque le arrebatara la posibilidad de acabar personalmente con los asesinos de Joyce, su venganza quedaría satisfecha de todos modos. Se preguntó si este Benz que surgía de las brumas del pasado era en realidad el verdadero culpable de las muertes de Joyce y del Coronel, y si la muñeca rusa de las responsabilidades delegadas no le guardaría nuevas sorpresas.

—Pasado mañana, el Turco viajará a Uruguay para reunirse con Benz —había anunciado Lola—. No sabemos cuándo volverán a estar juntos. Debemos aprovechar esta ocasión. Si nos descubrieran, tendríamos que levantar el vuelo. La empresa no es difícil. Reventar la caja fuerte, enviar la señal convenida y alejarnos a medio kilómetro en veinte minutos, antes de que la bomba lo destruya todo.

—¿Qué bomba?

—Una bomba que lanzará un avión.

—¿De qué fantasía me estáis hablando?

—Cuando Benz y el Turco se reúnen, el servicio de la hacienda se reduce al mínimo y el número de guardaespaldas aumenta. Entonces bombardearemos la casa.

—¿De dónde vais a sacar un bombardero?

—¿Quién dijo que lo necesitáramos? Será mucho más fácil. Lo haremos con una avioneta de fumigación agrícola que descargará una única bomba.

—Una avioneta sólo puede transportar un petardo. ¿Cómo haréis para darle al doctor Benz en la cabeza?

—Ese petardo, como tú lo llamas, destruirá toda la casa y su entorno. En cien metros a la redonda no quedará nadie con vida.

—Imposible.

—¿Has oído hablar de la bomba atómica de los pobres, la BEAC? Está prohibida por la ONU, pero, como es natural, se sigue fabricando. Explícaselo, Richard.

—Es una bomba que inventaron los americanos en Vietnam, especialmente para arrasar amplias zonas de selva y convertirlas en pista de aterrizaje para helicópteros. Básicamente se trata de un depósito de aluminio que se lanza desde una altura considerable. El depósito va provisto de un altímetro que lo hace estallar antes de llegar a tierra y libera tres cargas de aire combustible de cuarenta y cinco kilos cada una en medio de una nube de vapor explosivo; las cargas bajan con ayuda de pequeños paracaídas hasta diez metros por encima del objetivo y allí nuevamente estallan y dispersan una carga de combustible líquido pulverizado que, al mezclarse con el aire, produce una intensa onda de presión que aplasta lo que encuentra debajo. La onda expansiva rompe los pulmones, provoca embolias en el cerebro y el corazón, mata por asfixia y produce graves quemaduras. Es una fuerza descomunal liberada en un espacio de terreno reducido. De la hacienda y sus alrededores no escapará nadie vivo. Garantizado.

—¿Qué te parece? —preguntó Lola.

—Me parece que es preferible estar de vuestra parte.

El comandante anunció por megafonía que iban a sobrevolar las cataratas del Iguazú por el costado derecho del avión. Los pasajeros que viajaban en el lado izquierdo se precipitaron a las ventanillas libres de la otra banda con las cámaras y los prismáticos. El barullo despertó a Lola. Abrió los ojos y al percatarse de que estaba echada sobre el pecho de Draco se incorporó de golpe, algo avergonzada.

—Perdón —susurró.

—No era ninguna molestia —dijo él sonriendo—. Al contrario, era muy agradable. Además forma parte del juego, ¿no?

Ella no respondió. Se había sentido bien sobre el poderoso pecho de aquel hombre elemental que no tenía dueño, el último caballero que aún luchaba por vengar a su dama.

Poco después aterrizaron, recogieron el equipaje y tomaron un taxi para el hotel Bourbon Foz do Iguaçu. El hotel estaba en la Rodovía das Cataratas, a tres kilómetros del aeropuerto y a las afueras del pueblo. Era un complejo hotelero moderno con varias piscinas, saunas y un jardín botánico. Como estaban en temporada baja había pocos huéspedes, principalmente jóvenes en viaje de bodas o parejas clandestinas, gigolós con ancianas, o jefes barrigones y calvos con atractivas secretarias, idilios de fin de semana.

