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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La sangre de los elfos (38 page)

BOOK: La sangre de los elfos
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—Así que ésta es la famosa Sorpresa. —La hechicera frunció un poco los labios—. Mírame a los ojos, muchacha.

Ciri se estremeció y metió la cabeza entre los hombros. No, eso no se lo envidiaba a Yennefer, no quería tenerlo y ni siquiera deseaba verlo. Esos ojos, violetas, profundos como un lago sin fondo, que brillaban extraños, impasibles y malvados. Horribles.

La hechicera se volvió hacia la gruesa suma sacerdotisa. La estrella de su cuello ardió a los reflejos del sol que atravesaba la ventana del refectorio.

—Sí, Nenneke —dijo—. No hay duda. Basta mirar a estos ojitos verdes para saber que hay algo en ellos. La frente alta, los arcos de las cejas tan regulares, la bonita distancia entre los ojos. Las finas aletas de la nariz. Los largos dedos. El extraño pigmento de los cabellos. Claramente, se trata de sangre de los elfos, aunque no hay mucha de esta sangre en ella. Un bisabuelo o bisabuela élficos. ¿He acertado?

—No conozco su ascendencia —repuso la suma sacerdotisa—. No me interesa.

—Alta para su edad —continuó la hechicera, todavía tasando a Ciri con la mirada. La muchacha estaba ardiendo de rabia y de nervios, luchaba contra el poderoso deseo de aullar retadoramente, aullar con toda la fuerza de sus pulmones, patalear y escapar al parque, tirando por el camino el florero de la mesa y cerrando las puertas de tal modo que se cayera el yeso del techo.

—No está mal desarrollada. —Yennefer no apartaba la vista de ella—. ¿Sufrió en su infancia alguna enfermedad contagiosa? Ja, seguro que tampoco le preguntaste por ello. ¿Aquí no ha enfermado?

—No.

—¿Migrañas? ¿Desmayos? ¿Tendencia a resfriarse? ¿Dolores menstruales?

—No. Sólo los sueños.

—Lo sé. —Yennefer le retiró los cabellos de las mejillas—. Él escribió acerca de ello. De su carta se desprendía que en Kaer Morhen no habían intentado con ella ningún... experimento. Me gustaría creer que es verdad.

—Es verdad. Únicamente le dieron estimulantes naturales.

—¡Los estimulantes no son nunca naturales! —La hechicera alzó la voz—. ¡Nunca! Justo esos estimulantes pudieron reforzar en ellas los síntomas... ¡Rayos, no creía que tuviera tanta falta de responsabilidad!

—Tranquilízate. —Nenneke la miró con frialdad y con una repentina y extraña falta de respeto—. Te dije que eran medios naturales, seguros por completo. Perdona, querida, pero en este campo me considero mejor autoridad que tú. Sé que te resulta terriblemente difícil aceptar cualquier autoridad, pero en este caso estoy obligada a imponértela. Y no hablemos más de ello.

—Como quieras. —Yennefer apretó los labios—. Venga, vamos, muchacha. No tenemos mucho tiempo, sería un pecado perderlo.

Ciri controló con esfuerzo el temblor de sus manos, tragó saliva, miró interrogativamente a Nenneke. La suma sacerdotisa tenía el rostro serio y como preocupado, y la sonrisa con la que respondió a la muda pregunta resultaba fea y artificial.

—Ahora te irás con doña Yennefer —le dijo—. Durante algún tiempo doña Yennefer será tu tutora.

Ciri agachó la cabeza, apretó los dientes.

—Con toda seguridad estarás asombrada —siguió Nenneke— de que de pronto te tome bajo su protección una Maestra de la Magia. Pero tú eres una muchacha inteligente, Ciri. Te imaginas cuál es la causa. Heredaste de tus antepasados ciertas... capacidades. Sabes de lo que hablo. Venías a mí, entonces, después de esos sueños, después de las alarmas nocturnas en el dormitorio. Yo no supe ayudarte. Pero doña Yennefer...

—Doña Yennefer —le interrumpió la hechicera— hará lo que haya que hacer. Vamos, muchacha.

