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Authors: Nicholas Wilcox

La sangre de Dios (4 page)

BOOK: La sangre de Dios
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Mientras aguardaba fue pensando en la conversación que iba a mantener con el sicario ruso que intentaba asesinarlo. A la media hora, el sonido de la llave en la cerradura lo alertó. Empuñó la pistola y se situó junto a la pared. Se encendió una luz. Oyó al ruso trastear en el cuarto de baño, levantar la tapa del retrete y orinar ruidosamente mientras tarareaba una canción de Madonna. Luego el zip de la bragueta. No hubo descarga de la cisterna. Un guarro o un ecologista ahorrador. Más bien lo primero. Cuando el ruso apareció en su ángulo de visión lo encañonó.

—Buenas noches, señor Danko.

El ruso palideció y se quedó inmóvil.

—¿Qué quiere? —preguntó con voz ronca. Hablaba casi sin acento extranjero.

—¿Sabes quién soy?

El ruso no respondió. Se limitó a observar al intruso, calculando si se atrevería a disparar. Draco le adivinó el pensamiento y sonrió levemente. Sí, se atrevería.

—El otro día me estropeaste el dormitorio, ¿para quién trabajas?

—Trabajo por cuenta propia.

—¿Y por qué la has tomado conmigo, un pacífico ciudadano...?

«Mientras el adversario habla, pierde gran parte de la concentración.» Eso le habían enseñado a Danko en la academia del KGB. Vasili Danko apagó la luz de un manotazo y se lanzó al suelo al tiempo que se sacaba una pistola Beretta de la sobaquera. Sonaron tres disparos de silenciador y tres diminutos fogonazos iluminaron tenuemente la estancia. Después de disparar, Draco alcanzó el pasillo y accionó la luz del cuarto de baño. Precavidamente se asomó al dormitorio en penumbra. Danko yacía al otro lado de la cama y sus piernas se agitaban con las convulsiones de la agonía. De la carótida seccionada por un disparo brotaba un chorro de sangre espesa que iba formando un charco en el ajado parquet. Draco se inclinó sobre el agonizante, que parecía mirarlo a través de los ojos vidriosos, y le cogió la billetera. Sólo tenía un par de tarjetas de crédito inglesas y treinta libras esterlinas. Ni una fotografía, ni un carnet, nada que identificara al propietario. En los bolsillos tampoco había nada.

—Seguramente no estás en condiciones de responder a más preguntas, ¿verdad? —le dijo al reciente cadáver.

Lo cubrió con la colcha y registró su equipaje. En la ajada maleta de cuero encontró dos cajas de balas, un manojo de llaves sin identificación y un sobre con tres fotografías de Simón Draco, tomadas con teleobjetivo en las inmediaciones de la casa del Coronel. Comprendió que los que asesinaron a su amigo la tenían vigilada.

—Si creen que tengo las malditas piedras, ¿por qué han intentado matarme? —se preguntó.

Como tantas personas habituadas a la soledad, Simón Draco tenía el hábito de hablar consigo mismo en voz alta.

Había intentado corregírselo, temiendo que con la edad fuera a peor, sin el menor éxito.

Registró la habitación. El difunto Vasili Danko usaba maquinilla de afeitar, pero su estuche de aseo contenía también una brocha de afeitar. ¿Para qué quería este individuo una brocha de afeitar? Observó la brocha, un modelo antiguo, y le pasó los dedos por los pelos, perfectamente secos, casi cristalizados, como de llevar años sin usarse. ¿Una especie de fetiche? La madera estaba descascarillada junto a una estría que parecía de adorno. ¿Ocultaba un compartimento secreto? Hizo fuerza sobre el mango para comprobarlo y, efectivamente, la parte central estaba enroscada. Dentro del hueco encontró una capsulita cuadrada, seguramente de veneno. Se la echó al bolsillo. También un papel cuidadosamente doblado. Lo desplegó. Habían escrito a máquina dos nombres con sus respectivas direcciones:

—Simón Draco-Londres.