Ocuparon una suite con vistas al jardín botánico. La única y enorme cama no figuraba en los planes de Lola. Llamó a recepción para pedir que se la cambiaran por otra habitación de dos camas.

—Perdón, señora —se excusó el recepcionista—, pensé que preferirían una sola cama.

—Pues no, preferimos dos.

Miró a Draco que desde la ventana contemplaba el vuelo de los pájaros exóticos del jardín. El último caballero. Lola pulsó la tecla de repetición de llamada y volvió a comunicar con recepción:

—Olvídelo. Nos quedaremos con esta habitación.

Draco se volvió y la miró sorprendido.

—No podemos levantar sospechas, ¿no? —explicó la mujer desviando la mirada—. Por otra parte ya somos mayorcitos. Hace tiempo que dejamos de ser
boy scouts.

—Yo nunca lo fui —dijo Draco—. En mi barrio no había de eso. Mi padre se emborrachaba y golpeaba a mi madre, y yo tenía que ganarme el sustento recogiendo botellas en los basureros.

¿Por qué le contaba aquellas cosas a Lola?

Quizá se estaba aficionando a aquella mujer más de lo conveniente. Debilidades propias de un hombre que acaba de perder a su único amigo y a la mujer amada. Estaba solo. Dentro de unos días, después de cumplir la misión, tomaría un vuelo para Londres y se olvidaría de ella.

Lola colocaba sus cosas en el armario.

—Tengo que comprar algo abajo —dijo—. Subo en seguida.

«Va a hacer una llamada telefónica y no quiere que la oiga», pensó Draco.

Después pensó que iba a llamar a Ari. Ari, del que Lola se había confesado amante ocasional, no disimulaba la hostilidad que profesaba al nuevo miembro del equipo. Los había llevado al aeropuerto y había estado especialmente grosero y displicente. Celos, seguramente.

Draco encendió un cigarrillo y se sentó en el retrete. La forma de copa de cóctel del sanitario era de lo más inconveniente, el bálano rozaba la superficie interior. «Un jodido retrete feminista», pensó, y se rió de su propia ocurrencia.

Estaba bien con Lola, aunque sólo fuera fingiendo que eran amantes. Lamentó que aquella aventura tuviera que acabar tan pronto.

Aquella noche cenaron un
rodizio de peixe
en uno de los tres restaurantes del hotel, a la luz de una vela. Después tomaron un par de caipiriñas en un reservado con vistas al jardín, mientras en el salón un pianista interpretaba canciones de Amalia Rodrigues y algunas parejas otoñales, ellas con trajes de noche, bailaban abrazadas en la pista central.

Lola habló de su infancia, en un barrio de emigrantes neoyorquinos. Su padre era panadero. Fabricaba cinco clases de pan. Con mucho esfuerzo la envió a la universidad. Un tío policía le consiguió un puesto en Narcóticos. De eso hacía ya cinco años. Al principio como analista químico. Un matrimonio fracasado y un aborto la habían convencido de que debía cambiar de aires. Latinoamérica la atraía y su conocimiento de español y portugués, así como su aspecto latino, ayudaban mucho.

—Al principio creí que estabas liada con Ari —observó Draco.

—Lo estoy... a ratos.

No le gustó aquella revelación. No es que albergara esperanza alguna acerca de ella, pero en cualquier caso la mujer le gustaba y hubiera preferido no compartirla.

—En Brasil es difícil no estarlo, con la sensualidad que te rodea —dijo por decir algo.

—Aquí aman sin complicaciones.

Lola le explicó las complejidades del amor en Brasil.

—Se empieza con
paquerar.


¿Paquerar?

—Sí, acariciarse sensualmente, magrearse.

—¡Ah!

—Después viene el
caso,
como llaman a una unión sexual ocasional y sin consecuencias, pero si se repite algunas veces se convierte en
ficar,
aunque sigue sin representar compromiso alguno.

—¿Y si se prolonga más?

—Si se convierte en costumbre es
amizade colorida,
que con el tiempo evoluciona en simple
amizade.