—Ve. —Nenneke agitó la cabeza, intentando en vano dar a su sonrisa al menos un aspecto de naturalidad—. Ve, niña. Recuerda que tener como tutora a alguien como doña Yennefer es un gran honor. No avergüences al santuario ni a nosotras, tus maestras. Y sé obediente.

Me escaparé esta noche, decidió Ciri. De vuelta a Kaer Morhen. Robaré un caballo en el establo y no me volverán a ver. ¡Me escaparé!

—¡Ni pensarlo! —dijo la hechicera a media voz.

—¿Dime? —La sacerdotisa alzó la cabeza—. ¿Qué has dicho?

—Nada, nada —sonrió Yennefer—. Te ha debido de parecer. ¿O puede que me haya parecido a mí? Mira a tu pupila, Nenneke. Rabiosa como un gato. Chispas en los ojos, mira cómo rebufa, y si supiera poner las orejas como los gatos lo haría. ¡Bruja! Va a haber que agarrarla fuerte por el cuello, cortarle las uñas.

—Más comprensión. —Los rasgos de la sacerdotisa se endurecieron visiblemente—. Por favor, muéstrale corazón y comprensión. Ella no es aquélla por quien la tienes.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Ella no es tu rival, Yennefer.

Durante un instante se midieron con la vista, ambas, hechicera y sacerdotisa, y Ciri sintió un temblor en el aire, una extraña y terrible fuerza que se solidificaba entre ellas. Duró esto tan sólo una fracción de segundo, tras lo que la fuerza desapareció y Yennefer se rió con naturalidad y sonoridad.

—Me había olvidado —dijo—. Siempre de su lado, ¿no, Nenneke? Siempre llena de preocupación por él. Como la madre que nunca tuvo.

—Y tú siempre en contra de él —sonrió la sacerdotisa—. Como siempre, le haces merced de sentimientos muy fuertes. Y te defiendes con todas tus fuerzas para no llamar a esos sentimientos por su verdadero nombre.

Ciri sintió de nuevo cómo crecía allá abajo, en la tripa, una rabia que pulsaba en sus sienes en forma de espíritu de contradicción y de revuelta. Recordó cuántas veces y en qué circunstancias había oído ese nombre. Yennefer. Un nombre que le producía inquietud, un nombre que era el símbolo de algún secreto amenazador. Se imaginaba cuál era ese secreto.

Hablan ante mí abiertamente, sin embarazo, pensó, sintiendo como de nuevo le comenzaban a temblar de rabia las manos. No se preocupan por mí para nada. No me prestan atención. Como si fuera una niña. Hablan de Geralt delante de mí, en mi presencia, y no deben hacerlo porque yo... Yo soy...

¿Quién?

—¡Y tú por tu parte, Nenneke —repuso la hechicera—, como de costumbre te diviertes analizando las emociones ajenas, y para colmo interpretándolas a tu manera!

—¿Y metiendo las narices en asuntos ajenos?

—No quería decir eso. —Yennefer agitó sus negros rizos, y los rizos brillaron y se retorcieron como serpientes—. Gracias que lo hiciste por mí. Y ahora cambiemos de tema, por favor. Porque éste al que estamos dando vueltas es extraordinariamente estúpido. Hasta se avergüenza una delante de nuestra joven adepta. Y en lo que respecta a la comprensión que me pedías... Seré comprensiva. En lo que respecta a mostrar corazón puedo tener dificultades, puesto que en general se dice que no poseo tal órgano. Pero ya nos las arreglaremos. ¿Verdad, Sorpresa?

Se sonrió en dirección a Ciri y Ciri, pese a sí misma, pese a su rabia y enfado, tuvo que responderle con un sonrisa. Porque la sonrisa de la hechicera era inesperadamente amable, bondadosa, cordial. Y muy, muy hermosa.

 

Escuchaba la alocución de Yennefer, que estaba demostrativamente vuelta de espaldas, fingiendo que toda su atención estaba puesta en el abejorro que zumbaba en la flor de una de las malvas que crecían al pie del muro del santuario.

—Nadie me preguntó a mí —masculló.

—¿Qué es lo que no te preguntó nadie?