—Patrick O'Neill-Kilmartin.

Acababa de averiguar a quién correspondían las iniciales P. O. de la última anotación en la agenda del Coronel: Patrick O'Neill.

10

Norte de Inglaterra

El Austin que conducía Simón Draco se detuvo para orientarse antes del cruce de Fyne, delante del cisne de chapa del hotelito The Swam, y prosiguió por la pintoresca carretera turística que bordea el lago Lomond, festoneada de
cottages
victorianos, algunos adornados con falsas ruinas medievales, hasta llegar al pueblecito de Kilmartin, más allá del lago Fyne.

Dos jubilados conversaban en un banco frente a la portada gótica de la iglesia. Draco detuvo el coche y les preguntó:

—¿Podrían indicarme el camino de Kingblood Castle?

—¿Va usted al castillo?

Draco asintió.

—Le advierto que es propiedad particular y sólo lo enseñan mediante cita previa.

—Lo sé, tengo cita.

Uno de los viejos le indicó el camino. A la salida del pueblo la carretera se bifurcaba. Draco tomó el ramal secundario, ascendente, que discurría en la penumbra de un espeso túnel vegetal formado por las ramas de enormes tejos. Al final apareció el castillo, al otro lado de una pradera ondulada. Draco lo contempló a medida que se acercaba: un hermoso edificio con su torre mayor, su cerca exterior tapizada de oscura yedra y sus ventanas góticas emplomadas. Sobre los húmedos tejados de pizarra, una chimenea despedía una vedija de humo blanco que se confundía con las nubes bajas, un poco más arriba.

Draco aparcó cerca de la cancela exterior. Pulsó el timbre y al instante apareció un criado con un chaleco a rayas.

—Me llamo Simón Draco. Sir Patrick O'Neill me está esperando.

—Tenga la bondad de pasar —dijo el criado franqueándole la puerta, y después, con una leve inclinación—: Acompáñeme.

Cruzaron el patio exterior tapizado de yedra y enlosado con viejas piedras, atravesaron el portón y entraron en un amplio hall de cuyas paredes colgaban viejas banderas, algunas de ellas meros harapos apenas sostenidos por una urdimbre de alambre. En la antigua y elaborada techumbre de madera estaban representadas las armas de las casas principales de Inglaterra alrededor de un retrato del rey Enrique VIII, orondo, acariciando la cabeza de un can.

—Bienvenido a Kingblood Castle, mister Draco —dijo una voz desde lo alto de la escalera.

Un hombre de unos sesenta años, delgado, pálido, vestido juvenilmente con un suéter, pantalones de pana y fular de seda azul al cuello, bajaba la escalinata torpemente con ayuda de un bastón. Le estrechó enérgicamente la mano.

—¿Qué tal el viaje, señor Draco? ¿Nos ha encontrado sin problemas?

—Sí, señor. Gracias.

—¿Puedo preguntarle qué asunto es ése tan confidencial del que ayer no se atrevió a hablarme por teléfono?

—Lamento haber estado tan misterioso, señor O'Neill, pero las circunstancias exigen la mayor discreción. Soy el emisario que el coronel Burton envió a Hamburgo para comprar las piedras. El alemán que tenía que venderlas, un tal Kolb, está muerto y el coronel Burton también. Los han asesinado a los dos.

—He sabido lo del Coronel por la prensa —dijo O'Neill—, pero no sospechaba que hubiese relación entre su muerte y las piedras.

—Es evidente que la hay. Y el único que conoce el asunto, aparte del asesino, soy yo y ahora usted.

O'Neill asintió.

—Creo que debo explicarle algunas cosas para que comprenda el asunto. El Coronel me habló de usted. Me dijo que confiaba plenamente en su persona. Por eso también yo debo confiar.

O'Neill se acercó a la mesa del vestíbulo y oprimió un timbre. Al instante compareció el criado que había abierto la puerta.