—O sea, amantes.

—Algo así, pero acaba habiendo más amistad que sexo; lo que no suele ocurrir entre los amantes en nuestras sociedades occidentales. Después viene el
namoro,
o
namorar,
cuando la relación es pública y notoria y cuenta con cierto respaldo social, pero tampoco significa que haya compromiso. Y finalmente está el compromiso convencional que conduce al matrimonio.

—Bastante complejo.

—En Brasil existen estos grados. Casi todo el que está casado, tanto él como ella, tiene también, simultáneamente, alguna
amizade colorida
y no rehúye
ficar
cuando se presenta.

—Ya veo.

Lola miró subrepticiamente el reloj. Hora de subir a acostarse, y de la gran prueba. Se sintió repentinamente tímida. Habían estado hablando de amor y de sexo. Él podía interpretar que era una especie de invitación a la entrega cuando subieran. Se levantó súbitamente.

—¿Te apetece dar un paseo por el jardín, para respirar un poco de aire de la selva antes de dormir?

La invitación lo tomó por sorpresa.

—Sí, sí, claro. Buena idea.

25

En el jardín había otras parejas, paseando por los senderos débilmente iluminados con lámparas verdes indirectas con forma de seta a diez centímetros del suelo. Al principio pasearon en silencio, algo separados. Después de un ligero traspiés, Lola se agarró del brazo de Draco y ya no lo soltó. Él se sentía atraído por ella, la colonia juvenil le llegaba en ligeros efluvios desde la cabeza apoyada en su hombro. Después de todo podía ser una representación. Se suponía que eran marido y mujer. Tras pasear en silencio unos minutos, Lola dijo:

—En tu ficha policial consta que fuiste mercenario.

—¿Eso dice? —contestó Draco distraídamente.

—Los mercenarios no suelen ser gente de fiar —dijo Lola tras un silencio.

—Al contrario: en ellos se puede confiar ciegamente. Lo suyo es profesional. Acatan las órdenes profesionalmente y luchan sin demasiada implicación emocional. Los idealistas son menos fiables. En combate hacen heroicidades inútiles o contraproducentes, o les entra el miedo y te dejan en la estacada. A veces las dos cosas sucesivamente.

Ella meditó sobre lo que acababa de oír. Luego preguntó:

—¿Cómo se te ocurrió hacerte mercenario?

—La vida. Yo qué sé. Tuve un buen padrino, el Coronel.

—¿El que mataron los rusos?

—Sí.

—¿Forma también parte de tu venganza?

—Él fue lo más parecido a un verdadero padre que he conocido.

—Háblame de él.

—Hace muchos años, en Bruselas, en una cervecería de la plaza Guiñón, conocí a un tipo que había encontrado trabajo en África, en el Congo. Yo estaba harto de llenar sacos de molluelo en una fábrica de piensos y le pregunté si no habría otro puesto para mí en África. Al día siguiente me llevó a una casa de la calle Marie de Bourgogne, a las oficinas de la Sociedad Industrial Belga, que era la cobertura oficiosa del nuevo gobierno de Katanga. Hacía poco que el gobierno, el belga, le había concedido la independencia a su colonia en el Congo, pero unas cuantas compañías con intereses en la región apoyaban la rebelión contra el gobierno negro de la provincia de Katanga, que era la más rica. Así que comenzó una guerra entre el nuevo país independiente, que contaba con las bendiciones de la ONU, y la provincia rebelde, que sólo contaba con el apoyo de las compañías interesadas en que la rebelión prosperara.

—¿Y cómo se te ocurrió buscar trabajo en un país en guerra?

Draco sonrió.

—Ése era el trabajo: la guerra.

Lola comprendió.

—Mercenario —susurró como para ella.

—La Sociedad Industrial Belga contrató a trescientos trabajadores con distintas coberturas civiles: trabajadores de compañías mineras, del correo, de comunicaciones, profesores, viajantes de comercio, técnicos, etc. Nos pagaron unas vacaciones en un campo de entrenamiento del sur de Marruecos, donde una sociedad minera belga daba cobertura. Allí conocí al coronel Burton. Hacía un año que había abandonado el ejército británico y también se había alistado como oficial de la Sociedad Industrial Belga. Nos tuvieron dos meses en Marruecos y de allí pasamos a Katanga vía Angola. En los dos años largos que permanecí junto al Coronel se portó conmigo como un padre y en una ocasión arriesgó su vida para sacarme de un apuro.