Ciri giró en una media pirueta, golpeó enfadada con el puño en la malva. El abejorro se alejó volando, zumbando con rabia y odio.

—¡Nadie me preguntó si yo quería que me enseñaras!

Yennefer apoyó los puños en las caderas, sus ojos echaban chiribitas.

—Vaya una coincidencia —ceceó—. Imagínate que a mí tampoco me preguntó nadie si tenía ganas de enseñarte. Las ganas, al fin y al cabo, no tienen aquí nada que ver. Yo no acepto a cualquiera y tú, pese a las apariencias, podrías resultar cualquiera. Me pidieron que viera cómo eres. Que investigara qué es lo que hay en ti y si eso te amenaza. Y yo, no sin reticencia, asentí.

—¡Pero yo todavía no he asentido!

La hechicera alzó el brazo, movió la mano. Ciri sintió cómo le latían las sienes y como le zumbaban los oídos, de forma parecida a como cuando se traga saliva, pero mucho más fuerte. Sintió sueño y una debilidad paralizante, un cansancio que le volvía rígido el cuello, temblaban las rodillas.

Yennefer bajó la mano y las sensaciones desparecieron al instante.

—Escúchame con atención, Sorpresa —dijo—. Puedo hechizarte sin esfuerzo, hipnotizarte o hacerte entrar en trance. Puedo paralizarte, atiborrarte de elixires por la fuerza, desnudarte, ponerte sobre una mesa y examinarte durante algunas horas, haciendo un descanso para comer algo, y tú estarías tendida mirando al techo, sin ser capaz de mover siquiera los globos oculares. Haría así con la primera mocosa que pillara. Contigo no quiero obrar así porque al primer vistazo se ve que eres una muchacha inteligente y orgullosa, que tienes carácter. No quiero avergonzarte ni a ti, ni tampoco a mí. Ante Geralt. Porque él fue quien me pidió que examinara tus talentos. Para que te ayude a arreglártelas con ellos.

—¿Te lo pidió? ¿Por qué? ¡Nadie me ha dicho nada! No me han preguntado nada...

—Vuelves a ello con terquedad —le interrumpió la hechicera—. Nadie te pidió tu opinión, nadie hizo el esfuerzo de ver qué es lo que querías y qué es lo que no.

¿Acaso has dado lugar a que se te considerara una obstinada y terca mocosa a la que no vale la pena hacer tales preguntas? Pero me arriesgaré, te haré la pregunta que nadie te ha dado. ¿Te dejarás realizar los tests?

—¿Y qué es eso? ¿Qué son esos tests? ¿Y por qué...?

—Ya te lo he explicado. Si no lo has entendido, qué le vamos a hacer. No tengo intenciones de pulir tu percepción ni trabajar sobre tu inteligencia. Lo mismo puedo hacerle los tests a una lista como a una tonta.

—¡No soy tonta! ¡Y lo he entendido todo!

—Pues mejor.

—¡Pero yo no valgo para hechicera! ¡No tengo ningún talento! ¡Nunca seré hechicera ni lo quiero ser! Estoy destinada a Geralt... ¡Estoy destinada a ser bruja!

¡Vine aquí sólo para poco tiempo! Pronto me volveré a Kaer Morhen...

—Estás mirando mi escote todo el rato-dijo Yennefer, entrecerrando ligeramente sus ojos violetas—. ¿Ves en ellos algo extraordinario o se trata de simple envidia?

—Esa estrella... —murmuró Ciri—. ¿De qué es? Esas piedrecitas se mueven y brillan muy raro...

—Pulsan —sonrió la hechicera—. Son brillantes activos incluidos en obsidiana.

¿Quieres verlos de cerca? ¿Tocarlos?

—Sí... ¡No! —Ciri retrocedió, agitó su cabeza con rabia, como queriendo expulsar de sí el perfume a lilas y grosellas que surgía de Yennefer—. ¡No quiero! ¿Para qué lo necesito? ¡No me interesa! ¡Nada de nada! ¡Soy bruja! ¡No tengo ningún talento para la magia! No sirvo para hechicera, creo que está claro, porque soy... Y además...

La hechicera se sentó en un poyo de piedra que estaba junto al muro y se embebió en la contemplación de sus uñas.