—Bruce, sírvanos el té en la biblioteca.

La biblioteca era la sala más noble de Kingblood Castle. Sus muros, con tres ventanales abiertos al jardín, estaban cubiertos de estanterías hasta el techo. Un pasillo de madera, que rodeaba la sala a media altura, permitía alcanzar los estantes más elevados. En el centro había dos mesas iluminadas con lámparas de estudio modernas, con la visera color caramelo. O'Neill le ofreció asiento a su visitante en un sofá chester frente a la artística chimenea francesa que presidía la estancia. Draco reparó en el extraño escudo de armas tallado sobre la repisa: una cruz potenzada con un cáliz en el centro y la leyenda:
«Je garde le sang real»
, en la cartela que la rodeaba.

—¿Sabe usted francés?

—Algo.

—Ahí pone: «Guardo la sangre real.» Una leyenda familiar sostiene que el primer conde O'Neill heredó el Santo Grial, el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. La cruz templaria asociada al cáliz representa la vinculación de los O'Neill a la Orden.

—¿Eran ustedes templarios? —preguntó Draco por mostrar algún interés.

—No exactamente, pero un antepasado mío, el primer conde O'Neill, acogió a los templarios franceses refugiados en Inglaterra. ¿Está usted familiarizado con la historia de los templarios, señor Draco?

—Me temo que no.

O'Neill se sentó en uno de los sillones de cuero y extendió la pierna convaleciente sobre un taburete afelpado.

—Hace casi siete siglos, el rey Felipe el Hermoso de Francia y el papa decretaron el exterminio de los templarios después de acusarlos de terribles delitos. En realidad eran inocentes, pero el rey francés codiciaba sus riquezas y el papa era un simple pelele en manos de Francia. Poco antes de que los sicarios del rey apresaran a los hermanos de la Orden, una flota templaria compuesta por dieciocho navíos zarpó de La Rochela y se perdió en el mar. Las naves bordearon Irlanda y vinieron a refugiarse a Kimbry y Castle Swim, cerca de aquí, y mi familia, que era propietaria de la región, los acogió. Los templarios fugitivos, apenas un par de docenas, fundaron una pequeña Orden, la de San Andrés del Cardo. Usted sabe que el cardo simboliza a Escocia, ¿verdad?

—Aparece en las monedas —repuso Draco.

—Cierto, perdone la simpleza. Al parecer, los templarios adoptaron ese nombre porque san Andrés es Eliazar, o sea Lázaro, el resucitado, con lo que indicaban que la orden templaria había resucitado en Escocia. Años después, los caballeros de la Orden del Cardo ayudaron a Robert Bruce, rey de Escocia, a derrotar a Eduardo II de Inglaterra, el yerno de Felipe el Hermoso de Francia, el enemigo de los templarios, en la batalla de Bannockburn, el 24 de junio de 1314.

—O sea que devolvieron el golpe.

—Digamos que se mantuvieron fieles a sus benefactores escoceses. El caso es que los antiguos templarios o sus descendientes prosperaron aquí. Desde el siglo XVI, los maestres de San Andrés del Cardo encabezaron la masonería jacobita o estuardista. En 1593, Jacobo VI de Escocia fundó la Rosacruz, con treinta y dos caballeros de San Andrés del Cardo. Después la Orden se diluyó en varios grupos masónicos que desvirtuaron las enseñanzas antiguas creando una selva de rituales y una maraña de extrañas mistificaciones.

Sonaron unos golpecitos en la puerta y Patrick O'Neill guardó silencio mientras el mayordomo depositaba sobre la mesa auxiliar una gran bandeja de plata con un servicio de té.

—Puede retirarse, Bruce, yo mismo lo serviré —dijo O'Neill.