Draco no dijo más. Lola respetó su silencio, se sentó en un banco y él se acomodó a su lado. Draco, contemplando la noche cuajada de estrellas, respirando el aire suavemente podrido de la selva, recordó antiguas escenas que hacía mucho tiempo creía olvidadas: se vio veinteañero luchando en lodazales y chozas contra el ejército regular de la nueva república que había invadido Katanga y arrasaba aldeas enteras macheteando a la población, niños incluidos, después de violar a las mujeres. El enemigo era una horda indisciplinada que sucumbió rápidamente ante los mercenarios. Entonces intervino la ONU y envió cascos azules para repeler la rebelión. Al mismo tiempo, las presiones diplomáticas retiraron a muchos mercenarios, que en realidad eran miembros de servicios secretos de países con intereses en la zona. Al final sólo quedaban un centenar, pero aun así la suerte les seguía siendo favorable. Guerreaban cinco días por semana y descansaban dos en la retaguardia, donde Tshombé había dispuesto que no les faltara de nada. Los nativos los trataban como a seres superiores y ellos tomaron como cuartel la sala de fiestas del rey Kibwe, donde bailaban el cha-cha-cha
Enfants du Katanga
con sus camaradas. La prensa internacional les dedicaba artículos elogiosos y los llamaba los Implacables. Joyce, en un raro ataque de celos, más de su pasado que de mujer alguna, había destruido algunas fotografías en las que Draco aparecía jovencísimo y delgado, rodeado de cuatro hermosas chicas africanas, borracho de champán francés y de cannabis.

Lola contempló su perfil a la luz de la luna y lo encontró guapo. Draco, ajeno al interés de la muchacha, recordó una noche lejana, también en la selva tropical, cuando Lola aún no había nacido, en las afueras de Jadotville. Tras los embriagadores perfumes de la noche, que se combinaban con el olor animal del miedo para formar un raro almizcle, amaneció un día caluroso, el sol se alzó radiante sobre las copas de los árboles, mientras él permanecía apostado detrás de un tronco caído, al borde de la espesura, contemplando el puente sobre el río Lufira a través del visor telemétrico de un bazooka. Al día siguiente, la prensa internacional se hizo eco de una nueva fechoría de los mercenarios katangueños: le habían tendido una emboscada a las tropas irlandesas de la ONU enviadas para desalojarlos de la ciudad. Draco recordaba la palmada amistosa del Coronel en su espalda cuando, al primer disparo, dejó fuera de combate al tanque delantero, que se incendió y perdió la cadena derecha, cortándoles el paso a los que venían detrás. El puente se convirtió en una trampa mortal. De haber contado los mercenarios con más efectivos, hubiera sido una victoria señalada, pero para entonces sólo eran cuarenta contra el ejército congoleño y los cascos azules. Unas semanas después ordenaron al Coronel que volara la presa Delcommune, una de las mayores obras hidráulicas de África. Al principio el Coronel creyó que se trataba de un error y telegrafió al cuartel general de Tshombé para que le repitieran la orden, pero la orden estaba clara: volar la presa. Entonces reunió a sus hombres: «Quieren que dinamitemos ese pantano.» Ellos lo escucharon, impasibles. Habrían acompañado al Coronel al fin del mundo. «Ese pantano —reflexionó el Coronel— es la obra más grande que hemos construido los blancos en África. No pienso volarlo para servir las ambiciones y las extravagancias de un negro. Cuando regresemos a Europa, a nuestros países, los que regresemos, tendremos que ocultar nuestra misión aquí como si fuera la mayor de las vergüenzas, porque nuestros gobiernos no lo entenderán. Allí seremos proscritos, pero aquí somos hombres de honor. Si estáis conmigo, levantad la mano.»

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