—... y además —terminó Ciri—, tengo que reflexionar.

—Ven aquí. Siéntate junto a mí. Obedeció.

—Tengo que tener tiempo para pensarlo —dijo insegura.

—Desde luego. —Yennefer asintió, todavía mirando sus uñas—. Se trata de un asunto importante. Precisa de reflexión.

Ambas guardaron silencio durante un rato. Las adeptas que paseaban por el parque las miraron de refilón, con curiosidad, susurraban, risoteaban.

—¿Y?

—¿Qué... y?

—¿Te lo has pensado ya?

Ciri se levantó violentamente sobre los dos pies, bufó, pataleo.

—Yo... Yo... —resopló, sin poder tomar aliento de la rabia que tenía—. ¿Acaso te burlas de mí? ¡Necesito tiempo! ¡Tengo que reflexionar! ¡Más tiempo! ¡Todo el día... y la noche!

Yennefer la miró a los ojos y Ciri se encogió ante esta mirada.

—El proverbio afirma —dijo lentamente la hechicera— que hay que consultar con la almohada. Pero en tu caso, Sorpresa, la almohada puede que solamente traiga otra pesadilla más. Te despertarás otra vez entre gritos y dolores, bañada en sudor, tendrás otra vez miedo, miedo de lo que hayas visto, tendrás miedo de lo que no vas a poder acordarte. Y no habrá más sueño esa noche. Habrá amenaza. Hasta el alba.

La muchacha tembló, bajó la cabeza.

—Sorpresa. —La voz de Yennefer se transformó imperceptiblemente—. Confía en mí.

Los brazos de la hechicera eran cálidos. El terciopelo negro del vestido parecía hasta pedir que lo tocasen. El perfume a lilas y grosellas embriagaba deliciosamente. El abrazo tranquilizaba y apaciguaba, relajaba, suavizaba la tensión, aplacaba la rabia y la revuelta.

—Aceptas hacer los tests, Sorpresa.

—Acepto —respondió, comprendiendo que no tenía necesidad de responder. Porque no se trataba de una pregunta.

 

—Yo ya no entiendo nada de nada —dijo Ciri—. Primero dices que tengo capacidades porque tengo esos sueños. Pero quieres hacer esas pruebas y comprobar... Entonces, ¿qué? ¿Tengo capacidades o no?

—A esa pregunta responderán los tests.

—Tests, tests. —Enarcó las cejas—. No tengo capacidades, te digo, si tuviera, creo que lo sabría, ¿no? Pero si, por una casualidad, las tuviera, entonces, ¿qué?

—Hay dos posibilidades —comunicó indiferente la hechicera mientras abría la ventana—. O bien habrá que ahogar esas capacidades o bien enseñarte a controlarlas. Si tienes el talento y quieres hacerlo, intentaré impartirte algunos conocimientos elementales de magia.

—¿Que quiere decir "elementales"?

—Básicos.

Estaban en la misma gran habitación que Nenneke había destinado para la hechicera, junto a la biblioteca, en un ala lateral del edificio, apenas usada. Ciri sabía que estas habitaciones se las destinaban a los invitados. Sabía que Geralt, cuantas veces había estado en el santuario, había vivido precisamente allí.

—¿Vas a querer enseñarme? —Se sentó en la cama, pasó la mano por la colcha adamascada—. ¿Vas a querer llevarme de aquí, verdad? ¡Nunca me iré contigo!

—Entonces me iré sola —dijo Yennefer, desatando los cordeles de las enjalmas—. Y te prometo que no voy a echarte de menos. Ya te he dicho que sólo te educaré si lo quieres. Y puedo hacerlo aquí, donde estamos.

—¿Cuánto tiempo vas a edu... enseñarme?

—Tanto como quieras. —La hechicera se agachó, abrió la cómoda, sacó de ella una vieja bolsa de cuero, un cinturón, dos botas de piel cosida y una pequeña damajuana de barro rodeada de mimbre. Ciri escuchó cómo maldecía en voz baja, riéndose al mismo tiempo, vio cómo guardaba el hallazgo de vuelta en la cómoda. Se imaginó a quién pertenecían. Quién las había dejado allí.

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