El té era fuerte, aromático y ligeramente amargo. Draco lo paladeó en silencio preguntándose si toda aquella riqueza que rodeaba a su anfitrión procedía del mítico tesoro de los templarios; O'Neill prosiguió:

—Los templarios ingleses, o si lo prefiere los nuevos caballeros de San Andrés del Cardo, nombraron a mi antepasado, el primer O'Neill, custodio de la Sangre, un puesto elevado de su Orden secreta. El custodio de la Sangre tenía a su cargo el Grial de la sangre de Cristo.

—¿Me está diciendo que el Grial existe?

—En realidad, el Grial es un mito pagano que los misioneros cristianizaron. No obstante, los templarios estaban convencidos de que, en algún lugar del mundo, existía una reliquia con sangre de Cristo y uno de los objetivos de la Orden consistía precisamente en recuperarla. El otro objetivo era la recuperación del Nombre Secreto de Dios.

Draco se preguntó si el último de los O'Neill estaba loco. ¿Sangre de Cristo? ¿El Nombre Secreto de Dios? Aquello comenzaba a sonar a la charla mística de algunos oradores chiflados de las tribunas de Hyde Park.

—Señor O'Neill, no veo qué relación puede tener eso con el asunto de los asesinatos —lo interrumpió cortésmente.

—Le ruego que sea paciente, porque a eso voy. Esa fórmula mágica, el Nombre Secreto de Dios o
Shem Shemaforash,
constituía el tesoro más preciado de los templarios, pero con la disolución de la Orden se perdió, aunque se sospechaba que uno de los últimos templarios, un tal Vergino, pudo recogerla en diagramas y signos que esculpió en una roca cerca de cierto monasterio en el sur de España. En 1912, el Vaticano, los judíos y los representantes de algunas dinastías europeas aunaron esfuerzos para encontrar la Palabra Secreta. Con tal fin crearon una comisión, que se denominó la Sacra Logia Pontificia de los Doce Apóstoles. Mi abuelo, como representante de la Orden del Cardo, fue uno de sus miembros. Antes de que la logia alcanzara sus objetivos, la primera guerra mundial dispersó a sus componentes. Después, durante la segunda, los nazis encontraron los
tabotat
de los templarios en Túnez.

—¿Los
tabotat
?

—Esas piedras parecidas a hachas prehistóricas que usted fue a buscar a Hamburgo por encargo del Coronel. Yo le había encargado al Coronel que negociara su adquisición.

—¿Puedo preguntarle por qué no lo hizo usted mismo?

—Ya ve usted que ando algo impedido de la pierna. Desde mi accidente no he abandonado jamás el castillo. Hace un mes, ciertas personas quisieron comprarme las piedras. No las tenía, pero me pareció que debía adelantarme y rescatarlas.

—¿Por qué pensaron que las tenía usted?

Se quedó un momento pensativo.

—Durante la segunda guerra mundial, mi padre colaboró con Churchill en la Operación Jericó. Los alemanes llevaron las piedras a París, reconstruyeron el Arca de la Alianza y sacaron a un cabalista judío de un campo de exterminio para que realizara un conjuro que les ayudase a ganar la guerra.

Draco suspiró profundamente. O'Neill le dirigió una amable sonrisa.

—Se pregunta si estamos todos locos, ¿verdad?

—Sí, si me permite que sea sincero, creo que sí.

—Usted no cree en la magia, lo comprendo, pero la combinación de esa Palabra Secreta y el poder del Arca con los
tabotat
en su interior obraron prodigios en la guerra, me consta. Después de la guerra, mi padre amistó con el judío, un tal Zumel, hasta que éste murió en 1956.

—O sea, ¿usted cree que esa magia de la Palabra Secreta, o lo que sea, les dio el triunfo a los aliados? Usted perdonará mi incredulidad, pero he vivido un tiempo en África, en tiempos revueltos, y he visto morir a algunos negros por un amuleto hecho con un trozo de piel asquerosa y media docena de baratijas. Todo este asunto me suena a superstición africana y usted me cuenta que personas honorables y cultas, como usted mismo, se están disputando un par de piedras.

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